Sueños del desierto (15 page)

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Authors: Laura Kinsale

BOOK: Sueños del desierto
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—Lo bastante necio para matar a una inglesa —musitó lord Winter—. La venganza habría sido sangrienta. Mucho más de lo que puedes imaginar.

El oficial gruñó.

—Tú eres más necio,
englezi
, por venir al desierto y traer a esa mujer disfrazada. No me puedo imaginar un disparate mayor. Pero te hemos salvado el pellejo, por Alá. Mi bajá se ha ocupado de ello.

—Tu bajá podría haber hablado ayer y habernos ahorrado la noche tan espantosa que hemos pasado.

—Es mejor así. Incluso los perros wahabíes pueden matar en manada.

Lord Winter lanzó otra risita.

—Cierto. Y los
englezi
darán las gracias a Mehmet Ali, ¿verdad? Por devolvernos con la cabeza sobre los hombros. Que el Señor lo recuerde por siempre más.

—Y que los
englezi
vean lo absurdo de luchar por el sultán —añadió el oficial con expresión mordaz.

Los camellos corrían a buen paso bajo las estrellas. Zenia se guardaba sus preocupaciones para sí misma. Tenía que encontrar la forma de comunicarse con lord Winter, de decirle que no se atrevía a ponerse a merced de los caprichos de Mehmet Ali. No hacía ni tres veranos que su madre había alentado la revuelta de los drusos con tanto ingenio y astucia como pudo. Cada vez que un jeque druso acudía a Dar Joon, lady Hester lo recibía recordándole con desprecio que se habían sometido al ejército del hijo de Mehmet Ali sin un solo disparo. «¿Es que no teníais ni una bala que disparar contra Ibrahim Pasha?», decía ella siempre para pinchar a las orgullosas tribus de las montañas. Y la chispa prendió en la leña seca. La revuelta estalló, se extendió por el Líbano, y lady Hester sonrió con satisfacción cuando supo que Mehmet Ali había declarado que la inglesa le había causado más problemas que todos los rebeldes de Siria y Palestina.

Zenia no podía ponerse en manos de Mehmet Ali. Pero estaban en el desierto, y el camino hasta El Cairo era largo. Encontraría la forma de hablar en secreto con lord Winter, y escaparían, llegarían sanos y salvos a algún puerto y embarcarían en algún barco hacia Inglaterra. Los dos, como él le había prometido.

Arden habló un par de veces con los egipcios, pero a ella no le dirigió ni una palabra. Zenia se preguntaba qué pensaba. En Hajil, mientras estuvieron encerrados en aquella estancia, Zenia había sentido que lo conocía, que sus mentes eran una, pero ahora, en el desierto, no estaba tan segura. Después de tanta tensión, de las largas horas, del silencio de la huida, el camello trotaba y trotaba y trotaba interminablemente, mientras ella se sujetaba con cansancio a la estructura de la silla.

Poco a poco, los camellos, las montañas y el cielo empezaron a perfilarse con mayor claridad. Zenia volvió la cabeza y vio que eran ocho: los dos egipcios, armados hasta los dientes con mosquetes, pistolas y sables, un beduino que guiaba el camello de Zenia y otro el de lord Winter, un guía y un guardia, que iba en la retaguardia con dos camellos que llevaban los fardos de viaje. Vio el familiar rifle-revólver de lord Winter colgado de uno de ellos.

Zenia no tenía ni idea de cuánto habían avanzado. Cuando el día empezaba a aclararse, el egipcio dijo algo en voz baja y el guía azuzó su camello. Empezaron a avanzar más deprisa.

El claro amanecer les permitió distinguir las escarpadas y fantásticas paredes de unas montañas, una línea aserrada contra las dunas de arena blanca, que se extendían a los lados y ocultaban la base de aquellos muros altos y rosados, salpicados de oscuros barrancos y cañones.

