Karl Framm dio una chupada a la pipa y no dijo nada. Marsh no se atrevió a mirarle a los ojos, y revolvió algunos papeles.
—Le pagaré todos los salarios que le debo —dijo.
Framm asintió y se volvió para irse. Al llegar a la puerta se detuvo.
—Si consigo un barco, seguiré buscando. Si lo encuentro, se lo haré saber.
—No lo encontrará —respondió Abner en tono convencido. A continuación Framm cerró la puerta y desapareció del barco y de la vida de Abner Marsh, y éste se quedó solo como nunca lo había estado. Ahora no quedaba nadie más que él, nadie que recordara el
Sueño del Fevre
ni el traje blanco de Joshua ni el infierno que llamaba desde el fondo de los ojos de Damon Julian. Ahora sólo seguía vivo porque Marsh lo recordaba, y Marsh se disponía a olvidar.
Pasaron los años.
El
Eli
Reynolds
hizo dinero en el tráfico del Missouri. Durante casi un año navegó por la zona y Marsh lo capitaneó, y sudó con él y atendió a su carga, a sus pasajeros y a sus libros de contabilidad. Con sus dos primeros viajes obtuvo lo suficiente para pagar tres cuartas partes de sus considerables deudas. Pudo haberse hecho rico, de no haber conspirado contra él los acontecimientos del mundo: la situación de Lincoln (Marsh votó por él, pese a ser republicano), la secesión, el bombardeo de Fuerte Sumter. Marsh pensó con frecuencia en las palabras de Joshua York conforme se acercaba la carnicería: «La sed roja vive en esta nación, y sólo la sangre la saciará.»
Y costó una gran cantidad de sangre, pensó Marsh con amargura cuando todo hubo pasado. Rara vez hablaba de la guerra, o de sus experiencias en ella, y mostraba poca paciencia con quienes explicaban las batallas una y otra vez.
—Hubo una guerra —solía decir en voz alta—. Y la ganamos. Ahora ya ha pasado, y no veo la necesidad de contarla una vez y otra, como si fuera algo de lo que hubiera que enorgullecerse. Sólo una cosa buena se sacó de ella, y fue terminar con la esclavitud. El resto no sirvió de nada. Matar a un hombre no es motivo para sentirse orgulloso, maldita sea.
Marsh y el
Eli
Reynolds
regresaron al alto Mississippi durante los primeros años de la lucha, llevando tropas desde St. Paul y Wisconsin y Iowa hacia el sur. Después, se enroló en un buque armado de la Unión, y entró en acción en un par de batallas fluviales.
Karl Framm también luchó en el río. Marsh oyó que había muerto en la batalla de Vicksburg, pero nunca llegó a tener la certeza absoluta.
Cuando llegó la paz, Marsh regresó a San Luis e introdujo al
Reynolds
en el transporte del alto Mississippi. Formó durante poco tiempo sociedad con los capitanes propietarios de cuatro barcos rivales, estableciendo una línea de paquebotes con viajes regulares para competir con más eficacia ante las grandes compañías que dominaban el curso alto del río. Sin embargo, todos ellos eran hombres duros y de voluntad férrea, y al cabo de medio año de peleas y bravatas la compañía se disolvió. Por aquella época, Abner Marsh descubrió que ya no le quedaban ánimos para seguir en el negocio de los vapores. El río había cambiado. Después de la guerra, no parecían quedar más de una tercera parte de los vapores que antes habían surcado las aguas de la cuenca, pero la competencia era más dura puesto que los ferrocarriles abarcaban cada vez más cantidad de tráfico de mercancías y pasajeros. Ahora, cuando uno llegaba a San Luis, encontraba quizá una docena de vapores en el embarcadero, cuando antes los barcos se apretujaban a lo largo de más de un kilómetro. También hubieron otros cambios después de la guerra. El carbón empezó a sustituir a la leña en casi todas partes, a excepción de las zonas más salvajes del Missouri. Llegaron interventores federales con una serie de normas y leyes que había que seguir, registros de seguridad, comprobaciones y todo tipo de cosas, e incluso se prohibieron las carreras entre barcos. Los marineros también cambiaron. La mayoría de los hombres que Abner había tratado estaban muertos o retirados, y quienes ocupaban sus lugares eran extraños con costumbres extrañas. El viejo marinero bullicioso, malediciente, malgastador y salvaje que le daba a uno palmadas en la espalda, le invitaba a copas durante toda la noche y le contaba a uno exageradas mentidas era ya una especie en extinción. Incluso Natchez-bajo-la-Colina era un espectro de lo que había sido, según escuchó Marsh, y era ahora tan tranquila como la ciudad sobre la colina con sus grandes mansiones y sus bonitos nombres.
