Me llené la cara de jabón de afeitar y, por asociación de barbas blancas, pensé en el doctor Garrett, de Londres. Notifiqué a Jasper que se hallaba camino de la ciudad, y se alegró.
—Podría sustituirte. Pareces un alma en pena.
Me volví de cara al espejo, abrí la boca, me apreté la lengua y me inspeccioné la garganta. Todo normal.
Busqué en el ropero y me puse una chaqueta de Alexander. La mía debía de seguir llena de microbios en la ambulancia. Ni aun después de sometida a los efectos aldehidofórmicos me vería con ánimos de ponérmela.
Abajo sonó la campanilla de la puerta con la pertinacia de un grito de socorro. Aunque Honora podía tomar el recado, Jasper se precipitó por la escalera sin haberse lavado, ni afeitado, ni acabado de vestir. Escuché, atento a mi vez. El silencio me enervó. Corrí al balcón y miré si frente a la casa estaba el
Voiturette Ford
de Sir William. Sólo vi dos transeúntes empujados por el viento.
Salí del cuarto y bajé la escalera. Jasper aguardaba en el último peldaño. En sus ojos brillaba una furia fría y sosegada.
—Hay un aviso para la calle de Malhaud, número siete —dijo—. Ve tú y dile a Nettie que estoy muerto y enterrado.
Le contemplé atentamente… Sin embargo, las puntas rubias de su mentón, las pupilas sagaces y el absoluto desaliño de su vigorosa persona le daban en aquel momento apariencia sensual. Sonreí pensando en la maldición que lanzó el día en que la linda Nettie le mandó llamar urgentísimamente para que le recetara algo contra el sarpullido que le producía el uso diario del colorete.
—Está bien —le dije, guiado por el gran afecto que siempre le he profesado—, iré yo.
Un efluvio de café llegó hasta mi nariz. Este síntoma de desayuno me llevó a la cocina.
Tomé un huevo y una taza de café con leche bajo la mirada insistente de Honora.
—¿Qué? —le dije de pronto—. ¿Tengo aspecto de alma en pena?
Lanzó un grito de protesta y exclamó:
—¡No, no! ¡Está usted muy guapo esta mañana, doctor! El tinte pálido le favorece.
Me notificó que llevaba pelo de gato en la chaqueta y me cepilló. Así estaba toda la ropa de Alexander. Luego me dio el sombrero y fue a buscar el maletín. Mientras tanto, me miré en el espejo del gabinete.
A
ntes de llegar al domicilio de Nettie, el inspector de policía Wyatt detuvo su landó y me llamó sonriente. Me estrujó la mano, insistió en que yo trabajaba demasiado, me dijo con buenas palabras que me encontraba cadavérico, me hundió un cigarro en la boca y me notificó que Martino había sido visto en el golfo de Wash, disfrazado de pescador.
Llamé al número siete de la calle de Malhaud.
Me abrió la madre de Nettie, a la que tomé por un papú de Nueva Guinea. Todavía trato de asimilar que la suprema fealdad pueda engendrar seres lindísimos.
—Nettie, mi niña, padece horriblemente, doctor.
Con un sobresalto, exclamé:
—¿La garganta?
Negó, señalando el estómago.
La seguí por un corredor que olía a rancio y entré en el cuarto de la enferma. Había cortinas en todas partes, y los muebles, tapizados con damascos que habrían sido hermosos daban a la pieza un coquetismo ajado. La muchacha yacía retorciéndose, gimiendo, empolvada, rizada, adornada. Al verme, calló en seco, irguió el busto y me miró con desencanto.
—¿Y el doctor Jasper Sidney?
La abrumadora seguridad de estar perdiendo el tiempo me desesperó.
—¿Qué es lo que le duele, señorita?
Echó atrás la cabeza consiguiendo extender los plateados cabellos sobre la almohada.
—Aquí, doctor —susurró, apartando la sábana y mostrándome una pechera azul celeste llena de encajes y cintas.
