Submarino (49 page)

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Authors: Lothar-Günther Buchheim

BOOK: Submarino
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Miradas significativas: esto es completamente infrecuente. Nunca pasó algo así. ¿Qué estará sucediendo? El comandante se encierra en su escritorio, llevándose la máquina. Hace venir al primer oficial. Ambos buscan durante cinco minutos en unos papeles. El ambiente está tenso; al reaparecer, el viejo no dice una sola palabra. Todo es silencio.

—¡Interesante! —murmura el viejo por fin. Y nada más, si bien nuestros ojos dependen de sus labios. Unos minutos después agrega—: ¡Nos han ordenado otro puerto de desembarque!

Su voz no le sale tan indiferente como a él mismo quizá le agradaría. Algo de este nuevo puerto no parece gustarle.

—¿Ah, sí? —dice el ingeniero en tono monótono, como si no fuera especialmente importante dónde va a abastecer el submarino.

—La Spezia —aclara el comandante.

—¿Cómo dijo? —se le escapa al ingeniero.

—La Spezia... Como ya dije una vez, ingeniero... ¿no está usted oyendo mal?

El comandante se incorpora y vuela a su escritorio; desaparece detrás de la cortinilla, pero igualmente podemos oír como sigue trabajando en la máquina.

Miro el mapa de Europa, abierto ante mí. La Spezia... en Italia. ¡Bonito regalo! Siento un vacío en el estómago. Me sorprende el temor, me agito como un pescado en busca de aire.

El segundo oficial tartamudea:

—¡Pero eso significa...!

—¡Sí, el Mediterráneo! —lo interrumpe el ingeniero. Traga. Su nuez de Adán sube y baja—: Se nos solicita en el Mediterráneo... ¡así que a Gibraltar...!

—¡Gibraltar...! —dice el segundo oficial, y me mira con la boca abierta.

—¡Dschebel al Tarik!

—¿Qué?

—Gibraltar en árabe: la montaña del Tarik.

Gibraltar: una roca habitada por monos. Colonia de la Corona Británica. Columnas de Hércules. Puente entre Europa y Asia. África, Tánger. Los convoyes, en Gibraltar. Media flota de los ingleses en Gibraltar.

No creo que al viejo le agrade.

Ahora puedo hacerme una composición de lugar respecto de las noticias radiales de las últimas semanas: África del Norte, lucha en Tobruk. El avance de los ingleses desde la costa hacia el oeste. El Mediterráneo tiene que estar lleno de cargueros y buques de guerra ingleses. ¿Deben los submarinos limpiar la zona?

Observo el mapa del estrecho con atención. En él descubro todo un prolijo sistema de redes, cordones de vigilancia, minas y demás.

Aún hipnotizado, no puedo pensar con claridad. Pero en algún lugar de mi cabeza se ha hecho carne la idea de que estamos maduros para el astillero. ¿Qué significan estas tonterías ahora? Si por lo menos el viejo hablara claramente...

—¡Combustible, combustible! —oigo que alguien dice en la central. El viejo y el oficial navegante están de acuerdo en que ese es el mayor problema.

Sigo escuchando:

—¡A noventa grados! —ordena el viejo.

¿Noventa grados? ¿Directamente hacia el Este? Ya no entiendo nada.

El viejo vuelve a la central y se sienta a la mesa, el rostro ensombrecido, como si siguiera calculando cursos diferentes. El ingeniero da la impresión de que por fin preguntará:

—¿Y de dónde sacaremos el combustible?

Pero sus labios permanecen mudos.

El viejo deja pasar unos buenos cinco minutos. Entonces anuncia:

—¡Aprovisionamiento en Vigo!

¡Vigo! ¿Cómo Vigo? ¡Si eso queda en España! ¿O en Portugal? ¿Dónde queda Vigo: en España o en Portugal?

—Mhm... —es la contestación del ingeniero.

—¡Qué atención ha tenido para con nosotros el Mando! Piensan en todo... especialmente en lo que a ellos les interesa... doscientas cincuenta millas menos. Eso lo podemos hacer incluso sin las velas, ¿no es así, ingeniero?

El almanaque muestra que hoy es el catorce de diciembre, el día en que debíamos entrar de nuevo a puerto. Ahora nos quieren en vez de franceses, españoles, y hasta italianos. Internacional. Recibimiento de castañuelas, a cambio de la música alemana, y con jerez añejo, a cambio de cerveza en latas.

—¡Todo está en el mejor orden, ingeniero! ¡No necesita usted mirar así! Conseguirá combustible en la cantidad que usted desee, y hasta viandas... lo que se dice un aprovisionamiento en toda la regla... igual que en el puerto de llegada...

Se me ocurre que éste debería ser el último viaje para el ingeniero; ya ha hecho doce. Este es su segundo submarino. Hoy en día hay pocos que hayan sobrevivido a doce viajes. Y ahora, en el último tramo, ¿es esto lo que se le ofrece? Llamemos a las cosas por su nombre: hay grandes posibilidades de naufragar... por así decir, justo antes de terminar el partido.

Paso por la compuerta.

La tripulación nada sabe aún de la novedad. En vez de St. Nazaire y música, algún puerto y tallarines...

