»En los hoteles dormimos en habitaciones separadas. Myû es muy susceptible con respecto a eso. Sólo una vez, en Florencia, hubo un error en la reserva y dormimos las dos juntas en una habitación grande. Las camas eran individuales, estaban separadas, pero por el simple hecho de compartir habitación con ella el corazón se me hinchó de gozo. Vi cómo salía del baño envuelta en una toalla, cómo se cambiaba de ropa. Por supuesto, la miré de reojo mientras leía, haciendo como quien no ve. Myû tiene un tipo espléndido. No iba completamente desnuda, se cubría con una escueta ropa interior; tiene un cuerpo que levanta suspiros. Delgada, las nalgas prietas, una obra de artesanía. Me gustaría que la vieras —aunque resulte un poco raro por mi parte hablar así.
»Imaginé que aquel cuerpo fino y suave me abrazaba. Al encontrarme en la misma habitación que ella, dentro de la cama, pensando obscenidades, me vi arrastrada paulatinamente hacia el lugar equivocado. Quizá se debiese a la excitación, pero aquella noche se me adelantó la regla. ¡Qué mala suerte! ¡Hum! No creo que sirva de mucho contarte esto por carta, pero, en fin, ha sido una de las cosas que me han sucedido.
»Anoche, en Roma, fuimos a un concierto. Fuera de la temporada musical, no esperábamos gran cosa, pero nos encontramos con una interpretación llena de encanto. La de Marta Argerich ejecutando el
Concierto para piano y orquesta
N° 1 de Liszt. Me encanta esa melodía. El director era Giuseppe Sinopoli. Una interpretación maravillosa. Una música fluida, elegante, amplia de miras, que te mantiene en tensión. Aunque sea, para mi gusto, demasiado perfecta. Para mí, a esta música le convendría una interpretación un poco bastarda, como la de una concurrida fiesta popular en una aldea. Hablando con franqueza, a mí me gusta que haya un puntito de excitación. Y en eso coincidimos Myû y yo. En Venecia se celebra el Festival Vivaldi y hemos hablado de la posibilidad de acercarnos. Igual que me sucede contigo cuando hablo de novelas, con Myû podría estar charlando indefinidamente de música.
»¡Qué carta más larga! Por lo visto, cuando agarro la pluma y empiezo a escribir, no sé parar. Siempre me ha sucedido lo mismo. Dicen que una chica bien educada no debe robarle el tiempo a la gente, pero mis modales, en lo que se refiere a escribir (aunque es posible que no sólo sea en eso), son lamentables. Incluso el camarero, que lleva un delantal blanco, me mira de vez en cuando con cara de asombro. En fin, ya es hora de que me vaya, se me ha cansado incluso la mano. Además se ha acabado el papel de cartas.
»Myû ha ido a visitar a un viejo amigo que tiene en Roma. Yo he dado un corto paseo por los alrededores del hotel, he visto este café, me he parado a descansar un rato y aquí estoy, escribiéndote una hoja tras otra. Como si estuviera enviando un mensaje dentro de una botella desde una isla desierta. Es extraño, pero cuando Myû sale y me deja sola, no tengo ganas de ir a ninguna parte. Aunque es la primera vez que vengo a Roma (y aunque sea quizás la última), no quiero ver ninguna de sus ruinas, no quiero ver ninguna de sus fuentes y tampoco me apetece ir de compras. Me basta con estar así, sentada en una silla, husmeando los olores de la ciudad como un perro, aguzando el oído a ruidos y voces, contemplando la cara de los transeúntes. De repente me acabo de dar cuenta de que, mientras te estaba escribiendo, aquella “extraña impresión de estar despedazada” de la que te hablaba al principio ha empezado a desvanecerse. Ya no me obsesiona. Es la misma sensación que tenía al salir de la cabina de teléfono, después de aquellas largas llamadas que te hacía a medianoche. ¿Es posible que tengas un efecto curativo sobre mí?
»¿Qué opinas? De todas formas, reza por mi felicidad y mi buena suerte. Seguro que lo necesitaré. Hasta pronto.
