Movimiento, color, viveza en los detalles: son las características esenciales del autor de
Gawain
, que demuestra un ingenio y agudeza poco comunes, además de un finísimo sentido del humor.
Los diversos episodios parecen tapices o láminas de un libro de horas. Pero si nos ceñimos, por ejemplo, a la descripción de las estaciones, hallamos que no es, como en el mundo de los manuscritos mimados, un haz de
topoi
visuales, ni tampoco es un simple ejercicio literario. El autor vive el paso del tiempo desde dentro, desde el alma y desde los ojos, desde la experiencia y el corazón. No son, por tanto, sólo palabras, sino hechos reales y profundos, los «carámbanos de hielo sobre las rocas», las «henchidas corrientes» y «las delgadas fibras de la niebla sobre las colinas» (el invierno es, sin duda, la estación favorita del poeta, y no sólo porque la acción tenga lugar en esa época del año).
Lo mismo ocurre con las escenas de caza. El autor ha vivido lo que cuenta. No utiliza cuaderno de notas. Todo tiene el calor y la vida de la experiencia y la complicidad. Los paisajes, la atmósfera, los sonidos. Todo se inscribe en el relato con una enorme libertad que racionaliza el prodigio y da un rostro a la maravilla.
Y qué habilidad en los diálogos, sobre todo en los de Gawain y la señora del castillo, modelo de soltura y naturalidad dentro de una estética dominada aún por las teorías del amor cortés desarrolladas, dos siglos atrás, por Andrés el Capellán en sus
De amore libri tres
. Qué habilidad en el desarrollo simultáneo de las acciones (caza/conversación en el castillo), parangonable a la de Homero en la
Odisea
. El autor de
Gawain
es un auténtico gigante de la literatura universal.
¿Y Gawain, su protagonista? Aparece en la saga artúrica por vez primera en la
Historia regum Britanniae
, de Geoffrey de Monmouth, donde es llamado
Walwanius
, y en la historia de Guillermo de Malmesbury (ca. 1120), donde hay una referencia al descubrimiento de su tumba en Walwyn’s Castle, en Pembrokeshire. Se parece al Gwalchmai de la leyenda céltica y al Cuchulainn de la épica irlandesa. Como este último, posee características solares, tal como el incremento de sus fuerzas a medida que el sol va acercándose al mediodía, y su declive a partir de entonces. Geoffrey lo hace sobrino del rey Arturo. Héroe folklórico por excelencia, es figura central de historias célticas muy antiguas, y poco a poco se convierte en un personaje artificial y literario.
En
Sir Gawain and the Green Knight
, el sobrino de Arturo es ya un caballero cortés, paradigma de perfecciones. Es también el servidor de Nuestra Señora, cuyo emblema lleva en su escudo, en el pentáculo que simboliza los Cinco Gozos de María y las Cinco Llagas de Cristo.
Y el poema no es otra cosa, en mi opinión, que la ordalía de Gawain, su juicio divino. Se purificará en valor y lealtad a lo largo de su aventura. La dama del castillo lo hará rico en templanza. Y al final, de regreso en la corte de Arturo, habrá vencido todos los riesgos, incluso el riesgo de extraviarse en el futuro. Al fin y al cabo, el Caballero Verde no ha sido más que una disculpa para volver a casa renovado.
Luis Alberto de Cuenca
Madrid, 21 de junio de 1982
C
uando terminó el asedio y asalto de Troya, y sus desmoronadas murallas quedaron reducidas a ascuas y cenizas, el traidor que tramó la estratagema fue juzgado por su traición, la más probada de la tierra. Después, el noble Eneas y su orgullosa estirpe sometieron extensos territorios, convirtiéndose en los dueños de casi todas las riquezas de las Islas Occidentales. El gran Rómulo se dirigió a Roma; allí fundó la ciudad con gran pompa y esplendor, y le dio su propio nombre, que aún hoy ostenta; Ticio marchó a Toscana, donde levantó pueblos; Longobardo erigió castillos en Lombardía; y más allá de las aguas francesas, Félix Bruto creó Britania sobre anchas y numerosas colinas, llena de hermosura y de gracia, en la que fueron constantes las guerras, las luchas, los prodigios, y la dicha y el dolor se sucedieron sin cesar[
1
].
Y una vez fundada Britania por tan valeroso señor, dio ésta hombres esforzados y amantes de la lucha que promovieron múltiples acciones turbulentas en su tiempo. En ella acontecieron muchos más prodigios, que yo sepa, que en ningún otro lugar, desde los tiempos antiguos. Y de todos los reyes que gobernaron Britania, Arturo[
2
] fue el más noble, según he oído decir. Por tanto, quiero rememorar aquí cierta maravilla que algunos presenciaron, y una de las más admirables aventuras que se cuentan entre los prodigios de Arturo. Si prestáis atención un momento a este
lai
[
3
], os lo contaré tal como lo he oído yo en la ciudad, y ha sido escrito en forma de historia atrevida y valerosa, y durante tanto tiempo conservado con letra segura.