Pero ya presienten que algo está pasando. No siempre deja de funcionar la radio durante tanto tiempo. Sus rostros se muestran llenos de curiosidad. La orden de cambiar de rumbo ya les indicó que hacia casa no vamos.

Por todas partes se interrumpe la conversación en el preciso instante en que hago mi aparición. Sólo rostros interrogativos. Pero mientras el viejo no dé nada a conocer tengo que poner cara de inocente, me guste o no.

El viejo aún no ha hecho comentario alguno acerca de la orden recibida. Pero sus facciones demuestran bien a las claras su preocupación. ¿Puede tener resultado esta incursión en el Mediterráneo? Y si nos va bien, ¿qué nos espera después? La vigilancia aérea del enemigo es, en el Mediterráneo, mucho más densa que en el Atlántico, ayudados por la mayor cantidad de bases en sus costas. ¿Podrían siquiera operar los submarinos durante el día? En caso de buena iluminación y ángulo visual, se dice que los submarinos son visibles desde los aviones incluso estando sumergidos a sesenta metros. La ancha frente del contramaestre está surcada por una cicatriz que va desde la ceja derecha hasta la raíz de la nariz. Cada vez que él se excita, la cicatriz adquiere una tonalidad rojiza. Ahora tiene un color rojo oscuro.

El oficial navegante, en cambio, no posee ningún «indicador de emociones».

Su rostro permanece indiferente. Está reemplazando al comandante en su puesto frente a la mesa de cartografía. Como un tigre preocupado por su presa, les gruñe a todos los que se acercan a él. Nadie puede ver lo que está haciendo sobre los mapas, compás y transportador en mano.

—Hace una hora que andamos con este curso —dice Turbo a media voz, en cuanto aparece desde la popa.

—¡Eres un chico inteligente! —lo alaba Hacker— ¡Te das cuenta de todo en seguida!

Ya
una hora. Sesenta minutos. ¡Bah!, ¿qué es para nosotros una hora, después de tanto tiempo perdido en maniobras de rutina? Sólo cuando se impartió la orden de regresar a puerto volvió a tener sentido el reloj para nosotros. Eran cincuenta y seis horas hasta entrar en puerto. Cincuenta y seis unidades de sesenta minutos cada una, considerando marcha lenta para cuidar el combustible, y sin que se nos atravesaran los aviadores en el camino. Con máxima velocidad serían sólo treinta horas, pero ni siquiera había que pensar en eso... Y ahora, todo es diferente. Cambió el programa.

La segunda hora pasa también, y el viejo sigue sin hablar.

Voy al habitáculo de suboficiales a buscar papel para escribir. Sorprendo una conversación:

—¡Qué curso tan extraño...!

—Parece que los señores quieren ver el anochecer en el golfo de Vizcaya.

Silencio.

Por el altavoz se oye el conocido «crac».

¡Por fin! ¡El comandante!

—¡Atención! Hemos recibido orden de entrar en otro puerto. La Spezia. En el Mediterráneo. Aprovisionamiento en Vigo. En España.

Ni un comentario. Lo único que agrega al final es la palabra «fin». Y el otro «crac».

Los marineros se miran sin decir esta boca es mía. Rademacher, el maquinista de las eléctricas, observa su pan como si le hubiese sido robado por un extraño. Hasta que Frenssen estalla:

—¡Ah, carajo!

—Dios mío! —es la siguiente expresión.

A todos les resulta claro lo que significa la orden en realidad: no habrá regreso al punto que se había transformado poco a poco en su segundo hogar.

—¿Y la licencia de Navidad?

Busco al alférez con mi mirada. Sentado en su camastro, las manos entre las piernas, pálido, tiene los ojos fijos delante de él.

—¡El ingeniero se va a poner contento! —comenta Frenssen—. Ya no tenemos aceite ni víveres... ¿Qué quiere decir todo esto entonces?

—España es neutral...

—¡Ahora sí que se pone bonito...!

En el habitáculo de proa aún domina el silencio.

—¡Eso no va! —dice Ario al fin.

—¿Nunca oíste hablar de aprovisionamiento? —pregunta Dunlop.

—¡Están locos! —el Bailarín se excita—. ¡Al Mediterráneo!

La cara de asco con que pronuncia esta última palabra da la impresión de que estuviera hablando de una cloaca.

Turbo se prepara:

—En St. Nazaire ya no figuramos, entonces... ¿qué harán con nuestras bolsas marineras?

—¡Navidad en Italia... ! ¡Hombre, quién lo hubiera pensado!

—En fin... —dice Ario, con tono resignado, y agrega lo que nadie quiere escuchar—: ¡Si llegamos!

—Gibraltar... ¿qué hay de malo en ello? —quiere saber uno.

—Al que nace tonto...

—Es que no tiene idea de la geografía... Seguro que faltó a clase, cuando hablaron de Gibraltar. Te lo diré: es más estrecho que una callejuela; si queremos pasar tendremos que untarnos con vaselina...

En la central me encuentro con el comandante.

—¡Por fin otra cosa! —lo aguijoneo.

—¡Qué gracioso!

