Submarino (14 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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—Tenemos un hermoso mar hoy —dice el comandante.

Durante el cambio de guardia creo ver gente nueva sobre el submarino.

—Cincuenta hombres son muchos —me explica el viejo—. A mí también me ha sucedido no reconocer a alguien de mi tripulación; a veces la cara cambia completamente cuando se afeitan la barba. ¡Si hasta parecen niños .... y lo son!, Pero el que más se transformó, creo, es el viejo en persona. Nunca lo había visto así.

Siempre recatado, silencioso, un pensador, ahora se ha largado a hablar, tartamudea, claro, pero sus frases son cada vez más largas.

La rutina del submarino ha hecho carne otra vez. Todo marcha normalmente; ya ni siquiera hay en el camino cajones que uno deba esquivar.

Sin embargo, me siento como si entre la realidad y yo todavía hubiera un velo, aunque fino como una piel, una membrana. Existo, pero en un ligero trance. Ha desaparecido en mí esa consternación, esa desubicación que al principio me provocaba el mundo técnico; ahora lo tengo un poco más ordenado dentro de la cabeza, lo conozco mejor. Pero con todo subsisten un montón de cosas que sólo puedo aceptar como asombrosas, aún inexplicables para mí:

El ingeniero siempre anda con ganas de enseñarme.

A quien aún no he observado bien es al segundo ingeniero. Parece el producto de la educación que el Führer desea: unilateral, sin fantasía ni otro objetivo que servir a la causa.

De su vida privada no sé más que lo que da a conocer su ficha personal; sólo el ingeniero me habló algo de él.

Su mujer espera un niño. Su madre falleció. Durante las vacaciones visitó a su padre. Pero no hay entre ellos buena relación.

A petición del viejo el primer oficial lee el refrán del día: «A cada cual le queda mejor lo que en él es natural»: Cicerón.

—¿Cómo es eso? —pregunta en seguida el ingeniero, y el viejo parece salir de su adormilamiento.

—¡Enséñemelo! —exige el viejo.

—¡Tan temprano! —se queja el ingeniero.

El calendario con la inscripción va de mano en mano.

Pasa Katter, el cocinero, sonriéndole al comandante.

—Ya lo tuvimos que sacar tres veces de la cárcel —nos comenta el viejo—. Ahora tiene vedado el permiso de licencia, porque cada vez que sale... El se aprovecha, porque sabe que no hay otro cocinero como él. Además fue condecorado por haber salvado una vez a un submarino de hundirse, cerrando la compuerta que daba a la cocina; y eso pesa. Pero tiene mentalidad de perro de caza: si se le acerca mucho, desconfíe. Por eso será que cuando se ve ante un problema reacciona diciendo que se dirijan a mí.

En el habitáculo de proa. El nuevo marinero de la central recaba información acerca del comandante; quiere saber cómo es él.

—¿El viejo? —le comentan—. Es medio raro: Yo me asombro de ver cómo se alegra cada vez que nos hacemos a la mar. Siempre me digo lo mismo: algo en él no es normal. Parece que está comprometido con una de esas nazis, viuda de un aviador. Esa quiere probarlo todo, creo: primero la Aviación, ahora la Marina. Pero el viejo no debe estar bien atendido ahí; debe de ser una de la alta sociedad. Bueno, lo que se ve en la foto no es mucho; piernas largas, buena caída. Yo opino que el viejo se merece algo más.

Muchas veces al día veo, al pasar por la cabina de transmisión, al radiooperador Herrmann. ¿O es Hinrich? Sentado entre sus aparatos como puede, casi siempre tiene un libro en sus manos. Sobre su cabeza descansan los auriculares, de los cuales sólo uno está contra la oreja; de esa manera puede atender a las llamadas en morse y al mismo tiempo oír las órdenes que se imparten en el submarino.

Herrmann está a bordo desde que el submarino fue botado. Duerme en mi habitáculo, enfrente de mi camastro. Su padre, según me contó el comandante, era oficial de cubierta en un crucero, con el que se hundió en 1917.

—Este muchacho tiene una historia bastante típica —me aclaró el comandante—; primero se dedicó al comercio, luego entró en la Marina. Al comienzo fue ayudante de transmisión en un crucero, más tarde radiooperador en un torpedero; después de pasar por la escuela para submarinos, participó del operativo en Noruega. Un día de estos le van a dar el huevo frito.

Herrmann es silencioso, pálido. Como el ingeniero, se mueve por la embarcación como si para él no existiesen los obstáculos. Nunca vi su rostro indiferente, sino siempre en tensión; eso le da profundidad a su persona.

Vive retraído, no se lleva muy bien con los demás marineros. El y Ullmann son los únicos que prefieren leer antes que jugar a las cartas.

Me inclino sobre la mesa de Herrmann y oigo el ligero siseo que sale de sus auriculares que parecen llenos de insectos. Nadie sabe, al oír el murmullo propagado desde miles de millas de distancia, si va dirigido a nosotros.

