—Es que vivimos en las afueras y como están las calles tan enlodadas…
Le agradecí la intención, pero aún me escandalicé más. La cabecita del niño estaba ardiente y empezó a toser de un modo peculiar, como si ladrara un perrito.
—Parece que le duele la garganta, doctor. No quiere tomar leche.
Le dije que volviera inmediatamente a su casa y le acostara. Le pregunté si había más niños pequeños en su hogar. Otro de cuatro años. Dormían en el mismo cuarto, mejor dicho, en la misma cama. ¡Debían separarles! No había sitio. ¡Cuidado, cuidado con todo, con los vasos, las cucharas, las ropas, los juguetes, cuanto perteneciera al enfermo! ¿Por qué? Porque estaba contaminado, infectado, lleno de microbios. Su esposa lo lavaba bien. ¡No era suficiente! ¡Hervirlo todo! ¡Hervirlo y quemar lo inútil! ¿Hervirlo? ¿Quemarlo?
No sabía lo que era difteria. No lo sabía nadie y sin embargo todos veían morir a millares de niños cada año.
J
asper y Alexander llevaban tres días encerrados en el laboratorio. Yo, durante la mañana, recorría calle tras calle, sustituyendo a Jasper.
Más casos de difteria. Más advertencia de higiene y desinfección. Más estupor entre aquella gente imbécil.
Por las tardes, en la consulta, inspeccionaba lenguas, ponía el termómetro, auscultaba pechos, curaba costras, corizas, sarna y toda suerte de enfermedades que trae consigo la suciedad. Conozco a distancia la indigencia humana. Desprende un olor característico que quedará en aquel gabinete por todos los siglos.
En el quinto día de la enfermedad, Jennie seguía resistiendo, sin haber sido necesaria la intervención. Alexander salió del laboratorio expresamente para ir a verla. Le aconsejé que se afeitara y se echara atrás la maraña de cabellos que le caía sobre los ojos. Estaba agotado y nervioso. Sólo una fuerza de voluntad superior a la de muchos hombres le había mantenido en su puesto, soportando los experimentos de Jasper con
Doroteo
. Yo no sé si a aquellos que aman a los animales les servirá de consuelo saber que en aquellos días sufrió más, mucho más, Alexander que el mico.
Dieron las tres y Honora abrió al primer cliente. La tarea empezaba de nuevo. Uno tras otro fueron llegando con una parsimonia más crónica que sus males. Ninguno nuevo. Las mismas caras cotidianas.
Ya habían transcurrido más de dos horas cuando entró el último. Era un ser tímido que venía de vez en cuando a quejarse de dolor de muelas. No me daba más trabajo que el de facilitarle la dirección de un dentista.
—Long Roadway, 48.
—¿Cómo dice, doctor?
—Otra vez el incisivo superior, ¿eh?
—¿Cómo dice, doctor?
—¡Que si le duele el diente de arriba!
—Yo venía solamente para ver si estaba en casa el doctor Jasper Sidney.
No se trataba del mismo ser tímido. Le había confundido.
—En efecto, el doctor Jasper Sidney está en casa, pero en ese momento no puede interrumpir su trabajo. Tal vez yo mismo…
—Usted mismo me indicó que pidiera por él. Vengo por una receta que…
¡Vaya, por Dios! ¡Quién se acordaba ya de la receta!
—Espere, espere un momento, que voy a ver…
Revolví en las papeleras desesperadamente. Llamé a Honora.
—¡Le juro que no la he tocado, doctor! Todos, todos los papeles desparramados los pongo debajo de este cenicero. Nunca tiro ninguno; ¡se lo juro por mi madre! ¡Se lo juro por la luz de mis ojos!
Me paré ante la puerta del laboratorio.
—Óyeme, Jasper, lamento darte la lata… ¿me oyes? Vienen por aquella receta que no sé qué del agua de cal y el aceite de almendras dulces. No la encuentro. ¿La tienes tú?