Pasaba este rey en Camelot los días de Navidad, en compañía de numerosos y buenos señores, vasallos muy nobles y miembros todos de la Tabla Redonda, entre espléndidas fiestas y despreocupada alegría. Allí celebraban torneos y justas los gallardos caballeros, y acudían después a la corte a participar en los bailes y canciones de Navidad. Pues la fiesta duraba quince días enteros sin que languideciese, y durante ese tiempo se gozaba de cuantos platos y placeres era capaz de idear el hombre; y era glorioso oír aquel júbilo y alegría, tantos clamores de voces durante el día, y tantos bailes por la noche. Las damas y los señores disfrutaban de una dicha infinita en las salas y aposentos, según apetecían. Juntos, los caballeros más famosos después de Cristo, las damas más hermosas de cuantas existieron, y él, el más encantador de los reyes, dueño de aquella corte, participaban de toda la felicidad de este mundo. Pues toda aquella gente hermosa estaba en la flor de la edad, y era la más afamada bajo el cielo; y su rey, el más orgulloso; a tal punto, que sería difícil nombrar una hueste más probada.
Aquel día, primero de Año Nuevo, cuando llegó el rey con sus caballeros, concluidos los cánticos del coro en la capilla, se sirvió doblemente a los comensales del estrado. Clérigos y laicos anunciaron con gran clamor la Navidad, nombrándola muchas veces. Luego acudieron los nobles con presentes de Año Nuevo, anunciando aguinaldos, y distribuyéndolos en festiva competencia y debate. Las damas reían dichosas aunque salieran perdedoras, en tanto que el que ganaba, como es de imaginar, no se sentía precisamente el más desventurado. Tales diversiones tenían lugar hasta el momento de servirse los manjares; entonces se lavaban y pasaban a ocupar los asientos según su dignidad, los más altos de los cuales estaban siempre reservados a los más nobles. La alegre Ginebra ocupaba el centro del estrado suntuoso, adornado a ambos lados con costosas colgaduras de espléndida seda, y por encima de su cabeza un dosel de ricos tejidos de Toulouse y tapices de Tharsia, bordados y orillados con las más brillantes gemas que el dinero haya podido comprar. Era esta reina una hermosísima mujer de ojos grises; ningún hombre habría podido decir en verdad que hubiese visto otra más bella.
Pero Arturo no comía en tanto no fuesen servidos todos. Era muy alegre, y su ánimo tenía algo de infantil. Amante de la vida animada, no gustaba de permanecer mucho tiempo inactivo, de modo que le dominaban su sangre joven y su talante antojadizo. Y una nueva ocurrencia vino a inquietarle en esta sazón, y anunció que no probaría ningún manjar de aquel grandioso festín, mientras no le contasen alguna historia extraña, alguna proeza inusitada o emocionante maravilla que él pudiese creer, alguna nueva aventura sobre la caballería o la nobleza, o bien hasta que alguien pidiese a algún caballero que se enfrentase con él en una justa, exponiendo vida contra vida, y dejando cada uno que la suerte se inclinase del lado del otro si así le quería favorecer. Tal era la costumbre del rey, cada vez que reunía a su corte en torno a estos famosos banquetes, juntamente con sus leales, y así lo manifestó poniéndose de pie, cuan alto era, y joven como el mismo año que empezaba.
Y de este modo estaba el poderoso rey, de pie ante la más alta mesa, departiendo amigablemente. El buen Gawain se había sentado junto a la reina Ginebra, la cual tenía a Agravain
à la Dure Main
[
4
] al otro lado, hijos los dos de la hermana del rey, y muy leales caballeros. El obispo Baldwin tenía el privilegio de encabezar la mesa, y junto a él comía Iwain[
5
], hijo de Urien. Todos ellos estaban en el estrado, donde eran servidos con la dignidad debida, en tanto que muchos poderosos señores se acomodaban abajo, ante largas mesas. Y llegó el primer plato al resonar de las trompetas, de las que pendían espléndidos blasones, se oyó el estrépito de los tambores y los sones agudos y vibrantes de las flautas, y muchos corazones se enardecieron al oírlos. Se sirvieron a continuación platos delicados y exquisitos y carnes tiernas en tantas fuentes que apenas había espacio delante de las gentes para colocar la vajilla de plata repleta de manjares. Cada individuo se servía a su gusto sin reparo; había doce platos para cada dos invitados, buena cerveza y espléndido vino.
No hablaré más de sus comidas, pues como todos pueden imaginar, allí nada faltaba. Y entonces, de repente, se oyó un ruido enteramente nuevo, quizá para que al fin el soberano pudiera sentarse a comer. Pues apenas hacía un instante que el toque de trompetas había cesado, y había sido servido el primer plato en la corte tal como era costumbre, cuando irrumpió por la puerta un caballero de aspecto impresionante, el más tremendo del mundo en estatura; tan sólido y ancho desde el cuello hasta los muslos, y tan grandes sus costados y piernas, que si no era un gigante, sí declaro al menos que podía tenérsele por el hombre más corpulento sobre la faz de la tierra. Sin embargo, a pesar de su estatura, parecía el más atractivo y apuesto de cuantos montaban a caballo; porque si bien su pecho y su espalda eran de una anchura terrible, su cintura y caderas eran correctamente delgadas, y perfectamente proporcionados todos los rasgos de su persona, según podía verse. Los hombres se quedaron boquiabiertos de estupor ante el aspecto de su atuendo y su semblante: parecía un ser sobrenatural y terrible, cubierto todo de un verde resplandeciente.
