Finalmente, apareció la ensenada a su izquierda y el camino corrió a lo largo de ella durante largo rato. La luna se reflejaba, pálida y serena, sobre las aguas negras y tranquilas. En la noche calma bullían las luciérnagas y Marsh escuchó el profundo croar de las ranas y percibió el intenso y pesado olor de las aguas estancadas, donde los lirios de agua crecían en grandes cantidades y cuyas riberas se cubrían del blanco-nieve de los cornejos y el musgo gris que ascendía por los viejos árboles. Marsh pensó que podía ser la última noche de su vida, así que respiró profundamente, aspirando todos los olores que se le ofrecían, tanto los agradables como los que no lo eran.
Joshua York miraba al frente avanzando a través de la oscuridad, impertérrito y con el rostro inmutable, perdido en sus propios pensamientos.
Casi al amanecer —una luz mortecina acababa de aparecer por el este y algunas estrellas parecían difuminarse— pasaron junto a una vieja encina española ya muerta, cubierta de musgo gris que pendía de sus ramas peladas. Marsh vio en la distancia una hilera de cabañas, negras como dientes podridos y, más cerca, los muros chamuscados y sin techo de la vieja casa principal de la plantación, con sus ventanas vacías mirándolo. Joshua York detuvo el carro.
—Dejaremos aquí la galera y seguiremos a pie —dijo—. Ya no estamos lejos.
Miró hacia el horizonte, donde el resplandor estaba extendiéndose y comiéndose a las estrellas.
—Atacaremos a plena luz.
Abner Marsh gruñó su asentimiento y se apeó de la galera, asiendo con fuerza el fusil.
—Va a hacer un buen día —le dijo a York—. Quizá demasiado esplendoroso.
York sonrió y se cubrió cuando pudo con el sombrero.
—Así —dijo después—. Recuerde el plan. Yo derribaré la puerta de delante y me enfrentaré a Julian. Cuando toda su atención esté fija en mí, aparezca y dispárele a la cara.
—Diablos —contestó Marsh—, no voy a olvidarlo. Le he estado disparando a ese rostro durante años, en sueños.
Joshua se adelantó rápidamente, a grandes zancadas, y Abner avanzó a su lado, esforzándose por mantener el paso. Marsh había dejado su bastón de estoque en Nueva Orleans. Aquella mañana, después de tantas mañanas, había vuelto a sentirse joven. El aire era frío y dulce y cargado de fragancia, y estaba a punto de recuperar a su viejo amor, su dulce vapor, su
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Pasaron la casa de la plantación y dejaron atrás las cabañas de los esclavos. Cruzaron otro campo donde el índigo crecía salvaje en una profusión de flores rosas y púrpuras. Rodearon un enorme sauce llorón cuyas ramitas acariciaron el rostro de Marsh con la suavidad de una mano de mujer. Luego se adentraron en una parte donde los árboles crecían más juntos. Habían sobre todo cipreses y algunas palmas, con flores rojas, y cornejos y flores de lis de todos los colores. El terreno era húmedo y se hacía más pantanoso conforme avanzaban. Abner Marsh notó que la humedad se le filtraba por las suelas de sus viejas botas.
Joshua se ocultó un momento bajo una gran masa de musgo gris que colgaba de una rama baja y retorcida, y Marsh se paró un paso detrás de él. Allí estaba el barco.
Abner Marsh asió con más fuerza aún el fusil.
—Diablos —fue lo único que se le ocurrió.
El agua había vuelto al viejo y negro canal y rodeaba al
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, pero no había suficiente profundidad y el vapor no flotaba. Descansaba en un lodazal de arena y barro, con la proa alzada en el aire, inclinado unos diez grados a babor y las ruedas de palas por encima de la superficie, totalmente secas. En otro tiempo, el barco había sido blanco, azul y plateado. Ahora era casi todo gris, con el gris de la madera vieja y podrida que ha soportado demasiado sol y demasiada humedad y no ha sido pintada suficientemente.
