Srta. Marple y 13 Problemas (14 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Srta. Marple y 13 Problemas
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—¡Pobrecillas! —dijo Jane Helier con un suspiro—. Me parece estúpido que las personas no saquen el mayor partido posible de sí mismas. Esa mujer de Bond Street, Valentine, es realmente maravillosa. Audrey Denman es cliente suya, ¿y la han visto ustedes en
La Pendiente
? En el primer acto, en el papel de una colegiala está realmente maravillosa. Y sin embargo, Audrey tiene más de cincuenta años. En realidad, da la casualidad de que sé de muy buena tinta que anda muy cerca de los sesenta.

—Continúe —dijo Mrs. Bantry al doctor Lloyd—. Me encantan las historias de sensuales bailarinas españolas. Me hacen olvidar lo gorda y vieja que soy.

—Lo siento —dijo el doctor Lloyd a modo de disculpa—, pero, a decir verdad, mi historia no se refiere a la española.

—¿No?

—No. Como suele suceder, mi amigo estaba equivocado. A la belleza española no le ocurrió nada excitante. Se casó con un empleado de una compañía naviera y, cuando yo abandoné la isla, tenía ya cinco hijos y estaba engordando mucho.

—Igual que la hija de Israel Peters —comentó miss Marple—. La que se hizo actriz y tenía unas piernas tan bonitas que no tardó en lograr el papel de protagonista. Todo el mundo decía que acabaría mal, pero se casó con un viajante de comercio y sentó la cabeza.

—El paralelismo pueblerino —murmuró sir Henry.

—Efectivamente —continuó el médico—, mi historia se refiere a las dos damas inglesas.

—¿Les ocurrió algo? —preguntó miss Helier.

—Sí, y precisamente al día siguiente.

—¿Sí? —dijo Mrs. Bantry intrigada.

—Al salir aquella noche, sólo por curiosidad, miré el libro de registro del hotel y encontré sus nombres con facilidad. Mrs. Mary Barton y miss Amy Durrant, de Little Paddocks, Caughton Weir, Bucks. Poco imaginaba entonces lo pronto que iba a encontrar de nuevo a las propietarias de aquellos nombres y en qué trágicas circunstancias.

“Al día siguiente había planeado ir de excursión con unos amigos. Teníamos que atravesar la isla en automóvil, llevándonos la comida, hasta un lugar llamado (apenas lo recuerdo, ¡ha pasado tanto tiempo!) Las Nieves, una bahía resguardada donde podíamos bañarnos si ése era nuestro deseo. Seguimos el programa tal como habíamos pensado, si exceptuamos el hecho de que salimos más tarde de lo previsto y nos detuvimos por el camino para comer, por lo que llegamos a Las Nieves a tiempo para bañarnos antes de la hora del té.

“Al aproximarnos a la playa, percibimos en seguida una gran conmoción. Todos los habitantes del pequeño pueblecito parecían haberse reunido en la orilla y, en cuanto nos vieron, corrieron hacia el coche y empezaron a explicarnos lo ocurrido con gran excitación. Como nuestro español no era demasiado bueno, me costó bastante entenderlo, pero al fin lo logré.

“Dos de esas chaladas inglesas habían ido allí a bañarse y una se alejó demasiado de la orilla y no pudo volver. La otra acudió en su auxilio para intentar traerla a la playa, pero le fallaron las fuerzas y se hubiera ahogado también de no ser porque un hombre salió en un bote y las recogió, aunque la primera estaba más allá de toda ayuda.

“Tan pronto como supe lo que ocurría, aparté a la multitud y corrí hasta la playa. Al principio no reconocí a las dos mujeres. El traje de baño negro en que se enfundaba la figura rolliza y la apretada gorra de baño verde me impidieron reconocerla cuando alzó la cabeza mirándome con ansiedad. Estaba arrodillada junto al cuerpo de su amiga tratando de hacerle unos torpes remedos de respiración artificial. Cuando le dije que era médico lanzó un suspiro de alivio y yo le mandé que fuera en seguida a una de las casas a darse una buena fricción y a ponerse ropa seca. Una de las señoras que venía con nosotros la acompañó. Me puse a trabajar para devolver la vida a la ahogada, pero fue en vano. Era evidente que había dejado de existir y al fin tuve que darme por vencido.

“Me reuní con los otros en la casita de un pescador, donde tuve que dar la mala noticia. La superviviente se había vestido ya y entonces la reconocí inmediatamente como una de las recién llegadas de la noche anterior. Recibió la mala nueva con bastante calma y era evidente que el horror de lo ocurrido la había impresionado más que cualquier otro sentimiento personal.

“—Pobre Amy —decía—. Pobre, pobrecita Amy. Había deseado tanto poderse bañar aquí. Y era muy buena nadadora, no lo comprendo. ¿Qué cree usted que puede haber sido, doctor?

“—Posiblemente un calambre. ¿Quiere contarme exactamente lo que ha ocurrido?

