—¿Qué le pasa?
—Lo he comprado.
El mico subió a mi rodilla bruscamente y casi me asusté. Jasper le reprendió al instante:
—¡Baja,
Doroteo
! —ante mi sonrojo se apresuró a añadir—. Lo siento, Len, pero se llama
Doroteo
.
Se produjo un silencio que yo interrumpí:
—Tenemos que cambiarle el nombre antes de que llegue Alexander.
—De acuerdo.
Procurábamos siempre no escandalizarle. Era ferviente católico y soportaba en silencio nuestras irreverencias cuando no las cometíamos a propósito.
—Podríamos llamarle
Kiki
. ¿Qué te parece, Len?
—Bien.
Pero en lo íntimo nos confesamos que
Doroteo
le sentaba mejor.
Después de unos instantes de meditación, observé:
—¿No hubiera sido mejor, digo yo, comprar en lugar de
Kiki
dos jeringas de veinte centímetros cúbicos?
—Óyeme, Len… verás, en realidad, lo que se dice comprarlo…
—No te entiendo.
—Mi intención…
—¡Jasper!
—¡Esta vez no! ¡Te aseguro que no!
Hacía año y medio, había robado un gato de dos meses de edad, en una droguería de la calle Durham. Según dijo, primero lo había pedido a su dueño y éste se negó a entregárselo si no le abonaba por él un penique. Jasper, naturalmente, no se avino al trato y se fue. Al volver la esquina vio que el gatito iba detrás de él; lo llamó, lo cogió, se lo metió en el bolsillo y lo trajo a casa sin remordimiento alguno. Según declaró, apenas notaba en la conciencia el peso de un penique.
Ahora, con
Doroteo
parecía más abrumado.
—Resulta —murmuró— que me lo han entregado a cuenta de mis honorarios.
—¡En fin! Alexander se pondrá contento con él.
—De Alexander precisamente quería hablarte, Len. Tú sabes cómo es. A veces, con eso de los animales se pone difícil y…
—¡No habrás aceptado al mico para someterlo al ensayo de tu suero antidiftérico!
La cara de Jasper se ensombreció.
—Para eso precisamente, Len.
Nos miramos unos instantes en silencio. Yo sabía que le dolía tener que tomar aquella resolución.
Doroteo
estaba sentado sobre su hombro y tenía hundidas las nerviosas manitas en su cabello rubio, hurgando con gran interés.
—
Kiki
—le dijo—, estate quieto, por favor; no hay nada donde miras.
Me incliné sobre el microscopio y miré el portaobjetos por no tener cosa mejor que hacer.
—¿Qué, Len? —oí después de un largo silencio.
—Nada. El sacrificio del mico no será en vano.
Doroteo
dejó en paz la rojiza cabeza de Jasper, dio un salto y se colgó de la percha, dio otro salto y se me agarró a la nuca; estremecido, empecé a bracear; volqué una redoma y rompí un tubo en ensayo. El mico gruñía de placer. Jasper me libró de él.
—Voy a encerrarlo en una jaula.
Doroteo
le torció el lazo de la corbata poniendo en evidencia los zurcidos de la camisa.
—¡Estate quieto!… Dime, Len: ¿qué te parece si le dijera a Alexander que lo recogí porque está enfermo?
No tuve tiempo de opinar. Los pasos del aludido resonaron en el gabinete, se abrió la puerta y apareció.
—¡Hola! —dijo.
Venía cansado. Sobre su frente se desplomaba un mechón negro y lacio. La niebla le dejaba húmedo y caído el cabello; y como agravante, siempre se dejaba olvidado el sombrero. Físicamente era bastante vulgar. Estatura mediana y complexión corriente. No sé a punto fijo si era guapo o feo; esto era lo de menos. Había algo en sus ojos que inspiraba honda confianza. Era sufrido, apacible y bueno, extraordinariamente parecido a un San Roque de yeso que tenía en la cabecera de su lecho. Vio al mico casi instantáneamente y la expresión de su rostro se avivó.
