Authors: Natsume Soseki
Donde más cigarras se reúnen —había pensado usar aquí la expresión «se daban cita» pero la he rechazado por anticuada—, es en las paulonias. A la paulonia se la conoce también como Parasol de Sultán por sus innumerables hojas, cada una tan grande como un abanico. Crecen con tal exuberancia que impiden ver el tronco, por lo que eran un auténtico reto en lo que a la caza se refería. Pensé que quizás había sido alguna de las cigarras del jardín del maestro la que había compuesto aquella canción popular que decía «se escucha su voz, pero no se ve su figura».
Teniendo en cuenta las características del entorno, no me quedaba más remedio que asegurarme, antes que nada, del lugar exacto de donde provenía el sonido. Me agazapaba, pues, a una distancia de unos dos metros, que era donde las ramas de la paulonia se bifurcaban, y aprovechaba el emplazamiento para tomarme un pequeño respiro. Desde esta atalaya oteaba las alturas a fin de fijar la localización exacta de mis víctimas, mientras procuraba mantener la cabeza bien oculta entre las hojas y así no ser descubierto. Lo malo era que el roce de cabeza y hojas producía una escandalosa sinfonía vegetal, y solía alertar al enemigo, que ponía pies en polvorosa. Si una sola de las cigarras volaba, todo el esfuerzo había sido en vano. Las cigarras, al igual que los hombres, son animales gregarios y lo que hace una lo hacen todas: al más mínimo indicio de peligro la escuadra al completo despega y desaparece por los aires. En tales circunstancias, uno no tiene más remedio que retirarse con el rabo entre las piernas, tras haber trepado hasta las alturas con gran esfuerzo para no lograr nada. Y, por si fuera poco, quedaba aún la desagradable misión de desandar lo andado y volver a bajar al suelo. Para posponer el trago me quedaba allí descansando un rato, y esperaba la oportunidad de volver a hacer alguna presa. No era raro que en tan lánguida espera me entrase un sueño irrefrenable y me quedase dormido como un tronco. En mis sueños flotaba en el espacio-tiempo del mundo de las hadas, hasta que me despertaba un súbito golpe que no era otra cosa que mi cuerpo rebotando contra las piedras del suelo del jardín.
A pesar de los episódicos fracasos, mi media de capturas no era mala del todo, y cada ascensión solía tener al menos la recompensa de una cigarra. La parte menos divertida del asunto era que, una vez sujeto el animal con los dientes, tenía que descender con él a tierra, con lo que, una vez en el suelo, el bicho apenas daba ya señales de vida. Aun así, era entretenido. La chicharra, como mucho, alcanzaba a estirar y encoger la cola y, cuando su rendición era obvia, aprovechaba para darle el golpe de gracia y aplastarla de modo inmisericorde. Pero antes de exhalar el suspiro final, el bicho daba los últimos estertores y agitaba las alas vertiginosamente en todas direcciones. Era un espectáculo extraordinario y extraño. Entonces yo apretaba al malogrado bicho contra el suelo, y éste reaccionaba al instante para mi deleite. Cuando ya me había divertido lo suficiente, lo engullía sin más y, en ocasiones, notaba cómo el bicho aún continuaba agitándose dentro de mi boca.
