Sobre héroes y tumbas (32 page)

Read Sobre héroes y tumbas Online

Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
7.04Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Y qué puede importar esa pavada?

—Me importa más de lo que te podes imaginar.

—¿Por qué?

—Porque me pareció que vos te arrepentías de haber dicho esa palabra, ese nombre, ¿no fue así?

—Supongamos que haya sido así; ¿qué derecho tenés a hacerme preguntas?

—Ningún derecho, ya lo sé. Pero por lo que más quieras, decime quién es Fernando: ¿es un hermano tuyo?

—Yo no tengo hermanos ni hermanas.

—Es un primo tuyo, entonces.

—¿Por qué tendría que ser primo?

—Dijiste que de toda la familia sólo vos y Fernando no eran unitarios. Así que pienso que si no es tu hermano puede ser un primo, ¿no es así? ¿No es primo tuyo? Alejandra dejó por fin los brazos de Martín, que había mantenido apretados con sus manos, y se quedó callada y deprimida.

Encendió un cigarrillo y después de un rato dijo:

—Martín: si querés que mantenga un recuerdo amistoso, no me hagas preguntas.

—Es una sola pregunta que te hago.

—¿Pero por qué?

—Porque para mí es muy importante.

—¿Por qué es importante?

—Porque he llegado a la conclusión de que vos querés a esa persona.

Alejandra volvió a ponerse dura y sus ojos volvieron a tener el brillo relampagueante de sus peores momentos.

—¿Y en qué te basas?

—Es una intuición.

—Pues te equivocas de medio a medio. No lo quiero a Fernando.

—Bueno, quizá no me expresé bien. Quise decir que lo amás, que estás enamorada de él. Puede que no lo quieras, pero estás enamorada de él.

Dijo estas últimas palabras con voz quebrada.

Alejandra lo tomó de los brazos con sus manos duras y fuertes (¡como las de él, pensó con espantoso dolor Martín, como las de él!) y sacudiéndolo le dijo con voz rencorosa y violenta:

—¡Vos me has seguido!

—¡Sí —gritó—, te seguí hasta aquel bar de la calle Reconquista y te vi con un hombre que se
parece
a vos y del que vos estás enamorada!

—¡Y cómo sabes que ese hombre es Fernando!

—Porque se parece a vos… y porque Fernando dijiste que era de tu familia y porque me pareció que entre vos y Fernando había algo secreto, porque era como si vos y él formaran algo aparte, separado de todos los demás, y porque te arrepentiste de haber dicho su nombre y por la forma de tomarle la mano.

Alejandra lo sacudió, como golpeándolo, él se dejaba hacer, como un cuerpo flácido e inerte. Y luego ella lo soltó y puso sus dos manos ávidas sobre el rostro, como queriéndose arañar, también pareció como que sollozaba, a su manera, secamente. Y entre sus manos entreabiertas, él oyó que gritaba:

—¡Imbécil, imbécil! ¡Ese hombre es mi padre!

Y luego se fue corriendo.

Martín se quedó petrificado, sin atinar a hacer ni a decir nada.