»P.S. Es posible que regrese el 15 de agosto. Antes de que acabe el verano, podremos ir a cenar juntos como te prometí».
Cinco días después me llegó una segunda carta desde una aldea de Francia que jamás había oído nombrar. Esta vez era un poco más corta que la anterior. Sumire y Myû habían dejado el coche de alquiler en Roma y habían ido en tren hasta Venecia. Allí pudieron escuchar dos días seguidos a Vivaldi. La mayoría de conciertos se celebraba en la iglesia donde Vivaldi había oficiado como sacerdote. «Hemos escuchado tanto Vivaldi que no quiero volver a oírlo en medio año», escribía Sumire. Contaba lo deliciosos que le parecieron el pescado y el marisco a la
papillotte
que había comido en un restaurante de Venecia. La descripción era tan acertada que me entraron ganas de irme para allá de inmediato y probarlos yo también.
Después de Venecia regresaron a Milán y de allí volaron a París. Tras descansar en París (e ir otra vez de compras), se dirigieron en tren a Borgoña. Un amigo íntimo de Myû tenía allí una gran villa, como un palacio, donde se alojaron. Tal como había hecho en Italia, Myû recorrió pequeñas bodegas y cerró algunos tratos. Cuando tenían la tarde libre, cogían la cesta de la merienda y se iban a pasear por un bosque cercano y, por supuesto, se llevaban también algunas botellas de vino. «Aquí el vino es delicioso, como un sueño», escribía Sumire.
«Por cierto, parece que habrá cambios en los planes de regreso a Japón para el 15 de agosto. Cuando acabemos el trabajo en Francia, tal vez vayamos a descansar a una isla griega. He conocido por casualidad a un caballero inglés (un auténtico caballero) que tiene una villa en una pequeña isla que no sé cómo se llama; nos ha dicho que podemos utilizarla todo el tiempo que queramos. ¡Qué emocionante! A Myû también le gusta la idea. Necesitamos unas verdaderas vacaciones, no oír hablar de trabajo. Nos tumbaremos en las blanquísimas playas del Egeo, expondremos nuestros dos hermosos pares de tetas al sol, contemplaremos hasta hartarnos las blancas nubes que flotan en el cielo mientras tomamos vino con resina de pino. ¿No te parece fantástico?
Efectivamente, me lo parecía.
Aquella tarde fui a la piscina municipal, nadé un poco y, a la vuelta, me quedé alrededor de una hora leyendo en una cafetería con aire acondicionado. Al volver a casa, planché tres camisas mientras escuchaba las dos caras de un viejo disco,
Ten Years After
. Acabé de planchar, me bebí, rebajado con agua Perrier, un poco de vino blanco barato que había comprado de saldo, miré el partido de fútbol que había grabado en el vídeo. Cada vez que veía uno de esos pases que te impulsan a exclamar: «¡Pero qué haces!», negaba con la cabeza y suspiraba. Juzgar errores ajenos es fácil y te hace sentir bien.
Al acabar el partido de fútbol, me hundí en la butaca, dejé que mi mirada se perdiera en el techo mientras imaginaba a Sumire en la aldea francesa. ¿O había partido ya hacia algún rincón de las islas griegas? A lo mejor estaba tumbada en la arena contemplando las blancas nubes que flotaban en el cielo. En todo caso, estaba muy lejos de mí. Roma, Grecia, Tumbuctú, Aruanda, ¡qué más daba! Se encontraba muy lejos, lejísimos. Y, en el futuro, tal vez se alejara aún más. Mientras pensaba en ello me invadió la angustia. Me sentí como un insecto absurdo en una noche ventosa, adherido a un alto muro, sin razones, sin planes, sin creencias. Sumire decía que me echaba de menos. Pero a su lado estaba Myû. Yo no tenía a nadie. Yo… estaba solo. Como siempre.
