Y oye, no sé si sería la magia de la Cartuja o la insolación que casi acabamos pillando, pero a Dios pongo por testigo que ligamos como dos posesas con todo bicho viviente de tres patas que se nos puso por delante. Tanto es así, que aquella noche y las siguientes que estuvimos allí de turismo, disfrutamos de mejor plan que el de acompañar a mis padres a ver el espectáculo del lago y los fuegos artificiales.
De hecho, hasta la tercera noche no pude afirmar sin faltar a la verdad que había visto el show completo (pero por partes…). Y es que una mano dentro del sujetador y otra forcejeando con las bragas distraen una barbaridad.
Fue precisamente también en Sevilla, una Semana Santa, cuando descubrí el otro factor erotizante más poderoso sobre la faz de la tierra: las bullas; esas aglomeraciones de personas que, según quién te toque detrás o delante, no tiene por qué ser un agobio insoportable. Porque, a ver: ¿a quién no le han puesto nunca un rabo?
Creo que era el palio de la Candelaria el que pasaba por el andén del Ayuntamiento cuando me tuve que echar hacia atrás y pegarme a la pared. Sólo que entre la pared y una servidora había un caballero de estatura más o menos como la mía, a quien pisé un poquito al tratar de quitarme de en medio. Olía a colonia penetrante de hombre recio, sin florituras: maderas y pocas especias, y a gomina, todo ello mezclado con el irresistible olor del azahar que perfumaba la noche. Me volví lo que la apretura me permitía para disculparme y, todo hay que decirlo, para comprobar si el atractivo escorzo que había visto de su mandíbula cuadrada y su nariz aguileña se confirmaba en un segundo vistazo.
—Perdóneme el pisotón.
Confirmado: racial más que guapo, con unos penetrantes ojos verdes que eran como para quedarse bañándose en ellos toda la noche, a la luz de la luna casi llena del Martes Santo.
—No ha sio na’mi arma —me dijo bajito para no interferir en la marcha que tocaba la banda Soria 9.
Y debió de pensar: «Pa’ lo que te via’ meté», porque en menos de dos acordes de Amargura, noté algo duro y firme apretándome a la altura de la nalga izquierda, que fue deslizándose lentamente hasta encontrar su acomodo natural entre ambos cachetes y allí se quedó un largo rato, solazándose con el mero hecho del roce.
Aquella noche los hermanos costaleros no tenían prisa y los músicos mucho menos, así que fueron extendiendo el milagro de recorrer el andén del Consistorio todo lo que pudieron y yo no moví ni un músculo más que los necesarios para dar todavía medio paso hacia atrás, porque aún sentía que había demasiado aire entre el dueño de aquella sorpresa y yo.
Debí de pillarle desprevenido, porque el tipo soltó un «uff», que no llegué a saber si era más de excitación o de dolor por el choque. Debió de ser lo primero, porque al instante ya notaba yo una de sus manos bien colocada en mi cadera, empujándola hacia atrás, invitándome a acomodar mi pelvis para dejar más hueco en la retaguardia, mientras que la otra se aventuraba a alternarse con su bragueta en la labor de acariciar mis posaderas.
Bueno, más que acariciar, me cogió el culo como no me lo han cogido nunca.
Con toda la precisión de un experto, acopló la muñeca a la base del coxis, apretó la palma a lo largo de la grieta entre mis nalgas y me hundió los dedos en el sexo todo lo de sí que permitía la ajustada tela de mi pantalón vaquero. Tan húmeda estaba yo en esos momentos que casi juraría que él también se había mojado.
¿Sacrilegio? No. En todo caso tentación en la que no pudimos acabar cayendo por mi mala cabeza de no ponerme ese día una falda (y es que la noche estaba fresca, todo hay que decirlo).
Cuando el palio pasó y la multitud empezaba a dispersarse detrás de la banda, deslicé una mano detrás de mi espalda para acariciar brevemente el miembro del joven que me hizo adorar las aglomeraciones de personas. Me lo agradeció achuchándome un poco más la mano contra su bragueta. Le sonreí de perfil mientras ahuecaba lentamente el poco espacio vital que le había dejado y él me devolvió una sonrisa burlona envuelta en una pregunta antes de desaparecer entre la gente:
—¿A que no se te va a orvidá esta Semana Santa?
Y bien por el precioso espectáculo o por lo erótico del momento, ya veis que no se me olvidó.
Pero vamos, que si me aceptáis un consejo, salvo problemas de claustrofobias, agorafobias y demás, en cuyo caso no os lo recomiendo, lo mejor que podéis hacer cuando se monta una bulla, una cola o una aglomeración es rezar lo que sepáis para que os toque al lado, delante (no hay que menospreciar la habilidad que tienen algunos con las manos a la espalda) o detrás un maromo juguetón como mi atrevido sevillano o una chica con ganas de experimentar. El escenario está puesto. De vosotros dependerá convertirlo en una pesadilla o en un momento del todo inolvidable.