XXV

Como si un gran golpe de timbal hubiera inaugurado las tinieblas, desde aquellas terribles palabras de Alejandra, Martín se sintió como en un inmenso sueño negro, pesado como si durmiera en el fondo de un océano de plomo líquido. Durante muchos días ambuló por las calles de Buenos Aires, a la deriva, pensando que aquel ser portentoso había llegado desde lo desconocido y ahora había vuelto a lo desconocido.
El hogar
, se decía de pronto,
el hogar
. Palabras sueltas y al parecer sin sentido, pero que acaso se referían al hombre que en medio de la tormenta, cuando los relámpagos y truenos arrecian en las tinieblas, se refugia en su cálida, en su familiar, en su tierna cueva. Hogar, fuego, luminoso y tierno refugio. Razón por la cual (decía Bruno) la soledad era mayor en el extranjero, porque la patria era también como el hogar, como el fuego y la infancia, como el refugio materno; y estar en el extranjero era tan triste como habitar en un hotel anónimo e indiferente; sin recuerdos, sin árboles familiares, sin infancia, sin fantasmas; porque la patria era la infancia y por eso quizá era mejor llamarla matria, algo que ampara y calienta en los momentos de soledad y de frío. Pero él, Martín, ¿cuándo había tenido madre? Y además esta patria parecía tan inhóspita, tan áspera y sin amparo. Porque (como también decía Bruno, pero ahora él no lo recordaba sino que más bien lo sentía físicamente, como si estuviera a la intemperie en medio de un furioso temporal) nuestra desgracia era que no habíamos terminado de levantar una nación cuando el mundo que le había dado origen comenzó a crujir y luego a derrumbarse, de manera que acá no teníamos ni siquiera ese simulacro de la eternidad que en Europa son las piedras milenarias o en Méjico, o en Cuzco. Porque acá (decía) no somos ni Europa ni América, sino una región fracturada, un inestable, trágico, turbio lugar de fractura y desgarramiento. De modo que aquí todo resultaba más transitorio y frágil, no había nada sólido a qué aferrarse, el hombre parecía más mortal y su condición más efímera. Y él (Martín), que quería algo fuerte y absoluto a que agarrarse en medio de la catástrofe y una cueva cálida donde refugiarse, no tenía ni casa ni patria. O, lo que era peor, tenía un hogar construido sobre estiércol y frustración, y una patria temblequeante y enigmática. Así que se sentía
solo, solo, solo
: únicas palabras que claramente sintió y pensó, pero que, sin duda, expresaban todo aquello. Y como un náufrago en la noche se había precipitado sobre Alejandra. Pero había sido como buscar refugio en una caverna de cuyo fondo de pronto habían irrumpido fieras devoradoras.

XXVI

Y de pronto, uno de aquellos días sin sentido, se sintió arrastrado por gentes que corrían, mientras arriba rugían aviones a reacción y la gente gritaba
Plaza Mayo
, entre camiones cargados con obreros que locamente corrían hacia allí, entre gritos confusos y la imagen vertiginosa de los aviones rasantes sobre los rascacielos. Y después el estruendo de la bombas, el tableteo de las ametralladoras y de los cañones antiaéreos. Y siempre la gente corriendo, entrando a empellones en los edificios, pero volviendo a salir, no bien los aviones habían pasado, con curiosidad, con nerviosa conversación, hasta que volvían los aviones y nuevamente corrían hacia dentro. Mientras otras personas, resguardadas apenas contra las paredes (como si se tratara de una simple lluvia) miraban hacia arriba, o señalaban con sus brazos extendidos en direcciones indeterminadas, perplejos o curiosos.

Y luego llegó la noche. Y la llovizna comenzó a caer silenciosamente sobre una ciudad sobrecogida y minada por rumores.

XXVII

La soledad era lúgubre y en la noche los incendios echaban un resplandor siniestro sobre el cielo plomizo.

Se oía el bombo como en un carnaval de locos.

Ahora estaba frente a la Iglesia, arrastrado por gente enloquecida y confusa. Algunos llevaban revólveres y pistolas. “Son de la Alianza”, dijo alguien. Pronto ardió la nafta que habían echado sobre las puertas. Entraron en tumulto, gritando. Arrastraron bancos contra las puertas y la hoguera creció. Otros llevaban reclinatorios, imágenes y bancos a la calle. La llovizna caía indiferente y frígida. Echaron nafta y la madera ardió furiosamente, en medio de las heladas ráfagas. Gritaron, sonaron tiros por ahí, algunos corrían, otros se refugiaban en los zaguanes de enfrente, contra las paredes, fascinados por el fuego y el pánico. Alguien alzó en sus brazos una imagen de la Virgen e iba a arrojarla entre las llamas. Otro, que estaba al lado de Martín, un muchacho obrero aindiado, gritó: “¡dámela! ¡no la quemes!”

