Si a los tres años no he vuelto (10 page)

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Authors: Ana R. Cañil

Tags: #Drama, Histórico

BOOK: Si a los tres años no he vuelto
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Jimena arqueó las cejas. No entendía a Ramón.

—¿Cómo se hace un «¡Arriba España!» en la cabeza?

Su cuñado se carcajeó con ganas.

—Como no lees los periódicos del régimen ni te buscas amigas de las nuevas, no te enteras. Ese peinado que ves a todas por la calle, cardado hacia arriba, como si llevarais un arbusto bien podado en la cabeza, ese que os hace más altas, se llama «¡Arriba España!». Así que vete a la peluquería y pide un «¡Arriba España!» antes de pasarte a por la cartilla. Ah, Jimena —y esta vez la risa de su cuñado había desaparecido—, tienes que trasladarte a vivir con mi madre y conmigo. Ayer fueron dos policías de la secreta a buscar a Luis a Pontejos. Entraron en el almacén. Saben perfectamente que vivíais allí. Ya me he encargado del asunto, pero no puedo protegerte de los falangistas.

A la chica se le cortó la respiración. Durante unos segundos se quedó muda. Se había levantado y recogía el bolso tras la explicación de su cuñado sobre el peinado, pero el «ah» final y la noticia de que tenía que compartir piso con su suegra, a la que había visto una vez en la vida y de refilón, salvo aquel lejano verano cuando conoció a Luis y a Ramón y casi ni se fijó en la madre recién enviudada, había paralizado sus movimientos. Se acordó del desprecio de aquella tarde de recién casada, cuando acompañó a Luis, y en la que su marido ni la dejó entrar en la sala, tras cruzar unas palabras airadas con su madre. No creía que pudiera soportarlo.

Se había convertido en estatua de sal y su cuñado, a su espalda, lo adivinó.

—Jimena, es por tu seguridad. He hablado con Vicenta, la criada de toda la vida. Es como nuestra segunda madre y tiene debilidad por Luis. Te ha preparado su cuarto, que está hasta con sus cosas de pequeño. Te acompañará. En cuanto a mi madre, ni siquiera tendréis que veros.

Silencio. Jimena siguió clavada en el centro de la estancia, medio inclinada sobre su bolso. Su imagen le resultaba irreal a su cuñado, que no quería parar en su monólogo. No podía, porque sabía que si paraba, ella notaría la incredulidad de él en sus propias palabras.

—El piso es enorme. Le he dicho a Vicenta que estaba seguro de que preferías comer con ella en la cocina. No por ofenderte, sino porque te resultará más cómodo. Y también, la verdad, porque mi madre no quiere cruzarse contigo, así que estáis en la misma situación. No me lo pongas más difícil. Estoy en el medio y lo que sí que sé es que no puedes quedarte en Pontejos. Con la cartilla, ni tendrás que pedir nada a mi madre. He jurado a mi hermano que me ocuparía de ti, y te prometo que así lo haré, quieras o no. Mañana te recojo en el almacén, antes de que abran. Entra por la puerta de atrás, que nos vamos a Don Ramón de la Cruz. Salamanca es el barrio más seguro de Madrid y los falangistas no te van a buscar ahí.

12

Las cinco semanas que estuvo en Don Ramón de la Cruz quedaron como una extraña nebulosa en la mente de Jimena. No veía a su suegra, pero sí la sentía. Y a sus amigas, que acudían los miércoles por la tarde a tomar el té. Todas señoras con peinado «¡Arriba España!» y peineta para ir a misa los domingos, a los Jerónimos, según le contaba Vicenta, su único y mejor apoyo en aquel tiempo oscuro.

Con desenfado, su suegra había recuperado su vida de antes de la guerra. Cuando doña Elvira salía a última hora de la mañana a tomar el aperitivo en Embassy, Jimena ya había ido a la compra con Vicenta, le ayudaba en la cocina y, aprovechando que la dueña no estaba, echaba una mano a la vieja criada también para cambiar a la abuela, un vegetal que ni sentía ni oía, pero a la que había que mover, sentar en un sillón para que no se le llagara el cuerpo y cambiar las ropas de la cama todos los días.