Lo leo una vez más a toda prisa y le doy a enviar en la bandeja de mi correo electrónico. Mientras despido la sesión, contenta porque por fin me he puesto al día con mi jefa (hasta la semana que viene, claro está), compruebo que mis amigas ya están en la primera fila frente a los mostradores de inmigración y departen con toda naturalidad con los chicos que han conocido cincuenta minutos antes.
Diviso a Clark Kent, que me mira con curiosidad y algo de extrañeza, y me coloco la última del grupo, a su lado, ya que es él quien se encarga de arrastrar mis maletas.
—Me han dicho tus amigas que has cortado con tu novio y que el viaje es una especie de bienvenida a la soltería. Lo siento. Manu y yo estamos prácticamente igual, por si te sirve de algo… Quiero decir que, si quieres hablar o desahogarte, ya sé que no nos conocemos, pero aquí me tienes.
Sonrío mirando hacia delante, celebrando la feliz ampliación a Nueva York del viejo dicho:
«What happens in Vegas, stays in Vegas»
(Lo que pasa en Las Vegas, se queda en Las Vegas). Y les agradezco mentalmente a las chicas el capote que me han echado.
—Vaya, yo también lo siento por ti. Y lo mismo te digo: aquí me tienes para lo que sea, ahora o cuando volvamos a Madrid. ¿Por qué no te apuntas mi teléfono y me das un toque un día cuando quieras?, porque sabe Dios si nos vamos a volver a ver en la Gran Manzana…
Y Pablo, que así se llama el trasunto hispano de Superman, con gafas de metal y barba de tres días, se lo apunta en el móvil, pero da igual, porque quiere el destino que todos nos alojemos en el mismo bocado de la manzana: nosotras en el Waldorf y ellos en el Marriott de Lexington Avenue, con lo que, además de compartir la furgoneta, nos ponemos de acuerdo y durante la semana acabamos saliendo de marcha, a un musical y al baloncesto. Si es que el mundo es un kleenex y Nueva York el centro del pañuelo…
Si tengo que definir en dos palabras cómo está transcurriendo la semana que pasamos en Nueva York, creo que elijo «compras» y «prisas». ¿Demasiado típico?
Entendednos, ¡vamos sin ropa! Un outlet en New Jersey nos saca el primer día de nuestra penosa carestía y el resto de la semana es un ir y venir en taxi Manhattan arriba y abajo, siguiendo a Margaret, la animosa encargada de la inmobiliaria que está convencida de que logrará que Marta se decida aunque sea por puro agotamiento.
Un apartamento en Chelsea, un
loft
en el Soho, un pisazo en el Upper East Side, una casita con una valla de madera blanca en un suburbio, algo parecido a un armario empotrado en Central Park…
Vemos todas y cada una de las infinitas posibilidades que Maggie y la Gran Manzana nos tienen reservadas y, aunque no paramos de opinar Elena, Patricia, Carmen y yo, Marta no suelta prenda.
Aquella pesadilla inmobiliaria en la que nos hallamos inmersas no nos impide disfrutar de la noche neoyorquina como nunca antes habíamos hecho. Puede que sea porque no tenemos mucho tiempo más durante el día (obviamente la ruta de Sexo en Nueva York queda aparcada para otra ocasión), o porque sentimos que vamos a perder a la más marchosa de nosotras muy pronto, pero nos posee una fiebre enloquecida por probar todos los pubs de la ciudad aunque eso nos deje a todas muertas de agotamiento.
Los chicos que hemos conocido en el aeropuerto deciden que nosotras somos unas guías mucho más divertidas que el Lonely Planet, así que todas las noches se dejan caer por nuestro hotel a la hora de cenar o nos localizan allá donde estemos perdidas por la inmensa cuadrícula de Manhattan.
Seguro que habéis oído eso de que el roce hace el cariño. Pues es cierto. De hecho, Carmen y un amigo de Pablo se han rozado tanto que Elena, que comparte habitación con ella, ha pedido asilo en nuestro cuarto porque la otra noche no pudo dormir por culpa de los golpes, gemidos y empujones que los otros dos daban en el baño.
Las risas y los forcejeos, además de la caída al suelo de una bolsa de aseo con todos sus botes, la despertaron y, aunque se tapó la cabeza con la almohada, no consiguió dejar de oír los gritos de Carmen, a la que le apasiona demostrar que está disfrutando.
De hecho, es imposible estar al otro lado del tabique y no saber que está follando.
Sentada en mi cama, Elena asegura que puede describir sin haberlas visto todas las posturas que adoptaron en el rato que les escuchó en el baño.
—La sentó en la encimera, luego ella puso un pie sobre el váter, luego él se sentó en el váter y ella se sentó encima. Creo que después hicieron un intento en la bañera, pero casi se matan los muy… Y, por último, ¿Juan se llama?, la estaba penetrando por detrás mientras ella se agarraba a los grifos del lavabo con las manos agarrotadas.
El final lo ha visto con sus propios ojos. Y es que su minúscula venganza ha sido entrar en el baño para darles las buenas noches y quitar la tarjeta de la luz antes de salir.
—¿Y les dejaste a oscuras? —pregunta Patricia desde su cama a punto de echarse a reír.
