He aquí, por ejemplo, uno de los hechos desagradables que como muestra de mi sinceridad voy a confesar: no tengo ni nunca he tenido amigos. He sentido pasiones, naturalmente; pero jamás he sentido afecto por nadie, ni creo que nadie lo haya sentido por mí.
He mantenido relaciones, sin embargo, con mucha gente. He tenido “conocidos”, como se acostumbra decir con esa palabra tan equívoca.
Y uno de esos conocidos, uno de importancia para lo que sigue, fue un español enjuto y taciturno llamado Celestino Iglesias.
Lo vi por primera vez en 1929, en un centro anarquista de Avellaneda llamado Amanecer; el mismo centro donde conocí, por la misma época, a Severino Di Giovanni, un año antes de su fusilamiento. Yo frecuentaba los locales ácratas porque ya tenía el vago propósito de organizar, como efectivamente organicé más tarde, una banda de asaltantes; y aunque no todos los anarquistas eran pistoleros, se encontraba entre ellos a todo género de aventureros, nihilistas y, en fin, ese tipo de enemigo de la sociedad que siempre me atrajo. Uno de esos individuos se llamaba Osvaldo R. Podestá que participó en el asalto al Banco de San Martín y que durante la guerra española fue ametrallado por los mismos rojos, cerca del puerto de Tarragona, cuando se disponía a huir de España con un lanchón cargado de dinero y de joyas.
Conocí a Iglesias por intermedio de Podestá: como si un lobo me presentase un cordero. Pues Iglesias era uno de esos anarquistas bondadosos, incapaz de matar una mosca: era pacifista, era vegetariano (por su repugnancia a vivir de la muerte de un ser viviente) y tenía ese género de fantástica esperanza de que el mundo iba a ser alguna vez una cariñosa comunidad de libres y fraternales cooperadores. Ese Nuevo Mundo iba a hablar una sola lengua y esa lengua iba a ser el esperanto. Razón por la cual aprendió dificultosamente esa especie de aparato ortopédico, que no solamente es horrible (lo que para una lengua universal no sería lo peor) sino que no la habla prácticamente nadie (lo que para una lengua universal es ruinoso). Y de ese modo, en cartas que laboriosamente escribía sacando la lengua, se comunicaba con alguno de los quinientos sujetos que en el resto del universo pensaban como él.
Hecho curioso que es frecuente entre los anarquistas: un ser angelical como Iglesias podía, sin embargo, dedicarse a la falsificación de dinero. Lo vi por segunda vez, precisamente, en un sótano de la calle Boedo, donde Osvaldo R. Podestá tenía todos los elementos para ese tipo de operaciones y donde Iglesias realizaba tareas de confianza.
En aquel tiempo tenía unos treinta y cinco años, era enjuto y muy moreno, bajito, seco, como muchos españoles que parecen haber vivido sobre una tierra calcinada, casi sin alimentarse, resecados por el sol implacable del verano y por el frío despiadado del invierno. Era generosísimo, jamás tenía un centavo encima (todo lo que ganaba y el dinero falsificado eran para el sindicato o para las turbias actividades de Podestá), siempre albergaba en su piecita a uno de esos vividores que suelen encontrarse en el ambiente anarquista, y aunque era incapaz de matar a una mosca había pasado la mayor parte de su existencia en las cárceles de España y de la Argentina. Iglesias, un poco como Norma Pugliese, imaginaba que todos los males de la humanidad iban a resolverse con una mezcla de Ciencia y de Mutuo Conocimiento. Había que luchar contra las Fuerzas Oscuras que se oponían, desde siglos, al triunfo de la Verdad. Pero el Progreso de las Ideas era incesante y tarde o temprano el Amanecer era inevitable. Mientras tanto, había que luchar contra las fuerzas organizadas del Estado, había que denunciar la Impostura Clerical, había que mirar el Ejército y promover la Educación Popular. Se fundaban bibliotecas en que no sólo se encontraban las obras de Bakunin o Kropotkin sino las novelas de Zola y volúmenes de Spencer y Darwin, ya que hasta la teoría de la evolución les parecía subversiva, y un extraño vínculo unía la historia de los Peces y Marsupiales con el Triunfo de las Nuevas Ideas. Tampoco faltaba
