Authors: Natsume Soseki
Sacó de su bocamanga un manuscrito que llevaba enrollado y atado con un cinta púrpura. Desató el paquete, que constaba de unas cincuenta o sesentas páginas, y lo depositó reverencialmente frente al maestro. El maestro, a su vez, adoptó su compostura más solemne y, tras pedir permiso, abrió el libro. En la primera página había una inscripción:
«Para la delicada Tomiko».
El maestro miró la página con una enigmática cara de sorpresa durante bastante tiempo, y Meitei se acercó a echar un vistazo.
—¿Qué tenemos aquí? ¿Poesía de nuevo cuño? ¡Vaya! Y encima está dedicada. Qué cosa tan espléndida, irrumpir con una dedicatoria tan audaz dirigida a una tal Tomiko, si mis ojos no me engañan —alabó Meitei.
—¿Esa Tomiko existe de verdad? —preguntó el maestro.
—Sí, en efecto. Es una de las jóvenes a las que invité en nuestra última reunión literaria, aquélla a la que asistió Meitei, y en la que me aplaudió con tanto entusiasmo, la recordarán ustedes. De hecho, la dama en cuestión vive en este mismo barrio. Antes pasé por su casa para enseñarle mi colección de poesías, pero, según parece, se ha ausentado. Según me han dicho, hace unos días se ha marchado a Oiso a veranear con su familia —dijo con seriedad para corroborar la veracidad de su dedicatoria.
—Vamos, Kushami. No te pongas tan serio. Eres un hombre del siglo xx. Veamos esa obra maestra que nos has traído, Toito. Para empezar, la dedicatoria me parece un poco justa. ¿Qué quieres decir con «delicada»? —preguntó Meitei
—Pues delicada en el sentido romántico de la palabra: una persona infinitamente delicada, refinada, etérea...
—Bien, pero sabrás que la palabra también se puede utilizar con otras connotaciones. Si se lee como nombre adjetivado, parece que la estés llamando débil. De entrada, yo reescribiría la frase entera.
—¿Puede sugerirme algo? Me gustaría sonar impenetrablemente poético.
—Creo que podría ser algo como «dedicado a todo lo que es delicado bajo el aroma de la nariz de Tomiko». No implica demasiado cambio en las palabras que escogiste, pero cambia notablemente la intención.
—Ya veo —dijo como si hubiera entendido algo en medio de ese galimatías que le acababa de soltar Meitei. Intentó disimular, como si aceptara su opinión de buen grado.
El maestro, que hasta ese momento había permanecido sentado en silencio frente a la primera página, empezó a leer:
En la fragancia de este incienso en el que me consumo,
cuando estoy fatigado, aparentemente,
tu alma aparece en el humo que se retuerce y gira
de amor correspondido. Desdichado, desdichado de mí.
Quién en un mundo tan agrio como éste
no anhelaría en la niebla de sus anhelos
el fuego de uno de tus apasionados besos.
—Siento decir que esto me supera —dijo el profesor, y le pasó el manuscrito a Meitei.
—Es demasiado pomposo —dijo Meitei, y se lo pasó a Kangetsu.
—Ya veo por dónde va —dijo Kangetsu, y le devolvió el manuscrito a su autor.
—Es natural que no lo entiendan —saltó Toito en su propia defensa—. En los últimos diez años la poesía ha sufrido una revolución, y ha trascendido sus cánones clásicos. La poesía moderna no es fácil. No se puede entender si uno la lee en la cama o mientras espera el tren en la estación. En la mayoría de los casos, incluso los propios autores son incapaces de responder a las preguntas sobre su propia obra. Escriben sobre la base de la inspiración y no se les debe pedir más responsabilidad que la que se deriva de su propia escritura. Las anotaciones, comentarios críticos y exégesis son cosas que hay que dejar a los estudiosos. Nosotros, los poetas, no debemos ser molestados con semejantes trivialidades. Precisamente, el otro día un colega, un tipo llamado Soseki, publicó un relato corto titulado «Una noche».
