Sputnik, mi amor (9 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Drama, Fantástico, Romántico

BOOK: Sputnik, mi amor
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—No, por eso no voy a cogerte manía —dije.

La siguiente vez que vi a Sumire fue un domingo, quince días después, cuando la ayudé en el traslado. Decidió mudarse de repente y yo era el único que podía ayudarla. Claro que, libros aparte, al ser sus posesiones tan exiguas, apenas me ocasionó trabajo. Al menos, ser pobre tiene también su lado positivo. Pedí prestado un Toyota Hi-Ace a un conocido y llevé sus cosas al nuevo piso en Yoyogi-Uehara. La nueva casa no era ni especialmente nueva ni magnífica, aunque comparada con el viejo apartamento de madera de Kichijôji, que podía calificarse de monumento histórico, era un progreso notable. La casa la había encontrado un agente inmobiliario amigo de Myû, y por lo bien situada que estaba el alquiler no era alto. Por la ventana se divisaba, además, un paisaje magnífico. Era más del doble de grande que el apartamento anterior. Valía la pena mudarse. Estaba cerca del parque de Yoyogi y, si le apetecía, Sumire podía ir andando al trabajo.

—A partir de la semana que viene trabajaré cinco días por semana —dijo Sumire—. Tres veces a la semana es quedarse en medias tintas, y además es más práctico ir a la oficina todos los días. El alquiler de la casa nueva es un poco más alto pero, según Myû, ser un empleado normal tiene sus ventajas. Además, total, por más que esté en casa, ahora tampoco puedo escribir.

—No está mal —admití.

—Trabajando todos los días, lo quiera o no tendré que llevar una vida regular. Es posible que incluso deje de llamarte a las tres y media de la madrugada. Ésta es otra ventaja, ¿verdad?

—Una
gran
ventaja —repuse—. Claro que voy a sentirme un poco solo viviendo tú tan lejos.

—¿De verdad?

—Claro. Hasta el punto de que podría arrancarme mi inmaculado corazón y enseñártelo.

Yo estaba sentado en el desnudo suelo de madera del nuevo apartamento, recostado contra la pared. Dada la falta abrumadora de enseres domésticos, la habitación se veía vacía, deshabitada. En las ventanas no había cortinas y los montones de libros que faltaban por colocar en los estantes se apilaban en el suelo como refugiados intelectuales. Sólo un espejo de cuerpo entero novísimo imponía su presencia. Era el regalo de mudanza de Myû. Transportados por el viento del atardecer, se oían los graznidos de los cuervos del parque. Sumire estaba sentada a mi lado.

—Oye —me dijo.

—¿Sí?

—Aunque sea una lesbiana estúpida, ¿seguirás siendo amigo mío?

—Aunque fueras una lesbiana estúpida, no me importaría. Mi vida sin ti sería como
Los grandes éxitos de Bobby Darin
sin
Mackie Navaja
.

Sumire me miró con los ojos entrecerrados.

—No acabo de entender la metáfora, pero lo que quieres decir es que te sentirías muy solo, ¿verdad?

—Sí, más o menos —dije.

Sumire apoyó la cabeza en mi hombro. Llevaba el pelo recogido hacia atrás, sujeto por el pasador, y sus pequeñas y bonitas orejas quedaban al descubierto. Unas orejas preciosas, parecían recién hechas. Suaves y sensibles. Podía sentir su aliento sobre mi piel. Ella llevaba unos pantalones cortos de color rosa y una sobria camiseta azul marino descolorida. Por debajo de la camiseta se perfilaban sus pequeños pezones. Un ligero olor a sudor flotaba en el aire. A su sudor, al mío, o a una sutil mezcla de ambos. Me entraron ganas de abrazarla. Me asaltó un impulso irrefrenable de tumbarla contra el suelo. Pero sabía que era inútil. Desearlo no me llevaba a ningún sitio. Se me hizo difícil respirar, mi campo de visión se redujo violentamente. El tiempo se detuvo y empezó a dar vueltas y más vueltas. Bajo mis pantalones, el deseo se volvió turgente y se endureció como una piedra. Me sentí confuso, turbado. Pero me sobrepuse. Me llené los pulmones de aire fresco, cerré los ojos y, sumido en aquella oscuridad incoherente, conté despacio. El impulso que había sentido era tan violento que incluso mis ojos se anegaron en lágrimas.