El guía parecía dirigirse a uno de estos. Los camellos, al trote, rodearon una enorme duna y, trazando una gran curva, entraron en la garganta.

Se detuvieron bajo la sombra de las paredes de piedra, mientras las últimas estrellas desaparecían en la franja de cielo que se veía en lo alto. Zenia se dio la vuelta. Cuando sus ojos se encontraron con los de lord Winter, este frunció ligeramente el ceño y, desviando la mirada, bajó del camello sin hacer que este se agachara, apoyando el pie en el cuello de la criatura.

Uno de los beduinos trepó enseguida por la empinada pared de piedra para vigilar. Zenia desmontó como habían hecho lord Winter y los beduinos, sin que el camello se arrodillara. Fue junto a lord Winter, pero él siguió sin hablarle ni mirarla.

—Esperaremos aquí hasta que anochezca —dijo el oficial.

—¿Tan cerca de Hajil? —preguntó lord Winter.

—Mi bajá así lo ordena —dijo el egipcio—. Él convencerá a los saudíes para que no nos persigan. Jalid es un perro.

Zenia pensó en el general egipcio de ojos fríos que había visto sentado a la derecha del emir. Callado y aburrido, como un amo con un cachorro rebelde sujeto con correa.

—Ninguna de las tribus debe verte ni hablar contigo —añadió el oficial—. Si me das tu palabra de que no lo intentarás, te dejaré sin atar.

—Lo juro, por la vida de Alá —dijo lord Winter al punto.

El oficial negro miró a Zenia.

—¿Y tú?

Ella, que estaba junto a lord Winter, aunque algo más atrás, juró con vehemencia.

—Te vestirás y te cubrirás como una mujer —dijo el egipcio, bajando un fardo del camello. Sacó un montón de ropas negras y se lo arrojó.

Zenia sintió que se sonrojaba. Se inclinó y cogió el fardo, mientras todos los ojos se clavaban en ella, y se ocultó detrás de una roca para ponerse aquella holgada prenda de tela oscura que habría de cubrirla de la cabeza a los pies. Estuvo forcejeando para ponérsela por encima de la túnica ancha que llevaba, sin saber muy bien cómo arreglar tanta ropa. Cuando salió, el oficial dijo muy escueto:

—La cara.

Zenia se cubrió el rostro, y de pronto vio cómo cambiaba ante ellos, cómo se volvía transparente bajo su negra envoltura, invisible. Mujer. Los otros miraban a través de ella, a su alrededor, pero nunca a ella. Ni siquiera lord Winter la miraba.

Parecía un extraño. Zenia se sintió furiosa con él, sintió el impulso de quitarse el velo y obligarlo a volver el rostro hacia ella. Pero no lo hizo. La realidad empezaba a calar en su pensamiento, la conciencia de que la noche pasada no era el presente, de que habían actuado sin un futuro y en cambio ahora descubrían que sí lo había.

Sombras azuladas teñían las altas paredes rosadas de la entrada de la garganta. Los hombres comieron, sentados en un círculo que la excluía a ella. Zenia esperó junto a su camello, observando desde detrás del velo. Cuando se levantaron, vio que habían dejado comida para ella.

Lord Winter no se marchó con los otros. Zenia pensó que la esperaba; pero, cuando dio un paso adelante, él se puso de pie de un salto y corrió hacia ella.

Zenia retrocedió al verle la cara. Se oyó una detonación; a su lado un camello gimió y se tambaleó y, conmocionada, comprendió que le habían disparado.

A su alrededor estalló la confusión. Todos corrían hacia los camellos. Sonó un grito, y el hombre que se había apostado para vigilar saltó a la duna que se extendía ante la boca de la garganta y disparó. El camello de lord Winter saltó hacia delante y cayó entre el caos de hombres y animales. Pero lord Winter estaba ante ella. La cogió por la cintura y la impulsó hacia arriba. El cielo y el suelo parecieron girar cuando un egipcio que iba a lomos de un camello la sujetó. Y, en cuanto estuvo instalada entre el oficial y la silla, el camello bramó y salió al galope hacia la entrada de la garganta, azuzado por unos golpes brutales.

