Srta. Marple y 13 Problemas (9 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, #Policiaco

BOOK: Srta. Marple y 13 Problemas
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—¿Se dan cuenta, verdad? Por espacio de dos meses el sobre sellado había permanecido en mi caja fuerte y por tanto nadie pudo tocarlo. No, el cambio tuvo que realizarse en un margen de tiempo muy limitado: entre el momento en que fue firmado el testamento y lo guardé en la caja fuerte. Ahora bien, ¿quién tuvo la
oportunidad
y quién se beneficiaba con ello?

“Enumeraré los puntos principales en un breve resumen: El testamento fue firmado por Mr. Clode y colocado por mí mismo dentro del sobre. Mi abrigo fue recogido por Mary, quien se lo dio a George, al que no perdí de vista mientras lo colocaba en la silla. Durante el rato que yo permanecí en el despacho, Mrs. Eurydice Spragg hubiera tenido tiempo de sobra para sacar el sobre del bolsillo de mi abrigo, leer su contenido y, a decir verdad, el hecho de encontrar el sobre en el suelo y no en el bolsillo, parecía indicar que así lo hizo. Pero ahora llegamos a un punto curioso: ella tuvo la
oportunidad
de sustituirlo por una hoja en blanco, pero no
motivo
. El testamento fue hecho en su favor y, al sustituirlo por una hoja en blanco, se privaba de la herencia que tanto había deseado alcanzar. Lo mismo se aplicaba a Mr. Spragg. El también tuvo la oportunidad. Se quedó solo con el documento en cuestión durante unos dos o tres minutos en mi propio despacho. Pero nuevamente, no hubiera sido en su provecho hacerlo. De modo que nos enfrentamos con este curioso problema. Las dos personas que tuvieron
oportunidad
de sustituirlo por un papel en blanco carecen de motivo para hacerlo, y las dos que tenían motivo les faltó la oportunidad. A propósito, no descartaré la criada, Emma Gaunt, como sospechosa. Era muy fiel a su joven amo y a miss Mary, y detestaba a los Spragg. Estoy seguro de que hubiera sido igualmente capaz de sustituirlo de habérsele ocurrido. Pero, aunque me lo entregó al recogerlo del suelo, ciertamente no tuvo oportunidad de variar su contenido y no pudo sustituirlo por otro sobre con un hábil manejo (cosa a todas luces imposible), pues el sobre en cuestión lo había traído a la casa yo y no era probable que nadie tuviera otro idéntico.

Miró a todos los reunidos.

—Ahí tienen mi pequeño problema. Espero haberlo expuesto con claridad y me gustaría oír sus opiniones.

Ante el asombro de todos, miss Marple lanzó una risita prolongada. Al parecer algo la pertía extraordinariamente.

—¿Qué ocurre, tía Jane? ¿Podemos saber de qué te ríes? —preguntó Raymond.

—Estaba pensando en el pequeño Tommy Symonds, un muchacho muy travieso, pero algunas veces muy divertido. Es uno de esos niños con cara inocente que siempre andan tramando una diablura u otra. Recordaba que la semana pasada, en la escuela dominical, dijo: «
Maestra, ¿se dice la yema de los huevos es blanca o la yema de los huevos son blancas?
». Y miss Durston explicó que todo el mundo diría «l
as yemas de los huevos son blancas o la yema del huevo es blanca
», y el travieso Tommy replicó: «¡Bueno, yo diría que la yema del huevo es amarilla!». Desde luego fue una diablura y más antigua que las montañas. Yo la sabía desde pequeña.

—Muy divertido, querida tía Jane —dijo Raymond en tono amable—, pero sin duda no tiene nada que ver con la interesantísima historia que nos ha contado Mr Petherick.

—Oh, sí que la tiene —replicó la señorita Marple—. ¡Es una triquiñuela! Lo mismo que la historia de Mr. Petherick. ¡Y tan propia de un abogado! ¡Ah, mi querido amigo! —y movió la cabeza con aire reprobador.