—Tú también me gustas —dijo Sumire—. Más que nadie en el mundo.

—Después de Myû, claro.

—El caso de Myû es un poco distinto.

—¿Distinto? ¿De qué modo?

—Lo que siento hacia ella es diferente de lo que siento hacia ti. Es decir…, no sé, ¿cómo te lo explicaría?

—Nosotros, los vulgares estúpidos heterosexuales, tenemos una expresión bastante útil —dije—. En estos casos basta con decir sencillamente: «Me la pone dura».

Sumire se rió.

—Dejando aparte mi deseo de ser novelista, yo hasta ahora no había anhelado nada en la vida. Siempre me había contentado con lo que tenía, no necesitaba nada más. Pero ahora deseo a Myû. La deseo con todas mis fuerzas. Quiero poseerla. Hacerla mía. Tiene que ser así. No hay alternativa posible. Cómo he llegado a esta situación, ni yo misma lo sé. ¿Me entiendes?

Asentí. Mi pene aún no había perdido su abrumadora dureza. Recé para que Sumire no se diera cuenta.

—Groucho Marx tiene una frase muy buena —dije—: «Está locamente enamorada de mí y, por eso, ya no entiende nada de nada. Ésta es la razón por la cual está enamorada de mí».

Sumire se rió.

—Espero que te vaya bien —dije—. Pero es mejor que te andes con cuidado. Tú todavía eres vulnerable. No lo olvides.

Sin decir palabra, Sumire me tomó la mano y me la apretó suavemente. Su mano era pequeña, suave, estaba cubierta por una fina pátina de sudor. Imaginé aquella mano sobre mi pene erecto, acariciándolo. Me dije que no debía pensar en ello. Pero fue inútil. No podía apartar aquella imagen de mi mente. Tal como había dicho Sumire, no había alternativa. Imaginé cómo mis manos le quitaban la camiseta, los pantalones cortos, las bragas. Imaginé el tacto de sus pezones duros y prietos en la punta de mi lengua. Cómo luego le separaba las piernas y penetraba en su interior húmedo. Despacio, hasta lo más hondo de la negrura. Ella me invitaba, me engullía, me expulsaba… No pude frenar aquella obsesión. Volví a cerrar los ojos con fuerza y dejé que pasara aquel espeso grumo temporal. Bajé la cabeza y esperé pacientemente a que aquella ráfaga de aire cálido soplara a través de mi cabeza y se desvaneciera.

—¿Por qué no cenamos juntos? —me preguntó Sumire.

Pero yo tenía que ir hasta Hino a devolver el Toyota Hi-Ace antes de la noche. Además, deseaba quedarme a solas lo antes posible con mi violento deseo sexual. No quería implicar a Sumire más de lo que ya estaba. Dudaba hasta dónde podría controlarme estando a su lado. Incluso me preocupaba que, pasado cierto punto, dejara de ser yo.

—Entonces te invitaré a una buena cena. Una de esas cenas con mantel y vino. Tal vez la semana que viene —me prometió Sumire al separarnos—. Así que resérvame tiempo el fin de semana.

—De acuerdo —le dije.

Al cruzar por delante del espejo miré involuntariamente y vi mi rostro reflejado en él. Tenía una expresión extraña. Era mi cara, sin duda, pero aquélla no era mi expresión. De todas formas, no me apetecía retroceder y comprobarlo.

De pie, en la entrada de su nueva casa, Sumire se despidió de mí. Incluso me dijo adiós con la mano, cosa extraña en ella. Pero al final, como muchas bellas promesas que hacemos en esta vida, la de salir a cenar juntos nunca se cumplió. A principios de agosto recibí una larga carta de Sumire.

