—Entonces, ¿puedes explicarme con menos de doscientas palabras la diferencia entre «signo» y «símbolo»?
Sumire tomó la servilleta, se enjugó la comisura de los labios y volvió a depositarla sobre sus rodillas. No entendía bien qué estaba preguntándole. «Signo y símbolo».
—No tiene ningún sentido especial. Es sólo un ejemplo.
Sumire volvió a sacudir la cabeza.
—Ni idea.
Myû sonrió.
—Si no te importa, me gustaría que me dijeras qué habilidades prácticas tienes. Es decir, qué sabes hacer. Aparte de leer mucho y escuchar mucha música.
Sumire depositó en silencio el cuchillo y el tenedor en el plato y, contemplando el espacio anónimo que flotaba sobre la mesa, reflexionó sobre sí misma.
—Sería más rápido decir las cosas que no sé hacer que las cosas en que soy buena. No cocino, haciendo la limpieza soy un desastre. Soy incapaz de mantener mis cosas en orden y lo pierdo todo. Me gusta la música, pero, cuando canto, desafino horrores. Soy muy torpe y no sé clavar un clavo. No poseo el menor sentido de la orientación y suelo confundir la derecha y la izquierda. Cuando me enfado, tengo tendencia a romper cosas. Platos, lápices, despertadores. Después me arrepiento, pero, en aquel momento, no puedo controlarme. No tengo ahorros. Me siento incómoda ante la gente sin razón alguna y apenas tengo amigos. —En ese punto, Sumire hizo una pausa antes de proseguir—: Sin embargo, con el procesador de textos, sé escribir muy rápido sin mirar el teclado. No soy muy buena deportista, pero, excepto cuando tuve paperas, no he estado enferma en toda mi vida. Además, es extraño, pero en lo que se refiere a la puntualidad soy muy estricta y jamás llego tarde a ningún sitio. Con la comida no tengo manías. La televisión no la veo. A veces tengo algún arranque tonto de orgullo, pero no suelo justificarme a mí misma. Excepto una vez al mes que tengo los hombros tan agarrotados que no puedo dormir, concilio el sueño con facilidad. La regla la tengo poco abundante. Caries no tengo ni una. Y hablo bastante bien el español.
Myû alzó los ojos.
—¿Hablas bien el español?
Cuando estaba en el instituto, Sumire pasó un mes en Ciudad de México en casa de su tío, empleado en una firma comercial establecida allí. Creyendo que era una buena oportunidad, Sumire estudió de forma intensiva español y lo aprendió. En la universidad siguió tomando clases.
Myû sostenía la copa de vino entre los dedos y la hacía rodar suavemente como si diera cuerda a una máquina.
—¿Qué me dices? ¿No te apetecería trabajar conmigo una temporada?
—¿Trabajar? —Sumire ni siquiera supo qué cara poner, así que adoptó su sempiterna expresión reconcentrada—. Pero si jamás he tenido un trabajo de verdad. Ni siquiera sé responder bien al teléfono. Siempre trato de no coger el tren antes de las diez y, supongo que ya te habrás fijado, no sé utilizar correctamente el lenguaje formal.
—Eso no importa —repuso Myû con sencillez—. Por cierto, ¿estás libre mañana al mediodía? —Sumire asintió en un acto reflejo. No era preciso pensárselo dos veces. El tiempo libre era su principal capital—. Entonces podríamos comer juntas. Reservaré una mesa tranquila en un restaurante del barrio —dijo Myû. Observó a contraluz el vino tinto que el camarero le había servido en una copa limpia, comprobó el aroma y, luego, tomó el primer sorbo en silencio. Realizó toda esa serie de movimientos con una elegancia natural que hacía pensar en una corta cadencia pulida a lo largo de los años por un reflexivo pianista—. De los detalles ya hablaremos mañana con calma. Hoy quiero olvidarme del trabajo. ¿Sabes? Este Burdeos no está nada mal.
Sumire recompuso su adusta expresión y le dijo a Myû sin ambages:
—Pero si acabas de conocerme y casi no sabes nada de mí todavía.