“—Habíamos estado nadando las dos durante un rato, unos veinte minutos. Entonces dije que iba a salir ya, pero Amy quiso nadar un poco más. Luego la oí gritar y, al comprender que pedía ayuda, nadé hacia ella tan deprisa como pude. Cuando llegué a su lado aún flotaba, pero se agarró a mí con tanta fuerza que nos hundimos las dos. De no haber sido por ese hombre que se acercó con el bote, me hubiera ahogado yo también.

“—Suele ocurrir muy a menudo —dije—. Salvar a una persona que se está ahogando no es tarea fácil.

“—Es horrible —continuó miss Barton—. Llegamos ayer y estábamos encantadas con el sol y nuestras vacaciones. Y ahora ocurre esta horrible tragedia.

“Le pedí los datos personales de la difunta, explicándole que haría cuanto pudiese por ella, pero que las autoridades españolas necesitarían disponer de cuanta información tuviera. Ella me dio todos los datos que pudo con presteza.

“La fallecida era miss Amy Durrant, su señorita de compañía, que había entrado a su servicio cinco meses atrás. Se llevaban muy bien, pero miss Durrant le habló muy poco de su familia. Se había quedado huérfana desde muy tierna edad y fue educada por un tío, ganándose la vida desde los veintiún años.

“Y eso fue todo —continuó el doctor.

Hizo una pausa y volvió a decir, esta vez con cierta intención:

—Y eso fue todo.

—No lo comprendo —dijo Jane Helier—. ¿Es eso todo? Quiero decir que es muy trágico, pero no... bueno, no es precisamente lo que yo llamo espeluznante.

—Yo creo que la historia no acaba ahí —intervino sir Henry.

—Sí —replicó el doctor Lloyd—, sí que continúa. Desde el principio me di cuenta de que había algo extraño. Desde luego interrogué a los pescadores sobre lo que habían visto. Ellos eran testigos presenciales. Y una de las mujeres me contó una historia bastante curiosa a la que entonces no presté atención, pero que recordé más tarde. Insistió en que miss Durrant no se encontraba en ningún apuro cuando gritó. La otra nadadora se había acercado a ella, según esta mujer, y deliberadamente le sumergió la cabeza debajo del agua. Como les digo, no le presté mucha atención. Era una historia fantástica y las cosas pueden verse de manera muy distinta desde la playa. Tal vez miss Barton había tratado de dejarla inconsciente al ver que la otra, presa del pánico, se agarraba a ella con desesperación y que podían ahogarse las dos. Y según la historia de aquella mujer española, parecía como... como si miss Barton hubiera intentado en aquel momento ahogar deliberadamente a su compañera.

“Como les digo, presté poca atención a aquella historia por aquel entonces, pero más tarde acudió a mi memoria. Nuestra mayor dificultad fue averiguar algo de aquella mujer, Amy Durrant. Al parecer no tenía parientes. Miss Barton y yo revisamos juntos sus cosas. Encontramos una dirección a la que escribimos, pero resultó ser la de una habitación que había alquilado para guardar algunas de sus pertenencias. La patrona nada sabía y sólo la vio al alquilarle la habitación. Miss Durrant había comentado entonces que le gustaba tener un lugar al que poder llamar suyo y al que poder regresar en un momento dado. Había allí un par de muebles antiguos, algunos cuadros y un baúl lleno de esas cosas que se adquieren en las subastas, pero nada personal. Había mencionado a la patrona que sus padres habían muerto en la India cuando ella era una niña y que fue educada por un tío sacerdote, pero no dijo si era hermano de su padre o de su madre, de modo que el nombre no nos sirvió en absoluto de guía.

“No es que fuese un caso precisamente misterioso, pero sí poco satisfactorio. Debe de haber muchas mujeres solas y orgullosas, en su misma posición. Entre sus cosas encontramos en Las Palmas un par de fotografías, bastante antiguas y desvaídas y que fueron recortadas para que cupieran en sus marcos respectivos, de modo que no constaba en ellas el nombre del fotógrafo, y también había un daguerrotipo antiguo que pudo haber sido de su madre o con más probabilidad de su abuela.

“Miss Barton tenía, según dijo, la dirección de dos personas que le dieron referencias suyas. Una la había olvidado, pero la otra logró recordarla tras algunos esfuerzos. Resultó ser la de una señora que ahora vivía en Australia. Se le escribió y su espuesta, que naturalmente tardó bastante en llegar, no sirvió de gran ayuda. Decía que miss Durrant había sido señorita de compañía suya por un determinado espacio tiempo, cumpliendo su cometido del modo más eficiente, que era una mujer encantadora, pero nada sabía de sus asuntos particulares ni de sus parientes.

“De modo que, como les digo, no era nada extraordinario en realidad, pero fueron las dos cosas juntas las que despertaron mis recelos. Aquella Amy Durrant de quien nadie sabía nada y la curiosa historia de la española que presenció la escena. Sí, y añadiré otra cosa: cuando me incliné por primera vez sobre el cuerpo de la ahogada y miss Barton se dirigía hacia las casetas de los pescadores, se volvió a mirar con una expresión en su rostro que sólo puedo calificar de intensa ansiedad, una especie de duda angustiosa que se me quedó grabada en la mente.