Ramón se irritaba si pillaba a Jimena trabajando como si formara parte del servicio. Una tarde que doña Elvira había salido a echar la partida de
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y Ramón regresó antes de tiempo, la encontró en la cocina, quitando las vainas de las judías verdes —un lujo aún en Madrid, pero que ella y Vicenta habían conseguido a través del portero—. Ramón, sin mediar palabra, le quitó el cuchillo y la judía de las manos, la cogió del brazo y la llevó a la salita, que Jimena ni siquiera pisaba para ayudar a limpiar. Doña Elvira se le hacía muy cuesta arriba en todo. Incluso con su ausencia en la sala.

—Eres la mujer de mi hermano, Jimena. No una criada. Te prohíbo que ayudes a Vicenta. Si mi madre no quiere verte o tú a ella, me parece muy bien. Vete al salón verde o a la biblioteca, pero no quiero ver más esas manos sucias, pelando judías o patatas.

Por más que Jimena le explicó que necesitaba tener las manos y la cabeza ocupadas, que prefería ayudar a Vicenta, Ramón se negó. Ambos se pusieron en pie al mismo tiempo, dando la conversación por terminada. Sus cabezas chocaron, y Ramón, en un impulso que no se perdonaría en la vida, se delató ante sí mismo y ante su cuñada cuando, sin poder contenerse, se inclinó a besarla. Ella torció la cara en un gesto instintivo y el muchacho, porque en ese momento sólo era un muchacho azorado, salió de la sala con un precipitado: «Perdona. ¡Por Dios, perdóname!».

Dos semanas después, Vicenta comunicó a Jimena que el señorito Ramón había alquilado otro piso, bonito y señorial, en la calle Ayala, muy cerca.

—Para mí, señorita Jimena, que don Ramón tiene una mantenida y no quiere que doña Elvira se huela nada.

Jimena calló. Para entonces, finales de junio, su suegra estaba en la sierra, en una de sus fincas de Cercedilla, que era ahora su lugar de veraneo, y ella tenía otras preocupaciones en la cabeza: si en una semana no tenía la menstruación, sería su primera falta. No le importaba. Era su hijo y el de Luis, una muestra de su amor, de que por más que el mundo quisiera, nada podría separarlos.

Doña Elvira envió recado a Vicenta. Hacía calor y pensaba quedarse en Cercedilla todo el verano, como algunas de sus amigas, para recordar y retomar los largos veranos de antes de la contienda. Para Jimena fue un alivio. Precisamente en esa primera semana de julio, después de varios días pasando sólo de visita a ver cómo funcionaba todo, Ramón se había presentado en la casa a media tarde con noticias de Europa. Según su cuñado, la guerra era inminente, porque a Hitler no había quien lo parara. Aquella tarde, en un aparte en la cocina, cuando Ramón pasó a dejarle el dinero a Vicenta para las necesidades de la semana, la vieja fámula le dio la noticia:

—Señorito, no sé si eso es bueno o malo en estos momentos, pero siempre es una bendición de Dios.

—¿De qué hablas, Vicenta?

—¿No se lo ha dicho la señorita Jimena? A mí tampoco, pero no hace falta. Está embarazada. Seguro. Tiene arcadas y no sujeta nada en el estómago desde hace unos días. Señorito, o mucho me equivoco, y de esto sé algo, o va usted a ser tío.