—Me pregunto si sabe usted la solución realmente —dijo el abogado guiñándole un ojo.

Miss Marple escribió unas palabras en un pedazo de papel y se lo entregó.

Mr Petherick lo desdobló y, al leer lo que había escrito, la miró con admiración.

—Mi querida amiga —le dijo—, ¿es que hay algo que usted no sepa?

—La conozco desde niña —contestó miss Marple—. Y también la usé varias veces.

—Yo me siento desorientado —intervino sir Henry—. Estoy seguro de que Mr. Petherick se ha sacado de la manga algún truco jurídico.

—En absoluto —replicó el aludido—, en absoluto, es un problema perfectamente justo. No deben prestar atención a miss Marple, que tiene un modo muy personal de ver las cosas.

—Deberíamos ser capaces de desentrañar la verdad —dijo Raymond West un tanto molesto—. Los hechos parecen bien sencillos. Cinco personas tocaron ese sobre. Es evidente que los Spragg pudieron efectuar la sustitución, pero es igualmente manifiesto que no lo hicieron. Nos quedan otros tres. Ahora bien, considerando las maravillas que los prestidigitadores realizan para efectuar cualquier escamoteo ante nuestra vista, me parece que el papel pudo ser extraído del sobre por George Clode y sustituido por otro mientras llevaba el abrigo al otro extremo de la habitación para guardarlo.

—Pues yo creo que fue la joven —replicó Joyce—. La criada bajaría a toda prisa a decirle lo que estaba ocurriendo y conseguiría otro sobre azul, que cambió por el otro. Sir Henry meneó la cabeza.

—No estoy de acuerdo con ninguno de los dos —dijo despacio—. Los prestidigitadores hacen cosas semejantes, pero sólo en las novelas y en el escenario, pero serían imposibles en la vida real, especialmente ante la mirada experta de un hombre como mi amigo Petherick. Pero tengo una idea, es sólo una idea y nada más. Sabemos que el profesor Longman fue a hacerles una visita y que habló muy poco, y es razonable suponer que los Spragg estuvieran ansiosos de conocer el resultado de esta visita. Si Simon Clode no les dijo lo que proyectaba, cosa muy probable, pudieron creer que había enviado a buscar a Mr. Petherick por un motivo muy distinto. Tal vez creyeron que Mr. Clode había hecho ya testamento en beneficio de Eurydice Spragg y que ahora expresaba el deseo de negarle toda participación en él como resultado de las revelaciones del profesor. O cabe la alternativa, como dicen ustedes los abogados, de que Philip Garrod hubiera impresionado a su tío al reclamar los derechos de la propia sangre. En este caso, supongamos que Mrs. Spragg se dispusiera a efectuar la sustitución. La lleva a cabo, pero la entrada de Mr. Petherick en el momento crítico le impide leer el documento auténtico y se apresura a quemarlo por si el abogado descubriera su pérdida.

Joyce meneó la cabeza con mucha determinación.

—No lo hubiera quemado nunca sin leerlo.

—La solución es bastante endeble —admitió sir Henry—. Supongo que Mr Petherick no se encargaría de hacer de... Providencia.

La sugerencia fue hecha en tono festivo, mas el abogado se incorporó con aire ofendido.

—Es un comentario del todo impropio —dijo con cierta aspereza.

—¿Qué dice el doctor Pender? —preguntó sir Henry.

—No puedo decir que tenga ideas claras. Yo creo que la sustitución pudo ser efectuada por Mrs. Spragg o su esposo por el motivo indicado por sir Henry. Si ella no leyó el testamento hasta después de la marcha de Mr Petherick, debió encontrarse en un dilema, pues no podía rectificar su intervención en el asunto. Posiblemente lo colocaría entre los papeles de Mr. Clode con la esperanza de que fuese encontrado después de su muerte. Pero ignoro por qué no fue encontrado. Pudiera ser que Emma Gaunt lo encontrase y, llevada de su devoción por sus amos, lo destruyera deliberadamente.