la Energética
, de Ostwald, esa especie de biblia termodinámica en que Dios aparecía sustituido por un ente laico, pero también inexplicable, llamado Energía, que, como su predecesor, lo explicaba y podía todo, con la ventaja de estar relacionado con el Progreso y la Locomotora. Hombres y mujeres que se encontraban en estas bibliotecas se unían luego en libre matrimonio y engendraban hijos a los que llamaban Luz, Libertad, Nueva Era o Giordano Bruno. Hijos que la mayor parte de las veces, en virtud de ese mecanismo que lanzan los hijos contra los padres, o, en otras, simplemente, merced a la complicada y generalmente dialéctica Marcha del Tiempo, se convertían en meros burgueses, en rompehuelgas y hasta en feroces persecutores del Movimiento, como en el caso del renombrado comisario Giordano Bruno Trenti. Dejé de ver a Iglesias cuando empezó la guerra de España, pues, como muchos otros, fue a pelear bajo la bandera de la Federación Anarquista Ibérica. En 1938 se refugió en Francia, donde seguramente tuvo oportunidad de apreciar los fraternales sentimientos de los ciudadanos de ese país y las ventajas de la Vecindad y del Conocimiento sobre la Lejanía y la Ignorancia Mutua. De allá, finalmente, pudo volver a la Argentina. Y aquí lo volví a encontrar un par de años después del episodio del subterráneo que ya he relatado. Yo estaba vinculado a un grupo de falsificadores y como necesitábamos un hombre de confianza que tuviera experiencia pensé en Iglesias. Lo busqué entre las antiguas relaciones, entre los grupos anarquistas de La Plata y Avellaneda, hasta que di con él: estaba trabajando de tipógrafo en la imprenta Kraft.
Lo hallé bastante cambiado, sobre todo a causa de su renguera: le habían cortado la pierna derecha durante la guerra. Estaba más reseco y reservado que nunca.
Vaciló, pero finalmente aceptó, cuando le dije que ese dinero sería empleado para ayudar a un grupo anarquista de Suiza. No era difícil convencerlo de nada que se refiriese a la causa, por utópico que pareciese a primera vista y, sobre todo, si era utópico. Su ingenuidad era a toda prueba: ¿no había trabajado para un sinvergüenza como Podestá? Vacilé un momento con respecto a la nacionalidad de los anarquistas, pero me decidí al fin por Suiza a causa de la enorme magnitud del dislate, ya que para una persona normalmente constituida creer en anarquistas suizos es como aceptar la existencia de ratas en una caja fuerte. La primera vez que pasé por ese país tuve la sensación de que era barrido totalmente cada mañana por las amas de casa (echando, por supuesto, la tierra a Italia). Y fue tan poderosa la impresión que repensé la mitología nacional. Las anécdotas son esencialmente verdaderas porque son inventadas, porque se las inventa pieza por pieza, para ajustaría exactamente a un individuo. Algo semejante sucede con los mitos nacionales, que son fabricados a propósito para describir el alma de un país, y así se me ocurrió en aquella circunstancia que la leyenda de Guillermo Tell describía con fidelidad el alma suiza: cuando el arquero le dio con la flecha en la manzana, seguramente en el medio exacto de la manzana, se perdieron la única oportunidad histórica de tener una gran tragedia nacional. ¿Qué puede esperarse de un país semejante? Una raza de relojeros, en el mejor de los casos.