—Sí, es cierto. Es posible que no sepa nada —admitió Myû.
—Entonces, ¿cómo sabes que podré serte útil?
Myû hacía girar suavemente el vino dentro de la copa.
—Desde hace tiempo juzgo a la gente por su rostro —replicó ella—. En resumen, que a mí me han gustado tus facciones y tus cambios de expresión. Mucho.
Sumire sintió cómo, de repente, el aire se hacía más ligero a su alrededor. Notó cómo los pezones se le endurecían bajo la ropa. Alargó la mano, tomó una copa casi sin pensarlo y se bebió de un trago el agua que quedaba. Inmediatamente, un camarero con cara de ave rapaz se le aproximó por la espalda y le llenó de agua con hielo la copa vacía. El tintineo resonó dentro de la turbada mente de Sumire como el hueco lamento de un ladrón recluido en una caverna.
«Sí, estoy enamorada de ella», se convenció Sumire. Sin duda alguna (el hielo es, al fin y al cabo, frío, y la rosa es, al fin y al cabo, roja). Y este amor me conducirá a algún sitio. No puedo impedir que esta fuerte corriente me arrastre. Ya no tengo elección. Tal vez me lleve a un mundo especial que jamás he conocido. A un lugar lleno de peligros, quizá. Donde se esconda algo que me inflija una herida profunda, mortal. Tal vez pierda todo lo que poseo. Pero ya no puedo volver atrás. Sólo puedo abandonarme a la corriente que discurre ante mis ojos. Aunque me consuma entre las llamas, aunque desaparezca para siempre.
Su profecía —aunque esto, desde luego, sólo lo he sabido ahora— acertaba en un ciento veinte por cien.
Un domingo poco antes del amanecer, quince días justos después del banquete, ella me telefoneó. Como cabía esperar, yo dormía como un tronco. La semana anterior me había encargado de organizar una reunión y, para conseguir todos los documentos necesarios (aunque inútiles), había tenido que reducir las horas de sueño. Así que, durante el fin de semana, quería dormir hasta hartarme. Y en ésas sonó el teléfono. Antes del amanecer.
—¿Estabas durmiendo? —preguntó Sumire, sondeándome.
—¡Mmm! —solté un pequeño gruñido. En un acto reflejo lancé una mirada al despertador, a la cabecera de la cama. Las agujas del reloj eran grandes, fluorescentes; inexplicablemente, no alcancé a ver la hora. La imagen que se proyectaba en mi retina y la zona de mi cerebro donde se procesaba la información estaban desconectadas. Como una anciana que no lograse enhebrar una aguja. Lo único que intuí fue que a mí alrededor todavía era noche cerrada, que debía de ser más o menos la hora que Scott Fitzgerald llamó «noche profunda del alma».
—Pronto amanecerá.
—¡Ah! —dije con lasitud.
—Cerca de casa hay un hombre que todavía cría gallos. Debe de tenerlos desde antes de la devolución de Okinawa. Enseguida cantarán. Tal vez antes de media hora. ¿Sabes? A decir verdad, ésta es la hora del día que más me gusta. El cielo negrísimo de la noche empieza a clarear por el este y los gallos cantan con todas sus fuerzas, como si se vengaran de algo. ¿Hay gallos cerca de tu casa? —Al otro extremo de la línea telefónica sacudí ligeramente la cabeza—. Te estoy llamando desde la cabina del parque.
—Ya —dije.
A unos doscientos metros de su apartamento había una cabina. Sumire no tenía teléfono en casa y siempre iba andando hasta allí para llamar. Era una cabina telefónica normal y corriente.