No obtuve contestación. Abrí la puerta y me asomé. No estaba allí. Fui al cuarto de los animales.
—Óyeme, Jasper, lamento darte la lata, pero…
Me callé en seco. Jasper permanecía sentado sin hacer nada, inmóvil, lívido, fijos los ojos ante sí.
Doroteo
yacía estirado en su jergón. Su pequeño rostro de animal era ya una horrible máscara de la muerte.
—¡Jasper! —susurré estremeciéndome.
Lentamente volvió la cabeza hacia mí.
—Murió a los seis minutos, Len. Es decir… —me mostró una jeringa hipodérmica vacía—, le mató esto.
Sentí que las rodillas me temblaban y tuve que sentarme.
—¡No puede ser… —susurré—, no puede ser que hayas fracasado, Jasper! Las proporciones de la toxina no debían…
—¡Todo estaba comprobado! ¿Lo oyes? ¡Esta vez todo estaba bien!
Se levantó y empezó a pasear arriba y abajo frenéticamente, asustando a las ratas y a los conejos.
—¡Cinco días y cinco noches neutralizando y rebajando la toxicidad, para obtener este resultado! ¡Y sabía que me pasaría eso, Len! ¡Lo sabía! Por ello aguardé a que Alexander se fuera. No podía abusar más de su tolerancia. En todo llevaba razón. No tengo derecho a torturar a esos pobres diablos. ¡Mueren sin motivo, inútilmente!
—¡Cállate, Jasper!
—¡Inútilmente, Len! —me cogió por los brazos; sus mandíbulas crujían—. Óyeme, óyeme bien: son incapaces de reaccionar como seres humanos. La diferencia fundamental entre la fisiología del animal y la del hombre puede anular por completo el valor de un experimento. ¡Ahora no sé nada! ¡No lo sabré hasta que…!
Me soltó, se volvió en redondo, se quitó la blusa blanca y se fue por el gabinete. Le vi descolgar el abrigo y encasquetarse el sombrero. Inmediatamente oí la puerta de la calle. No sé adónde iba. Tal vez de lecho en lecho buscando quien se dejara inyectar un remedio nuevo sin más garantía que la fe.
Lentamente me dirigí al consultorio. Me hallé de manos a boca con el individuo de la receta y aún no sabía qué decirle. Parecía asustado. Debió de oír las voces que dio Jasper.
—¿Para qué era esa receta?
—No lo sé, doctor. Vengo a buscarla por encargo del suizo de las vagonetas.
Ni por asomo supe quién era el suizo de las vagonetas. Ni siquiera sabía dónde había vagonetas en la ciudad. Era imposible extender otra receta sin saber exactamente de qué se trataba. Tendría que volver mañana.
—Buenas tardes, y perdone la molestia, doctor.
Me puse a coagular con la lámpara de alcohol una capa de materia que quería examinar. Transcurrieron las horas en el mayor silencio. Honora me dio las buenas noches y se fue recomendándome que antes de acostarme abriera la puerta del patio posterior, para comodidad de
Penique
y satisfacción de los amantes de la pulcritud.
Alrededor de las ocho y media sonó la campanilla. Antes de abrir la puerta oí los sollozos de una mujer. Descorrí el cerrojo y experimenté un sobresalto. Era la madre de Jennie. No sé qué me dijo; era imposible entenderla:
—El ahogo… aprisa… está aguardando…
Corrí al consultorio, cogí el instrumental, me puse el abrigo, cerré todas las llaves del alumbrado y me lancé tras la mujer, que se iba calle abajo a toda prisa, tapándose con una manteleta deshilachada. La niebla era densa y no circulaba nadie.
La calle de Rhode no estaba lejos. Por la noche me pareció más estrecha y deshonesta. Una ventana parpadeaba como un ojo soñoliento, reflejando la luz de una vela y más allá lucía la pálida cara del reloj anuncio. Busqué los escaparates del prestamista para saber que nuestra carrera tocaba a su fin, pero antes de verlos la mujer se detuvo. Habíamos llegado. A aquella hora, los escaparates estaban cerrados.