—¿Quién es? —preguntó.
Jasper y yo cruzamos una mirada rápida.
—Está enfermo. Me lo dio Robin para que se lo cuidara.
—¡Chiquito! —exclamó Alexander acercándose a él—. ¿Qué te ocurre?
Jasper impidió que lo cogiera y dijo muy vivamente:
—¡No lo toques! Escucha, procura no encariñarte con él… Tal vez se muera.
—No parece enfermo.
—Lo está.
—¿Qué tiene?
—No lo sé a punto fijo.
Doroteo
alargó el cuello por encima del brazo de Jasper y pegó un ojo al microscopio, como yo había hecho antes. No sé si los micos, en general, pueden soltar una carcajada. Aquél, en particular, lo hizo. Le vimos los dientes hasta los colmillos y chasqueó la lengua como si ya saboreara el montón de microbios que acababa de ver. Alexander le observó con atención y frunció las espesas cejas.
—Este mico no está enfermo, Jasper. Lo has traído para el ensayo de tu suero.
Hubo un silencio tan prolongado que temí verme en la obligación de romperlo yo. Aguardé la explosión de Alexander; sus sermones, sus reprobaciones, sus protestas… nada de eso vino. Bajó la cabeza; miró a
Doroteo
, le frotó el hocico con el dedo y murmuró:
—Sé valiente, chiquito.
Caminó hasta la ventana y se quedó inmóvil contemplando la niebla a través de los cristales.
Una inquietud me oprimió. Me acerqué a él y le pregunté suavemente:
—¿Qué te ocurre, Alexander?
—A mí, nada —y de un modo casi imperceptible añadió—. Pero deberías visitar en seguida a Jennie. No tiene paperas. Es difteria.
L
a pequeña contaba cinco años de edad. Era el único amor de Alexander. Se conocieron en la farmacia de James Coote. Él fue a comprar un escalpelo de filo de botón y ocurrió que mientras el farmacéutico se volvía loco buscándolo en la trastienda, entró Jennie tímidamente y creyendo que Alexander era el dueño, le pidió aceite de ricino para curar a un perro. En seguida rompió en llanto. El sentimiento de la niña impresionó a Alexander y fue apresuradamente a visitar al can. Éste tenía una pata rota. Alexander lo vendó y le puso un cabestrillo mientras Jennie le contemplaba admirada. Cuando hubo terminado, la niña le dio un sonoro beso. «Te quiero mucho», le dijo. Alexander jamás olvidó aquel momento. De vez en cuando habíamos visto a la pequeña en casa. Él la invitaba a visitar sus ratas blancas, sus conejos y palomos. Los dos limpiaban las jaulas y sostenían largas charlas sobre la alimentación de
Lady Grey
, que empollaba un huevo. Jasper y yo nos habíamos enamorado también de la niña, pero ella mostraba tal predilección por Alexander, que nos sentíamos despechados.
Al oír la noticia de su enfermedad, sufrimos una profunda impresión. Jasper, en silencio, cogió su maletín y se fue con paso rápido. Alexander tomó de la mano a
Doroteo
y lo condujo al cuarto de los animales. Permaneció allí mucho tiempo. Por la puerta entreabierta le vi sentado ante las jaulas de
Goddess
y
Pepper
. Ambos conejos estaban vacunados contra la difteria y, según Jasper, su suero sanguíneo debía convertirse en un antitóxico.