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Se trataba de una cosa tan vaga que, sinceramente, no hay quien entienda nada. Yo personalmente le pregunté al autor qué es lo que quería decir con esa historia, pero él no quiso darme ninguna explicación, y se limitó a decir que si la historia no tenía ningún sentido, no le preocupaba lo más mínimo. Creo que su actitud es muy demostrativa de los nuevos vientos que soplan para la poesía moderna.
—Pues será un poeta, ese Soseki del que hablas, pero a mí más bien me parece un tío raro —soltó el maestro.
—Debe de estar loco —sentenció Meitei.
Toito, sin embargo, parecía no haber concluido con la defensa de su obra:
—Nadie en nuestro club literario tiene la más mínima relación con ese tal S
o
seki, y sería una lástima que juzgasen mis poemas en virtud de las opiniones de ese tipo, con el que no quiero ni siquiera que imaginen que tengo mayor relación que la meramente casual. Le he dedicado mucho esfuerzo a esta obra, y me gustaría que se fijaran especialmente en el contraste entre la amargura y la pasión, que van unidas a la idea del beso.
—Se nota que te ha costado muchos sufrimientos —dijo el maestro ambiguamente.
—En efecto. Con tu habilidad para que dulce y amargo se reflejen recíprocamente, parece como si hubieras sazonado cada sílaba con condimentos distintos, antes de mezclarlos con los conceptos y cocinarlos en un extraordinario poema como éste. Me rindo de admiración ante tu arte, Toito —dijo Meitei mofándose a expensas de un hombre honesto como Toito. Probablemente por ello, el maestro se levantó y se marchó a su estudio. O quizás no fue por esa razón, pues al momento apareció de nuevo con un papel en la mano.
—Aprovechando que estamos en plena lectura de la obra de Kangetsu y del poema de Toito, quizás podáis hacerme algún comentario sobre este pequeño texto que he escrito. —El maestro tenía cara de creer realmente que le iban a tomar en serio.
—Si es el epitafio que escribiste para tu amigo fallecido, el Hombre Santo y Natural, creo que ya lo he oído dos o tres veces, así que me excusaréis... —dijo Meitei.
—Por el amor de Dios, Meitei. ¿Por qué no te callas un rato? Mira, Toito, me gustaría que entendieras que no se trata de un ejemplo de mis mejores trabajos. Sólo lo escribí para divertirme, y no estoy demasiado orgulloso de él, pero veamos qué te parece.
—Estaré encantado de escucharle.
—Tú también, Kangetsu. Ya que estás aquí, escucha.
—Por supuesto. Pero no es muy largo, ¿verdad?
—Muy corto. No sé si llega a unas cuantas estrofas —contestó. Antes de que nadie más le pudiera interrumpir, se lanzó a la lectura:
El Espíritu Japonés, grita el hombre japonés,
debe pervivir, grita él.
Pero su grito se desprende esa clase de voz
que procede del espíritu de una divinidad.
—¡Qué obertura más esplendida! —exclamó Kangetsu con verdadero entusiasmo. —El tema salta a primera vista, directamente y se impone con la firmeza de una montaña.
El Espíritu Japonés grita en los periódicos,
los ladrones también lo gritan:
Con un gran salto el Espíritu Japonés
cruza el océano azul
y llega hasta Inglaterra para enseñar,
mientras una obra sobre tan magnífico tema
arrasa en los escenario de Alemania
¿Un gran éxito? No, ¡un gran grito!
—Espléndido —dijo Meitei asintiendo con su cabeza como para confirmar su aprobación—. Mira que es difícil, pero es incluso mejor que aquel epitafio.
El almirante T
o
g
o
tiene Espíritu Japonés
como lo tiene el hombre de la calle,
los pescaderos, los timadores, los asesinos.