—¿Sobre este lazo?
Asintió con un quejido.
Me guardé muy bien de entrar a fondo en el examen.
—Bicarbonato sódico —receté en el acto.
Luego, exasperándome de mi propia parsimonia, desaté la cinta azul y aconsejé que no volviera a ser atada hasta transcurridas unas horas.
—¡Oh, doctor! —cuchicheó Nettie—. Me intimida su tono áspero. ¿Trata así a todos sus pacientes?
—Sí, señorita. Y ninguno se queja. Perdone, tengo que irme; me aguardan enfermos graves.
Sus radiantes ojos reflejaban juventud y no dejaba de sonreír para que yo reparara en los hoyuelos de sus mejillas. Y, en efecto, reparé. Su expresión era terrible. Di por sentado que era a causa de mi tinte pálido.
—Ustedes, los médicos, atareados con la muerte, olvidan la vida.
La cabeza me dio un tumbo. No era aquélla una frase estúpida aunque lo fuera quien la había formulado. Contemplé atentamente a la muchacha tendida en el lecho. Era una expresión latente de la vida, esa vida que nos llama con fuerza de ley natural… Sin embargo, yo acudía a los lechos de la agonía para luchar con la muerte; me empeñaba en vencerla, olvidando que la absoluta victoria sobre la destrucción radica precisamente en esta Naturaleza de inagotable fuente creadora.
—¿Por qué se ha quedado tan pensativo, doctor?
Olvidé darle una contestación. Retrocedí anonadado, salí a la calle y maquinalmente me dirigí a Saint-Constantine.
A medida que me acercaba al convento, mi paso se aflojaba. Aunque quería andar aprisa, no podía. Cuando volví la esquina y apareció frente a mí el gran edificio gris rodeado de una tapia por donde asomaban amarillentas copas de eucaliptos, me invadió una oleada de calor. Me detuve ante la verja respirando ávidamente la fría atmósfera. Los transeúntes pasaban por mi lado encogidos dentro de sus ropajes. El viento levantaba remolinos de arenilla y agitaba mi abrigo continuamente. Me vi precisado a avanzar. En el zaguán del convento volví a detenerme incapaz de tirar de la campanilla. Era imposible que desde allí se oyera la tos de los enfermos y, no obstante, en mis oídos resonaban todos los chirridos agónicos de Saint-Constantine.
Bruscamente llamé. Me abrió el doctor Lee en persona. El viento penetró en la sala cerrando dos puertas de golpe.
—Le estaba esperando, doctor Barker. Venga en seguida, por favor; una de las «hermanas azules» presenta síntomas de contagio.
Me quedé clavado en el suelo.
Detrás de mí, la furiosa corriente de aire empujó con violencia la puerta del zaguán, encerrándome en el convento. Seguí al doctor Lee.
Pasamos junto a los carros de cura. Montones de gasas sucias, montones de ropa contaminada… El corazón me latía desenfrenado. Me arrimé a la pared. Cruzamos la sala de los recién operados. Todos, forzosamente mudos, fijaban en mí sus ojos dilatados por el espanto. Tuve que bajar la cabeza para no verlos. Los silbidos metálicos de sus laringes artificiales me siguieron hasta la celda donde yacía la «hermana azul».
El doctor Lee abrió el postigo de la ventana y entró la luz. Vi a la mujer tendida en la cama, vestida aún. En la mano apretaba un librito negro con una cruz. Estremeciéndome toqué su húmeda muñeca. Pulso rápido, fiebre, cefalalgia… y en la amígdala, la pequeña señal a manera de clara de huevo coagulada.
No supe qué decir ni qué hacer.
Tenía que irme urgentemente. Más tarde volvería.
Salí de Saint-Constantine a toda prisa. Anduve a lo largo de la calle, crucé la calzada, busqué el bulevar y me perdí en un remolino de gente que transitaba, palpitaba y vivía.