Podría pensarse en la increíble cantidad de casualidades que me llevaron a entrar, por fin, en el universo de los ciegos: si yo no hubiese estado en contacto con los anarquistas, si entre esos anarquistas no hubiese encontrado un hombre como Iglesias, si Iglesias no hubiese sido falsificador de dinero, si aun siéndolo, no hubiese sufrido aquel accidente a la vista, etc. ¿Para qué seguir? Los acontecimientos son o parecen casuales según el ángulo desde donde se observe la realidad. Desde un ángulo opuesto ¿por qué no suponer que todo lo que nos sucede obedece a causas finales? Los ciegos me obsesionaron desde chico y hasta donde mi memoria alcanza recuerdo que siempre tuve el impreciso pero pertinaz propósito de penetrar algún día en el universo en que habitan. Si no hubiese tenido a Iglesias a mano, ya habría imaginado algún otro medio, porque toda la fuerza de mi espíritu se dirigió a lograr ese objetivo. Y cuando uno se propone enérgica y sistemáticamente un fin que esté dentro de las posibilidades del mundo determinado, cuando se movilizan no sólo las fuerzas conscientes de nuestra personalidad sino las más poderosas de nuestra subconsciencia, se termina por crear un campo de fuerzas telepáticas en torno de uno que impone a otros seres nuestra voluntad, y hasta se producen episodios que en apariencia son casuales pero que en rigor están determinados por esa invisible potencia de nuestro espíritu. En varias ocasiones, después de mi fracaso con el ciego del subterráneo, pensé qué útil me resultaría una especie de individuo intermediario entre los dos reinos, alguien que, por haber perdido la vista en un accidente, participare todavía, aunque fuera durante un tiempo, de nuestro universo de videntes y simultáneamente tuviera ya un pie en el otro territorio. Y quién sabe si esa idea, cada día más obsesionante, no fue apoderándose de mi subconsciencia hasta actuar por fin, como dije, en forma de invisible pero poderoso campo magnético, determinando en alguno de los seres que entran en él lo que yo más deseaba en ese momento de mi vida: el accidente de la ceguera. Examinando las circunstancias en que Iglesias manipulaba aquellos ácidos, recuerdo que la explosión fue precedida por mi entrada en el laboratorio y por la repentina, casi por la violenta idea de que si Iglesias se acercaba al mechero de Bunsen ocurriría una explosión. ¿Hecho premonitorio? No lo sé. Quién sabe si aquel accidente no fue forzado de alguna manera por mi deseo, si aquel acontecimiento que luego pareció un típico fenómeno del indiferente universo material no fue, en cambio, un típico fenómeno del universo en que nacen y crecen nuestras más turbias obsesiones. Yo mismo no veo claro aquel episodio, porque pasaba uno de esos períodos en que vivir me costaba un gran esfuerzo, en que me sentía como el capitán de un barco en medio de una tempestad, barridos los puentes por huracanes, crujiendo el casco por el tifón, tratando de mantenerme en lucidez para que todo se mantuviera en su lugar, toda mi voluntad y mi tensión aplicadas a mantener la ruta en medio de los bandazos y de la tiniebla. Luego caía derrumbado en mi cucheta, sin voluntad y con grandes huecos en mi memoria, como si mi espíritu hubiese sido devastado por el temporal. Necesitaba días para que todo volviese un poco a la normalidad, y los seres y los episodios de mi vida real aparecían o reaparecían paulatinamente, desolados y tristes, desmantelados y grises a medida que las aguas se calmaban.
Después de esos períodos, yo volvía a la vida normal con vagas reminiscencias de mi existencia anterior. Y así, poco a poco, reapareció Iglesias en mi memoria, y me costó reconstruir los episodios que culminaron en la explosión.
Se desenvolvió un largo proceso hasta que yo pude vislumbrar los primeros resultados. Ya que, como es fácil imaginar, esa región intermedia que separa los dos mundos, está colmada de equívocos, de tanteos, de ambigüedades: dada la índole secreta y atroz del universo de ciegos, es natural que nadie pueda acceder a él sin una serie de sutiles transformaciones.
