Espoleada por Carmen, me lanzo en tromba a defender unos derechos mínimos e inalienables que veinticuatro horas antes no había sabido argumentar ante Javier.
—No es un desafío y no es mi amo. Lucas es mi amigo y está fuera de toda discusión que yo pueda o no cenar con él. Hasta ahí podíamos llegar.
—Bien. Ésta es mi chica. Por cierto, estoy en tu casa tomándome una copa con Prometeo.
Hay que joderse, no sabía yo que a mi gato le gustara el alcohol y mucho menos el ron, que imagino que es lo que me está esquilmando Carmen del mueble bar.
—He venido a ver a Laurita, que está aquí con Marcos. Espero que no te importe…
Tengo asumido que mi casa es como la Puerta del Sol: un rincón democrático por donde pasa todo el mundo libremente. Así que me despido de ella dándole mis bendiciones mientras veo a través de los cristales de la pecera cómo Lucas empieza a recoger juguetes eróticos y trata de sacudirse las insinuaciones de sus espectadoras.
Ahora me toca hacer mi papel.
—Normalmente me funciona muy bien decir que soy gay, pero en eventos como éste, con una activa comunidad gay militante, es mejor apostar sobre seguro y decir que estoy casado —me explicó el año pasado.
Así era como se defendía de sus acosadoras. No me pareció mala idea, así que este año decido darle un poco de realismo a su escena final y entro decidida en la sala. Me cuesta Dios y ayuda hacerme un hueco entre tanta mujer sobreexcitada que rodea la mesa, pero cuando lo consigo, sólo me hace falta un:
—Cielo, ya estoy aquí, cuando quieras nos vamos.
Decena y media de cabezas se giran hacia mí. Me pesan, me miden, me sopesan y me desnudan con sus miradas y, cuando deciden que es ciertamente posible que Lucas Tenorio esté liado/casado conmigo, más de la mitad de ellas da media vuelta y se marcha.
Él me lanza una mirada agradecida mientras atiende a las que realmente tienen alguna duda.
Diez minutos después, abandonamos del brazo la feria.
La cena con Lucas transcurre por los cauces esperados. Como dos viejos amigos que viven prácticamente al lado pero nunca encuentran la oportunidad de verse, rápidamente superamos la fase del pudor para entregarnos a las confidencias.
Lucas ha empezado a trabajar en serio en el diseño del programa sobre sexo con el que soñó una vez, hace algunos años. Después de dar unos cuantos tumbos en la vida durante los que olvidó la mejor idea que había tenido nunca, ha vuelto a encontrar su camino de una forma difusa que, por sus explicaciones y lo que me deja comprender la media botella de vino que ya he ingerido, tiene algo que ver con la meditación y el yoga.
Como sea, brindo con él por su recién recuperada cordura y nos juramos cogidos de las manos que no volverán a pasar tantos meses sin celebrar una cena de las nuestras, de confesiones a tumba abierta que a veces, fruto de la catarsis, termina con uno de los dos (o los dos) desahogándose hasta las lágrimas.
Quizá sea porque yo ya lloré lo mío ayer, el caso es que no estoy dispuesta a que otra vez me toque a mí. Lo que sí me toca es contarle la historia de Javier y lo hago con todo mi entusiasmo, intentando ganarme para mi causa al único amigo que me queda no contaminado por la opinión de los demás.
—Es genial, Pandora. No sabes lo que me alegro por ti —dice en cuanto acabo mi relato.
Sin embargo, en su tono de voz hay matices de duda.
—En serio, es estupendo. Tengo ganas de presentártelo. Creo que tengo una foto suya en el móvil —digo mientras busco hasta encontrar una que le hice sin que él se diera cuenta un día mientras pedíamos en un restaurante.
A Javier no le gustan mucho las fotos. De hecho, en cuanto empezamos a salir me hizo borrar las que me había mandado por correo electrónico. Me opuse un poco, me negué en redondo y al final cedí ante el argumento decisivo de que, si ya tenía al original conmigo, para qué quería una copia… Pero un día aproveché que estaba más guapo que nunca y un poco distraído para tomarle una foto con la cámara de mi móvil. Era una foto fantástica, pese a estar hecha sin flash, y reflejaba todos los matices de su anguloso rostro.
La encuentro y le tiendo el teléfono a Lucas, que observa a Javier en silencio y con interés.
—¿Qué pasa? ¿Le conoces?
Se toma demasiado tiempo como para que sea simple curiosidad.