—Llora otra vez —cuchicheó la angustiada madre pegando el oído a la puerta.
En efecto, se oía el llanto ronco de la niña. Abrió y entramos a toda prisa. Bajamos los escalones a tientas. No había luz alguna. Traspusimos una estancia tropezando con todos los muebles y entramos en la habitación. Alexander nos aguardaba impaciente y en cuanto nos vio, exclamó:
—¿Y Jasper? Quisiera que también la viera.
—No estaba en casa. ¿Qué ocurre?
Me acerqué a la enfermita, la cual dejó de llorar y me miró con ojos desorbitados. Tenía contraído el rostro y erguía la cabecita buscando el aire que a duras penas absorbía.
—¡Hijita! ¡Pobrecita Jennie! —gritó la mujer arrojándose al camastro de la niña.
La aparté y la convencí para que se fuera a la otra pieza.
El estado de Jennie era gravísimo. La asfixia se había iniciado y su vida corría peligro.
—No perdamos un momento —dije—. Vamos a practicarle la intubación.
Empezamos a actuar rápidamente. Pedí bujías a la madre. Reunió dos velas y las corté en seis pedazos para multiplicar las llamas.
Alexander cogió una manta del lecho, envolvió con ella a la enfermita y la colocó entre sus rodillas. Me senté frente a él teniendo al alcance de la mano todos los instrumentos. Traté de abrir la boca de la niña, pero se resistió tenazmente. Su cuerpecito se retorcía con desesperación, y solamente Alexander consiguió apaciguarla. Pude introducir el abrebocas y se oyó un chillido ronco. Busqué la epiglotis y la oprimí contra la base de la lengua. Cogí la pinza provista del tubo metálico, desvié el dedo hacia la comisura para dar paso al tubo y con destreza lo conduje hacia el fondo de la laringe. Las piernas de la niña temblaban entre las de Alexander. Su piel adquiría progresivamente el color cianótico de los asfícticos. Me arrepentí de no haber usado el bisturí. Los segundos se hacían apremiantes y faltaba la introducción del tubo en la abertura de la glotis para que el aire pudiera llegar libremente a sus pulmones. Un sudor frío me cubría. Aguardaba un movimiento inspirado que me permitiera actuar.
—¡Pronto, pequeña, respira, respira!
Alexander me miraba fijamente, pálido; desencajado, apretando con su cabeza la de la niña sobre su hombro.
—¡Respira, Jennie, por Dios!
Los ojitos se desorbitaban. De repente hizo un movimiento convulsivo, se oyó un silbido metálico, mis manos movieron la pinza… Me pareció como si la niña se escurriera entre los brazos de Alexander; cayó fláccida. Cesaron todos los latidos. Alexander y yo nos miramos atónitos. Permanecimos en una inmovilidad y un mutismo absolutos mucho tiempo.
De pronto, se puso en pie, colocó el cuerpecito en el camastro y procedió a la extracción del tubo metálico con sumo cuidado, como si la niña viviera todavía.
—Len —dijo con voz desconocida—, ahí en el bar de la esquina está el padre de Jennie. Pregunta por Henry Nelson.
Abrió la puerta, dejó que yo pasara y llamó:
—¡Señora Nelson!
Salí rápidamente cruzándome con la mujer que atendía a la llamada.