N
o sé cuánto tiempo llevaba sentado en aquella mesa del café Flowery. A mi derecha se movía un círculo de sombreros femeninos. Era un grupo de muchachas que tomaban dulce del paraíso. Las acompañaban dos chicos vestidos a la americana que resistían valientemente todas las bromas y todas las risas. A mi izquierda había un espejo con una amapola pintada al óleo. Junto al tallo de la ardorosa flor veía mi rostro descolorido. Las mejillas se me hundían y los ojos se me agrandaban. Ni mi gesto ni mi expresión pertenecían a un joven de veintinueve años. Había envejecido un siglo.
El camarero se me acercó. Temí que me preguntara si me sentía enfermo. Pero se limitó a ofrecerme una carta de aperitivos.
—¡Dulce del paraíso! —exclamé.
No me gustaba; no lo probé siquiera. Sólo había sido un grito espontáneo, como si intentara recuperar la juventud. Cuando no hubo nadie a mi alrededor, cuando las risas y las bromas me dejaron, me levanté y busqué la puerta de salida.
Anduve sin rumbo fijo. Creo que me dirigía a casa.
Las calles estaban desiertas; debía de ser la hora de comer. Busqué mi reloj de bolsillo y mi mano se detuvo un segundo sobre el corazón. No percibí latido alguno, a causa del chaleco. Llegué a Spick; me encorvé como si cada una de aquellas casuchas que dejaba atrás fueran cayéndome encima. Cerca de la calle de Rhode vino a mi encuentro una anciana desdentada, hablando continuamente y tan aprisa que no la pude entender. Era la madre de Moses MacDonald, sorda como una tapia, que en su desgracia se libraba de oír los estertores de su nuera. La joven se extinguía desde la noche anterior sin que hubiéramos podido hacer por ella nada en absoluto. Seguí a la vieja automáticamente.
Me quedé ante la joven enferma, en pie, como una estatua. No le tomé el pulso siquiera. Observé estático aquel pecho que subía y bajaba en una disnea precursora de la muerte. De vez en cuando un golpe de tos sacudía sus descarnados miembros. Había perdido la forma de mujer. La camisa empapada en sudor, desabrochada y arrollada al cuerpo como un harapo, dejaba ver sus huesos prominentes como si quisieran perforar la piel. De repente abrió la boca, se irguió y fijó sus febriles pupilas en mí. La expresión de su cara se me clavó en el cerebro como un cuchillo y brotó la imagen de Nettie, la sonrisa de sus labios, la exuberancia de su cuerpo. Retrocedí. Tropecé con un lío de ropa sucia, arrastré una media con el pie; la sacudí desesperadamente. No se desprendió; tuve que tirar de ella con los dedos. Froté la mano por la pared, hasta que comprendí que la misma pared estaba contaminada. Huí.
L
legué a casa exhausto. Llamé repetidas veces, sin acordarme que en el bolsillo llevaba la llave. Me abrió Honora.
—¿Qué tiene, doctor? ¿Qué le pasa? —dijo asustada.
No contesté nada; me enfrenté con el espejo y abrí la boca. No había buena luz.
—Abra, Honora… ¡Por Dios, abra la ventana!
Sin aguardar a que lo hiciera, me precipité hacia el gabinete, donde había otro espejo. Entré y me detuve sobresaltado. El cuarto estaba lleno de gente. Gente silenciosa, muda. ¿Qué ocurría?, ¿qué hacían allí congregados? Todos habían vuelto los ojos hacia mí y me contemplaban de arriba abajo. De pronto se abrió la puerta del consultorio y apareció la cabeza de Alexander.
—El siguiente —dijo.
Y recordé. Eran las tres de la tarde.
—¿Qué sucede, Len? —exclamó al verme.
Me introduje rápidamente en el consultorio atropellando al hombre a quien le tocaba el turno. Cerré de golpe, me eché en un sillón y me cubrí el rostro con ambas manos.