6

El sobre lucía, grande y vistoso, un sello italiano. El matasellos era de Roma, pero no logré leer la fecha del membrete.

Aquel día había ido a Shinjuku por primera vez desde hacía mucho tiempo, me compré algunos libros en Kinokuniya, me metí en un cine a ver una película de Luc Besson. Luego, en una cervecería, pedí una pizza de anchoas y una cerveza negra. Antes de la hora punta, tomé la línea Chûô y regresé a casa leyendo uno de los libros que acababa de comprar.

Mi intención era hacerme una cena sencilla y mirar un partido de fútbol por televisión. La manera ideal de pasar las vacaciones de verano. Hacía calor, yo estaba solo, libre, nadie me importunaba, yo no importunaba a nadie.

Al volver a mi apartamento, hallé la carta en el buzón. No figuraba el remitente, pero me bastó ver la letra para adivinar que era de Sumire. Como un jeroglífico, letra espesa, difícil de leer, personal. Recordaba uno de esos pequeños ciervos volantes antiguos que se encuentran de vez en cuando en las pirámides egipcias. Como si fueran a ponerse en movimiento uno tras otro y regresar a las negras profundidades de la historia. ¿Roma?

Primero, guardé en la nevera la comida que acababa de comprar en el supermercado y me serví un vaso grande de té frío. Luego me senté en una silla de la cocina, abrí el sobre con un cuchillo para fruta que tenía a mano y empecé a leer la carta. Cinco hojas con el membrete del Hotel Excelsior de Roma atiborradas de pequeños caracteres escritos en tinta azul. Debía de haber tardado bastante tiempo en escribirlas. En una esquina de la última hoja se veía una especie de mancha (¿de café?).

«¿Cómo estás?

»Imagino que te habrá sorprendido recibir de repente, sin previo aviso, una carta desde Roma. Claro que Roma quizá no baste para asombrarte a ti, que eres tan sereno. Roma debe de ser un lugar demasiado turístico. Quizá fuera preciso otro lugar, Groenlandia, Tumbuctú o el estrecho de Magallanes. Sin embargo, yo sí estoy sorprendida de encontrarme en Roma.

»Ante todo, siento mucho no haberte podido invitar a cenar tal como te prometí el día de la mudanza. De hecho, fue justo después cuando surgió lo del viaje. Y, metida en la vorágine, hacerme a toda prisa el pasaporte, comprar maletas, acabar unos trabajos que tenía pendientes, se me pasaron los días sin que me diera cuenta. Como muy bien sabes, no tengo buena memoria, pero las promesas me esfuerzo en cumplirlas. Así que, ante todo, quería disculparme por lo de la cena.

»Estoy muy cómoda en mi nuevo apartamento. Me daba mucha pereza mudarme (y eso que tú hiciste la mayor parte del trabajo: lo sé muy bien y te lo agradezco), pero, ahora que ya lo he hecho, me alegro. Aquí no hay gallos como en Kichijôji; a cambio, hay montones de escandalosos cuervos que parecen viejas lloronas. Al amanecer, llegan en bandadas al parque de Yoyogi y empiezan a graznar con todas sus fuerzas, como si se acabara el mundo. Así no hay quien duerma tranquila. Casi ni necesito despertador. Gracias a ellos, me he vuelto como tú, llevo una vida de granjero, me levanto pronto por la mañana, me acuesto temprano por la noche. Creo que empiezo a hacerme una idea de lo que debe sentirse cuando te llaman por teléfono a las tres y media de la madrugada. Al menos a hacerme una idea.

»Estoy en una terraza al fondo de una calle en Roma, te escribo mientras me tomo, a sorbitos, un café exprés, fuerte como el sudor del diablo, pero ¿cómo te lo diría…? Estoy experimentando una sensación algo extraña, la de no ser yo misma. No puedo explicártelo bien… No sé, es como si alguien viniera mientras estás profundamente dormido, te desmontara y, luego, en un santiamén, volviera a ensamblar las piezas. ¿Entiendes lo que quiero decir?