—Oye, me sabe muy mal llamar a estas horas. De verdad te lo digo. A estas horas, cuando aún no han cantado los gallos. A estas horas, cuando la pobrecita luna está flotando en un rincón del cielo de Oriente como un riñón desahuciado. Pero ¿sabes? Para llamarte he tenido que recorrer un camino negro como la boca de un lobo. Agarrando con mi pequeña mano la tarjeta telefónica que me dieron el día de la boda de mi prima. En ella aparecen los dos novios con las manos unidas. Tú ya sabes cómo me deprimen estas cosas, ¿verdad? Llevo el calcetín derecho diferente al calcetín izquierdo. Uno tiene un dibujo de Mickey Mouse, el otro es un calcetín de lana liso. Mi habitación está manga por hombro y no puedo encontrar nada. Mejor no decirlo en voz alta, pero mis bragas dan pena. Tanto que un ladrón de ropa interior pasaría de largo. Si unos gamberros me mataran, con esta pinta no creo que hallara la paz. Así que ya no te pido que me compadezcas, pero ¿no podrías decirme algo con pies y cabeza? Aparte de esas crueles interjecciones tipo «¡Ah!» o «¡Mmm!». No estaría mal una conjunción o algo por el estilo. Sí, eso es. Algún «pero» o un «sin embargo».
—No obstante —dije yo. Estaba agotado, sin fuerzas siquiera para soñar.
—«No obstante» —repitió ella—. De acuerdo. No deja de ser un progreso. Claro que no es más que un pasito.
—Por cierto, ¿querías algo?
—Pues sí. Tenía que decirte una cosa. Por eso llamo —contestó Sumire. Carraspeó ligeramente—. Vamos allá. ¿Cuál es la diferencia entre «signo» y «símbolo»?
Tuve una extraña sensación, como si una larga hilera de objetos indeterminados se cruzara por mi cabeza.
—¿Podrías repetirme la pregunta?
Me la repitió.
—¿Cuál es la diferencia entre «signo» y «símbolo»?
Me incorporé en la cama y me pasé el auricular de la mano izquierda a la derecha.
—Es decir, que me has llamado porque quieres saber la diferencia entre «signo» y «símbolo». Un domingo de madrugada antes del amanecer. ¡Vaya!
—A las cuatro y cuarto de la madrugada —dijo—. No me lo podía quitar de la cabeza. ¿Cuál debe de ser la diferencia entre «signo» y «símbolo»? Alguien me lo preguntó hace días y lo había olvidado por completo, pero hoy, mientras me desnudaba para meterme en la cama, me ha venido a la cabeza. Y me he desvelado. ¿Puedes explicármela tú? ¿La diferencia entre «signo» y «símbolo»?
—A ver —dije contemplando el techo. Explicarle a Sumire algo con lógica, incluso cuando yo lo tenía clarísimo, no era tarea fácil—. El emperador es el símbolo de Japón. ¿De acuerdo?
—Pues más o menos —dijo ella.
—Nada de
más o menos
. Esto es lo que dice la Constitución japonesa —dije armándome de paciencia—. Podrás poner objeciones o tener dudas al respecto, pero si no lo tomas como un hecho, mi razonamiento no puede avanzar.
—De acuerdo. Lo acepto.
—Gracias. Repito: el emperador es el símbolo de Japón. Pero esto no implica que Japón y el emperador sean equivalentes. ¿Me sigues?
—No.
—Es decir, que la flecha apunta en una sola dirección. El emperador es el símbolo de Japón, pero Japón no es el símbolo del emperador. ¿Lo entiendes, verdad?
—Creo que sí.
—Pero si, por ejemplo, pusiera: «El emperador es el signo de Japón», ambos serían equivalentes. Es decir, que cuando nombráramos a Japón nos referiríamos al emperador, y cuando nombráramos al emperador nos referiríamos a Japón. Se puede añadir, incluso, que ambos serían intercambiables: a=b es lo mismo que b=a. En cuatro palabras, esto es lo que significa «signo».
—O sea, que tú estás hablando de intercambiar el emperador con Japón. ¿Es posible eso?
—No es eso. No. —Sacudí enérgicamente la cabeza—. Sólo pretendía explicarte de manera fácil de entender la diferencia entre «símbolo» y «signo». No tenía ninguna intención de intercambiar el emperador con Japón. Era sólo una forma de explicártelo.
—¡Hum! —dijo Sumire—. Pero creo que lo he entendido. Como imagen. En fin, me parece que es una cuestión de sentido único o doble sentido, ¿no?
