Sobre héroes y tumbas (28 page)

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Authors: Ernesto Sabato

Tags: #Relato

BOOK: Sobre héroes y tumbas
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Se colocó los anteojos y sonrió, mirando a lo lejos.

—Bueno, acaso uno admire más lo que no es capaz de hacer. No sé si sería capaz de hacer la centésima parte de cualquiera de los actos de Saint-Exupéry. Claro, esto es lo grande. Pero quería decir que aun en pequeño… cabo de bomberos… En cambio, yo… ¿qué soy, yo? Una especie de contemplativo solitario, un inútil. Ni siquiera sé si alguna vez lograré escribir una novela o un drama. Y aunque lo escribiera… no sé si nada de eso puede ser equiparable a formar parte de un pelotón y guardar el sueño y la vida de los camaradas con su fusil… No importa que la guerra sea hecha por sinvergüenzas, por bandoleros de las finanzas o el petróleo: aquel pelotón, aquel sueño guardado, aquella fe de nuestros camaradas, ésos serán siempre valores absolutos.

Martín lo miraba con los ojos empañados, estáticamente. Y Bruno pensó para sí: “Bueno, al fin, ¿no estamos todos en una especie de guerra? ¿Y no pertenezco a un pequeño pelotón? ¿Y no es Martín, en cierto modo, alguien cuyo sueño yo velo y cuyas angustias intento suavizar y cuyas esperanzas cuido como una llamita en medio de una furiosa tormenta?”

Y en seguida se avergonzó.

Entonces contó un chiste.

XVIII

Luego, levantando la mirada y al ver que los ojos de Martín brillaban, añadió:

—Pero con una condición, Martín. Los ojos de Martín se apagaron.

E1 lunes esperó su llamado, pero en vano. El martes, impaciente, la llamó a la
boutique
. Le pareció que la voz de Alejandra era áspera, pero podía ser por el trabajo. Ante la insistencia de Martín, le dijo que lo esperaba a tomar un café en el bar de Charcas y Esmeralda.

Martín corrió al bar y la encontró esperándolo: fumaba mirando hacia la calle. El diálogo fue corto porque ella tenía que volver al taller. Martín le dijo que quería verla tranquila, una tarde entera.

—Me es imposible, Martín.

Al ver los ojos del muchacho
empezó
a golpear con una boquilla que tenía, mientras parecía pensar y sacar cuentas. Su ceño estaba fruncido y su expresión era de preocupación.

—Ando muy enferma —dijo al cabo.

—¿Qué te pasa?

—Qué no me pasa, sería mejor decir.

Sueños atroces, dolores de cabeza (en la nuca, que luego se extendían a todo el cuerpo), centelleos en los ojos.

—Y como si todo eso fuera poco, esas campanas de iglesia. Una mezcla de hospital e iglesia, como ves.

—Así que por eso no me podes ver —comentó Martín con ligero sarcasmo.

—No, no digo eso. Pero todo se junta, ¿comprendes?

“Todo se junta”, se repitió para sí Martín, sabiendo que en ese “todo” estaba lo que más lo atormentaba.

—¿De modo que te es imposible verme?

Alejandra mantuvo por un instante la mirada del muchacho pero luego bajó los ojos y se puso a golpear con la boquilla contra la mesa.

—Bueno —dijo, por fin—, nos veremos mañana a la tarde.

—¿Cuánto tiempo? —preguntó ansioso Martín.

—Toda la tarde, si querés —agregó Alejandra, sin mirar y sin dejar de dar golpecitos con la boquilla.

XIX

Al otro día el sol brillaba como en aquel lunes, pero el viento era excesivamente fuerte y había demasiada tierra en el aire. Así que todo era parecido pero nada era igual, como si la favorable conjunción de los astros de aquel día se hubiera ya desfigurado —temía Martín.

El pacto establecido confería una melancólica paz al nuevo encuentro: hablaban suavemente, como dos buenos amigos. Pero por eso mismo resultaba tan triste para Martín. Y, acaso sin sentido con plena conciencia (pensaba Bruno), no veía el momento de bajar al río y de sentarse de nuevo en el mismo banco, como se quiere repetir un acontecimiento reiterando las fórmulas mágicas que lo provocaron por primera vez; e ignorando, claro, hasta qué punto aquel lunes, que para él había sido perfecto, para Alejandra había sido sordamente angustioso; de modo que los mismos hechos que repitiéndose constituían para él motivo de felicidad, para ella eran causa de desasosiego; fuera de que siempre es levemente siniestro volver a los lugares que han sido testigos de un instante de perfección.

Hasta que bajaron al río y se sentaron en el mismo banco.

Durante largo rato no hablaron, en medio de una especie de serenidad. Serenidad que sin embargo en Martín, después de su candorosa esperanza en el restorán, se iba tiñendo crecientemente de melancolía, ya que esa paz precisamente existía por la condición que Alejandra había impuesto. Y en lo que a ella se refería (pensaba Bruno) aquella serenidad era simplemente una suerte de paréntesis, tan precario, tan insustancial como el que un enfermo de cáncer logra con una inyección de morfina.