Los otros camellos corrían en estampida, y los beduinos saltaban sobre sus monturas al paso. Zenia trató de darse la vuelta; por un momento pudo ver a lord Winter sacando su rifle del camello que llevaba los fardos al tiempo que saltaba sobre la bestia. Cuando disparó, Zenia lo perdió de vista. Salieron a toda prisa de la garganta, haciendo volar arena por el aire.

Bajo el tranquilo cielo del amanecer, una columna de polvo delataba la presencia de unos perseguidores a los que aún no veían porque los ocultaba la cresta de la duna. Zenia oyó que el oficial daba una orden cortante; el otro egipcio y el beduino hicieron girar a sus camellos y volvieron sobre sus pasos. El hombre que la llevaba no se dirigió a la zona despejada que se extendía más allá de la duna, sino que obligó al camello a seguir por la base de los riscos y mantenerse a la sombra.

Zenia oyó un disparo, pero el oficial azuzó al camello y corrieron velozmente sobre la arena azulada. De nuevo trató Zenia de volverse y mirar atrás, pero el hombre la empujó con brutalidad.

—¡Quieta o te estrangulo! —le dijo con saña al oído—. ¡Alá te maldiga! ¡Que maldiga a los
englezi
y a esos traicioneros perros beduinos!

El otro soldado, acalorado y sucio y guiado por un sombrío beduino, los alcanzó a mediodía. En un paisaje de arena blanca y montañas bajas y negras, tan inhóspito como la luna, Zenia entrecerró los ojos y miró a los dos hombres que se acercaban a través de las ondas de reverberación de calor.

Solo eran dos. Llevaban consigo uno de los camellos con equipaje. Al aproximarse, Zenia vio una mancha oscura sobre el fardo y sangre apelmazada sobre el pelo del animal.

—Ya había caído, mi
aga
—dijo el hombre, haciendo una leve reverencia a su comandante—. Lo derribaron del camello. Tenían tomada la entrada… No pudimos entrar en la garganta para salvarlo.

—¿Eran hombres de al-Saud?

—Llevaban ropas de un blanco inmaculado, mi
aga
, y pañuelos de algodón en la cabeza.

—¡Wahabíes, sin duda! ¡Dios te maldiga! Los saudíes lo ejecutarán, si es que no está muerto ya.

El soldado inclinó la cabeza, avergonzado.

—No era un simple
ghrazzu
, mi
aga
. Nos venían siguiendo desde Hajil.

Por un momento el oficial egipcio permaneció en silencio. Luego volvió su camello hacia el oeste.

—Como Dios quiera —musitó, y golpeó a la bestia con su vara.

10

Zenia aguardaba en la oficina que la Compañía Peninsular de Navegación tenía en Alejandría, sentada con las manos sobre el regazo para que no vieran que le temblaban. Seguía vestida de negro, con traje y velo, aunque esta vez se trataba de ropas de francos, con unos zapatos que le estaban destrozando los pies y capas y más capas de calurosas enaguas.

Tenía la sensación de que los otros pasajeros la miraban. Sabía que lo hacían. En Suez, en medio del bullicio del bazar, Zenia se había limitado a apartarse de sus captores egipcios y mezclarse con un grupo de mujeres que pasaba, todas vestidas exactamente igual que ella, cubiertas de la cabeza a los pies de negro.

Oyó sus gritos, cuando se dieron cuenta de que había desaparecido. Pero ella tiró sus ropas de mujer en un callejón y volvió a ser Selim; luego buscó un aliado, de los que a su madre le gustaban tanto como mascota, un mercader argelino, un sinvergüenza con amigos en cada rincón y muy poco aprecio por el bajá local. Le pagó para que la escondiera y cerrara la boca mientras los hombres del bajá y los soldados registraban la ciudad y maldecían a las mujeres de los harenes por ocultarla. En una ocasión se acercaron tanto que Zenia tuvo que coger un bote roto de latón y ponerse a aporrearlo, fingiendo que lo reparaba, mientras el enviado del bajá le gritaba al argelino para hacerse oír.