—Creo que la solución del doctor Pender es la mejor de todas —dijo la joven—. ¿Fue efectivamente así, doctor Petherick?

El abogado negó con la cabeza.

—Continuaré a partir del punto en que lo dejé. Yo estaba tan perplejo y despistado como todos ustedes, y no creo que hubiese apinado nunca la verdad, probablemente no lo habría hecho, pero me la hicieron ver y de un modo muy inteligente.

“Cosa de un mes más tarde fui a cenar con Philip Garrod y, en el transcurso de nuestra sobremesa, él mencionó un caso muy interesante que acababa de llegar a su conocimiento.

“—Me gustaría contárselo, Petherick, de un modo confidencial, por supuesto —me dijo.

“—Desde luego —repliqué.

“—Un amigo mío que esperaba heredar de uno de sus parientes sufrió una gran decepción al descubrir que su deudo tenía intención de beneficiar a una persona totalmente inmerecedora de ello. Mi amigo, según me temo, no es muy escrupuloso en sus métodos y en la casa había una doncella fiel a los intereses de la que llamaremos parte legítima. Mi amigo le dio unas instrucciones bien sencillas: le entregó una pluma estilográfica debidamente cargada, que debía colocar en un cajón de su escritorio, pero no en el que acostumbraba a guardarla. Si su amo le pedía que atestiguara su firma de cualquier documento y le pedía que le trajera la pluma, ella no debía entregarle la suya sino aquella, que era un duplicado exacto. Eso era todo lo que tenía que hacer y no le dio más detalles. Era una doncella fiel y cumplió sus instrucciones al pie de la letra.

“Se interrumpió para decirme:

“—Espero no estarle cansando con mi prolijidad, Petherick.

“—En absoluto —repliqué—. Me interesa muchísimo.

“Nuestros ojos se encontraron.

“—Desde luego, mi amigo le es completamente desconocido —dijo.

“—Completamente —le contesté.

“—Entonces, magnífico —replicó entusiasmado Philip Garrod. Hizo una pausa y sonrió—. ¿Comprenden ahora? La pluma estaba cargada con lo que vulgarmente llamamos tinta invisible, una solución de almidón y agua a la que se han añadido unas gotas de yodo. Produce un líquido azul oscuro, pero la escritura desaparece por completo a los cuatro o cinco días.

Miss Marple se rió por lo bajo.

—Tinta invisible —dijo—, la conozco. Muchas veces he jugado con ella siendo niña.

Y les miró a todos con el rostro resplandeciente, deteniéndose para amenazar con el dedo a Mr. Petherick una vez más.

—Pero de todas formas es una triquiñuela, Mr Petherick —le dijo—, muy propia de un abogado.

Capítulo VI
-
La huella del pulgar de San Pedro

—Ahora, tía Jane, te toca a ti —dijo Raymond West.

—Sí, tía Jane, esperamos algo verdaderamente sabroso —exclamó en tono festivo Joyce Lempriére.

—Vamos, vamos, no os burléis de mí, queridos —replicó miss Marple plácidamente—. Creéis que por haber vivido toda mi vida en este apartado rincón del mundo probablemente no he tenido ninguna experiencia interesante.

—Dios no permita que considere la vida de un pueblo como apacible y monótona —replicó Raymond acaloradamente—. ¡Nunca más después de las horribles revelaciones que acabamos de oír de tus labios! El mundo cosmopolita parece tranquilo y pacífico comparado con St. Mary Mead.

—Bueno, querido —dijo miss Marple—, la naturaleza humana es la misma en todas partes y, claro está, en un pueblecito se tienen más ocasiones de observarla de cerca.

—Es usted realmente única, tía Jane —exclamó Joyce—. Espero que no le importará que la llame tía Jane —agregó—. No sé por qué lo hago.

—¿Seguro que no, querida? —replicó miss Marple.

Y la contempló con una mirada tan burlona por unos instantes, que las mejillas de la muchacha se arrebolaran. Raymond, carraspeó para aclararse la garganta de un modo algo embarazoso.

