¿Por qué lo odiaba tanto? Domínguez no lo sabía.
Pero volvamos a la modelo. Todavía ahora me estremece recordar aquella fugaz relación con la ciega, pues nunca estuve más cerca del abismo que en ese momento. ¡Cuánta reserva de imprevisión y de estupidez había aún en mi espíritu! Pensar que yo me consideraba como un lince, que creía no dar un paso sin examinar previamente el terreno, que me consideraba un razonador potente y casi infalible. Pobre de mí.
No me fue difícil entrar en relaciones con la ciega. (Como quien dijera, pedazo de idiota, “no me fue difícil lograr que me estafaran”.) La encontré en el taller de Domínguez, salimos juntos, conversamos del tiempo, de la Argentina, de Domínguez. Ella ignoraba, claro, que yo los había presenciado desde el observatorio, el día anterior. Me dijo:
—Es un gran tipo. Lo quiero como a un hermano.
Lo que me probó dos cosas: primera, que ignoraba mi presencia en el observatorio; y segunda, que era una mentirosa. Conclusión ésta que me alertaba sobre sus futuras confesiones: todo debía ser examinado y expurgado. Había de pasar un tiempo, corto en dimensión pero considerable en cuanto a calidad, para comprender a sospechar que la primera conclusión era dudosa. ¿Por intuición de ella, por ese sexto sentido que les permite adivinar la presencia de alguien? ¿Por complicidad con Domínguez? Ya lo diré. Déjenme seguir ahora con la historia de los hechos.
Soy tan despiadado conmigo mismo como con el resto de la humanidad. Todavía hoy me pregunto si únicamente mi obsesión por la Secta me llevó a aquella aventura con Louise. Me pregunto por ejemplo, si hubiera llegado a acostarme con una ciega horrible. ¡Eso habría sido auténtico espíritu científico! Como el de esos astrónomos que, tiritando de frío bajo las cúpulas, pasan largas noches de invierno tomando nota de las posiciones estelares, acostados sobre camillas de madera. Ya que se dormirían si fuesen confortables, y el objeto que ellos persiguen no es el sueño sino la verdad. Mientras que yo, imperfecto y lúbrico, me dejé arrastrar a situaciones donde el peligro me acechaba a cada instante, desatendiendo los grandes y trascendentes objetivos que durante años tenía señalados. Me es imposible, sin embargo, discernir lo que entonces hubo de genuino espíritu de investigación y de complacencia morbosa. Porque también me digo que aquella complacencia era igualmente útil para ahondar en el misterio de la Secta. Ya que si ella domina el mundo mediante las fuerzas de las tinieblas, ¿qué mejor que hundirse en las atrocidades de la carne y del espíritu para estudiar los límites, los contornos, los alcances de esas fuerzas? No estoy diciendo algo de lo que en este momento esté absolutamente seguro, estoy reflexionando conmigo mismo y tratando de saber, sin complacencia para mis debilidades, hasta qué punto en aquellos días cedí a esas debilidades, y hasta qué punto tuve la intrepidez y el coraje de acercarme y hasta hundirme en la fosa de la verdad.
No vale la pena que dé detalles del asqueroso comercio que tuve con la ciega, ya que no agregarán nada importante al Informe que quiero dejar a los futuros investigadores. Informe que deseo tenga con ese
género
de descripciones la misma relación que una geografía sociológica del África Central con la descripción de un acto de canibalismo. Sólo diré que en el caso de vivir cinco mil años, me sería imposible olvidar hasta mi muerte aquellas siestas de verano; con aquella hembra anónima, múltiple como un pulpo, lenta y minuciosa como una babosa, flexible y perversa como una gran víbora, eléctrica y delirante como una gata nocturna. Mientras el otro en su silla de paralítico, impotente y patético, agitaba aquellos dos dedos de la mano derecha y con su lengua de trapo farfullaba vaya a saber qué blasfemias, qué turbias (e inútiles) amenazas. Hasta que aquel vampiro, después de chupar toda mi sangre, me abandonaba convertido en un molusco asqueroso y amorfo.
Dejemos, pues, ese aspecto de la cuestión y examinemos los hechos que interesan para el Informe, los atisbos que pude echar al universo prohibido.
Mi primera tarea era, evidentemente, averiguar la naturaleza y la profundidad del aborrecimiento de la ciega por su marido, ya que esa grieta, como dije, era una de las posibilidades que yo siempre había buscado. De más está aclarar que esa indagación no la realicé preguntándole directamente a Louise, ya que semejante interrogatorio habría suscitado la atención y la sospecha; fue el producto de largas conversaciones sobre la vida en general, y el análisis posterior, en el silencio de mi cuarto, de sus respuestas, de sus comentarios y de sus silencios o reticencias. De ese modo inferí, con bases que
juzgué
sólidas, que el individuo aquel era realmente su marido y que el encono era tan profundo como verdaderamente lo manifestaba aquella perversa idea de cohabitar en su presencia.
Y he dicho “como verdaderamente lo manifestaba” porque, por supuesto, la primera sospecha que me asaltó fue la de una comedia para atraparme, según el esquema:
a
) odio al marido
b
) odio a los ciegos en general
c
) ¡apertura de mi corazón!
