Sir Gawain y el Caballero Verde (4 page)

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Authors: Anónimo

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BOOK: Sir Gawain y el Caballero Verde
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25.

Permaneció allí todo aquel día; y a la madrugada siguiente pidió sus armas, y le fueron traídas todas ellas. Primero extendieron en el suelo una alfombra bermeja sobre la que relucían las brillantes piezas de su arnés. Se acercó el fornido caballero, y empezó a manipular el acero: se puso un jubón adamascado de Tharsia; y sobre él, una graciosa caperuza forrada con fina piel de armiño. Cubrieron luego sus pies con calzado de acero, le envolvieron las piernas con grebas arrogantes, completadas con bruñidas y relucientes rodilleras de dorada charnela; después le pusieron bellos quijotes, bien sujetos con correas, que cubrieron hábilmente sus muslos musculosos. A continuación, sobre el rico tejido que envolvía al guerrero, colocaron la cota de malla, hecha con relucientes anillas de acero; bruñidos brazaletes sobre ambos brazos, con brillantes codales, plateados guanteletes, y el resto de la hermosa armadura, para protegerle de cuanto pudiera acontecer: rica cota de armas, orgullosas espuelas de oro, y espada bien ceñida, con cinturón de seda, al costado.

26.

Puestas las armas, el arnés adquirió un aspecto rico y espléndido: el oro relucía en el cordón y en el lazo más pequeños. Y armado de este modo, oyó misa, ofrecida y celebrada en el altar mayor; fue luego al rey y a sus compañeros de la corte, y afectuosamente se despidió de los señores caballeros y las damas, quienes le besaron y escoltaron, y le encomendaron a Cristo. A la sazón, Gringolet[
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] había sido preparado, habiéndosele aparejado una espléndida silla, adornada con numerosos flecos de oro, y recién claveteada para tan noble ocasión. La brida, toda ribeteada de oro, traía adornos repujados, así como los jaeces y gualdrapa, armonizando asimismo la baticola y caparazón con ambos arzones: todo iba guarnecido de rojo, y ricamente tachonado de oro, de modo que brillaba y centelleaba como los rayos del sol. Tomó entonces en sus manos el yelmo, fuertemente forrado y reforzado, y lo besó a toda prisa; se lo ajustó en lo alto de la cabeza, asegurándolo por detrás; y en torno a la babera le pusieron un fino pañuelo con las piedras más brillantes entre sus anchos bordados de seda, y orillado de pájaros pintados, papagayos arreglándose las plumas, tórtolas y flores; todo con tanta profusión, como si en esa labor hubiese trabajado un grupo de mujeres siete inviernos seguidos. La pequeña y costosísima diadema que le adornaba la cabeza iba completamente engastada en diamantes que refulgían con vivos destellos.

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rajeron[
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] luego su escudo, que era de gules brillantes, con un pentáculo pintado en oro muy fino. Lo cogió por el tahalí, y pasándose éste por el cuello, se lo colgó de forma digna y acorde con su persona. Quiero contaros ahora, aunque esto demore mi historia, por qué ostentaba el pentáculo tan noble príncipe. Es el símbolo que un día concibiera Salomón para anunciar la sagrada verdad, cosa que tal figura podía hacer en justicia, ya que tiene cinco puntas, y cada línea cruza y se une a otra, y es interminable en una y otra dirección; y he oído decir que los ingleses lo llaman, en todas partes, Nudo Sin Fin. De modo que se ajustaba muy bien a este caballero y a sus armas inmaculadas; pues, siendo fiel en cinco cosas, y cinco veces en cada una de ellas, Gawain era tenido por noble, como el oro fino, exento de toda villanía, y adornado con todas las virtudes. Y así, como hombre probado y caballero cumplido, ostentaba el nuevo pentáculo sobre el escudo y la cota que vestía.

28.

Primero, no se le encontraba tacha en sus cinco sentidos; después, jamás falló en sus cinco dedos, y toda su fe tenía puesta en las cinco llagas que Cristo había recibido en la Cruz, como el credo nos enseña. Y cada vez que tomaba parte en alguna batalla, tenía puesto el pensamiento en esto más que en ninguna otra cosa, y todo su valor dependía de los Cinco Gozos puros que la Santa Reina del Cielo recibiera de su hijo. Por ello, el cortés caballero llevaba la imagen de la reina pintada en la cara interior del escudo, a fin de que, viéndola, no desfalleciese su corazón. Las cinco quintas virtudes que este famoso hombre practicaba eran la liberalidad y la bondad, luego la castidad y cortesía, que nunca se corrompieron en él; y como virtud más destacada, la piedad. Estas cinco perfecciones estaban más hondamente arraigadas en él que en hombre alguno. Y tenía, en verdad, la serie de cinco muy trabadas y unidas entre sí, sin interrupción alguna, y fijas en cinco puntos que jamás fallaban, de modo que ni se agrupaban todas a un lado, ni se separaban, ni había extremo alguno, según he podido ver, donde el dibujo empezara o terminara. Así, sobre su espléndido escudo, llevaba magníficamente trazado dicho nudo en oro rojo sobre gules. Tal es el puro pentáculo, como los sabios enseñan. Ahora Gawain estaba preparado: cogió su lanza al fin, y se despidió de todos, convencido de que era para siempre.