Se vuelve hacia mí y me observa, sin alegría. Como siempre, mastica el cabo de su pipa fría. Por un minuto nos miramos, hasta que me ofrece un lugar. Me siento al lado del cajón de los mapas.

—En África se ha declarado el incendio... y nosotros debemos jugar a los bomberos. ¡Qué idea tan extraña: submarinos al Mediterráneo, mientras faltan en el Atlántico...!

Trato de deslizar un sarcasmo:

—Mala época para el Mediterráneo, no es la estación... El Mando no ha hecho bien sus planes...

—Creo que no es el Mando el que tiene la culpa esta vez. Siempre se han negado a usar los submarinos para jugar. Necesitamos
cada
submarino en el Atlántico. ¿Para qué sino para la lucha en el Atlántico se han construido estos submarinos VII-C?

Estábamos muy bien. Éramos un submarino autoabastecido y preparado para la lucha... Ahora somos apenas el objeto de una estrategia.

—El ingeniero es quien más lo sentirá, pienso... —continúa el comandante, tartamudeando—, su mujer espera familia para estos días. Todo lo habíamos planeado ya para la licencia. Pero no calculamos esto. Ni siquiera tienen una vivienda digna; durante el último viaje se la bombardearon. Viven en Rendsburg, en la casa de los padres de ella. El ingeniero tiene miedo de que algo ande mal. Claro, no es para menos: algo falla en el embarazo... el último niño nació muerto, y ella casi se queda.

Es la primera vez que se habla de la vida privada de alguien.

¿Por qué me cuenta el viejo todo esto? No es su costumbre.

Una hora después de la cena lo sé. El viejo está escribiendo en su diario de guerra cuando nota mi cercanía.

—¡Espere! —me dice, y me hace sentar en su camastro. Quiero que usted se quede en Vigo... usted y el ingeniero. El ingeniero tenía que finalizar su tarea con este viaje, de todos modos. Es la ley..

—Pero...

—No se haga el héroe, por favor. Tengo que terminar de redactar el comunicado. De alguna manera los van a ayudar a viajar por España; aunque sea como gitanos.

—Pero...

—Nada. Uno solo no va, saldría mal. Lo he pensado detenidamente. Tenemos agentes allí, les ayudarán a pasar.

Un remolino de pensamientos cobra forma en mi cabeza. ¿Dejar el submarino?

¿Y después? ¿A través de España? ¿Qué piensa el viejo en realidad?

Encuentro al ingeniero en la central:

—¿Ya lo sabe? El viejo nos quiere hacer bajar en Vigo...

—No lo entiendo...

—Que bajemos en Vigo... usted y yo.

—¿Cómo? —El ingeniero contrae los labios. Su cerebro trabaja. No necesita aparentar, yo lo sé todo. Por fin habla—: Quisiera saber solamente cómo se las va arreglar el viejo con el corderito... justo ahora. —No dice más. Tardo unos segundos en darme cuenta de que el corderito es su sucesor.

Pienso en el alférez... ¡Si lo pudiéramos llevar...!

Al cruzar nuevamente por la central veo al oficial navegante inclinado sobre su escritorio. Otra vez puede trazar una línea recta sobre la carta marina, al dibujar nuestro itinerario. Todos están ocupados. Pero cada uno hace su trabajo sin levantar la vista. Cada uno trata de solucionar consigo mismo su desilusión y sus preocupaciones.

Al segundo día se ha suavizado el susto. Desde nuestra posición hasta la costa española sólo nos separan cuatro días de marcha. La gente se conformó mucho más rápido de lo esperado. Recostado en mi camastro oigo las conversaciones de siempre.

—La última vez tuve suerte: en un compartimiento del tren a París, yo solo con una señorita... Mmmm, qué rápido que fue todo... ¡Qué bonito, al compás de los durmientes...!

A través de la cortinilla veo el rostro lleno de recuerdos de Frenssen:

—Una vez llovía y mi ratoncito estaba todo seco, pero yo no... Yo estaba empapado... En ese momento empieza a caernos agua desde la gotera, en el techo. Así que me lo lavé ahí mismo.

—¿Cómo, lo tenías al aire?

—¡Claro, mi ratoncito sabe perfectamente cuándo tiene que cuidarse! Un poco más tarde:

—...se consiguió una amiguita, pero hace tres años que está casada. Ahora parece que viven de a tres.

—¡Ajá!

—No es lo que se dice una persona sensible...

—¿Por qué, hay que ser especialmente sensible para estas cosas?

Al tercer día de la orden de desvío a Gibraltar, poco antes del mediodía y por lo tanto casi al finalizar su guardia, el oficial navegante informa hacia abajo que ve un objeto flotante. Subo detrás del comandante. El oficial se lo indica:

—Cuarenta y cinco grados a estribor.

El objeto está a unos mil metros. El comandante ordena enfilar hacia él. No es un bote salvavidas. Es algo sin forma definida ni velocidad. Pareciera que se acerca a nosotros. Una nube lo rodea, es curioso... ¿Gaviotas? El comandante aspira aire ruidosamente. No dice una palabra. Baja los binoculares después anuncia:

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