“Entonces no me pareció extraño. Lo atribuí a la terrible pena que sentía por su amiga, pero más tarde comprendí que no era por eso. Entre ellas no existía relación alguna y por ello no podía sentir un hondo pesar. Miss Barton apreciaba a Amy Durrant y su muerte la había sobresaltado, eso era todo.

“Pero entonces, ¿a qué se debía aquella inmensa angustia? Ésa es la pregunta que me atormentaba. No me equivoqué al interpretar aquella mirada y, casi contra mi voluntad, una respuesta comenzó a tomar forma en mi mente. Supongamos que la historia de la mujer española fuese cierta. Supongamos que Mary Barton hubiera intentado ahogar a sangre fría a Amy Durrant. Consigue mantenerla bajo el agua mientras simula salvarla y es rescatada por un bote. Se encuentra en una playa solitaria, lejos de todas partes, y entonces aparezco yo, lo último que ella esperaba. ¡Un médico! ¡Y un médico inglés! Sabe muy bien que personas que han permanecido sumergidas en el agua más tiempo que Amy Durrant han vuelto a la vida gracias a la respiración artificial. Pero ella tiene que representar su papel y marcharse dejándome solo con su víctima. Y cuando se vuelve a mirar por última vez, una terrible angustia se refleja en su rostro. ¿Volverá a la vida Amy Durrant y
contará lo que sabe
?

—¡Oh! —exclamó Jane—. Estoy emocionada.

—Desde este punto de vista, el caso parece más siniestro y la personalidad de Amy Durrant se hace más misteriosa. ¿Quién era Amy Durrant? ¿Por qué habría de ser ella, una insignificante señorita de compañía a quien se paga por su trabajo, asesinada por su ama? ¿Qué historia se escondía tras la fatal excursión a la playa? Había entrado al servicio de Mary Barton unos pocos meses antes. Ésta la lleva consigo al extranjero y, al día siguiente de su llegada, ocurre la tragedia. ¡Y ambas eran dos refinadas inglesas de lo más corriente! La sola idea resultaba fantástica y tuve que reconocer que me estaba dejando llevar por la imaginación.

—Entonces, ¿no hizo nada? —preguntó miss Helier.

—Mi querida jovencita, ¿qué podía hacer yo? No existían pruebas. La mayoría de los testigos refirieron la misma historia que miss Barton. Yo había basado mis sospechas en una mera expresión pasajera que bien pude haber imaginado. Lo único que podía hacer, y lo hice, era procurar que se continuasen las pesquisas para encontrar a los familiares de Amy Durrant. La siguiente vez que estuve en Inglaterra fui a ver a la patrona que le alquiló la habitación, con los resultados que ya les he referido.

—Pero usted presentía que había algo extraño —dijo miss Marple.

El doctor Lloyd asintió.

—La mitad del tiempo me avergonzaba pensar así. ¿Quién era yo para sospechar que aquella dama inglesa simpática y de trato amable hubiera cometido un crimen a sangre fría? Hice cuanto me fue posible por mostrarme cortés con ella durante el corto espacio de tiempo que permaneció en la isla. La ayudé a entenderse con las autoridades españolas e hice todo lo que pude como inglés para ayudar a una compatriota en un país extranjero. No obstante tengo el convencimiento de que ella sabía que me desagradaba y que sospechaba de ella.

—¿Cuánto tiempo permaneció allí? —preguntó miss Marple.

—Creo que unos quince días. Miss Durrant fue enterrada allí y, unos días después, miss Barton tomó un barco de regreso a Inglaterra. El golpe la había trastornado tanto que no se sentía
capaz
de pasar el invierno allí, como había planeado. Eso es lo que dijo.

—¿Y parecía afectada? —quiso saber miss Marple.

—Bueno, no creo que aquello la afectara personalmente —replicó el doctor con cierta reserva.

—¿No engordaría por casualidad? —insistió miss Marple.

—¿Sabe? Es curioso que diga eso. Ahora que lo pienso, creo que tiene razón. Sí, si en algo cambió, fue en que pareció engordar un poco.

—Qué horrible —dijo Jane Helier con un estremecimiento—. Es como... como engordar con la sangre de la propia víctima.

—Y a pesar de todo, en cierto modo, no podía dejar de sentir que tal vez la estaba haciendo víctima de una injusticia —prosiguió el doctor Lloyd—. Sin embargo, antes de marcharse me dijo algo que parecía indicar lo contrario. Debe de haber, y yo creo que las hay, conciencias que obran muy lentamente y que tardan algún tiempo en despertar de la monstruosidad del delito cometido.

“Fue la noche antes de que partiera de las Canarias. Me había pedido que fuera a verla y me agradeció calurosamente todo lo que había hecho por ella. Yo, como es de suponer, quité importancia al asunto diciéndole que había hecho únicamente lo normal dadas las circunstancias, etcétera, etcétera. Después hubo una pausa y, de pronto, me hizo una pregunta.

“—¿Usted cree —me dijo— que alguna vez puede estar justificado tomarse la justicia por propia mano?

“Le respondí que era una pregunta difícil de contestar, pero que en principio yo pensaba que no, que la ley era la ley y que debíamos someternos a ella.

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