Miraban los barcos, las nubes.

También observaban las hormigas, que trabajaban con esa acelerada y empeñosa seriedad que las caracteriza.

—Miralas cómo producen —comentó Alejandra—. Segundo Plan Quinquenal.

Siguió con su mirada a una que buscaba su camino tambaleando bajo una carga que en proporción era como un automóvil para un hombre.

Siguiendo la marcha del animalito, preguntó:

—¿Sabes lo que le dijo Juancito Duarte a Zubiza, cuando
Zubiza
llegó al infierno?

Sí, lo sabía.

—¿Y el de Perón en el infierno?

No, ése todavía no lo sabía.

También se contaron los chistes del día sobre Aloé.

Después Alejandra volvió a las hormigas.

—¿Recordás el cuento de Mark Twain sobre las hormigas?

—No.

—Unas hormigas tienen que transportar una pata de langosta hasta la cueva. Prueba que son los bichos más zonzos de la creación. Es bastante divertido: una especie de baño, después de todas esas sensiblerías de Maeterlinck y compañía. ¿A vos no te parece el colmo de la estupidez?

—Nunca lo pensé.

—Pero las gallinas son peores. Una tarde, en la quinta de Juan Carlos, me pasé horas tratando de crearles algún reflejo, con un palo y comida. Digo, eso de Pávlov. Como si nada. Lo habría querido ver a Pávlov con gallinas. Son tan idiotas que al final te da rabia. ¿No te da rabia la idiotez?

—No sé, depende. Sí son idiotas y pedantes, quizá.

—No, no —comentó ella con ardor—. Te digo la idiotez pura sin más ni más.

Martín la miró intrigado.

—No creo. Es como si me diera rabia una piedra.

—¡No es lo mismo! La gallina no es una piedra: se mueve, come, tiene intenciones.

—No sé —comentó Martín, con perplejidad—. No entiendo bien por qué me tendría que dar rabia eso.

Volvieron al silencio, pero quizá imaginando cada uno cosas diferentes. Martín con la impresión de que siempre habría en ella sentimientos e ideas que él jamás alcanzaría a comprender; y ella (pensaba Martín) con cierto desdén. O, lo que era peor, con algún sentimiento que ni siquiera podía él suponer.

Alejandra buscó su cartera y sacó una libreta de direcciones. De su interior extrajo una fotografía.

—¿Te gusta? —preguntó.

Era una instantánea en la
terraza
de Barracas, apoyada sobre la balaustrada. Tenía ese rostro profundo y anhelante, esa espera de algo indefinido que tanto le había subyugado cuando la conoció.

—¿Te gusta? —volvió a preguntarle—. Es de aquellos días.

En efecto, Martín reconocía la blusa y la pollera. ¡Todo parecía tan remoto! ¿Por qué le mostraba ahora esa fotografía?

Pero ella insistió:

—¿Te gusta o no?

—Claro, cómo no me va a gustar. ¿Quién te la sacó?

—Alguien que vos no conoces.

Una nube tenebrosa oscureció aquel cielo melancólico pero sereno.

Luego, mientras la mantenía en sus manos y la miraba con sentimientos encontrados, Martín preguntó, con timidez:

—¿Me la podes dar?

—Te la traje para dártela. Siempre que te gustara.

Martín se emocionó, al mismo tiempo que sentía pena: parecía como si tuviera algún significado de despedida. Algo de eso le dijo, pero ella no contestó nada; se quedó observando las hormigas mientras Martín escrutaba su expresión.

Desanimado, bajó su
cabeza
y su mirada cayó en la mano de Alejandra, que estaba sobre el banco, al lado del cuerpo de Martín, todavía con la libreta abierta: en ella se veía doblado, un sobre de carta
aérea
. Las direcciones que ella anotaba en su libreta, las cartas que recibía, todo aquello constituía para Martín un mundo dolorosamente ajeno.

Y aunque siempre se detenía al borde, alguna vez se le escapaba una desdichada pregunta. Aquella vez, también.

—Es una carta de Juan Carlos —dijo Alejandra.

—¿Qué dice ese ganso? —preguntó Martín con amargura.

—Imagináte, las tonterías de siempre.

—¿Qué tonterías?

—¿De qué puede hablar Juan Carlos en una carta, por avión o no? A ver, alumno Del Castillo.

Lo miraba sonriendo, pero Martín, con seriedad que (estaba seguro) a ella le debía parecer necia, respondió:

—¿Flirts?

—Muy bien, niño. Nueve puntos. Y no le pongo diez porque preguntó, en lugar de suponerlo directamente. Cientos, miles de flirts con danesas altísimas y sonsísimas y suavemente rubias. En fin, esa gente que lo subyuga. Todas muy quemadas por el cultivo sistemático de deportes al aire libre. Por viajes de millones de millas en canoas, en fraternal camaradería con muchachos tan rubios, quemados y altos como ellas. Y mucho
practical joke
, como le fascina a Juan Carlos.

—Mostrame la estampilla —pidió Martín.