Ramón salió dando tumbos del piso. No pudo despedirse de su cuñada. Una mezcla encontrada de sentimientos, de ternura, de miedo, de vergüenza, de responsabilidad le invadía. Y lo peor era que no sabía dónde encontrar a Luis. Ni siquiera si sería conveniente informarle. Que había cruzado los Pirineos era seguro. Pero la única señal que obtuvo del hecho fue mediante una nota que le dejaron en el buzón, escrita a máquina, en un sobre y con un simple «todo en orden». Tenía que hablar con Jimena. Tenían que organizarse más allá de lo que dijera su madre. Su madre. De pronto, por el rostro de Ramón pasó una sombra cuando pensó en su madre y su reacción el día que le dijera que iba a ser abuela. Pero antes tendría que confirmárselo Jimena.

No hubo oportunidad. Una semana después, y antes de que volviera doña Elvira, se presentaron tres falangistas con correajes en Don Ramón de la Cruz pasadas las doce de la noche. El sereno les había abierto la puerta y Vicenta, ingenua cuando oyó que venían de parte de doña Elvira, también. Sacaron a Jimena de la cama, le dieron sólo el tiempo necesario para cambiarse mientras esperaban en la sala ante una Vicenta horrorizada, que no entendía nada, y la bajaron por las escaleras. La criada sólo tuvo tiempo de ver el coche que arrancaba mientras lanzaban a la muchacha sobre el asiento de atrás con modales bruscos. Durante unos segundos, dudó entre dejar o no a la abuela sola.

Esperó un rato, se echó una rebeca a los hombros y salió corriendo por la calle Velázquez, hasta el piso de Ayala donde vivía el señorito Ramón.

Sus palmadas parecían no tener eco para el sereno, que tardó en abrirle, pese a la fuerza con que la vieja criada gritaba el recién instaurado «¡Sereno, ave María Purísima!». Por fin, oyó la respuesta y las llaves: «Ave María Purísima, las doce y sereno».

Vicenta subió las escaleras hasta el segundo piso. Llegó sin resuello. Eran cerca de las dos de la madrugada y aporreó el timbre. Ramón apareció, embutido en su batín, mesándose el pelo tras abrir la mirilla, y asustado al reconocer a Vicenta.

—¿Qué pasa? ¿La señorita Jimena se ha puesto enferma?

—No, señor. Se la acaban de llevar los falangistas. Perdóneme. Les he abierto porque han dicho que si estaba doña Elvira y que venían de parte de ella. No sé, señor, pero la han metido en un coche con muy malos modos.

Disparado, Ramón regresó a su dormitorio. Sus manos temblaban mientras intentaba abrocharse los pantalones. De pronto, como una ráfaga, una idea pasó por su cabeza.

—Vicenta —llamó—, ¿le comentaste a mi madre que iba a ser abuela?

Desde el vestíbulo, Ramón pudo percibir el silencio aterrado de la criada. Después, la respuesta.

—Señorito, la semana pasada, cuando la Juana volvía a Cercedilla con sus señores, ya sabe, los amigos de su madre, sí, sí que se lo dije. Pero doña Elvira no sería capaz…

—Cállate, Vicenta. Y vuelve a casa con la abuela.

Durante las tres semanas siguientes, Ramón movió cielo y tierra por todo Madrid. Levantó a sus amistades, visitó hasta los despachos de alguno de los ministros del nuevo Gobierno, elegido en agosto, entre los que tenía amigos. Todo en vano. A su cuñada se la había tragado la tierra o, como él temía, una de esas comisarías siniestras que tenían los falangistas. Funcionaban las checas del partido del mártir José Antonio Primo de Rivera, pero en secreto, a veces en colaboración con la policía secreta, obsesionada con el comunismo y la masonería.

Ramón sabía que se preparaba un tribunal especial contra la masonería y el comunismo al que pronto se daría forma legal. Allí se llevaban a supuestos masones, ilustres sospechosos, viejos amigos de su padre, y no quería escuchar más. Tenía mucho de qué ocuparse, entre otras cosas de las preguntas que todos los días le llegaban sobre el paradero de su hermano. Recados de amigos bien situados en el régimen sobre lo conveniente que sería que Luis apareciera y se integrara en el nuevo sistema. Todo le sería perdonado con un poco de colaboración. Ramón no sabía dónde estaba su hermano, pero lo que sí sabía era que nunca colaboraría.