Después de la caza de grillos, otra de mis aficiones deportivas consistía en deslizarme por los pinos. Lo describiré brevemente. No se trataba de convertir la superficie del pino en una pista de patinaje, aunque su nombre pudiera sugerir lo contrario. Básicamente el ejercicio consistía en subirse a un árbol, así, sin más. Sin el objetivo concreto de atrapar nada allí arriba. En los pinos, puede decirse, practicaba la escalada pura. El tronco de estos árboles siempre ha tenido una superficie rugosa y áspera. Ya en tiempos de Genzaemon Sano,
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éste usó su bonsái de pino para caldear la habitación de rezo del templo que habitaba, cuando el sumo sacerdote Saimoyi, regente en los tiempos del reinado de Kamakura, llegó después de haberse perdido en la nieve. El caso es que su corteza tiene muchos puntos de apoyo para las patas, y gracias a ello es el árbol donde resulta más fácil clavar las uñas. Saltaba hasta donde podía agarrarme con seguridad y, después de subir, volvía a bajar. Para bajar usaba dos métodos: o bien bajaba de cabeza, mirando al suelo de frente, y, si no, bajaba de espaldas, según como estaba, hasta sentir que la cola había aterrizado en el suelo. Si me preguntasen cuál de los dos métodos resultaba más sencillo, diría, dado lo osados que son los humanos, que mirando directamente al suelo resultaba mucho más cómodo. Pero se trataría de una percepción equivocada. Mucha gente piensa que si Yoshitsume Minamoto pudo bajar boca abajo con su caballo por el abrupto y vertiginoso paso de Hiyodorigee en las montañas de Rokk
o
, también podrá hacerlo un gato, sin duda. Pero lo cierto es que eso demostraría una gran ignorancia sobre las reglas que gobiernan el mundo de los felinos. Nuestras uñas están diseñadas para clavar y arrastrar, así que, si invertimos su posición natural, resulta casi imposible sacarlas una vez se han clavado.
Trepaba a los pinos con toda la fuerza de la que era capaz. Como soy un animal terrestre, me era bastante difícil sujetarme en una posición vertical, pues, como las demás criaturas, estoy sujeto a las exigencias de la ley de la gravedad. Un simple descuido, y aterrizaba en el suelo. Soltar las uñas y caer eran acciones instantáneas. Había que servirse de alguna maña para ralentizar la velocidad con la que la gravedad reclamaba mi cuerpo para sí. Este «ralentizar» era exactamente lo que significaba «bajar» para mí. Entre caer y bajar media un abismo. Aunque caer, en realidad, es bajar deprisa, de manera que no hay diferencia entre ambas acciones, si obviamos la velocidad en llevarlas a cabo. Yo odiaba caerme, por eso debía amortiguar la caída de la mejor manera posible. Al contrario de lo que piensan los osados humanos, lo más racional era bajar de espaldas con las uñas clavadas en su posición natural. Eso es bajar. Hacerlo al revés, como hizo el intrépido Minamoto en la montañas de Rókko, anula la función de las uñas y convierte toda la operación en un continuo resbalarse sin control alguno. Bajar así es sacar todas las papeletas para que nos espere una caída segura. Emular a Minamoto era para mí tarea casi imposible. Sin embargo, en lo de bajar pinos de espaldas con la cola para abajo me convertí en un auténtico campeón entre los de mi especie.
Pero no puedo acabar este somero recorrido por mis actividades favoritas sin mencionar el que es mi deporte predilecto: dar vueltas alrededor de la valla. El jardín del maestro formaba un rectángulo cerrado por sus cuatro lados por una valla hecha de cañas de bambú. La parte paralela a la galería exterior de la casa medía unos quince metros. Los otros dos lados tendrían unos siete metros cada uno. El ejercicio consistía en caminar en equilibrio sobre el perímetro de la valla sin caerme. Fracasar no era extraño, y lograr completar la vuelta sin darme un trompazo era un motivo de verdadera satisfacción. Era un considerable ejercicio de malabarismo. Menos mal que los palos transversales colocados para sujetar el bambú ofrecían, de tanto en tanto, un lugar de descanso.
Recuerdo especialmente un día en que estuve muy inspirado. En apenas unas horas, desde la mañana al mediodía, logré completar tres vueltas. Con cada vuelta que daba, más perfeccionaba mi arte. Entonces me sentí con ganas de intentarlo una vez más, y me lancé a dar una cuarta vuelta. Estaba a punto de completarla, cuando tres cuervos, que hasta entonces me habían estado observando desde el tejado del vecino, se acercaron volando y se posaron en la valla, justo delante de mí. Eran unos pajarracos de lo más guarros, unos insolentes, y desde el primer momento supe que su único objetivo era el de intentar que abortara mi misión. Eran, además, unos pájaros vagabundos. Cualquiera sabía de dónde procedían. Aquello, coincidirán conmigo, era algo totalmente intolerable. Lancé un par de maullidos de advertencia para invitarles a que depusieran su actitud y se largasen de mi casa. Aquello era una propiedad privada. Uno de ellos me desafío con la mirada y me lanzó un graznido de lo más amenazador. El otro, mientras, oteaba el territorio del jardín del maestro, y un tercero se entretenía en limpiarse el pico con el palo que sujetaba la valla, como si acabara de salir de un gran banquete. Tres minutos les di para atender a mi exigencia.