Me dejé caer pesadamente en el sillón de mi mesa de trabajo y releí por centésima vez las brillantes declaraciones de Roux y Yersin sobre el
Bacterium difteriae
. Luego me enfrasqué en los apuntes de Jasper, donde desarrollaba interesantes teorías reveladoras de una inteligencia muy superior a la mía. En realidad era muchacho de gran talento y poseía la energía de los que nunca se detienen. Muy duro, irritable, insufrible a veces, conseguía sobrecogernos a Alexander y a mí aunque él nunca se daba cuenta. Su amistad era sincera y respetaba nuestro modo de ser, divergente del suyo en muchos conceptos. No obstante, gozaba exteriorizando su desprecio por la sensibilidad y el misticismo de Alexander. «¡Debiste hacerte confesor y meterte a cultivar almas en vez de microbios!», le decía muy a menudo. A mí no me soportaba la vulgaridad y no se cansaba de repetirme: «Sólo tus manos, Len; tus manos valen un tesoro; lo demás es puro accesorio». Verdaderamente, llevaba razón. Sólo conseguía sentirme superior a él cuando me ayudaba a operar. Entonces le dominaba por completo. Pero es que cuando yo manejaba el bisturí lo dominaba todo, incluso la Muerte. Dios me había dado una agilidad poco común y se valía de ella para mantener en este valle de lágrimas a todos aquellos que, a pesar de sus terribles males, aún no debían comparecer ante su Divina Presencia.
Jasper regresó tarde de casa de Jennie. En cuanto se oyó la puerta de la calle, Alexander salió a recibirle ansiosamente.
—¡Los Nelson son pobres en todo! —le oí vociferar—. ¡Incluso en sentido común! ¡No saben lo que es difteria, no lo saben!
Entró en el laboratorio montado en cólera.
—¡Y no tienen aún bastante suciedad en sus malditos catres, que han de ponerle a Jennie unturas de…! ¡Santo Dios! ¡De ajo!
Alexander se frotó los ojos con fatiga y murmuró:
—Les aconseja la señora Richardson, que vive en la madriguera de al lado y respeta a los piojos porque succionan la
sangre mala
de la cabeza. ¿No sería mejor llevar a Jennie a alguna otra parte?
—De momento, no. He conseguido mejorar la situación. La madre está asustada y dispuesta a obedecer. De todas formas, Alexander, procura ir a menudo por allá. Les gustas más que yo y tal vez logres eclipsar el prestigio de esta dama protectora de piojos. Jennie ha preguntado por ti y por
Ostrich
… A propósito: ¿quién es
Ostrich
?
—El hijito de
Duchess
.
Jasper no insistió.
Nos dirigimos a la cocina en busca de la cena que Honora nos había preparado.
—Se halla en el período inicial; empieza a ser visible en su amígdala el depósito opalino.
El depósito opalino que había de adquirir el carácter de las falsas membranas asfixiantes…
Saqué del armario una fuente con ronchas de merluza mojadas en una salsa indefinida. Nunca podíamos averiguar qué musa culinaria inspiraba a Honora.
—Me preparo una ensalada de cohombro —advertí—. Al que le apetezca, que haga el favor de avisarme ahora que estoy a tiempo de aumentar la cantidad.
Ninguno dé los dos dijo nada. Ni siquiera tuvieron la cortesía de escucharme. Jasper se sentó a la mesa y olió desmayadamente el intento de rosbif que no había quedado bien perdigado.
—A veces Honora no sabe lo que se pesca —gruñó—. Deberías casarte, Len. Nos hace falta una mujer y tú serías capaz de soportarla.
Descabecé el cohombro con extraordinario empuje. Alexander llevaba trasteando en el armario tanto tiempo que me llamó la atención.
—¿Qué es lo que buscas?
—El salero —me notificó.
—¿Y qué es esto que tienes en la mano?
—El salero.
—Tal vez Jennie mejorará mañana —le dije sin convicción.
La cena desarrollóse con toda normalidad, pero terminó sin armonía a causa de la ensalada de cohombro.