29.

Espoleó a su corcel y emprendió veloz su camino, tan fieramente que las piedras despedían chispas a su paso. Todos los que le veían suspiraban con tristeza, y decían afligidos por tan buen caballero:

—¡Por Cristo, que es mala fortuna, señor, que vayáis a vuestra perdición, gozando de vida tan noble!

—¡No es fácil, no, encontrar entre los hombres a otro que le iguale! Más prudente habría sido obrar con cordura, y haber nombrado a tan caro señor duque de este reino; podía haber llegado a ser un brillante capitán de los caballeros; y habría tenido un destino más feliz que el que ahora le aguarda: morir decapitado por un ser infernal a causa de una vana arrogancia. ¿Quién recuerda que un rey haya prestado jamás oídos a un engaño así en su corte, durante los juegos de Navidad?

Muchas fueron las lágrimas que derramaron los ojos aquel día, viendo salir del castillo a tan apuesto señor. Y sin demorarse, emprendió él su marcha por caminos extraños y tortuosos, según cuentan las historias.

30.

Bajo el favor de Dios cabalga ahora sir Gawain, recorriendo el reino de Logres, sin un pensamiento que le distraiga. Durante las largas noches, suele descansar a solas y en completo aislamiento, y sin haber tenido ante sí comida que le plazca. Y sin otro amigo en los bosques y montañas que su propio caballo, ni otro compañero de viaje que Dios, llegó al norte de Gales. Conservando siempre a su izquierda las islas Anglesey, cruzó los vados de las tierras llanas junto al mar; pasó después por la Santa Cabeza, y se adentró de nuevo en el territorio desértico de Wirral, donde había poca gente que viviera en el temor de Dios y el amor de los hombres. Y a todo aquel con quien se cruzaba preguntaba si había oído hablar de un caballero todo de verde, o si sabía en qué lugar se hallaba la Capilla Verde. Y todos decían que no, que jamás en su vida habían visto a nadie de tal color. Iba el caballero por caminos extraños, inhóspitos y solitarios, y muchas veces mudó su humor sin que dicha capilla apareciese.

31.

Escaló acantilados de regiones desconocidas, lejos de sus amigos y de toda compañía. En casi cada vado o corriente cuyas aguas debía cruzar, se topaba con algún fiero y horrible enemigo con el que se veía obligado a luchar. Con tantas maravillas se tropezó en las montañas, que sería tedioso narrar aquí una décima parte. Sostuvo luchas mortales con dragones y con lobos; peleó unas veces contra los salvajes[
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], que vagan por los despeñaderos, y contendió otras con toros y osos y jabalíes, y con ogros que le acosaban desde lo alto de los cerros escarpados. Y de no haber sido firme en resistir, e inquebrantable en su fe en Dios, sin duda habría sucumbido más de una vez. Sin embargo, poco le arredró la lucha. Lo peor era el invierno, cuando caía el agua fría y clara de las nubes, helándose antes de tocar la tierra baldía. Yerto de frío a causa de la cellisca, dormía en su armadura, noche tras noche, entre rocas desnudas, donde los fríos arroyos saltaban salpicando de las altas crestas o colgaban en carámbanos por encima de él. Y así, arrostrando sufrimientos y peligros, recorrió la región, hasta que llegó el día de la Noche Buena. Entonces oró el caballero, pidiendo a Santa María que le guiase en el camino y lo condujese a algún refugio.

32.

Esa mañana, cabalgaba alegremente por una montaña hacia un espeso bosque con altos y escarpados cerros a uno y otro lado, y enormes robles centenarios en el fondo; el avellano y el espino se enredaban en intrincada maraña, el musgo tosco y andrajoso colgaba por todas partes, y en las ramas peladas los pájaros cantaban ateridos. Por debajo de ellos el valeroso caballero cabalgaba sobre Gringolet; cruzaba solitario pantanos y lodazales, temeroso de no poder asistir, por mala fortuna, al oficio del Señor, que esa misma noche había nacido de virgen para redimirnos de nuestras aflicciones. Y suspirando, decía:

—Te suplico, Señor, y a ti, María, la más dulce y querida de las madres, que encuentre un refugio donde pueda oír misa con el debido recogimiento, y maitines por la mañana: humildemente lo pido, y rezo el padrenuestro y el avemaría y el credo.

Y se santiguó y lloró por sus pecados, exclamando, mientras espoleaba al caballo:

—¡Qué Cristo ampare mi causa, y su Cruz me guíe!

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res veces había hecho sobre sí la señal del Salvador, cuando divisó en el bosque un recinto rodeado por un foso, en lo alto de un otero que se elevaba sobre un llano, entre una maraña de ramas y troncos tremendos. Era el más atractivo castillo que nunca poseyera rey alguno, construido en una planicie, rodeado por un parque, una empalizada inexpugnable de estacas puntiagudas, y numerosos árboles en un círculo de dos millas o más. El esforzado caballero contempló desde un extremo la fortaleza que reverberaba entre las hojas brillantes de los árboles. Luego, humildemente, se quitó el yelmo y dio gracias a Jesús y a San Julián, generosos los dos, por haberse dignado escuchar la gracia que pedía.