—Un especialista quizá te lo explicara con mayor exactitud. Pero definiéndolo de una manera simple viene a ser eso.
—Siempre me ha admirado lo bien que explicas las cosas.
—Es mi trabajo —argüí. Mis palabras sonaban algo monótonas y carentes de expresión—. Tú, también tendrías que trabajar alguna vez de maestra de primaria. ¡Te hacen cada pregunta! «¿Por qué la tierra no es cuadrada?» «¿Por qué los calamares tienen diez patas en vez de ocho?» Ahora ya he aprendido a responder la mayoría de las veces.
—Oye, seguro que eres muy buen profesor.
—Quién sabe —dije—. Quién sabe.
—Por cierto, ¿por qué el calamar tiene diez patas en vez de ocho?
—¿Puedo volver a dormir ya? Estoy realmente cansado. Sólo con sostener el auricular me siento como si estuviera aguantando sin ayuda de nadie un muro de piedra medio derruido.
—Oye —dijo Sumire. E hizo una sutil pausa. Igual que un anciano guardabarrera que cerrara un paso a nivel antes de la llegada del tren para San Petersburgo—. Te pareceré estúpida diciéndotelo así, pero la verdad es que me he enamorado.
—¡Hum! —Me pasé el auricular de la mano derecha a la izquierda. Me llegaba el ruido de la respiración de Sumire. No sabía qué decirle. Y, como suelo hacer cuando no sé qué decir, pronuncié las palabras más inapropiadas.
—¿No será
de mí?
—No es
de ti
—contestó Sumire. Oí cómo encendía un cigarrillo con un mechero barato—. ¿Estás libre hoy? Me gustaría que nos viéramos y hablásemos.
—¿De que te has enamorado de alguien que no soy yo?
—Sí, de que me he enamorado
apasionadamente
.
Me puse el auricular entre el cuello y el hombro y me desperecé.
—Por la tarde estoy libre.
—Iré a las cinco —dijo Sumire. Y añadió como si se acordara de repente—: Muchas gracias.
—¿Por qué?
—Por responder amablemente a mis preguntas antes del amanecer.
Le di una vaga respuesta, colgué y apagué la luz de la cabecera. Aún era noche cerrada. Antes de volver a conciliar el sueño intenté recordar si Sumire ya me había dicho «gracias» alguna vez. Alguna vez, quizá sí, pero no logré recordarla.
Sumire llegó a mi apartamento poco antes de las cinco. Al primer vistazo no la reconocí. Había cambiado completamente de estilo. Llevaba el pelo corto y, en el flequillo que le caía sobre la frente, aún se advertía la huella de las tijeras. Llevaba un vestido de manga corta azul marino y, por encima de los hombros, una rebeca. Los zapatos eran de charol negro, de medio tacón. Incluso llevaba medias.
¿¡Medias!?
No soy un gran experto en ropa femenina, pero comprendí que todas y cada una de aquellas prendas eran bastante caras. Vestida de aquel modo, Sumire estaba más bonita y sofisticada que de costumbre. Tampoco se la veía incómoda con aquellas ropas, parecía llevarlas con mucha naturalidad. Sin embargo, puestos a elegir, yo prefería a la Sumire de antes con su aspecto desastrado. Claro que todo es cuestión de gustos.
—No está mal —le dije tras inspeccionarla de arriba abajo—. Claro que no sé cómo debe de sentirse Jack Kerouac.
Sumire esbozó una sonrisa ligeramente más sofisticada que de costumbre.
—¿Damos una vuelta?
Nos dirigimos andando, hombro con hombro, por la avenida de la Universidad hacia la estación y, a medio camino, entramos en la cafetería de siempre y tomamos un café. Junto con el café, Sumire pidió, como de costumbre, un trozo de pastel. Era una despejada tarde dominical de finales de abril. El azafrán y los tulipanes se alineaban en la puerta de las floristerías. Soplaba un vientecillo suave que hacía ondear los bajos de las faldas de las chicas y traía el fresco olor de los árboles jóvenes.