—Hasta mañana por la mañana —contesta con una sonrisa Elena señalando la llave de su habitación que ahora luce inservible sobre nuestra mesita de noche.
Nos reímos con la gamberrada, pero presumo que Carmen no se dará prácticamente cuenta. Y, en todo caso, le va a dar exactamente igual. A eso lo llamo yo hacer turismo sexual.
Personalmente soy muy partidaria de Henry Lowett III, pero no seré yo quien sermonee a Carmen por los cuernos continuos con los que adorna a su novio. Una vez lo hice y estuvo semanas sin hablarme. Patricia dice que, en el fondo, se siente culpable. Pero yo creo que debe de ser tan en el fondo que prácticamente no se da cuenta y duerme todos los días a pierna suelta sin remordimiento alguno.
Las demás, mientras, nos divertimos con los amigos del afortunado de la manera más inocente del mundo. O eso creo yo, porque en mi inopia de miradas insistentes a mi teléfono móvil (absolutamente mudo desde la última conversación con Javier) no me doy cuenta de que el tiempo y el interés que me dedica Pablo aumentan cada día y que yo, que no me he tomado la molestia de aclarar la absurda mentira que contaron mis amigas sobre mi presunta reciente ruptura, sin darme cuenta, no hago sino echarle leña a ese fuego.
—Ya he tomado una decisión sobre la casa.
El anuncio de Marta interrumpe la lectura de la carta del restaurante en el que nos hemos refugiado de una tormenta intempestiva que azota Nueva York hoy lunes por la noche. Es un poco pronto para cenar, así que mareamos la perdiz con unos combinados sobre la mesa mientras simulamos analizar a conciencia los nombres de los platos.
La estudiamos en silencio esperando el veredicto y supongo que cada una de nosotras cuatro tiene en la cabeza su casa favorita de entre las candidatas que hemos visto. Esta tarde hemos visitado las últimas cinco que nos quedaban: una en el West Side, que nada tiene que ver hoy día con aquel barrio marginal de la película; otra demasiado cerca, para mi gusto, del bullicioso Theatre District; un pequeño ático con unas lujuriosas vistas de Central Park desde el norte, aunque lo suficientemente lejos de Harlem; un piso lujoso pero interior muy cerca de Grand Central Station y un magnífico loft en el Soho, construido en lo que un día fue un viejo almacén de licores, con una sangrienta historia durante la Ley Seca.
No he olvidado el piso de Chelsea, ni el de Gramercy Park, ni ninguno de los otros ocho que hemos explorado, por lo que me sorprende que haya tomado la decisión tan rápidamente, teniendo en cuenta que yo hubiera tardado días en descartar alguno.
—Saint John the Divine. Me quedo con el que está cerca de la universidad de Columbia. ¿Os acordáis? El de los grandes ventanales que dan a la catedral. Está a dos pasos de Riverside Park, del río Hudson, de Central Park y de Morningside Park.
Aunque es sin duda el piso más amplio de la lista, no es ni el mejor decorado ni el más céntrico. De hecho, el día que fuimos a verlo nos pareció que estaba a años luz de distancia del meollo en el que a nosotras nos gusta movernos en Nueva York.
Pero Marta tiene sus razones y las expone ante nuestras caras de desconcierto y cierta desilusión.
—Chicas, yo soy de pueblo. Ibahernando no es el más pequeño de Cáceres, pero es muy chico, cabe casi en una manzana de éstas. Para respirar, necesito verde, árboles, vegetación, agua, aire. Y, aunque os parezca una tontería, las campanas de la catedral de San Juan me suenan un poco como las de la iglesia de mi pueblo. Además, la universidad está al lado y voy a intentar matricularme en algo. No sé… Ciencias Políticas o algo así. ¿Qué os parece?
Y de pronto me parece que su vida va a ser maravillosa. Así que levanto mi cóctel, las demás me imitan y brindamos por ella.
Nuestros últimos días en Nueva York son una locura de papeleo, compras para su casa y viajes en taxi con las maletas llenas de ropa de Marta a su nueva dirección. De pronto, nos entra el ansia por dejarla instalada y, aunque ella nos asegura que se tomará su tiempo, no paramos hasta conseguir que nos permita regalarle los electrodomésticos que necesitará para la cocina.
—Bueno, es vuestra última noche en Nueva York. ¿Qué queréis que hagamos?
A mí todo lo que suena a despedida me pone prematuramente triste y estoy convencida de que, además, cada vez que dices adiós envejeces un poco. Sobre todo si te despides como nos despedimos nosotras de la Gran Manzana: con una cena exótica y divertida en el Soho para aterrizar después en el Pegu Club en busca de uno de sus famosos combinados.
Al rato de llegar veo a Carmen trasteando con su móvil y me imagino que Pablo, Juan y sus amigos no tardarán en aparecer por aquí. Cuando, efectivamente, llegan, nosotras ya llevamos encima un par de copas por cabeza, la guardia muy, muuuuuy baja y las luces largas puestas, de manera que andamos de conversación políglota con unos amables neoyorquinos que se ofrecen para llevarnos de marcha a un sitio que cierre más tarde que el Pegu.