Conservaba la pasión infantil por las estampillas de tierras lejanas. Al tomar la carta le pareció que Alejandra hacía un pequeño ademán, inconsciente, quizá, de retención. Agitado por aquel detalle, Martín hizo como que examinaba la estampilla.

Al devolverle la carta, la miró con cuidado y le pareció que ella se turbaba.

—No es de Juan Carlos —aventuró.

—Claro que es de Juan Carlos. ¿No ves la letra de nene de cuarto grado?

Martín se quedó en silencio, como siempre que se suscitaba una situación semejante. Incapaz de ir más allá, de internarse en aquella región turbia de su alma.

Tomó un palito y empezó a escarbar en la tierra.

—No seas tonto, Martín. No arruines este día con pavadas.

—Trataste de retener la carta —comentó Martín, sin dejar de escarbar con el palito.

Hubo un silencio.

—¿Ves? No me equivocaba.

—Sí, tenés razón, Martín —admitió ella—. Es que no habla bien de vos.

—¿Y qué? —comentó él con aparente displicencia—. Total, no la iba a leer.

—No, claro que no… Pero me pareció una falta de delicadeza que la tuvieras en la mano, inocentemente… Es decir, ahora que pienso, me doy cuenta de que ése fue el motivo.

Martín levantó la mirada hacia ella.

—¿Y por qué habla mal de mí?

—Bah, no vale la pena. Te apenaría inútilmente.

—¿Y de qué me conoce, ese idiota? Si ni siquiera me ha visto una sola vez.

—Martín, te imaginas que alguna vez le he hablado de vos.

—¿A ese cretino le has hablado de mí, de nosotros?

—Pero si es como hablarle a nadie, Martín. Como hablarle a una pared. A nadie le he dicho nada, ¿comprendes? A él es como hablarle a una pared.

—No, no comprendo, Alejandra. ¿Por qué a él? Me gustaría que me dijeses o que leyeses lo que dice de mí.

—Pero si es una tontería típica de Juan Carlos, ¿para qué?

Le entregó la carta.

—Te he advertido que te traerá tristeza —anunció con rencor.

—No importa —respondió Martín tomando la carta con avidez, nervioso, mientras ella se colocaba a su lado, en la actitud del que va a leer algo con uno.

Martín se imaginó que quería atenuar frase por frase, y así se lo comentó a Bruno. Y Bruno pensó que la actitud de Alejandra era tan insensata como la que nos lleva a vigilar las maniobras de alguien que conduce mal el auto en el que vamos.

Martín iba a sacar la carta del sobre, cuando de pronto comprendió que aquella actitud podría destruir los pocos y frágiles restos que quedaban del amor de Alejandra. Su mano cayó, desalentada, con el sobre y así permaneció un rato, hasta que se la devolvió. Alejandra volvió a guardarla.

—A un cretino semejante le haces confidencias —comentó, pero con cierta vaga conciencia de que estaba cometiendo una injusticia, porque, de eso estaba seguro, a aquel individuo jamás Alejandra podía hacerle “confidencias”. Sería algo mejor o peor, pero jamás confidencias.

Sentía una necesidad de herirla y sabía, o intuía, que esa palabra debía herirla.

—¡No digas idioteces! Te acabo de decir que hablarle a él es como esas conversaciones que uno sostiene con el caballo. ¿No comprendes? Sí, de todos modos, es cierto que no debí decirle nada, en eso tenés razón. Pero yo estaba borracha.

Borracha, con él (pensó Martín, con más amargura).

—Es —agregó ella, después de un momento, y ya menos dura—, es como si a un caballo le mostrás una fotografía de un hermoso paisaje.

Martín sintió que una gran felicidad trataba de atravesar los pesados nubarrones, y la expresión “hermoso paisaje”, de todos modos, llegaba hasta su alma atormentada como un mensaje luminoso. Pero tenía que forzar el paso entre aquellas nubes pesadas, y, sobre todo, a través de aquel “estaba borracha”.

—¿Me estás oyendo?

Martín hizo un gesto afirmativo.

—Mirá, Martín —oyó que ella decía, de pronto—. Yo me separaré de vos, pero nunca creas cosas equivocadas sobre nuestra relación.

Martín la miró consternado.

—Sí. Por muchos motivos esto no puede seguir, Martín. Será mejor para vos, mucho mejor.

Martín no atinaba a decir nada. Sus ojos se llenaron de lágrimas y para que ella no lo advirtiera empezó a mirar hacia delante, a lo lejos: como un cuadro impresionista, miraba sin ver un barco de casco marrón, a lo lejos, y unas gaviotas blancas que giraban sobre él.

—Ahora empezarás a pensar que no te quiero, que nunca te quise —dijo Alejandra.

Martín seguía la trayectoria del barco marrón con una especie de fascinación.

—Y sin embargo —decía Alejandra.

Martín inclinó la cabeza y volvió a observar las hormigas: una de ellas llevaba una hoja grande y triangular que parecía la vela de un minúsculo barquito: el viento la hacía bambolear y ese pequeño vaivén acentuaba la semejanza.

Sintió que la mano de Alejandra le tomaba el mentón.

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