Mi experiencia me prevenía contra una trampa tan ingeniosa, y la única forma de asegurarse era investigando la autenticidad de aquel resentimiento. El elemento que consideré más convincente fue su tipo de ceguera: el hombre había perdido la vista de grande, mientras que Louise era ciega de nacimiento; y ya expliqué que hay una implacable execración de los ciegos por los recién venidos.
La historia había sido así: se conocieron en la Biblioteca para Ciegos, se enamoraron, se fueron a vivir juntos; luego empezó una serie de discusiones por los celos de él que culminaron en insultos y peleas.
Según Louise, esos celos eran infundados, pues ella estaba enamorada de Gastón: hombre muy buen mozo y capaz. Pero los celos de él llegaron a ser tan descabellados que un día decidió vengarse atando a la ciega a la cama, trayendo una mujer y haciendo el amor en su presencia. Louise, en medio del tormento, juró vengarse y unos días después, en el momento en que salían juntos de la pieza (vivían en un cuarto piso, y ya se sabe que en esos hoteluchos de París el ascensor sólo se usa para subir), al enfrentar la escalera, ella lo empujó. Gastón cayó a tumbos hasta el piso inferior, y como consecuencia de aquella caída quedó paralítico. Cuando se recuperó, lo único que conservaba intacto era su extraordinario sentido del oído.
Incomunicado hacia fuera, no pudiendo hablar ni escribir, nadie jamás pudo enterarse de la verdad y todos creyeron a Louise la versión de la caída, tan posible en un ciego. Devorado por la impotencia de transmitir la verdad y por la tortura de aquellas escenas que Louise ejecutaba como venganza, Gastón parecía emparedado dentro de un caparazón rígido, mientras un ejército de hormigas carniceras devoraban sus carnes vivas cada vez que la ciega aullaba en la cama con sus amantes.
Confirmada la autenticidad del odio, quise averiguar algo más sobre Gastón, pues una noche, mientras meditaba sobre los hechos del día, me asaltó de pronto una sospecha; ¿y si aquel hombre, antes de enceguecer, había sido uno de los individuos que desde hace miles de años, anónimos y audaces, lúcidos e implacables, intentan penetrar en el mundo prohibido? ¿No era posible que enceguecido por la Secta, como primer paso del castigo, fuese entregado luego a la atroz y perpetua venganza de aquella ciega, luego de haberlo hecho enamorar?
Me imaginé, por un instante, emparedado vivo en aquel caparazón, mi inteligencia intacta, mis deseos acaso exacerbados, mis oídos refinadísimos, oyendo a la mujer que en un tiempo me enloqueció, gemir y aullar con sus sucesivos amantes. Sólo esa gente podía inventar una tortura semejante.
Me levanté, agitado. Esa noche ya no pude dormir, y durante horas di vueltas en mi habitación, fumando y pensando. Era preciso indagar de algún modo esa posibilidad. Pero esa investigación era la más peligrosa que hubiera emprendido con respecto a la Secta. ¡Se trataba de ver hasta qué punto aquel mártir era mi propia figuración!
Cuando amaneció, mi
cabeza
daba vueltas. Me bañé para dar un poco más de nitidez a mis imaginaciones. Me dije, más tranquilo: si aquel individuo estaba siendo castigado por la Secta, ¿con qué motivo la ciega me había dado aquella información que podía despertar en mí, precisamente, ese género de sospechas? ¿Por qué me había explicado que ella lo
castigaba
? Podía y debía haber ocultado ese hecho, de querer hacerme caer en una trampa. Yo, por mi lado, nunca podría averiguarlo sin su ayuda, pues sólo gracias a su información yo sabía que aquel individuo oía y sufría. Más, todavía: si el propósito de la Secta era cazarme en la trampa de la ciega, ¿qué necesidad había de mostrarme al ciego en aquella situación equívoca y en todo caso sospechosa para mí? Por lo demás, pensé, también Domínguez se acostaba con aquella mujer en las mismas condiciones, y eso lo revelaba como algo ajeno a mi propia investigación. Me tranquilicé, pero decidí extremar mi cautela.
Ese mismo día puse en practica un recurso que ya tenía pensado pero que hasta ese momento no lo había utilizado: escuchar a través de la puerta. Si aquel aborrecimiento era auténtico, era probable que en momentos de soledad ella le gritase también insultos.
Subí hasta el quinto piso con el ascensor y luego bajé con cuidado hasta el cuarto, dejando pasar cinco minutos en cada escalón. Así logré acercarme a la pieza y poner mi oído contra la puerta. Oí las voces de la conversación entre Louise y un hombre. Me llamó la atención porque, aunque una hora más tarde, ella me esperaba. ¿Sería
capaz
de tener otro hombre hasta casi el momento mismo de mi llegada? Quedaba el recurso de esperar.