Ninguno de ellos estaría completo,
ninguno de ellos sería el hombre que es,
ninguno de ellos sería un hombre,
si no hubiera sido cubierto por un manto de paño
impregnado del Espíritu Japonés.
—Por favor, por favor, le ruego que diga además que el Kangetsu también lo está —dijo el propio afectado.
Pero si preguntan qué es ese espíritu,
darán un grito y dirán:
el Espíritu de Japón es el Espíritu Japonés.
Luego se marcharán,
y cuando hayan caminado unos metros,
una voz alta, clara y flemática saldrá de sus gargantas,
y esa voz será el Espíritu Japonés
que se manifiesta en ellos.
—Eso me gusta, Kushami. Es realmente bueno. Tienes verdadero talento de poeta. ¿Cómo sigue?
¿Es triangular el Espíritu Japonés?
¿Creéis que es un cuadrado?
¡Por supuesto que no! Como sus propias palabras
explícitamente muestran,
es algo inmenso, un espíritu sobrenatural.
Y ese tipo de cosas están cerca de Dios,
no se pueden definir por una fórmula
ni medir con ningún sistema.
—Realmente se trata de una composición interesante y, lo que es más infrecuente, dotada de un fuerte carácter pedagógico. Pero, ¿no cree que contiene demasiados «Espíritu Japonés»?
—En eso estoy de acuerdo —confirmó Meitei, que no daba puntada sin hilo.
No existe un solo hombre en Japón
que no haya usado la frase.
Pero todavía no he encontrado ninguno
que sepa a qué se refiere.
El Espíritu de Japón, el Espíritu Japonés.
¿Podría ser uno de esos duendes de nariz larga
que sólo los locos pueden ver?
El maestro culminó así su poema. Creía que había generado tema suficiente para la conversación, y se recostó para esperar la avalancha de comentarios. Sin embargo, y a pesar de que los compiladores de antologías, seguramente, llevaban años esperando una pieza como ésta, su indudable estilo occidental y su ausencia de sentido claro dejaron despistada a la audiencia, sin saber con exactitud si el poema había llegado a su fin o si seguía. Así que se quedaron ahí sentados sin decir nada durante un buen rato. Al ver que la voz del maestro no proclamaba nada más, Kangetsu se atrevió a preguntar:
—¿Eso es todo?
El maestro se limitó a responder con un indefinible gruñido. Al contrario de lo que yo pensaba, Meitei no aprovechó la ocasión para lanzarse a una de sus habituales ensoñaciones. En lugar de eso, se giró hacia el maestro y dijo:
—¿Por qué no publicas algunos de estos poemas? Así tú también podrías dedicárselo a alguien.
—¿Qué tal si te los dedico a ti? —replico el maestro.
—¡Ni se te ocurra! —contestó Meitei con firmeza. Sacó la navaja de catorce usos, extrajo las tijeras y empezó a cortarse las uñas.
Kangetsu se giro hacia Toito, y le preguntó con cautela:
—¿Conoces bien a la señorita Tomiko Kaneda?
—Después de invitarla la pasada primavera a nuestra modesta reunión literaria, nos hemos visto en bastantes ocasiones. Cada vez que la tengo junto a mí me siento totalmente inspirado, y después de dejarla durante un buen rato me veo iluminado como por una musa, y con unas ganas tremendas de ponerme a escribir poesía, ya sea al estilo clásico o moderno. Creo que si este pequeño poemario contiene una proporción tan alta de poemas de amor es porque estoy profundamente conmovido por las mujeres, especialmente por ella, adorable criatura. Y la única forma que encuentro de expresar mi gratitud es dedicándole este humilde libro. A fin de cuentas, no se puede negar que estoy inmerso en una larga tradición, cultivada por muchos otros poetas líricos que han escrito grandes obras maestras inspirados por el perfume irresistible de alguna mujer encantadora.