—Pues el caso es que su cara me suena, Pandora. Pero debo de estar equivocado. Le tengo que haber confundido con otro, porque no puede ser. Aunque joder, cómo se parece…
Recupero el teléfono y miro la cara de Javi. Si Lucas tiene algo de lo que presumir es de su memoria fotográfica. Yo lo sé perfectamente y, por eso, me inquieta el tono con el que ha confesado reconocer a mi novio. Casi me da miedo preguntar.
—Vale. Dilo ya. ¿De qué te suena? ¿A quién se parece?
Nunca había visto a Tenorio balbucear tanto como mientras me explica que se parece como dos gotas de agua a un conocido de una de sus amigas, una actriz porno «cubana y encantadora» que se hace llamar Red Angel. Ahí es nada.
Vacío el resto de mi copa de vino mientras Lucas sigue con su explicación. Al parecer, negado como es para las nuevas tecnologías, pidió hace tiempo ayuda a Red Angel para montar su web y abrirse perfiles en las redes sociales. Un día, mientras estaban en el estudio de ella terminando de ajustar su página, la llamó a su buzón de Internet un tipo que pretendía tener una sesión de cam con ella.
Red tardó un poco en despacharle, así que Lucas tuvo tiempo de quedarse con su cara. La misma cara que ahora mira en mi móvil.
Maldigo mentalmente los sesenta y dos mil y pico millones de colores de la pantalla de mi teléfono y sus cinco megapíxeles de definición que me han dado un motivo más para hacerme preguntas.
Preguntas… Me falta un segundo el aliento pensando si no he descuidado precisamente esto: las preguntas. Me he conformado con lo que Javier ha querido contarme de sí mismo. Ahora, sin embargo, la certeza con la que Lucas me confirma que ha tenido tratos con una actriz porno me hace dudar de si he sido lo suficientemente diligente con este hombre al que estoy a punto de dar las llaves de mi casa.
—Bueno. De eso hace algún tiempo, ¿no? Pues como si se iba de putas. Lo interesante es lo que hace ahora. Que está conmigo y nos vamos a casar.
—Cierto, pero… ¿no tienes curiosidad? Puedo llamar y preguntarle.
Mi mirada es suficiente pero, por si acaso, refuerzo el mensaje con un «No, ni se te ocurra», que deja a Lucas las cosas lo suficientemente claras.
Intento recuperar con él algún tema de conversación que nos distraiga, pero todos están viciados por la obviedad de que yo tengo en mis planes unir mi vida con Javier y Lucas se ha pasado espontáneamente, pero con todo su entusiasmo y artillería, al batallón de los que desconfían de las intenciones de mi novio. Pienso en ello un rato después, cuando me desnudo junto a la cama del hotel, mientras fuera de mi habitación se celebra una orgía de cuerpos enloquecidos por el alcohol, las drogas y el sexo.
Ya me lo había advertido Lucas, que tiene callo de situaciones como ésta:
—Pandora, si te agobias o te intimidan, vente a mi habitación, que tengo dos camas. Prometo que te respetaré.
Sonrío y le doy las gracias mientras recogemos nuestras llaves de la recepción, pero sé perfectamente que eso no va a suceder. «Sí, lo que me faltaba a mí es tener que contarle mañana a Javier que he dormido en tu cuarto. ¿Por qué demonios no sabré mentir?». Nos despedimos con un abrazo y la promesa de desayunar juntos al día siguiente y le dejo que me escolte hasta mi cuarto. ¡Y menos mal!, porque aquello parece una fiesta salida de madre.
Diez minutos después, cuando la pared de mi baño retumba por los envites de un par de fieras en celo en el baño de la habitación de al lado y han llamado tres veces a mi puerta otros tantos actores desnudos buscando a sus odaliscas de ocasión, a punto estoy de deslizarme fuera de mi suite y encabezar una avanzadilla en busca de refugio en la de Tenorio.
En lugar de eso, suspiro, enciendo el ordenador y me pongo los auriculares para dejar de oír los gritos que me llegan desde el otro lado del tabique. Abro un archivo de Word y comienzo a escribir.
Últimamente tengo la sensación de que vivo en una película pornográfica.
Bueno, con últimamente me refiero a hace menos de 24 horas, pero la sensación que tengo es igual de íntima y sudorosa que si llevara meses pasando de una orgía a otra.
Escribo estas líneas atrincherada en la habitación de mi hotel en Cornellá (adonde he venido para participar en el Salón Erótico de Barcelona), con la llave echada y un preaviso a la recepción de que pienso usar el extintor para protegerme si no viene nadie a poner un poco de calma en el desenfreno que siento al otro lado de la puerta.