Caminé suavemente por el pasillo y en un rincón esperé, pensando: si alguien viene o pasa por aquí, caminaré más hacia abajo y no podrá sospecharse nada. Por suerte, a aquella hora el movimiento era nulo y pude así esperar hasta la hora convenida con Louise sin que aquel individuo saliese de la pieza. Pensé entonces que cualquier otro amigo o conocido había estado conversando con la ciega a la espera de mi llegada. Sea como fuere, era la hora convenida. Así que me acerqué y golpeé. Me abrió y entré en la habitación.
¡Casi me desmayo!
En la habitación no había nadie. Fuera, claro está, de la ciega y del paralítico en su silla.
Vertiginosamente me imaginé la siniestra comedia: un ciego presuntamente paralítico y mudo, colocado por la Secta como marido de la otra canalla, para que yo cayese en la trampa del famoso odio, de la famosa grieta y de la inevitable confesión.
Salí corriendo, pues mi mente, lúcida y exacta como pocas veces, me recordaba que, astutamente, no había dado mi dirección a nadie, ni el propio Domínguez la conocía; y que, paralítico o no, la ceguera de aquel bufón tenebroso le impediría perseguirme escaleras abajo.
Atravesé como una exhalación el boulevard y entré al Jardín de Luxemburgo, y siempre corriendo salí por el otro extremo. Allí tomé un taxi y sin pérdida de tiempo pensé en ir hasta mi hotel a buscar mi valija para fugarme de París. Pero mientras pensaba a empellones, en el viaje, se me ocurrió que si bien yo no había confiado mi domicilio a nadie era muy probable (qué digo: seguro) que la Secta me hubiese seguido hasta allá, previendo precisamente cualquier fuga precipitada. ¿Qué diablos importaba mi valija? Mi pasaporte y mi dinero los llevaba siempre conmigo. Más aún: sin saber lo que podía sucederme exactamente, mi larga experiencia en aquella investigación me había hecho tomar una medida que ahora juzgaba genial: tener el pasaporte visado por dos o tres países. Porque, piénsese que apenas producido el episodio de la calle Gay Lussac, la Secta destacaría en el acto una guardia en el consulado argentino para seguir mi pista. Una vez más me poseyó, en medio de mi agitación, una notable sensación de fuerza proveniente de mi previsión y de mi talento.
Fui a los Grand Boulevards y le indiqué al chofer que me llevara a una agencia cualquiera de viajes. Saqué pasaje para el primer avión. También pensé en la vigilancia hacia el aeródromo; pero me pareció que la Secta se iba a despistar esperándome primero en el consulado.
Así salí para Roma.
¡Cuántas estupideces cometemos con aire de riguroso razonamiento! Claro, razonamos bien, razonamos magníficamente sobre las premisas A, B y C. Sólo que no habíamos tenido en cuenta la premisa D. Y la E, y la F. Y todo el abecedario latino más el ruso. Mecanismo en virtud del cual esos astutos inquisidores del psicoanálisis se quedan muy tranquilos después de haber sacado conclusiones correctísimas de bases esqueléticas.
¡Cuántas amargas reflexiones me hice en aquel viaje a Roma! Traté de ordenar mis ideas, mis teorías, los hechos que había vivido. Ya que sólo es posible acertar con el porvenir si tratamos de descubrir las leyes del pasado.
¡Cuántas fallas en ese pasado! ¡Cuántas inadvertencias! ¡Cuántas ingenuidades, todavía! En aquel momento advertí el papel equívoco de Domínguez, recordando lo de Víctor Brauner. Ahora, años después, confirmo mi hipótesis: Domínguez empujado al manicomio y al suicidio.
Sí, en el viaje recordé el extraño suceso de Víctor Brauner y también recordé que al encontrarme con Domínguez le pregunté por todos: por Bretón, por Péret, por Esteban Francés, por Malta, por Marcelle Ferry. Menos por Víctor Brauner. ¡Significativo “olvido”!
Relato, por si no lo conocen, el episodio. Este pintor tenía la obsesión de la ceguera y en varios cuadros pintó retratos de hombres con un ojo pinchado o saltado. E incluso un autorretrato en que uno de sus ojos aparecía vaciado. Ahora bien: un poco antes de la guerra, en una orgía en el taller de uno de los pintores del grupo surrealista, Domínguez, borracho, arroja un vaso contra alguien; éste se aparta y el vaso arranca un ojo de Víctor Brauner.
Vean ustedes ahora si se puede hablar de casualidad, si la casualidad tiene el menor sentido entre los seres humanos. Los hombres, por el contrario, se mueven como sonámbulos hacia fines que muchas veces intuyen oscuramente, pero a los que son atraídos como la mariposa hacia la llama. Así Brauner fue hacia el vaso de Domínguez y su ceguera; y así yo fui hacia Domínguez en 1953, sin saber que nuevamente iba en demanda de mi destino. De todas las personas que yo hubiera podido ver en aquel verano de 1953, sólo se me ocurrió acudir al hombre que en cierto modo estaba al servicio de la Secta. Lo demás es obvio: el cuadro que llamó mi atención y mi miedo, la ciega modelo (modelo para esa única ocasión), la farsa de aquella cohabitación con Domínguez, mi estúpida vigilancia desde el observatorio, mi contacto con la ciega, la comedia del paralítico, etcétera.