»La verdad es que, si me observo con atención, sigo siendo la misma, pero noto que hay alguna diferencia con mi yo de siempre. Aunque tampoco puedo recordar bien cómo era yo “siempre”. Desde que bajé del avión, siento que se ha apoderado de mí esta ilusión deconstructiva con visos de realidad. Porque ilusión debe de ser. Y yo, que ahora me encuentro aquí, no puedo evitar sentir extrañeza al pensar: “¿Por qué estoy ahora aquí, en Roma (precisamente)?”. Claro que, resiguiendo el camino que me ha traído hasta aquí, la razón por la cual “ahora estoy en Roma” queda clara, pero no acabo de
hacerme a la idea
. Busque la explicación que busque, mi yo que está aquí y mi yo que piensa en sí mismo no logran fundirse en uno. Dicho de otro modo: yo, en realidad, no tenía por qué estar aquí. Es una manera un poco vaga de hablar, ¿entiendes a lo que me refiero?

»Pero hay una cosa que sí tengo clara. Y es que me gustaría que estuvieses conmigo. Tan lejos de ti me siento muy sola, aunque Myû esté conmigo. Y cuanto más lejos me fuera, más sola me sentiría, seguro. Me gustaría que pensaras lo mismo que yo.

»En fin, que estoy viajando por Europa con Myû. Por asuntos de trabajo, Myû tenía previsto recorrer sola Italia y Francia durante quince días y, al final, la he acompañado como secretaria. Cuando me lo anunció una mañana, de improviso, me quedé de piedra. Por más secretaria que me llamen, no creo que le sirva de gran cosa, pero de aquí en adelante, ¡quién sabe!, y ante todo, lo que Myû me dijo fue: “Es un premio por haber dejado de fumar”. Así me recompensa por la larga agonía que he pasado.

»Llegamos a Milán en avión, visitamos la ciudad, luego alquilamos un Alfa Romeo azul y nos dirigimos hacia el sur por la autopista. En la Toscana recorrimos varias bodegas y, tras cerrar algunos tratos comerciales, pasamos varias noches en un hotel encantador de una pequeña ciudad. Después fuimos a Roma. Los negocios siempre se han hecho en inglés o francés, así que no he llegado a salir a escena, pero, en el día a día del viaje, mi italiano me ha sido muy útil. Si fuéramos a España (esta vez no es posible, por desgracia), podría serle más útil.

»Como el Alfa Romeo que alquilamos tiene el cambio de marcha manual, no he sido de gran ayuda. Myû ha tenido que conducir ella sola. Pero ella puede estar al volante mucho tiempo sin cansarse lo más mínimo. Cuando ves la facilidad con que toma las curvas por las montañas de la Toscana, cambiando constantemente de marcha, mi corazón se estremece (y no lo digo en broma). Me basta con estar sentada inmóvil a su lado, lejos de Japón, para sentirme plena de satisfacción. Si pudiera, seguiría así eternamente.

»Si empezara a escribir sobre lo fabulosos que son la comida y el vino en Italia, no acabaría, así que lo dejo para la siguiente ocasión. En Milán fuimos de tienda en tienda. Vestidos, zapatos, ropa interior, esas cosas. Aparte de un pijama, pues me había olvidado de traerme uno, yo no he comprado nada (no me sobra el dinero y ya tengo muchas cosas bonitas, así que no sabría muy bien qué comprar; en estos casos, mi capacidad de juicio se desvanece como si se me hubiera fundido un fusible), pero me he divertido mucho acompañándola a ella. Myû es, por así decirlo, una experta en compras. Elige sólo las cosas preciosas de verdad, y no compra más que un poco. Como si tomara un único bocado de la parte más sabrosa de un manjar. De manera elegante, encantadora. Al mirar cómo elegía medias y ropa interior de seda de primera calidad, de repente tuve dificultades para respirar. Incluso se me cubrió la frente de sudor. Esto sí que es raro. Yo soy una chica. En fin, también me he extendido demasiado hablando de compras. Dejémoslo.

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