E
l producto del hurto que Jasper había cometido en la droguería de la calle de Durham hacía un año y medio se llamaba
Penique
. Era en la actualidad un gato gordo de aspecto bonachón y andar cachazudo. Excesivamente chato, poseía unos ojos vivos y nítidos como cristales amarillos. Dudo que otro gato igualara su belleza. Era completamente blanco y él mismo cuidaba de su aseo. A las horas de visita se abstenía de cruzar el consultorio; le repugnaba que nuestra clientela le acariciara. La mayoría de las tardes las pasaba en el laboratorio, sumido en profundas meditaciones, al lado de Alexander. Simpatizaban mucho los dos, pero me atrevería a decir que era el único animal por el cual Alexander no se desvivía; rareza debida sin duda a que
Penique
era el mimado de Jasper y éste le azuzaba contra las ratas de Alexander desde que
Sir Mouse
le había roído las páginas de una
Patología
de Augusto Nelaton.
Estaba yo atareado vendando los dedos de un afilador de cuchillos que había tenido la desgracia de comprobar su habilidad consigo mismo, cuando oí que
Penique
raspaba la puerta a uña desnuda para introducirse en el consultorio. Sin duda se sentía solo. Alexander estaba en casa de Jennie actuando de enfermero y Jasper llevaza trazas de no regresar hasta muy tarde. Abrí la puerta y el gato entró.
—
Miau
—me dijo.
Le contesté que lo sentía mucho, pero que me era imposible interrumpir mi trabajo para darle de comer. Se encaramó en un sillón aburridamente y miró al afilador con sorda antipatía. El afilador le miró a su vez y pensó: «¡Tú gordo y lucido y yo en ayunas!».
Concluí el vendaje y le dije que volviera al día siguiente. En el gabinete, que habíamos convertido en sala de espera, aguardaban seis o siete personas más. Miré la hora: las cuatro y diez. A las cinco en punto debía acudir a la clínica de nuestro querido colega el doctor Pressburger para practicar una sangría. No era raro que me llamara de vez en cuando. Conocía la agilidad de mis manos; me había visto operar extraordinariamente bien, encaramado en una escalera, cuando el primer ascensor instalado en la ciudad se paró a la mitad del recorrido llevando a Jem Marlowe enganchado por un pie. Mi rapidez y sangre fría habían sido un verdadero prodigio y él lo había reconocido. Por eso, y además porque a menudo le urgía tomar el tren de las cinco para regresar a su finca de «My Well», me encargaba algún trabajillo. Han practicado sangrías con éxito incluso las amas de casa, pero esta vez el cliente debía ser distinguido y yo sería presentado como el cirujano especializado. A mí, sinceramente y dejando aparte el amor propio, no me iban mal las tramoyas de nuestro querido colega. En aquella ocasión, por ejemplo, me permitiría comprar dos jeringas de veinte centímetros cúbicos.
Entró el siguiente; tenía un panadizo. Le bañé el dedo, le apliqué una compresa y le despedí. Entró otro: una torcedura en el tobillo. Otro: granos. Otro: roña. Faltaban dos más. Miré el reloj: las cinco menos cinco. El penúltimo sólo venía a recoger una receta, aunque había tenido la paciencia de esperar a que le tocara el turno. Jasper ya me había advertido que la hallaría sobre su mesa. Pero no estaba sobre su mesa. La busqué en la mía, en la de Alexander, en los bolsillos de todas las blusas blancas, alcé los tinteros, los libros, los ficheros… Quedamos en que el hombre volvería por ella cuando estuviera Jasper.
La última persona de la sala me llamó poderosamente la atención. Se trataba de una joven bien vestida, de aspecto decente y rostro lindísimo. Iba sola. Permanecía en un rincón del gabinete, visiblemente nerviosa, y cuando la invité a entrar al consultorio su tez se coloreó como una amapola. Llevaba en la cabeza algo muy parecido a un sombrero y sus faldas recogidas en un galimatías de pliegues se le abollaban por detrás dándole el airoso aspecto de una grulla. Sobre su pecho brillaba un crucifijo.