—¡No puedo! ¡No puedo continuar!
Alexander puso la mano sobre mi hombro.
—Leonard —cuchicheó—, cuéntame lo que te pasa, por favor.
—¡No sé lo que me pasa! ¡No te acerques! ¡No me toques! ¡Apártate, Alexander, por Dios!
Se arrodilló a mi lado, me asió por las muñecas y me obligó a levantar la cabeza.
—Te crees enfermo de difteria, ¿verdad?
Un silencio pesado siguió a estas palabras. Lentamente fui derrumbándome y mi frente cayó sobre su brazo.
—Sé que no tengo nada —balbucí—. Sólo miedo.
Esta confesión me arrancó un sollozo. Los pacíficos ojos de Alexander recorrían mis facciones, participando de aquella terrible angustia. Oprimí su mano y exclamé:
—Ya no puedo volver al lado de ningún enfermo, Alexander. Ya no soy capaz de hacer nada por ellos… ¡Me repugnan!… ¡Me espanta la muerte, me vuelve cobarde, loco! ¡Quince días luchando con ella! ¡Quince días viendo cómo carcome y destruye! ¡No puedo! ¡No puedo!
Mis palabras se tornaron incoherentes. Lloré y gemí como un niño. Apreté los puños, me hice daño, perdí el sentido de la realidad y me hundí en un desvarío.
Me sacó de él un poder casi hipnótico. La mano de Alexander tapaba mis ojos. Las venas de mi cuello y de mis sienes cesaron de palpitar y una extraña sensación de paz me dobló la cabeza sobre el pecho.
—Óyeme, Len…, ¿me oyes?… Tú no tienes miedo…, no tienes miedo…, es sólo cansancio… Eres fuerte y podrás vencerlo todo, pero ahora debes descansar… Vete arriba, échate en la cama… duerme. Mañana todo habrá pasado.
Y aunque él no creía lo que me decía consiguió que lo creyera yo.
La tremenda crisis nerviosa me impidió cerrar los ojos durante dieciséis horas seguidas. En el transcurso de este tiempo permanecí tendido en el lecho, mirando las cortinillas de la ventana, temblando de pies a cabeza. Hacia la madrugada, Alexander notó que no dormía y fue a buscarme narcotina. Quedé amodorrado.
Por la mañana, antes de que Jasper se fuera, noté vagamente que me tomaba el pulso y me tentaba los ganglios linfáticos. Advirtió que le miraba a través de las pestañas; me preguntó si tenía cosquillas, se echó a reír y me propinó un cachete. Nunca supo que su broma me costó un desmayo.
Hacia el mediodía me despertó Honora sin querer. Metió tanto ruido por la escalera con el cubo, la pala y la escoba, que me dejó completamente despejado. Abrió la puerta poco a poco, asomó la cabeza con tiento y seguidamente entró de puntillas.
—Es igual, Honora —susurré.
Me preguntó cómo me encontraba, y le notifiqué que si se iba del cuarto un momento me vestiría y podría comprobar si aún me aguantaba de pie. Obedeció. A través de la puerta me hizo saber que habían traído del hospital mi chaqueta desinfectada.
—Cuélguela en el armario —dije, poniéndome de nuevo la de Alexander.
Le di permiso para entrar y empezó a sacudir los colchones, repasándolos concienzudamente para ver si descubría otro batallón de chinches. De pronto suspendió la tarea, se puso las arrugadas manos en la cintura, y exclamó:
—El cuarto del huésped debe de estar hecho una pocilga, doctor.
—No, no tanto.
—¿No se cura el pobre de su picor?
—Al contrario, Honora. Creo… creo que hay para otra semana.
—El doctor Sidney me dijo que tenía granos hasta en las orejas.
—Sí, sí, en efecto.
—Pero no se los vi.
Sentí una punzada en la cabeza.
—¿Cómo dice, Honora?
—Que su rostro me pareció muy pálido y limpio.