La gente suele decir de los cuervos que son testarudos. Pues bien, aquellos tres eran los primeros de la clase. Pensé que un maullido amenazante, sin mediar siquiera un saludo, sería suficiente para amedrentarles, pero al ver que no reaccionaban, me vi obligado a avanzar posiciones. El más próximo, al verme, extendió sus alas, así que pensé que había comenzado la retirada. Pero se trataba de una falsa alarma. Lo único que hizo fue cambiar sutilmente de posición. Si el desafío me hubiera cogido en tierra, no habría perdido ni un minuto en lanzarme el ataque, pero mis fuerzas habían mermado considerablemente por el ejercicio, y además no me encontraba en situación de emprender una acción tan arriesgada como aquélla en esas condiciones. Tampoco consideraba aceptable tener que esperar sin más a que los pajarracos se cansaran y se marchasen. Mis renqueantes patas no aguantarían tanto, sin duda, mientras que las suyas sí lo harían. Tras mis evoluciones circenses, que me habían dejado al límite de mis fuerzas, yo no estaba para mucha más gimnasia. Incluso sin obstáculos, me resultaba difícil mantenerme en pie, y más aún con esos tres córvidos frente a mí cortándome el paso. Renuncié a la acrobacia y decidí lanzarme al suelo, pero incluso la retirada tenía sus complicaciones. Estaba indeciso sobre lo que hacer: no sabía si bajar a tierra o si seguir sobre las cañas de bambú, esperando a que los cuervos se fuesen. El enemigo era fuerte, temible. Además, su verdadero poder era totalmente desconocido en el vecindario. Sus picos eran puntiagudos y afilados como lanzas. Parecían mensajeros de Tengu,
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el duende narigudo de las montañas. En cualquier caso, su poderío y su enorme maldad eran evidentes. Lo más seguro y razonable era emprender la retirada. Reflexioné a fin de encontrar la forma más segura de evitar, además, una caída deshonrosa.
El cuervo más próximo a mí se giró y graznó: «ajó». Le siguió el segundo: «ajó»; y luego el tercero, algo más suave: «ajó, ajó». Me tengo por un gato bastante tolerante, pero no podía dejar pasar esa ofensa. Ser ofendido en mi propia casa por unos grajos hipertrofiados superaba todo lo admisible. Si no reaccionaba, mi nombre y mi reputación quedarían mancillados. Mejor dicho, mi nombre en realidad no resultaría afectado, pues aún no tenía, pero otra cosa era mi sacrosanto honor felino. Siempre había escuchado hablar de enormes bandadas de cuervos camorristas que sembraban el terror allá donde iban, por lo que sólo tres no me parecieron un enemigo demasiado numeroso. Pensé en la famosa máxima: «Adelante, siempre adelante. Hacia atrás ni para coger impulso», y avancé con sigilo. Y, mientras, los cuervos como si nada. Se me estaba acabando la paciencia. Lástima que el bambú no tuviera unos centímetros más de espesor. En ese caso, con una plataforma sólida, les habría presentado batalla sin dudarlo. En las actuales circunstancias, no obstante, todo lo que podía hacer era aproximarme a ellos sigilosamente. Finalmente abandoné la línea de vanguardia y me encontré a un palmo de sus posiciones. Estaba a punto de lanzar el ataque definitivo cuando, de pronto, alzaron el vuelo con aleteos sonoros que provocaron un remolino considerable de aire dirigido hacia mi cara. La tempestad me confundió, tropecé y caí al suelo, desarbolado. Rendición. Miré hacia arriba y los tres descarados plumíferos habían vuelto a posarse sobre la valla. Me miraban fijamente, apuntándome con sus picos, prestos al ataque. Verdaderamente, eran unos bichos de lo más impertinentes. Les taladré con la mirada, pero nada. Al igual que los hombres corrientes son incapaces de comprender la poesía simbolista, aquellos mamertos no reaccionaban al fuego que brotaba de mis ojos.