Sumire no volvió el 15 de agosto. En su teléfono seguía el antipático mensaje: «Estoy de viaje». Nada más mudarse, Sumire se había comprado un teléfono con contestador automático. Para no tener que ir las noches lluviosas bajo el paraguas hasta la cabina más cercana. Una idea encomiable y sana. No dejé ningún mensaje.
El 18 volví a llamar. Seguía el «Estoy de viaje». Al sonar la señal inorgánica, di mi nombre y dejé un escueto mensaje: «Llámame cuando vuelvas». No hubo ninguna llamada. Quizá Myû y Sumire se hubieran visto atrapadas por la fascinación de las islas griegas y se les hubieran ido las ganas de volver a Japón.
Mientras tanto, acompañé un día al equipo de fútbol de la escuela a un partido de entrenamiento y me acosté una vez con mi amiga. Acababa de regresar de unas vacaciones en la isla de Bali con su marido y sus dos hijos y lucía un bello bronceado. Mientras la abrazaba, no pude evitar pensar en Sumire, que estaba en Grecia. Mientras la penetraba, no pude evitar imaginar el cuerpo de Sumire.
De no conocer a Sumire, tal vez hubiese acabado enamorándome en serio de aquella mujer siete años mayor que yo (y madre de un alumno mío). Quizás, a mi manera, me hubiera dejado absorber por aquella relación. Era hermosa, activa, dulce. Para mi gusto se maquillaba demasiado, pero vestía con elegancia. Aunque le preocupaba estar gorda, en realidad no le sobraba ni un gramo. Tenía un cuerpo rotundo, intachable. Sabía muy bien lo que yo deseaba, y también lo que no deseaba. Sabía hasta dónde podía llegar y dónde debía detenerse… En la cama y fuera de ella. Me hacía sentir como si ocupara un asiento de avión de primera clase.
—Con mi marido hace casi un año que no lo hacemos —me dijo una vez, a modo de confesión, entre mis brazos—. Sólo lo hago contigo.
Sin embargo, nunca conseguí amarla. Entre ambos no brotó aquella intimidad espontánea, casi incondicional, que en todo momento sentía con Sumire. Siempre se interponía entre nosotros un velo fino, transparente. Visible o no, nos separaba lo mismo. Por culpa de aquello, cuando nos encontrábamos —y en especial cuando nos despedíamos— a veces no sabía qué decirle. Algo que jamás me había pasado con Sumire. Cada vez que veía a mi amiga, confirmaba un hecho incontestable: hasta qué punto necesitaba yo a Sumire.
Cuando se fue, salí a dar un paseo solo, deambulé sin rumbo, luego entré en un bar que había cerca de la estación, pedí un Canadian Club con hielo. Como sucedía siempre, me hizo sentir la persona más miserable del mundo. Lo apuré enseguida de un trago y pedí otro. Luego cerré los ojos y pensé en Sumire. Sumire en las blancas playas de las islas griegas tomando el sol haciendo
top-less
. En la mesa vecina, cuatro jóvenes, seguramente universitarios, bebían cerveza entre alegres carcajadas. Por los altavoces sonaba una vieja melodía de Huey Lewis and the News. Olía a pizza tostándose en el horno.
Me acordé de épocas pasadas. Mi periodo de crecimiento (así debería llamarse) ¿cuándo, dónde había terminado? Ante todo, ¿había acabado? Hasta hacía poco, yo me encontraba en pleno proceso de desarrollo, indudablemente. Las canciones de Huey Lewis and the News se oían por doquier. Unos cuantos años atrás. Ahora me encontraba en un circuito cerrado. Dando vueltas y más vueltas. Sin poder dejar de hacerlo, aun sabiendo que no iba a ninguna parte. No podía evitarlo. Si paraba, no podría sobrevivir.
Aquella noche recibí una llamada desde Grecia. A las dos de la madrugada. Pero quien llamaba no era Sumire, era Myû.