L
a niebla me rodeaba y daba irrealidad al momento. Llegué a la esquina de pronto, sin que hubiera tenido tiempo de preparar las palabras que debía dirigir al padre de Jennie. Hasta entonces había ignorado que existiera y no me cabía en la cabeza haberle de conocer en aquellas circunstancias. Me paré ante las vidrieras del bar, incapaz de entrar, oyendo el castañeteo de mis dientes. Miré a través de los cristales, pero no vi nada porque estaban empañados. Súbitamente abrí la puerta y entré. No había mucha concurrencia. En una mesa jugaban a las cartas; en otra, una mujer de aspecto bajo hacía mimos a su compañero borracho. Cerca del mostrador, un hombre sin afeitar, ojeroso, de semblante pálido, miraba fijamente el vaso de ron que una vieja teñida de rubio le servía. Sin titubear me acerqué a él.
—Perdón… —murmuré.
El hombre se puso en pie de un salto como si tuviera los nervios deshechos. Me miró con tan terrible recelo que parecía adivinar lo que iba a comunicarle.
—Perdón —repetí—; soy el doctor Leonard Barker y… —me callé, con la garganta seca.
—¿Y…? —repitió él con voz ronca.
—Mire usted, debería ir inmediatamente a su casa, señor Nelson, su… su…
El hombre me interrumpió:
—Yo no me llamo así. Sufre usted un error.
Me quedé desconcertado.
—Ah… entonces… —miré alrededor, incapaz de identificar ya a Nelson—. ¿Sabe usted si es alguno… si hay alguien aquí que se llame Henry Nelson?
El hombre se me acercó tanto que percibí el olor a ron que despedía su aliento.
—¡Conque doctor! ¡Conozco el truco, amigo!
Sus palabras sin sentido me llamaron la atención. Le miré atentamente y, a pesar de todo, no me pareció embriagado. La vieja del pelo teñido intervino, visiblemente nerviosa:
—¡Déjale, Martino! Mire usted, doctor, el hombre que busca es aquél.
Me volví hacia donde señalaba: Nelson era el borracho compañero de la mujerzuela. Entre dientes pedí un jarro de agua fría a la vieja.
Entre tanto, el sujeto que olía a ron me miraba de soslayo. En la boca tenía un tallo de albahaca que movía frenéticamente.
—No tema —le dije con suavidad—, soy médico, tal como le he dicho. Nada tengo que ver con la policía.
Cogí el jarro y me fui hacia Nelson.
A
lexander nos aguardaba en pie, con el abrigo puesto y el maletín en la mano.
La madre, sentada en una banqueta, miraba fijamente la pared. Sus mejillas estaban mojadas. A su lado, secándose los ojos y sonándose, había otra mujer que al ver entrar a Nelson exclamó impulsivamente:
—¡Tú debías haber muerto, borracho!
Pensé que llevaba razón. Nelson, sin hacerle el menor caso, dijo a Alexander de un modo pastoso:
—Me acaban de decir…
—Sí —interrumpió éste—; intentamos practicarle la entubación laríngea, pero murió en la intervención.
El hombre lanzó un bostezo y farfulló:
—Muchos médicos, muchos… total, para nada. Ya te lo dije, Mary, chiflados, todos chiflados… Ahora vendrá la cuenta.
Alexander cuchicheó:
—Concluimos, Len. Ya podemos irnos.
A
nduvimos a lo largo de la calle de Rhode en silencio. Entre la niebla apareció la esfera del reloj anuncio. Marcaba las diez y cuarto. La humedad se metía en los huesos y la temperatura era glacial. Me detuve ante el bar de la esquina.
—Vamos a tomar un café caliente, Alexander. Entremos.
Comprendí que no me había escuchado. Sus párpados estaban bajos y las aletas de su nariz temblaban. El cabello negro le caía sobre la frente, pesado, mustio, como si formara parte de su abatimiento moral.
—Digo que un café caliente.
Me miró.
—No, Len. Entra tú. Yo me llegaré a la funeraria.
—¿A esta hora?
—Alfie no cierra nunca. He de advertirle que ponga el ataúd de cinc.
Y sin más, dio media vuelta, cruzó la calle y desapareció en la niebla. Escuché sus pasos hasta que se perdieron. Iba a pagar el entierro de Jennie.