Parecía como si Julian y sus condenados vampiros le hubieran chupado toda vida al vapor. En la cabina del timonel, Marsh observó restos del escarlata de putilla con que Sour Billy había cubierto la pintura original, con las letras OZ aún difusamente visibles, como los viejos recuerdos. El resto de la pintura había desaparecido y el nombre verdadero del barco era nuevamente visible allí donde la última capa había saltado. El blanco de las barandillas y columnatas había padecido más que ningún otro y era allí donde el barco parecía más gris. Aquí y allá, Marsh vio manchas de verdín atacando a la madera, en proceso de extensión. Al observar el estado del barco, Marsh se puso a temblar. Vio la humedad, el calor y el deterioro, y notó algo en los ojos. Se los frotó, lleno de rabia. Dada la inclinación, las chimeneas parecían curvadas. El musgo cubría uno de los costados de la cabina del piloto y caía por el mástil. Los cabos que unían la cabina con la toldilla por el costado de babor hacía mucho que se habían roto y la toldilla había caído sobre el castillo de proa. Su gran escalera, aquella gran extensión curva de maderas pulidas, estaba resbaladiza por los hongos. Aquí y allá, Marsh vio flores salvajes que habían crecido entre las grietas producidas en el piso de las cubiertas.
—¡Maldita sea! —exclamó—. Maldita sea, Joshua, ¿cómo diablos pudo permitir que se degradara hasta este extremo? ¿Cómo diablos...?
Sin embargo, en ese instante su voz se quebró y le traicionó, y Abner Marsh descubrió que no tenía palabras para expresarse. Joshua posó suavemente su mano en el hombro de su antiguo socio.
—Lo siento, Abner —le dijo—. Lo intenté, pero...
—Sí, ya sé —dijo Marsh, soltando una maldición—. Fue él, Julian, quien lo hizo. Fue él quien lo dejó pudrirse, como todo lo que toca. Sí, ya sé quién fue, naturalmente. Lo que no sé es por qué diablos me ha mentido usted, Joshua York. Todo ese lío del
Natchez
y el
Robert E. Lee
. Diablos, el
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nunca más volverá a ganarle a nadie. Ni siquiera volverá a moverse —tenía el rostro encendido como una remolacha y el tono de su voz empezaba a elevarse—. ¡Maldita sea, si lo único que va a hacer ese barco es quedarse así y pudrirse, y usted lo sabía!
Se detuvo de repente, antes de ponerse a gritar y despertar a todos aquellos malditos vampiros.
—Lo sabía —admitió Joshua York, con una expresión de pena en los ojos. El sol de la mañana brillaba ya a sus espaldas y le daba palidez y debilidad—, pero lo necesitaba, Abner. No todo fue mentira. Julian sí proyectó el plan de que le hablaba, pero Billy le hizo ver el mal estado del barco y le quitó la idea de la cabeza. El resto de lo que le dije era verdad.
—¿Cómo diablos quiere que le crea? —preguntó Marsh con voz cansada—. Después de todo lo que hemos pasado juntos, aún me miente. Maldita sea, Joshua, es usted mi condenado socio, ¡y aún así me miente!
—Abner, escúcheme, por favor. Déjeme explicarle —se llevó una mano a la frente y parpadeó.
—Adelante —dijo Marsh—. Adelante, explíquese. Le escucho, maldita sea.
—Le necesitaba a usted. Sabía que no tenía modo de vencer a Julian yo solo. Los demás... incluso los que están de mi parte, no pueden estar ante él, ante sus ojos... Puede obligarlos a hacer lo que le venga en gana. Usted era mi única esperanza, Abner. Usted y los hombres que creía traería consigo. Resulta dolorosamente irónico. Nosotros, los de la noche, hemos utilizado como ganado a la gente del día durante miles de años, y ahora debo acudir a ella para salvar a mi raza. Julian nos destruirá, Abner. El sueño que usted tenía puede haberse podrido, pero el mío aún sobrevive. Yo le ayudé una vez, pues sin mí no hubiera podido construir nunca un barco como ése. Ayúdeme usted ahora.