—¡Ahora lo que os ruego es que me concedáis un albergue! —exclamó el caballero.

Picó luego a Gringolet con sus espuelas doradas, y salió éste por ventura al camino, llevando a su amo hasta el extremo del puente. Dicho puente estaba levantado; atrancadas las puertas, y dispuesta la sólida muralla a resistir impasible el más furioso asedio.

34.

Se quedó detenido el caballero, montado en su corcel, junto al borde del doble foso profundo que cercaba la fortaleza. La muralla, que se sumergía en las aguas oscuras y se elevaba a una altura prodigiosa, estaba hecha de piedra labrada hasta la alta cornisa, fortificada con almenas del mejor estilo, y jalonada con bellas torres sobresalientes, provistas de múltiples aspilleras desde las que se dominaba una amplia perspectiva. Jamás caballero alguno había contemplado barbacana mejor construida. Y en su interior vio alzarse la espléndida torre del homenaje, coronada de torreones, todos almenados, con preciosos pináculos a lo largo de sus tramos y coronamientos hábilmente labrados. Vio también multitud de chimeneas blancas como la creta, en lo alto de las torres, que centelleaban de blancura, y numerosos pináculos sembrados por todas partes, agrupados con tal profusión, que más parecían adorno de papel. Montado en su Gringolet, el noble caballero meditó largo rato si habría algún medio de entrar en aquel recinto, y recogerse en él y solazarse, en tanto durase el sagrado día. Llamó entonces, y apareció en lo alto un centinela, quien saludó cortésmente, dio la bienvenida al errante caballero, y prestó oídos a lo que éste pedía.

35.

—Buen señor —dijo Gawain—, ¿queréis transmitir mi mensaje al gran señor de este castillo pidiendo albergue?

—Así lo haré, ¡por San Pedro! —replicó el centinela—. Y seguro estoy de que os podréis alojar el tiempo que os plazca, señor caballero.

Desapareció a toda prisa, y regresó sin tardanza con criados para recibir al caballero. Bajaron el puente, salieron a su encuentro, e hincaron la rodilla en la fría tierra rindiéndole así honrosa acogida. Le franquearon la gran puerta; y tras pedirles él que se levantasen, cruzó el puente montado a caballo. Varios criados le sujetaron la silla para que desmontase, y un nutrido grupo de hombres recios se hicieron cargo del caballo, conduciéndole a los establos, mientras bajaban nobles y caballeros, a fin de llevar al huésped a la gran sala. Cuando éste se quitó el yelmo, muchos acudieron presurosos a tomarlo de sus manos, y a servir a hombre tan esforzado, haciéndose también cargo de su espada y su pavés. Saludó él graciosamente a cada uno de ellos, y fueron numerosos los nobles arrogantes que se acercaron a este príncipe, a fin de testimoniarle respeto. Vestido con su armadura, fue conducido a la gran sala donde ardía un fuego de resplandecientes llamas. Entonces, abandonando su cámara el señor de aquellos dominios, bajó cortésmente al encuentro del caballero. Y dijo:

—Sed bienvenido a esta casa, y quedaos el tiempo que gustéis. Disponed de cuanto hay aquí como si fuese enteramente vuestro.

—¡Os doy las gracias! —dijo Gawain—; ¡y que Cristo os premie por esto!

Dicho lo cual, los dos hombres se estrecharon en un fuerte abrazo.

36.

Gawain observó con atención al que con tanto calor acababa de saludarle, y comprendió que el castillo contaba con un señor valeroso, muy grande, y en la plenitud de sus fuerzas, de barba ancha y lustrosa, color del pelo del castor, ancho y recio sobre unas piernas robustas, la cara fiera como el fuego, y francas sus palabras: en todo parecía, verdaderamente, príncipe de señores, vasallos muy leales y esforzados. Le condujo este príncipe a una cámara, ordenando que se le asignase un hombre para que lo asistiese en todo, y al punto acudió un nutrido grupo de criados a servirle, los cuales le pasaron a un hermoso aposento en el que había un espléndido lecho: tenía cortinas de sedas costosas con brillantes y dorados galones, colchas primorosamente bordadas y preciosas pieles. Unas anillas de oro corrían las cortinas sobre cordones. Había tapices de Toulouse y de Tharsia en las paredes; y a los pies, en el suelo, finas alfombras tan ricas como aquéllos. Allí fue desvestido el caballero entre charlas alegres, y despojado de su cota de malla y su espléndida armadura. Le fueron traídos ricos vestidos para que él eligiese los mejores. Y tan pronto como hubo escogido uno con amplias faldas que le sentaba muy bien, y se lo hubo puesto, pareció a cuantos le rodeaban que su rostro era una visión de la Primavera, y que sus miembros, debajo, estaban dotados de hermosos y espléndidos matices; de modo que pensaron que jamás había creado Cristo caballero más hermoso. Viniera de donde viniese, le tuvieron por príncipe sin par en el campo donde los hombres se medían.

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