Una noche de mayo de 1868, más de diez años después de haber visto por última vez a Joshua York y el
Sueño del Fevre
, Abner Marsh dio un paseo por el embarcadero. Volvió a pensar en la noche en que se habían conocido Joshua y él, y paseó por los mismos muelles. Allí habían estado los vapores, los grandes y orgullosos barcos de ruedas a los costados y los resistentes pequeños de ruedas en popa, los viejos y los nuevos, y entre ellos el
Eclipse
, amarrado a su muelle flotante. Ahora el propio
Eclipse
se había convertido en muelle y había en el río muchachos que se llamaban a sí mismos fogoneros y marineros de cubierta y aprendices de piloto que nunca habían puesto sus ojos en él. Y el muelle aparecía casi vacío. Marsh se detuvo un momento y contó. Cinco barcos. Seis, si contaba el
Eli
Reynolds
. El
Reynolds
era tan viejo que Marsh casi temía ya sacarlo al río. Debía ser el barco más viejo del mundo, pensó, y con el capitán más viejo, y tanto el barco como él estaban muy cansados.
El
Gran República
estaba cargando mercaderías. Era un enorme vapor de palas a los costados salido de algún astillero de Pittsburgh el año anterior. Decían que medía 115 metros, lo que le convertía en el mayor vapor del río ahora que el
Eclipse
y el
Sueño del Fevre
se habían esfumado en el olvido. Y también resultaba impresionante. Marsh lo había visto una docena de veces, y había subido a bordo en una ocasión. Su cabina del piloto estaba rodeada por toda clase de adornos lujosos y tenía una cúpula con dibujos, y los cuadros, cristales, maderas pulidas y alfombras del interior bastaban para dejarle a uno sin respiración. Se suponía que era el barco más hermoso y lujoso nunca construido, con el suficiente lujo para cubrir de vergüenza a todos los demás barcos. Sin embargo, según había oído Marsh, no era especialmente rápido, y estaba perdiendo dinero a una velocidad que asustaba. Se quedó quieto con los brazos cruzados sobre el pecho, con aspecto grave y malhumorado bajo su severo abrigo negro, y observó a los estibadores que lo estaban cargando en aquel momento. Todos ellos eran negros. Aquel era otro cambio. Ahora, todos los estibadores del río eran negros. Los inmigrantes que habían hecho aquel trabajo y el de marineros de cubierta antes de la guerra se habían ido, Marsh ignoraba dónde, y los negros liberados ocupaban su lugar.
Mientras cargaban, los negros estaban cantando. Su canción era grave y melancólica. «La noche es oscura, el día es largo», decía. «Y nosotros estamos lejos del hogar. Llorad, hermanos, llorad.» Marsh conocía el cántico. Tenía otra estrofa que decía: «La noche ha pasado, el largo día ha venido, y nos vamos a casa. Gritad, hermanos, gritad.» Sin embargo, los mozos no cantaban aquel verso, aquella noche no, allí en el muelle vacío, cargando un barco nuevo, enorme y elegante como ninguno, pero que ni así podía conseguir lo suficiente para sobrevivir. Al observar su alrededor y escuchar aquellos cánticos, le pareció a Marsh como si todo el río estuviera agonizando, y él con el río. Había visto suficientes noches oscuras y días largos para el tiempo que le quedaba en la tierra, y ya no estaba seguro de haber tenido nunca un hogar.