El radiooperador levanta la vista; en un papel está escribiendo un montón de signos incomprensibles para mí, que rápidamente entrega al segundo oficial. Este se entrega a la tarea de descifrar los jeroglíficos.

Pocos minutos después nos comunica:

—Han sido hundidos dos vapores de cinco y seis mil toneladas de peso, pertenecientes a un convoy.

El segundo pasa la novedad en limpio y se la lleva al comandante. Este la lee y firma; luego hace lo propio el primer oficial; la comunicación vuelve entonces al radiooperador.

Ya hay otro papel para el comandante, esperando su firma.

La inmersión de prueba, que se realiza diariamente, es aprovechada para poner en orden y regular los torpedos.

El habitáculo de proa se ha transformado en sala de máquinas; los camastros han sido levantados y las hamacas sacadas de su lugar habitual. Los hombres andan sin camisa. Lentamente, el torpedo es extraído de su lugar por medio de un sistema de argollas que permiten moverlo hacia todos lados, a pesar de su peso.

Cada hombre tiene su trabajo. Se controla el mecanismo de propulsión, se colocan mangueras para el aire comprimido, se prueban los timones de profundidad, se aceitan los lugares de mayor roce. Finalmente, el gigante vuelve a su cilindro.

Lo mismo se hace entonces con el segundo torpedo. La gente ha entrado en calor, pero éste parece no querer salir de su sitio. Hay que hacer más fuerza, y los hombres gritan dándose ánimo.

Cuando el trabajo termina el habitáculo vuelve a ser lentamente lo que era: una cueva habitable. La tripulación se tira al suelo de cansancio; pero debajo del suelo hay más torpedos que esperan ser usados.

—¡Es hora de que los disparemos! —protesta Ario.

Por las municiones para los 8,8 nadie se preocupa. En cambio, los sensibles torpedos necesitan de atención y cuidados constantes. Es que se trata en realidad de pequeñas embarcaciones más que de armas propiamente dichas. Tienen máquinas, timones. Se los podría clasificar como submarinos, cargados con trescientos kilogramos de trinitrotolueno; tres mil kilogramos en total.

Algunos torpedos están equipados con encendido por compresión, de manera que agujerean la pared del barco al cual están dirigidos; otros, en cambio, más complicados y sensibles, poseen encendido magnético que los hace detonar en el justo momento en que pasan por debajo de la embarcación atacada; las ondas de la explosión llegan así a tocar la parte más débil de la estructura del navío.

Al correr de los días se suceden constantemente las guardias, que siempre son cumplidas por los mismos equipos; el personal de máquinas hace seis horas, el de mar, cuatro.

La primera guardia es del primer oficial; la segunda está a cargo del segundo oficial; la tercera, del oficial navegante.

Me doy cuenta de que la primera guardia es la preocupación del viejo. El primer oficial hace lo que puede, pero el viejo no se quiere dejar engañar. Lo considera poco idóneo; es una suerte que Zeitler lo acompañe. Por que cuando está éste sobre el puente, el primer oficial parece otro. Zeitler, concentrado, los binóculos ante los ojos, se preocupa nada más que del control de su sector; olvida por completo sus fantasías sexuales.

Tengo que reemplazar a Jens, de la segunda guardia, que tiene gripe. Es decir, que me toca guardia nocturna desde las cuatro hasta las ocho, hora de a bordo.

Son ahora las tres, hora de a bordo; acabo de despertarme, media hora antes de lo necesario. En la central todo está en silencio. Las lámparas sólo dan media luz.

El segundo oficial es condescendiente y le regala los cinco minutos mientras se pone las botas, todavía húmedas. Le pregunta al marinero de la central acerca del tiempo allá afuera.

—El agua apenas nos alcanza, pero está fría —oigo que le contestan desde la central. Eso significa que me pondré el
Isländer
y la bufanda de lana; como todavía tengo tiempo, me siento en la central y paseo mi vista por los alrededores.

Ya mis ojos se han acostumbrado a la luz mortecina. Así es que distingo cada porción de las instalaciones individualmente; practico el nombre de cada cosa con movimientos mudos de mis labios, como si tuviera que controlar que todo esté en su lugar.

Reconozco la palanca para el manejo manual de los timones de profundidad. Más allá, la mesa de cartografía, ruedas y válvulas para las celdas y los
bunkers
de regulación, la bomba de presión de aceite, para el periscopio, manivelas de todo tipo.

Hacia popa, entre cañerías, apenas visibles para mí, se encuentran unas pequeñas cajas de hierro con aberturas redondas, para diferentes cuadrantes: son las instalaciones para el disparo de los torpedos. También distingo el filtro de agua dulce. Por fin, los instrumentos de reemplazo que permiten guiar al submarino cuando ello es imposible desde la torre.

Los otros vigías del puente aparecen en la central. Son el alférez y el «Berlinés».

—¡Qué frío hace! —dice un marinero—, la segunda guardia es sin lugar a dudas una guardia de mierda. —Y en seguida agrega—: ¡Faltan cinco minutos!