—Si me lo hubiera pedido —dijo Marsh —Si me hubiera contado la maldita verdad...
—No sabía si accedería a venir para salvar a los míos. En cambio, sabía que vendría a rescatar el barco.
—Yo hubiera venido por usted, ¡maldita sea! Somos socios, ¿no es verdad? Dígame, ¿no es verdad?
Joshua York se quedó mirándolo con una expresión de tranquila gravedad, antes de contestar.
—Sí —dijo al fin.
Marsh echó una nueva mirada a lo que había sido su mayor orgullo y vio que un maldito pájaro había construido su nido en una de las chimeneas. Otros pájaros se despertaban y saltaban de una rama a otra con unos cantos que irritaron tremendamente a Abner. El sol de la mañana caía sobre el vapor en brillantes rayos amarillos, filtrados entre los árboles y llenos de motas de polvo. Las últimas sombras se retiraban ya bajo los matorrales y la maleza.
—¿Por qué precisamente ahora? —preguntó Abner a York, frunciendo el ceño una vez más—. Si no se trataba del
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, ¿de qué se trataba? ¿Cuál es la diferencia que hay ahora respecto a los trece años transcurridos? ¿Por qué de repente huye de aquí y empieza a escribirme cartas?
—Cynthia está embarazada —dijo Joshua—. De mí.
Abner recordó lo que York le había contado tiempo atrás.
—¿Qué hicieron? ¿Mataron juntos a alguien?
—No. Por primera vez en nuestra historia, la concepción se vio libre del impulso de la sed roja. Cynthia había utilizado mi pócima durante años y se volvió... sexualmente receptiva... incluso sin sangre, sin la fiebre. Y yo pude responder. Fue un impulso poderoso, Abner. Igual de poderoso que la sed, pero distinto, más limpio. Una sed de vida, en lugar de una sed de muerte. Y Cynthia morirá cuando llegue el momento del parto, a menos que los humanos le ayuden. Julian nunca permitiría tal cosa, y yo tengo que pensar en el niño. No quiero que viva corrompido, esclavizado por Damon Julian. Quiero que este nacimiento sea un nuevo principio para mi raza. Por eso tuve que ponerme en movimiento.
Un maldito bebé vampiro, pensó Marsh. Iba a enfrentarse a Damon Julian por un niño que podía convertirse, cuando creciera, en lo mismo que era Damon Julian. Pero quizá no. Quizá creciera para convertirse en un nuevo Joshua.
—Si quiere que hagamos algo —murmuró al fin—, ¿por qué diablos no entramos ahí de una vez, en lugar de quedarnos aquí charlando?
Al tiempo que hablaba, levantó el cañón de su arma en dirección al enorme vapor medio destrozado. Joshua York sonrió.
—Lamento haberle engañado —dijo—. Abner, no hay otro como usted. Tiene todo mi agradecimiento.
—No se preocupe por eso ahora —gruñó Marsh, azorado por la muestra de gratitud de Joshua.
Salió de detrás de las sombras de los árboles y se encaminó al
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y a las grandes tinajas de índigo, podridas y cubiertas de añil, que se alzaban tras el barco. Cuando llegó a las proximidades del agua, el fango se adhirió a sus botas y emitió sonidos obscenos al despegar éstas del suelo. Marsh se aseguró una vez más de que el arma estuviera cargada. Después, descubrió una vieja plataforma carcomida por el tiempo que flotaba en aguas poco profundas y tranquilas, la colocó contra el costado del casco y subió a la cubierta principal. Joshua York, con sus movimientos rápidos y silenciosos, subió detrás de él.
La gran escalinata se abría ante ellos, en dirección a la oscuridad de la cubierta de calderas y de los camarotes cubiertos de cortinajes donde dormían sus enemigos, más allá del inmenso salón donde resonaba el eco. Marsh no subió inmediatamente.