—¿En serio? —preguntó Kangetsu como si no pudiera poner ninguna objeción al florido argumento de su interlocutor. Pero debajo de la solemnidad de su piel, yo podía ver a un hombre que se reía de la chifladura de su amigo.
Aquella tertulia de diletantes resultaba de lo más interesante. Pero ya había durado demasiado, y tenía toda la pinta de ir a decaer irremediablemente. Cada vez se hacía más insulsa, y descubrí que no me apetecía seguir allí por más tiempo. Así que me excusé, y salí al jardín a ver si cazaba alguna mantis religiosa.
El sol se estaba poniendo. La luz mortecina de sus rayos flotaba sobre las ramas verdes de las paulonias, y producía una enorme variedad cromática. Las cigarras cantaban enloquecidas desde sus escondites. Parecía que aquella noche caería un buen chaparrón.
Por aquel entonces comencé a practicar deporte. A algunos puede resultarles ridículo que un gato como yo practique ejercicio, pero a esos les diré un par de cosas. No ha sido sino hasta hace bien poco que los hombres han empezado a practicar deporte. Anteriormente eran de los que pensaban que su única misión en la vida se reducía a comer y a dormir. La humanidad entera debería recordar la autocomplacencia con la que solía pasar sus días sin hacer absolutamente nada, y su firme creencia de que cuanto menos ejercitaran su cuerpo y su alma, más ennoblecerían su espíritu. La misión de un hombre noble residía en no hacer nada más que estar sentado todo el santo día con sus posaderas sobre un cojín. Practicar deporte, tomar leche, bañarse en agua fría, meterse en el mar o refugiarse del calor en las montañas durante el verano para respirar aire puro, son costumbres que, como una enfermedad contagiosa, han llegado sólo recientemente a éste nuestro país, morada de los dioses. Importaciones que me parecen tan saludables como la peste negra, la tuberculosis o esa dolencia tan occidental llamada neurastenia. Yo nací hace apenas un año, por lo que no podría decir exactamente cuándo empezaron a expandirse todas estas enfermedades contagiosas de las que he hablado. Probablemente ocurrió antes de mi llegada a este valle de lágrimas. Sin embargo, no es exagerado afirmar que un año en la vida de un gato equivale aproximadamente a diez años humanos. Nuestra vida es notablemente más corta que la de los hombres, y el desarrollo de nuestras capacidades felinas es mucho más rápido. De ello se deduce que comparar nuestras habilidades tempranas en relación a la escala humana constituye un grave error. La prueba más evidente de ello es que, pese a tener tan sólo un año y unos pocos meses, yo ya era capaz de discernir claramente cuestiones que a un humano adulto sin duda se le escaparían. Al contrario de mí, la tercera hija del maestro, de unos tres años de edad, estaba notablemente más retrasada que yo en lo que se refería a aprendizaje y conocimiento. Todo lo que hacía era llorar, tomar leche y dormir. Si la comparaba conmigo, alguien dotado ya de una visión del mundo y de la capacidad de lamentarse del cambio que experimentan las cosas, esa criatura era apenas un proyecto de ser pensante. No es extraño, por tanto, que me dedique a reflexionar sobre cuestiones cruciales para mí, como la historia del deporte, la pertinencia de los baños en el mar o los beneficios del cambio de aires. Si alguien se sorprende de la vastedad de mis conocimientos, será porque se trata de uno de esos humanos incapacitados, dotados, tristemente, de un solo par de piernas. Desde tiempos inmemoriales su aprendizaje ha sido tremendamente lento. Sólo en tiempos recientes los bípedos han empezado a reconocer las virtudes del ejercicio físico y de los baños marinos, algo de lo que se jactan como si hubieran descubierto algo sorprendente. Por el contrario, yo ya estaba al tanto de todas esas cosas antes de nacer, y era perfectamente consciente de la bendición que supone dar un paseo por la playa y disfrutar del agua del mar.