Una profunda voz masculina pronunció mi nombre en un inglés con fuerte acento y luego tronó: «¿Es usted, verdad?». Eran las dos de la madrugada y yo estaba, como era de esperar, profundamente dormido. Tuve en la cabeza sensaciones tan desdibujadas como un campo de arroz bajo un aguacero y no atiné a decir nada. En las sábanas aún persistía vagamente el recuerdo del sexo de aquella tarde, todo parecía un escalón desfasado de la realidad, como una chaqueta mal abrochada. El hombre repitió mi nombre.
—¿Es usted, verdad?
—Sí, soy yo —respondí. No sonaba a mi nombre, pero lo era. Luego, durante unos instantes, se oyó una fuerte interferencia que sonó como dos masas de aire que chocaran la una contra la otra. Tal vez Sumire hubiera puesto una conferencia internacional desde Grecia. Me separé un poco el auricular de la oreja y esperé a oír su voz. Pero la voz que sonó por el auricular no fue la de Sumire sino la de Myû.
—Supongo que Sumire te habrá hablado de mí.
—Sí —respondí.
A través del hilo telefónico, su voz se oía lejana, distorsionada por alguna sustancia inorgánica, pero, con todo, se apreciaba con claridad cierta tensión. Algo duro, rígido, como el humo del hielo seco, penetró en mi habitación a través del teléfono y me despertó. Me incorporé sobre la cama, me desperecé y sujeté bien el auricular.
—Tengo poco tiempo —avisó Myû hablando rápido—. Llamo desde Grecia y es muy difícil conectar con Tokio; cuando al fin lo consigues, se corta enseguida. Lo he intentado antes muchas veces sin éxito. Así que prescindiré de las formalidades e iré al grano. ¿De acuerdo?
—De acuerdo —contesté.
—¿Puedes venir aquí?
—
¿Aquí?
¿Te refieres a Grecia?
—Sí, y lo antes posible.
Le dije lo primero que se me ocurrió.
—¿Le ha pasado algo a Sumire?
Myû hizo una pausa, el tiempo de tomar aliento.
—Aún no lo sé. Pero creo que quiere que vengas. Estoy segura.
—
¿Crees?
—Por teléfono no puedo hablar. Puede cortarse de un momento a otro y el tema es delicado. Preferiría hablarlo cara a cara. Los gastos del viaje corren de mi cuenta. Coge un avión. Cuanto antes mejor. Compra un billete, de primera clase, lo que sea.
Diez días después empezaba el nuevo curso. Tenía que estar de vuelta para entonces, pero nada me impedía salir inmediatamente. Durante las vacaciones, un par de asuntos reclamaban mi presencia en la escuela. Pero ya me las arreglaría.
—Me parece que podré ir —dije—. No creo que haya problema. ¿Adónde debo dirigirme?
Ella me dio el nombre de una isla. Lo apunté en la guarda del libro que tenía a la cabecera de la cama. Ya había oído aquel nombre antes en alguna parte.
—Ve de Atenas a Rodas en avión y allí toma el ferry. El barco que va a la isla sólo sale dos veces al día, por la mañana y al anochecer, así que intenta ir al puerto a esas horas y estate al tanto. ¿Vendrás?
—Creo que podré —y cuando iba a añadir: «Sólo que…», la llamada se cortó. Violentamente, de golpe, como si alguien hubiera cortado una cuerda con un hacha. Luego volvieron a oírse las fuertes interferencias de antes. Pensando que tal vez se reestablecería la comunicación, mantuve unos instantes el auricular junto al oído, pero sólo me llegaban unos ruidos muy molestos. Desistí, colgué y salté de la cama. Me tomé un vaso de
mugicha
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frío en la cocina y, apoyado en la puerta del frigorífico, ordené mis ideas.
¿Realmente iba a coger el avión para las islas griegas? La respuesta era: «Sí». No tenía alternativa.
Deslicé fuera de la librería un mapamundi y busqué la isla que me había indicado Myû. Pese a la pista de que quedaba cerca de Rodas, no fue tarea fácil descubrirla entre las incontables islas diseminadas por el mar Egeo. Al fin logré encontrar aquel nombre impreso en pequeños caracteres. Estaba cerca de la frontera turca. Era tan pequeña que no se distinguía su silueta.