—¿Qué? —dijo el otro con la imagen en alto, mirándolo con furia.

—No la quemes, me hago unos pesos —dice el muchacho.

El otro bajó la imagen y meneando la
cabeza
se la dio. Luego arrojó bancos y cuadros.

El muchacho tenía ahora la Virgen en el suelo, a sus pies. Buscó ayuda. Vio a un agente de policía que miraba el espectáculo, le pidió que lo ayudase a sacar la imagen de la iglesia.

—No te metas en líos, pibe —le recomendó el policía.

Martín se acercó.

—Yo te ayudo —le dijo.

—Bueno, agarra de los pies —dijo el muchacho obrero.

Salieron. Afuera seguía lloviendo, pero el incendio crecía en la calle y todo crepitaba por la nafta y el agua. Una mujer rubia y alta, con el pelo suelto y desgreñado, con un hachón de bronce que manejaba a manera de bastón, arrastraba una bolsa que llenaba con imágenes y objetos del culto.

—¡Canallas! —decía.

—Callate, loca —gritaban.

—¡Canallas! —decía—, irán todos al infierno.

Avanzaba con su gran bolsa y el hachón, con el que se defendía. Un muchacho le tocó obscenamente el cuerpo, otro le gritaba porquerías, pero ella avanzaba defendiéndose con el hachón y repitiendo “canallas”.

—¡Andá, chupacirios! —le gritaron.

Pero ella avanzaba y repetía “canallas”, con voz ronca y seca, casi ensimismada,
pétrea
y fanática.

—Es una loca, dejelán —gritaban.

Una mujer aindiada, con un gran palo vigilaba y atizaba el fuego, como en un gigantesco asado.

—Es una loca, dejelán que se vaya —decían.

La mujer rubia avanzaba con la bolsa, abriéndose paso entre la muchachada que le gritaba porquerías, le tiraba tizones encendidos y se reía, tratando de manosearla.

Ahora se levantaban grandes llamaradas de la curia: ardían los papeles, los registros. Un hombre de chambergo, morocho, reía histéricamente y tiraba piedras, cascotes, pedazos de pavimento.

La rubia desapareció de la parte iluminada.

Una alegre música de carnaval volvió a escucharse: los muchachos de la murga habían dado vuelta a la manzana:

La murga de Chanta Cuatro lo viene a visitar…

A la luz de las llamaradas las contorsiones parecían más fantásticas. Los copones servían de platillos: disfrutados con casullas, enarbolaron cálices y cruces, marcaban el compás con hachones dorados. Alguien tocaba un bombo. Luego cantaron:

A nuestro director le gusta el disimulo…

Y luego el bombo, rítmicamente, y las contorsiones en medio de las llamaradas, siempre marcando el compás con los hachones dorados.

Se volvieron a oír tiros y hubo corridas. No se sabía de dónde venían, quiénes eran. Hubo pánico. Se oyó decir: “Es la Alianza”. Otros tranquilizaban, pasaban palabras de orden. Otros corrían o gritaban “ahora vienen” o “calma, muchachos”.

En el centro de la calle crecía la hoguera. Un grupo de muchachos y mujeres arrojaban un confesionario. Traían todavía imágenes y cuadros.

Un hombre arrastraba un Cristo y una mujer que acababa de aparecer, feroz y decidida, gritó:

—Démelo.

—¿Qué? —dice el hombre mirándola con desprecio.

Alguien dijo: “es de la Fundación”.

—¿Quién, quién? —preguntaban.

La murga cantaba:

A la chica de Gómale le gustan la banana…

La mujer siguió al hombre y tomó al Cristo de los pies para que no se arrastrara.

—Déjelo —gritó el hombre.

—Démelo —gritó la mujer.

Y por un instante el Cristo permaneció en el aire, entre los dos que forcejeaban.

—Venga, señora —dijo el muchacho que sacó a la Virgen de la Iglesia.

—¿Qué? —dijo la mujer, sin largar los pies del Cristo.