Como autodefensa, también hacía oídos sordos y vista ciega a lo que veía entrar y salir del Ministerio de Gobernación, la antigua Casa de Correos, desde cuyo balcón, tan lejano como hacía ocho años, se proclamó la República.

Daba igual que su cuñada estuviera en manos de falangistas o secretas. O de una combinación de ambos. En aquellos días, los ánimos estaban exaltados tras la declaración de guerra de los aliados contra Alemania. Los falangistas querían parecerse a las firmes, brillantes y negras SS. La brigada de lo político-social estaba encantada de emular a la Gestapo. Alemania y su Führer eran tan admirados como el propio Franco.

13

No le hicieron falta explicaciones. Durante el año que había vivido en la casa de Pontejos, con Luis o sola, había tenido demasiado tiempo para observar aquella entrada lateral que se veía desde el balcón del salón. El método empleado con ella fue el mismo que tantas veces había observado con los coches de los milicianos y, en los últimos meses, con los falangistas o los policías de la secreta, que ahora habían recuperado el sombrero y la gabardina, al estilo de alguna película americana de cine negro que había visto con Ramón, en ese intento de llevar una vida normal que le habían impuesto su cuñado y su marido.

Durante el trayecto nocturno, nada más tirarla en el asiento de atrás del coche negro —no había podido ver la marca, ni entendía de marcas, pensaría luego—, desde Don Ramón de la Cruz hasta la Puerta del Sol, empotrada entre los dos hombres, Jimena no abrió la boca. Tampoco oyó mucho, sólo el comentario que inició el más joven y que cortó inmediatamente el que estaba sentado a su izquierda.

—Así que los señoritos rojos se enrollaban con paletas de pueblo y luego dejaban el muerto a sus santas madres. ¿Creías que por estar aquí no te íbamos a pillar?

—Cállate, imbécil. Esto es distinto y hay que hacerlo con discreción. No se preocupe, no le haga caso. Pronto volverá usted con su suegra. Son unas sencillas diligencias sobre su marido.

Pero las palabras del que parecía mandar en aquella manada de tan sólo tres lobos no hicieron sino intranquilizarla aún más.

No recordaba en qué momento se encontró en una celda de los sótanos, con otras dos mujeres tiradas en el suelo. Ambas eran jóvenes, tenían la cara morada de golpes, pero, sobre todo, una de ellas estaba destrozada.

Recostada en la pared, aún con sus zapatos de cordones y sin calcetines, con su trajecito azul cobalto, a la luz amarillenta de la bombilla que colgaba del cable trenzado, Jimena observó horrorizada las manos de la chica.

Tenía las palmas vueltas hacia arriba y sus dedos estaban abrasados y en carne viva. Las venas de sus muñecas eran una llaga.

Sin mediar palabra, las dos mujeres la observaron desde el suelo, y Jimena se fue resbalando muy despacito, recostada en la pared, hasta el cemento.

—¿Quién os ha hecho eso?

La más menuda y herida sonrió sin ganas. Una mueca en una cara destrozada, con los pómulos morados y abiertos, restos de sangre resecos.

—¿Eres nueva o te mandan a espiarnos? —oyó Jimena que susurraba. Y ya no pudo escuchar lo que iba a añadir la otra chica, de pelo rapado a conciencia, tan a conciencia que la máquina le había dejado una enorme cicatriz por encima de la oreja derecha, cerca de la mejilla.

El grito que se oyó desde otro lugar de los sótanos taladró la puerta y los oídos de las tres muchachas, que, instintivamente, se llevaron las manos a las orejas. Pero todo fue en vano. Un hombre lanzaba berridos animales, salvajes, hasta desfallecer.

Desde otro lugar se oían otras voces gritando: «¡Hijos de puta! ¡Asesinos! ¡Cabrones! Dejadlo ya».

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