—Quiero ver mi barco —dijo al fin, dejando atrás la escalinata para dirigirse a la sala de motores.
Las junturas de un par de calderas habían reventado. El óxido había corroído las tuberías del vapor. Los grandes motores estaban quemados y descascarillados en varios puntos. Marsh tuvo que medir cada paso para asegurarse de que sus pies no se posaban sobre alguna plancha de madera podrida. Llegó a uno de los hornos. En el interior había cenizas frías de mucho tiempo atrás y algo más, algo marrón y amarillento y ennegrecido aquí y allá. Introdujo la mano y extrajo un hueso.
—Huesos en el horno —dijo—. La cubierta totalmente podrida. Las malditas esposas de los esclavos todavía en el suelo. Orín, ¡diablos! —se volvió hacia Joshua—. Ya he visto bastante.
—Ya se lo dije.
—Quería echarle un vistazo.
Regresaron a la luz diurna del castillo de proa. Marsh echó una mirada sobre el hombro a las sombras que dejaban atrás, a las podridas sombras llenas de orín de lo que había sido el barco y de lo que habían sido sus sueños.
—Dieciocho grandes calderas —dijo con un nudo en la voz—. Whitey amó a estas máquinas.
—Vamos, Abner. Tenemos que cumplir lo que hemos venido a hacer.
Ascendieron con todo cuidado la gran escalinata. El limo de los peldaños era resbaladizo y tenía un olor nauseabundo. Marsh se apoyó demasiado en una figura tallada en madera de la barandilla y se le quedó en la mano. El paseo estaba gris y desierto, y parecía poco seguro. Entraron en el salón principal y el rostro de Marsh reflejó tristeza ante los noventa metros de decadencia y desesperación, y ante la belleza destruída. La alfombra estaba sucia, desgarrada e invadida por los hongos. Grandes manchas de verdín se extendían por ella como un cáncer que estuviera carcomiendo el alma del barco. Alguien había pintado de negro la claraboya y había tapado con una capa de pintura también negra las finas cristaleras de colores. Todo era oscuridad. La gran barra de mármol estaba cubierta de polvo. Las puertas de los camarotes aparecían rotas o sacadas de sus goznes. Una de las lámparas había caído y caminaron junto al montón de cristales rotos. La tercera parte de los espejos se había roto o desaparecido, y el resto estaba inservible, con la plata descascarillada o ennegrecida.
Cuando subían a la cubierta superior, Marsh se sintió contento de ver el sol. Comprobó el arma por enésima vez. La cubierta apareció sobre sus cabezas, con las puertas de sus camarotes cerradas, aguardándoles.
—¿Todavía está en el camarote del capitán? —preguntó Marsh. Joshua asintió. Subieron el corto tramo de escalones que les faltaban y avanzaron hacia el camarote.
En las sombras del porche les aguardaba Sour Billy.
Sin embargo, de haberlo visto en cualquier otro lugar, Marsh no lo hubiera reconocido. Sour Billy estaba tan estropeado como el barco. Siempre había sido delgado, pero ahora era un esqueleto que se movía, con puntiagudos huesos que le sobresalían de una piel amarillenta, enfermiza. La piel tenía el aspecto de la de un hombre postrado en la cama durante muchos años. Su rostro era una maldita calavera, un esqueleto amarillento picado por las viruelas. Había perdido casi todo el cabello y tenía la parte superior del cráneo cubierta de llagas y rojeces. Iba vestido con unos harapos negros y las uñas le habían crecido casi diez centímetros. Sólo sus ojos seguían igual, con su color de hielo y su aspecto enfebrecido, bien abiertos, intentando dar miedo, intentando que fueran unos ojos de vampiro, igual que los de Julian. Billy había sabido que se acercaban, debía haberlos oído. Cuando doblaron la esquina, allí estaba él, con su cuchillo en la mano, aquella mano mortífera tan acostumbrada a usar el arma.