—Que venga, que deje eso.

—¿Qué? —dijo la mujer, enloquecida.

—Tome esta imagen —le dijo.

La mujer pareció vacilar, sin dejar el Cristo, que se bamboleaba.

—Pero venga, señora —dijo el muchacho.

Ella parecía vacilar, pero el hombre le dio un gran tirón al Cristo y se lo arrancó de las manos. La mujer, como idiotizada, lo miró alejarse y volvió luego su mirada a la Virgen que estaba en el suelo al lado del muchacho.

—Venga, señora —dijo el muchacho.

La mujer se acercó.

—Es la Virgen de los Desamparados —dijo el muchacho.

La mujer lo miró sin entender, parecía no entender: era un cabecita negra. Tal vez pensaba que querían hacerle algo.

—Sí, señora —dijo Martín—, la sacamos de la Iglesia, este muchacho la salvó del fuego.

Ella miró al cabecita negra. La murga ahora se iba:

La murga del Chanta Cuatro
se
vamo a retirar…

La mujer se acercó.

—Bueno —dijo—, la vamos a llevar a casa.

El muchacho y Martín se inclinaron para levantar la Virgen.

—No, esperen —dijo ella.

Se desabrochó el tapado, se lo quitó y cubrió la imagen. Luego quiso ayudar.

—Deje —dijo el muchacho—, nosotros bastamos. Diga adonde vamos.

Caminaron. La mujer adelante, un hombre los seguía. La lluvia aumentaba ahora y el muchacho sentía que la corona estrellada se le estaba clavando en la cara. Ya no sabía nada: todo era confuso.

—Un herido —dijeron—; dejen paso.

Les abrieron paso.

Caminaron por Santa Fe hacia Callao. El resplandor rojizo iba siendo cada vez menor y poco a poco predominaba la noche hosca, solitaria y helada. La lluvia caía silenciosamente y a lo lejos se oían gritos aislados, algún disparo, silbatos.

Llegaron, subieron por un ascensor hasta el séptimo piso, entraron en un departamento lujoso y Martín vio que el muchacho obrero estaba confuso: miraba con timidez y vergüenza a la mucama, no sabía cómo moverse entre los muebles y los objetos de arte.

Pusieron de pie la imagen en un rincón y sin advertirlo, quizá, el muchacho puso su cabeza cansada y confusa sobre la Virgen, como si descansara en silencio. De pronto advirtió que le estaban hablando.

—Vamos —le dijo la mujer—, hay que volver.

—Sí —dijo el muchacho, mecánicamente.

Miró en derredor, como buscando algo.

—¿Qué? —dijo la mujer.

—Querría —dijo el muchacho.

—¿Qué, qué es lo que querés, muchacho? —dijo la mujer.

—Un vaso de agua, eso es lo que quería.

Le trajeron agua y el muchacho bebió como si estuviera calcinado.

—Bueno, ahora vamos —dijo la mujer.

La lluvia había disminuido, la murga debía estar en otros incendios, pero el fuego allí proseguía, ahora en silencio: los hombres y las mujeres se habían convertido en silenciosos y fascinados espectadores, desde la vereda de enfrente.

Uno tenía unas casullas bajo el brazo.

—¿Quiere darme esas casullas? —dijo la mujer.

—¿Qué? —dijo el hombre.

—Las casullas. Si me las quiere dar —dijo la mujer.

El hombre no respondió: miró el incendio.

—Las casullas —repitió la mujer con calma, una calma de sonámbulo—. Quiero guardarlas, para la iglesia, cuando la reconstruyan.

Other books

Plain Trouble by Y'Barbo, Kathleen
Seven Days Dead by John Farrow
Ghostlight by Sonia Gensler
Burning by Carrillo, K.D.
Subjection by Cameron, Alicia
After Midnight by Richard Laymon
Forgiven by Janet Fox
To My Ex-Husband by Susan Dundon
The Ninth Wave by Eugene Burdick
The Anubis Gates by Tim Powers