Todo en aquel desconocido era del más puro verde: el brial ajustado y ceñido en la cintura; su rica capa, sobre el brial, forrada de finísima piel, con la caperuza retirada y echada sobre los hombros; calzas elegantes del mismo color, ajustadas hasta arriba y cogidas en la pantorrilla, con tintineantes espuelas de brillante oro debajo, sujetas sobre bandas de seda bordada; pero los pies del jinete estaban desnudos de toda armadura. En verdad, sus vestidos eran de vivo verde, así como los tachones de su cinto y las piedras ricamente dispuestas en sus hermosísimos atavíos y en la silla, sobre gualdrapas de seda. Sería tedioso enumerar una décima parte de los detalles bordados y repujados que llevaba, pájaros y mariposas de llamativos matices de verde adornados con hilo de oro. La gualdrapa delantera del caballo, su grupa arrogante, los clavos y botones de la brida, así como los estribos donde apoyaba los pies, eran todos del mismo color; y lo mismo el arzón resplandeciente y centelleante de preciosas piedras verdes. En cuanto al corcel, era en todo semejante al jinete que lo montaba: verde, tremendo, fogoso, brusco… ¡un corcel digno de su dueño!
Muy alegre iba este hombre ataviado de verde. Su cabello se correspondía con la crin de su caballo, y le flotaba delicadamente en abanico alrededor de los hombros; una barba grande y frondosa se le desparramaba sobre el pecho, recortada igual que el espeso cabello, por debajo de los hombros, de forma que la parte superior de los brazos le quedaba oculta como por una esclavina. La crin de aquel corcel poderoso, peinada y rizada como la barba del caballero, formaba múltiples trenzas hábilmente cogidas con un hilo de oro que se enroscaba alrededor del verde prodigioso, alternándose las trenzas con las doradas cintas; llevaba igualmente rizados la cola frondosa y el mechón de la frente, atados con cintas de verde brillante, y adornado el extremo con piedras preciosas, mientras que una correhuela fuertemente sujeta en lo alto ensartaba una multitud de bruñidos cascabeles de oro tintineante. Jamás se vio en toda la tierra montura semejante, ni jinete como aquel que la montaba, pues un relámpago parecía, mirando cuanto había en torno suyo. Ningún hombre, pensaron todos, sería capaz de resistir sus mandobles mortales.
Sin embargo, no vestía cota, ni yelmo, ni peto, ni pieza alguna de armadura, ni escudo y lanza con que parar y atacar, sino que traía en una mano un ramo de acebo, planta que ostenta el verde más intenso cuando los árboles se ven pelados y sin hojas, y en la otra, una hacha enorme y monstruosa, arma despiadada para quien tuviese que describirla: tenía su hoja una ana de largo, y su punta era de verde oro batido y acero; bruñida y de ancho filo, era tan afilada como una navaja barbera. El feroz desconocido la tenía cogida por su sólido mango forrado de hierro y con preciosos adornos grabados en verde. Enroscándose en ella, la recorría de un extremo al otro una cinta con abundantes y costosas borlas y adornos de reluciente verde ricamente bordados. Así entró el desconocido en el salón, sin bajar del caballo, y se dirigió al estrado sin temor a ningún peligro. A nadie dirigió saludo alguno, sino que miró a todos fieramente. Y sus primeras palabras fueron:
—¿Dónde está el que manda en esta asamblea? Deseo vivamente conocerlo, y tener con él unas palabras.
Y fue pasando su mirada de un cortesano a otro, al tiempo que hacía girar y encabritarse su montura; luego, se detuvo a escrutar quién podía ser.
Los presentes se quedaron inmóviles, con los ojos clavados en el desconocido; los hombres se preguntaban maravillados qué podía significar el que un jinete y su caballo fueran tan verdes como la yerba, y más brillantes que el esmalte sobre el oro. Los que estaban de pie le examinaron y se acercaron precavidamente, preguntándose qué haría. Pues habían visto visiones asombrosas, pero ninguna como ésta; y le tuvieron por un fantasma surgido del reino de las hadas. De tal modo, que ni siquiera los más valientes caballeros se atrevieron a responder, permaneciendo petrificados en sus asientos, aterrados por su voz sobrecogedora. En toda la grandiosa estancia se había hecho de repente un impresionante silencio, como si el sueño se hubiese adueñado de todos, y hubiesen perdido la voz; pero supongo que no todos callaban por temor: algunos guardaban un silencio deferente, a fin de que fuera el rey quien hablase al desconocido invitado.