En este instante llega el segundo oficial, tan lleno de ropa que sólo se ve de él la franja de los ojos.

—¡Buenos días!

—¡Buenos días, teniente!

El segundo oficial es condescendiente y le regala los cinco minutos a la guardia que debemos reemplazar.

El primer oficial le comunica al segundo el curso seguido y la velocidad de las máquinas.

A mí me toca el sector de popa, a estribor. Mis ojos no tardan en acostumbrarse a la oscuridad reinante. El cielo es apenas un poco más claro que el mar, completamente negro. El aire está cargado de humedad; los binóculos se empañan rápidamente.

Pronto comienzan a arderme los ojos de tal forma que de vez en cuando debo cerrarlos con fuerza por unos segundos; nadie dice una palabra.

El ronroneo de los motores y el golpeteo a ratos siseante del mar se transforman en poco tiempo en murmullos que ya pertenecen al silencio. Solamente de vez en cuando alguien golpea con la rodilla contra la pared de la torre, y se oye un ruido sordo.

Siento picazón en el cuello; pero así envuelto como una momia como estoy, ni siquiera me puedo rascar. ¡Si hasta los monos se rascan! Pero al segundo oficial le molesta incluso que nos abramos un botón.

El segundo viene de los alrededores de Hamburgo. Iba a estudiar, pero abandonó. Primero fue empleado en un banco, y luego se enroló en la Marina por propia voluntad. Eso es todo lo que sé de él. Es de una naturaleza feliz; tanto ante el comandante como ante los oficiales y la tripulación; se trata de un hombre que cumple con su deber con lógica, sin aspavientos, pero correctamente. Es el único que se entiende más o menos bien con el primer oficial, a pesar de que su filosofía del deber no se corresponde con la de éste.

A popa el mar parece fosforescente. Contrasta con el cielo oscuro; negro, con brillantes cosidos a él. No apareció la luna esta noche, escondida como está ahora detrás de las nubes; la poca luz que se filtra es pálida, tiene algo de verdosa.

Un par de nubes hacen desaparecer ahora parte de la cubierta. ¿Serán realmente nubes? ¿Qué hacer, comunicar o esperar? ¿Son nubes de rara apariencia o no? Ajusto tanto mi vista que mis ojos comienzan a llorar, hasta que tengo la seguridad de que no es el peligro.

Sorbo la humedad que me tapa la nariz para poder oler mejor. Ya muchos pudieron detectar así un convoy en la noche gracias a las nubes de humo que desparrama a su alrededor.

—¡Esto está más oscuro que el culo! —protesta el segundo—. Podríamos pasar directamente al lado de un Tommy sin darnos cuenta.

No necesitamos preocuparnos por encontrar una luz en medio de las tinieblas. Los Tommies se guardan muy bien de dejar alguna encendida; la sola llama de un cigarrillo podría ser su perdición.

Los binóculos me pesan; siento los brazos paralizados, doloridos. Es siempre lo mismo: hay que dejarlos descansando un momento, los brazos colgados del cuerpo, lo más relajados posible. Después, habrá que levantar de nuevo el aparato, balancearlo ante los ojos de manera que no se comunique a él el temblor del submarino. Como siempre, habrá que girar noventa grados cada vez, en la búsqueda del enemigo. Muy lentamente, milímetro a milímetro. Volver a descansar, volver a espiar palmo a palmo el peligro oculto.

El viento me trae algunas gotas de agua.

Yo sé que el Atlántico tiene aquí una profundidad de por lo menos tres mil metros, tres mil metros de agua debajo de la quilla. Pero parece que resbaláramos sobre una masa sólida.

Pasa el tiempo; cada vez es más grande el deseo de dejar caer los párpados para que el submarino nos haga partícipes de su mecerse acompasado.

Quisiera preguntarle al segundo qué hora es, pero no me atrevo. Al Este se distingue una línea de claridad sonrosada. Se interrumpe hacia arriba debido a un montón de nubes azules oscuras, inmóviles. Vuelve a pasar mucho tiempo, antes de que la luz reaparezca por encima de esas nubes, envolviéndolas en fuego. Desde mi puesto de observación alcanzo a distinguir la proa como un bulto oscuro.

Poco a poco se aclaran los rostros de los otros tres: son rostros grises, cansados. Alguien sube. Pone la cara al viento y comienza a orinar. Oigo el ruido que hace el chorro sobre la cubierta. Mi nariz capta el olor de la orina.

Uno tras otro vienen ahora a reencontrarse desde abajo con el aire puro. Me llega el aroma de un cigarrillo, trozos de conversaciones dan vueltas hasta mis oídos.

Un momento después, el segundo oficial informa. Sin ser advertido, el comandante ha llegado al puente. Descubro su rostro, teñido de rojo por la luz del cigarrillo. Pero en seguida me llamo al orden: no prestar atención, no dejarse distraer, seguir en tensión, de pie, no apartar la vista de mi sector. Ese es mi deber: espiar, hasta que los ojos se me salgan de la cabeza.

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