Vigilé de cerca ese proceso y no me separé de Iglesias sino lo indispensable: era mi oportunidad más segura de filtrarme en el mundo prohibido y no lo iba a malograr por errores groseros. Traté así de permanecer a su lado en la medida de lo posible, pero también de lo insospechable. Lo cuidaba, le leía algún libro de Kropotkin, le conversaba sobre el Apoyo Mutuo, pero sobre todo, observaba y esperaba. En mi pieza coloqué un enorme cartel visible desde la cabecera de mi cama, que decía:
OBSERVAR
ESPERAR
Me decía: tarde o temprano tienen que aparecer, debe haber un instante en la vida del nuevo ciego en que ELLOS deben venir en su busca. Pero ese instante (me decía también, con inquietud), ese instante podía no estar muy marcado, sino que, por el contrario, era muy probable que pareciese algo baladí y hasta cotidiano. Era necesario estar atento a los detalles más fútiles, vigilar a cualquier persona que se le acercase, por insospechable que a primera vista pareciese y sobre todo en ese caso, era menester interceptar cartas y llamados telefónicos, etc. Como se comprende, el programa era abrumador y casi laberíntico. Basta pensar en un solo detalle para tener una idea de la ansiedad que en aquellos días me consumió: otra persona de la pensión podía ser el intermediario, incluso candoroso, de la secta; y ese individuo podía ver a Iglesias en momentos en que me era imposible controlarlo, hasta esperarlo en el baño. En largas noches de cavilación en mi pieza elaboré planes tan detallados de observación que para realizarlos habría sido preciso una organización de espionaje tan grande como la que un país requiere durante una guerra; con el peligro, siempre existente, del contraespionaje, ya que es harto sabido que todo espía puede ser un espía doble, y contra eso nadie está a cubierto. En fin, al cabo de largos análisis, en que pensé que podía enloquecerme, terminaba por simplificar y reducirme a lo que me era posible ejecutar. Era necesario ser minucioso y paciente, tener coraje y guante de seda: mi frustrada experiencia con el sujeto de las ballenitas me había enseñado que nada lograría por el camino más expeditivo y rápido de un ataque frontal.
He escrito la palabra “coraje” y también podría haber escrito “ansiedad”. Pues me atormentaba la duda de que la secta hubiese desencadenado sobre mí la más estricta vigilancia desde el episodio del sujeto aquel. Y consideré que todas las precauciones eran escasas. Daré un ejemplo: mientras aparentaba leer el diario en el café de la calle Paso, bruscamente, con la velocidad del rayo, levantaba la vista y trataba de sorprender una expresión sospechosa en Juanito, un brillo equis en la mirada, un sonrojo. Luego lo llamaba con la mano. “Juanito —le decía, supuesto que no se hubiera sonrojado—, ¿por qué se puso colorado?” El tipo negaba, claro. Pero también era una excelente prueba: si negaba sin ponerse colorado, era bastante probatorio de su inocencia; si se ponía rojo ¡cuidado! Como es lógico, tampoco probaba que nada tuviera que ver con la confabulación el hecho de no enrojecer a esta pregunta mía (por eso he escrito “bastante” probatorio), pues un buen espía tiene que estar por encima de esta clase de defectos.
Todo esto puede estimarse como una muestra de delirio de persecuciones, pero los acontecimientos posteriores DEMOSTRARON que mi desconfianza y mis dudas no eran, por desgracia, tan desatinadas como puede imaginar un individuo desprevenido. ¿Por qué, sin embargo, yo me atrevía a acercarme tan peligrosamente al abismo? Es que contaba con la inevitable imperfección del mundo real, en que ni siquiera el servicio de vigilancia y espionaje de los ciegos puede estar exento de fallas. También contaba con algo que era lógico presumir: los odios y antipatías que debía haber entre los ciegos, como en cualquier otro grupo de mortales. En suma, reflexioné que la clase de dificultades que un vidente podía esperar en la exploración de ese universo, no serían muy distintas de la que un espía inglés podía encontrar durante la guerra en el sistemático pero lleno de grietas y rencores régimen hitlerista.