—¿Lord Winter? —El empleado de la Compañía Peninsular alzó la vista con gesto inquisitivo, meneando su largo mostacho.

Zenia se levantó. Llamaba demasiado la atención. Aquel traje negro era la única ropa de señora que había encontrado en todo Suez, y salió arrugado y con olor a viejo de un baúl que nadie había reclamado de un convoy que había partido hacía tiempo con destino a Bombay. Estaba hecho para alguien con una cintura mucho más ancha, y le colgaba sobre el cuerpo en amplios pliegues. Zenia dio gracias por la rejilla que le caía sobre los ojos, oscureciéndole la parte superior del rostro, y por los guantes negros, que ocultaban sus uñas sucias.

Al verla acercarse a la mesa, el secretario se puso en pie. Zenia le entregó el pase abierto de lord Winter para un billete en un vapor, sustraído del interior de una costura del estuche donde el vizconde guardaba sus utensilios para afeitarse, en una de las muchas noches en que durmió aislada tras una cortina en la tienda del oficial egipcio. En el monedero llevaba diez monedas de oro procedentes del mismo lugar.

Era suyo, había pensado al robarlo. Él le había prometido llevarla a Inglaterra. Y lo habría hecho.

Y, sea como fuere, ella tenía tanto derecho a quedárselo como Mehmet Ali.

—Pero ¿lord Winter no está con usted, señora? —preguntó el empleado.

Ella lo miró a través del velo. Aquel era el único barco que habría en un mes. Era su única oportunidad. Si no le permitían utilizar el pase abierto de lord Winter para adquirir un billete, no tendría suficiente dinero para pagar.

—No —dijo ella con voz ronca y grave, casi quebrada por el miedo—. Lord Winter no viene.

El hombre dudó un instante y entonces su rostro adoptó una extraña expresión, una especie de mueca de profunda preocupación.

—¡Oh, mis condolencias, lady Winter! —Bajó la vista al manifiesto—. El barco está lleno. Pero desea volver con su familia, ¿verdad? ¡Y lo hará! Nos las arreglaremos.

Zenia se mordió el labio. Podía sentir los ojos de los otros ingleses que esperaban, los pasajeros que habían desembarcado en Suez y habían llegado por vía terrestre con el correo para Alejandría. Ninguno estaba tan solo como ella; incluso las damas que viajaban sin sus maridos tenían doncellas y niños a su lado.

El empleado consultó el pase.

—¿Hay también un caballo que debe embarcar, lady Winter?

—No —dijo ella y, sin una razón, sintió que los ojos se le nublaban y las lágrimas empezaban a deslizarse por sus mejillas—. No hay caballo. Ninguno.

—Por favor, siéntese —dijo el hombre—. Debo hablar con el capitán.

Zenia se sentó. Inclinó la cabeza, tratando de contener el llanto, pero las lágrimas seguían cayendo y dejaban manchas oscuras en sus sucios guantes negros. Se sentía enferma y mareada.

No lloraba desde hacía semanas. Y sin embargo ahora no podía parar, delante de todos aquellos ingleses. El calor sofocante de Alejandría parecía asfixiarla, hasta que sintió que le faltaba el aliento. Nunca se había sentido tan acalorada, ni siquiera en el desierto. Le parecía tener los pies apretados en un torno, y la cabeza flotando en medio de un vapor sofocante.

Necesitaba salir un momento, así que se levantó. Pero se le nubló la vista. De pronto todo se tornó negro. Oía voces distantes, y entonces todo le volvió a la memoria. Sintió dolor en la nariz, y se encontró en el suelo rodeada de rostros y voces exaltadas.

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