Miss Marple volvió a contemplarlos sonriente y luego dedicó de nuevo su atención a su labor de punto.

—Es cierto que he llevado lo que se llama una vida tranquila, pero he tenido muchas experiencias resolviendo pequeños problemas que han ido surgiendo a mi alrededor. Algunos verdaderamente ingeniosos, pero de nada serviría contárselos, ya que son cosas de poca importancia y no les interesarían, como por ejemplo: “¿Quién cortó las mallas de la bolsa de Mrs. Jones?” y “¿Por qué Mrs. Simons sólo se puso una vez su abrigo de pieles nuevo?”. Cosas realmente interesantes para cualquiera que guste de estudiar la naturaleza humana. No, la única experiencia que recuerdo que pueda tener interés para ustedes es la de mi pobre sobrina Mabel y su esposo.

“Ocurrió hace diez o quince años y, por fortuna, todo acabó y nadie lo recuerda. La memoria de las gentes es muy mala, afortunadamente.

Miss Marple hizo una pausa mientras murmuraba para sí:

—Tengo que contar esta vuelta. El menguado es un poco difícil. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, y luego se menguan tres. Eso es. ¿Qué estaba diciendo? Oh, sí, hablaba de la pobre Mabel.

“Mabel era mi sobrina. Una muchacha simpática y muy agradable, sólo que lo que podríamos decir un poco
tonta
. Le gusta armar un drama por cualquier cosa, siempre que se enfada, y dice muchas más cosas de las que piensa. Se casó con un tal Mr. Denman cuando tenía veintidós años y me temo que no fue muy feliz en su matrimonio. Yo había esperado que aquella boda no llegara a celebrarse, ya que el tal Mr. Denman parecía un hombre de temperamento violento y no la clase de persona que hubiera sabido tener paciencia con las debilidades de Mabel. Y también porque supe que en su familia había habido algunos casos de locura. No obstante, entonces las muchachas eran tan obstinadas como ahora y como lo serán siempre, y Mabel se casó con él.

“Después de su matrimonio no la vi muy a menudo. Vino a pasar unos días a mi casa un par de veces y me invitaron a la suya en varias ocasiones, pero, a decir verdad, no me gusta mucho estar en casas ajenas y siempre me las arreglé para excusarme. Llevaban diez años casados cuando Mr. Denman falleció repentinamente. No habían tenido hijos y dejaba todo su dinero a Mabel. Yo le escribí, como es natural, ofreciéndome a hacerle compañía si me necesitaba, pero me contestó con una carta muy sensata y yo imaginé que no estaba demasiado abatida por la pena. Lo juzgué natural sabiendo que desde hacía algún tiempo hacían vidas separadas. No fue hasta unos tres meses después cuando recibí una carta de lo más histérica de mi sobrina, en la que me pedía acudiera a su lado, que las cosas iban de mal en peor y que no sería capaz de soportarlo por mucho más tiempo.

“Así que, por supuesto, recogí mis cosas, llevé la vajilla de plata al banco y acudí en seguida. Encontré a Mabel muy nerviosa. La casa, Myrtle Dene, era muy grande y estaba magníficamente amueblada. Tenían cocinera, doncella, así como una enfermera que cuidaba del anciano Mr. Denman, padre del esposo de Mabel, quien estaba lo que se dice “un poco mal de la cabeza”. Era un hombre tranquilo y se portaba bien, aunque a veces era algo raro. Como ya he dicho, había habido casos de locura en la familia.

“Me sorprendí realmente al ver el cambio sufrido por Mabel. Era un manojo de nervios y me resultó difícil que me contara el problema. Lo conseguí, como siempre se consiguen estas cosas, indirectamente. Le pregunté por unos amigos suyos a quienes siempre mencionaba en sus cartas, los Callagher. Ante mi sorpresa, me respondió que apenas los veía ya. Y lo mismo me contestó al preguntarle por otros. Le hablé de lo tonto que era encerrarse en casa y renunciar al trato social, y entonces me contó la verdad,

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