Abner Marsh se alejó a paso lento del muelle, de regreso al hotel. Al día siguiente, desmontó las oficinas, despidió a la tripulación, disolvió la «Compañía de Paquebotes del río Fevre» y puso en venta el
Eli
Reynolds
.
Marsh tomó el dinero que le quedaba, abandonó para siempre San Luis y se compró una casita en su ciudad natal, Galena, a la vera del río. Sólo que ya no era el río Fevre. Le habían cambiado el nombre años antes por Galena, y ahora todo el mundo lo denominaba así. El nuevo nombre sonaba mejor, decían los vecinos. Abner Marsh siguió llamándolo río Fevre, como lo había hecho desde niño.
No tenía grandes ocupaciones en Galena. Leyó montones de periódicos. Aquélla era una costumbre que había arraigado en él durante los años en que buscaba a Joshua, y todavía le gustaba mantener un registro de los barcos más rápidos y sus tiempos. Todavía quedaban algunos de ellos. El
Robert E. Lee
había salido de New Albany en 1866, y era un auténtico purasangre. El
Salvaje
Bob Lee
, le llamaban algunos marineros, o simplemente el
Bad Bob
. Y el capitán Tom Leathers, el marino más duro, mezquino y maldecido de todos los capitanes de vapor, había botado en 1869 un nuevo
Natchez
, el sexto de la serie. Leathers siempre llamaba a sus buques
Natchez
. El nuevo era más rápido que todos los anteriores, según los periódicos, cortaba el agua como un cuchillo y Leathers se ufanaba a lo largo y ancho del río de cómo iba a darle una lección al capitán John Cannon y su
Salvaje Bob Lee
. Los periódicos hablaban mucho de ellos. Se cocía una carrera en la parte ya no transitada del Illinois, y parecía que iba a ser de las que se comentan durante años.
—Me gustaría ver esa maldita carrera —le dijo a la mujer que había contratado para limpiar la casa todos los días—. Ninguno de ellos tendría la menor oportunidad contra el
Eclipse
, tiene usted mi palabra.
—Los dos tienen mejores tiempos que su
Eclipse
—contestó ella. A la mujer le encantaba contradecirle. Marsh dio un bufido.
—Eso no significa nada. El río es más corto ahora. Cada año se hace más corto. Dentro de poco se podrá pasear desde San Luis a Nueva Orleans a pie.
Abner leía algo más que periódicos. Gracias a Joshua, había desarrollado el gusto por la poesía, por «todas aquellas malditas cosas», y también leía alguna novela esporádicamente. Aprendió a tallar madera y construyó detalladas miniaturas de sus barcos, tal como los recordaba. Los pintó y todo, y los hizo todos a la misma escala, para poderlos colocar uno al lado del otro y observar las diferencias de tamaño.
—Ese es mi
Elizabeth A
. —le dijo orgulloso a la mujer el día que terminó el sexto modelo, el más grande—. El barco más suave que surcó nunca el río. Hubiera establecido récords de no ser por aquella desdichada helada. Ya ve qué grande era. Casi cien metros. Mire cómo empequeñece a mi viejo
Nick Perrot
—señaló—. Y ese es el
Dulce Fevre
, y el
Dunleith
, que me dio un montón de problemas con su motor de babor, vaya si me los dio. Y el siguiente es mi
Mary Clarke
, al que le estallaron las calderas —Marsh movió la cabeza—. Murió mucha gente allí. Quizá fue culpa mía, no lo sé. A veces le doy vueltas en la cabeza. El pequeño del fondo es el
Eli
Reynolds
. No hay mucho que ver, pero era un barco muy resistente. Aguantó todo lo que quise echarle y más, y siguió humeando y haciendo girar las palas hasta el último momento. ¿Sabe cuántos años duró, ese pequeño y feo vapor de rueda en popa?
—No —contestó la mujer—. ¿No tuvo usted ningún otro barco más? ¿Uno realmente lujoso? Oí decir que...
—No haga caso de lo que haya oído. Sí, tuve otro barco, el
Sueño del Fevre
, que lleva el nombre en honor del río.
La mujer le contestó con un gruñido.