Al fin y al cabo, yo tenía toda la culpa. Mi error consistía en que les trataba como un gato, y desde una perspectiva estrictamente gatuna. Si hubieran sido felinos, su reacción habría sido similar a la mía. Pero eran cuervos, criaturas indignas y poco merecedoras de confianza. Su reacción era totalmente lógica, si lo pensaba. Insistir en mi actitud era tan absurdo e inútil como intentar que un hombre de negocios le cayese bien al maestro Kushami, o como pretender que el monje Saigyo aceptase el gato de plata que el general Yoritomo Minamoto le había regalado. Tan pronto como el militar salió del templo, se lo regaló a un niño que pasaba por allí. Tan fútil como pretender que los córvidos se largasen al parque Ueno a blanquear con sus defecaciones la estatua de bronce del mariscal Takamori Saigo.
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Yo solía saber discernir con claridad la oportunidad o no de insistir en algo, y ésta no era una de esas ocasiones. Corrí sin perder más tiempo hasta la galería de la casa.
Mientras tanto, ya se había hecho tarde y era hora de cenar. El día llegaba a su fin. El deporte es una actividad de lo más saludable, pero tampoco conviene abusar. Estaba exhausto, y tenía muchas ganas de descansar. Mi pelo brillaba de sudor. Estaba asfixiado de calor y sólo quería refrescarme, pero era imposible. Lo único que lograba era que el sudor se me pegase al pelo como si fuera aceite. La incomodidad era especialmente grave en la zona de la espalda. Nada comparable, desde luego, con el picor producido por las pulgas, pero éste estaba localizado en una zona fuera del alcance de boca y uñas, y eso lo hacía especialmente insoportable.
En casos así la mejor opción era recurrir a los humanos para que me rascaran allí donde yo no alcanzaba y, en caso de que no hubiera nadie a mano, pues buscaba un pino donde restregarme a gusto. Si cualquiera de las dos opciones fallaba, el asunto se ponía feo, y la perspectiva de pasar un mal rato y no pegar ojo me atormentaba horriblemente. Cuando decía «miau» (por cierto, eso de «miau» es sólo algo que dicen los humanos, nosotros preferimos maullar, sencillamente) y me ponía sobre las rodillas de alguien, normalmente esa persona no tenía la inteligencia suficiente para saber lo que quería, e interpretaba erróneamente mi gemido como si fuera una señal de cariño. En lugar de rascar, se limitaban a tratarme con mimo y a atusarme la cabeza. Por desgracia, desde el verano sufría una invasión capilar de esos diminutos parásitos, las pulgas, dotados de una increíble capacidad reproductora. Así que, desde entonces, nadie se me acercaba demasiado. Como mucho, me cogían del pescuezo y me lanzaban por ahí, lo más lejos posible de ellos. Me rechazaban por culpa de esos diminutos bichos que, encima, apenas se veían. Cada vez tenía más claro que los sentimientos humanos se caracterizan por lo variables que son. Cómo cambia la actitud de un humano hacia ti sólo porque te acompañen apenas unas mil o dos mil pulgas de nada. Entre los humanos hay un dicho: «Amarás a tu prójimo mientras puedas sacar provecho de él». Una vez me rechazaron por culpa de las pulgas, empezaron a ser bastante esquivos conmigo, por lo que no había forma de que me aliviaran del insoportable picor. El único remedio era echar mano de la segunda solución, esto es, rascarme compulsivamente contra la corteza de un pino.