—No me extraña que esto nunca llegue a convertirse en la ciudad que debería ser, con gente como usted y su insistencia con lo del río Fevre. Deben pensar que por aquí estamos todos enfermos. ¿Es que no puede llamarlo por su verdadero nombre? Se llama río Galena ahora.
—¡Cambiarle el maldito nombre a un maldito río! —se indignó Marsh—. ¡Nunca escuché una tontería semejante! Por lo que a mí respecta es el río Fevre, y seguirá siendo el río Fevre; no importa qué diablos diga el condenado alcalde —frunció el ceño—. Ni usted tampoco. Diablos, de la manera que dejan que siga obstruyéndose con sedimentos, pronto tendrán que llamarle la condenada cañada Galena.
—¡Vaya lenguaje! Pensaba que un hombre que lee poesía sería capaz de hablar de modo civilizado.
—No se preocupe de mi maldito lenguaje —dijo Marsh—. Y no vaya contando eso de la poesía por la ciudad, ¿entendido? Conocí a un hombre a quien le gustaba la poesía, y por eso guardo estos libros. Y ahora deje de meter la nariz en mis asuntos y mantenga mis barcos sin polvo.
—Desde luego. ¿Hará usted una maqueta del otro barco? ¿Qué me dice? ¿Hará el
Sueño del Fevre
?
Marsh se sentó en un gran sillón lleno de cojines y se quedó pensativo.
—No —contestó al fin—. No la haré. De ese barco sólo quiero olvidarme, así que aplíquese a limpiar el polvo y deje de molestarme con sus malditas preguntas y estupideces.
Tomó un periódico y empezó a leer sobre el
Natchez
y las últimas hazañas del capitán Leathers. Su ama de llaves emitió un ruido como un cloqueo y, por último, se puso a limpiar el polvo.
La casa tenía un alto torreón redondo orientado al sur. Por la tarde, Marsh solía subir allí con una copa de vino o una taza de café, y a veces con un pedazo de pastel. No comía como solía hacerlo. Desde la guerra había cambiado y la comida no parecía saberle igual. Seguía siendo un hombre corpulento, pero había perdido por lo menos treinta kilos desde los tiempos de Joshua y el
Sueño del Fevre
. La carne le colgaba fofa por todas partes, como si la hubiera comprado un par de tallas más grande, esperando que encogiera. También en su cara se notaba el mismo proceso.
—Estoy aún más feo de lo que ya era —gruñía cuando se ponía delante de un espejo.
Sentado junto a la ventana del torreón, Marsh veía el río. Pasaba muchas noches allí leyendo, bebiendo y mirando las aguas. El río estaba hermoso a la luz de la luna, corriendo ante él continuamente, como lo había hecho antes de que él naciera y como seguiría haciendo una vez estuviera muerto y enterrado. Comprender aquello le hacía sentirse más tranquilo, y él guardaba aquel sentimiento como un tesoro. Había leído un poema de Keats que decía que no hay nada tan triste como algo hermoso que se muere, y a veces le parecía a Marsh que todas las cosas hermosas del mundo estaban marchitándose. Además, se sentía solo. Había estado en el río demasiados años y no tenía verdaderos amigos en Galena. Nunca recibía visitas, y nunca hablaba con nadie salvo con su fastidiosa ama de llaves. Ella le irritaba considerablemente, pero a Marsh no le importaba demasiado, ya casi nada conseguía levantar en él su antigua sangre caliente. A veces, pensaba que su vida había terminado y aquello le enfurecía tanto que se ponía colorado. Todavía existían tantas cosas que no había hecho nunca... Pero no había ninguna duda de que se estaba haciendo viejo. Antes solía llevar el bastón de roble sobre todo para señalar con él, pero ahora poseía uno con empuñadura de oro, muy cara, para ayudarse a caminar mejor. Y tenía arrugas en torno a sus ojos e incluso en torno a las verrugas, y una especie de mancha marrón sorprendente en la mano izquierda. A veces se había mirado la mano preguntándose cómo habría llegado la mancha hasta allí. Anteriormente nunca la había advertido. Entonces, maldecía y tomaba un periódico o un libro.