Demonios, ¡que son las tres y media de la madrugada y éstos no hacen más que follar! Sodoma y Gomorra eran internados de monjas comparados con este hotel en el que hacemos noche invitados, organizadores y participantes en el festival. Y digo yo: ¿es que a estas criaturas no se les escuece el coño de tanto usarlo? (Qué bueno debe de ser el lubricante que gastan, por Dios). ¿Qué se han tomado estos hombres para cabalgar como posesos toda la noche, después de haberlo hecho durante todo el día en la nave de al lado? Y, sobre todo: ¿por qué demonios no se olvidan de alquilar un recinto ferial el año que viene y celebran el mismo espectáculo en el hotel?
Porque lo que he visto camino de las habitaciones es mucho más morboso e interesante que lo que ya me hacía bostezar a las diez de la noche sobre el escenario.
La verdad es que, teniendo en cuenta a qué se dedican estos chicos, no sé si lo suyo está en la línea de las patologías (¿adicción al sexo? ¿adicción al trabajo?), están ensayando o haciendo horas extraordinarias.
En vista de que cuando he vuelto de cenar ya estaba la orgía montada, he sido cordialmente invitada a participar en ella por dos jóvenes ninfas de pechos operados y vaginas muy populares y un caballero que me ha saludado con su estandarte en todo lo alto mientras pasaba junto a la puerta de su habitación.
Puerta que estaba abierta como las demás del pasillo, a través de las cuales he ido contemplando todo el catálogo entero de posturas del Kamasutra, posibilidades erótico festivas y desenfrenos inimaginables.
A mí el sexo no me gusta: me encanta, pero también me encanta el buen vino y no me doy baños en él. Como me pareció ver que hacía una espectacular muchacha que se frotaba los pechos con el semen (como si fuera gel de baño) que le habían echado encima varios (¿me pareció ver más de tres?) de sus compañeros de reparto más habituales. El sueño de cualquier director. Lástima que no hubiera una cámara delante.
Os juro que no me he recreado en el recorrido de los dos pasillos y medio que hay desde la salida de ascensores hasta mi habitación, pero es que han sido los tres minutos más largos de mi vida.
Al doblar una esquina me he encontrado con una imagen surrealista: dos tipos desnudos (muy, muy bien dotados), intercambiándose números de teléfono en el pasillo; una pareja de chicas montándoselo juntas en el quicio de una puerta mientras otra pretendía entrar en la terna para componer un trío lésbico. En ese momento me ha adelantado una conocida actriz (¿os he contado que la proporción en este festival es de dos actrices por cada actor?) corriendo enloquecida a arrodillarse entre los dos de los teléfonos móviles, para chuparles lo suyo alternativamente. Acto seguido, se ha arrastrado hasta las presuntas lesbianas para hacerse la reina del
menage a quatre
, ahora ya un menage a cinq, al que al final se han unido los dos chicos del pasillo. Si lo ensayan no les sale mejor, en serio.
La inercia de tantos cuerpos preciosos moviéndose hacia el fondo de una habitación casi me arrastra a mí también. De hecho, mientras uno de ellos se volvía y me cogía de la mano para invitarme a pasar adentro, me lo he pensado unos segundos.
Llamadme cobarde si queréis, pero de pronto me he dado cuenta de que tenía muy pocas posibilidades de salir indemne (física o psicológicamente) de la situación.
Lo mío son los diálogos o los monólogos, no las conferencias multitudinarias.
Estas escenas de riesgo se las dejo a los especialistas.
Por la mañana bajo al comedor y me hago fuerte en una mesa, con un café por delante, a la espera de Lucas Tenorio. Aunque son casi las once de la mañana, cuando aparece, su aspecto es el de alguien recién rescatado del infierno: los ojos hinchados y una generosa ración de bolsas me hacen plantearme si no se dejó arrastrar por la inercia frenética del pasillo y habrá pasado la noche enseñando a alguna de aquellas jóvenes actrices a mejorar sus habilidades en el uso de los vibradores. Pero me quito la idea de la cabeza a sacudidas y desayunamos tranquilamente sin hablar casi, como una pareja de maduros burgueses en un fin de semana de retiro.
Afortunadamente, los actores y actrices se saltan la colación y tenemos tostadas con aceite de oliva y sin semen ni lubricante. Cuando voy por mi segundo zumo de naranja me suena el móvil y, al ver el nombre de Javier en la pantalla, el corazón (ese músculo iluso y sin cerebro) empieza a bombearme con tanta fuerza que me olvido de que no sé bien qué versión voy a contarle.
—¡Hola! —exclamo disculpando mi descortesía ante Lucas lanzándole un beso mudo por encima de la mesa—. ¿Cómo estás? Te llamé ayer un montón de veces. ¿Cómo está Virginia? ¿Ya le han dado el alta?
Oigo suspirar a Javi al otro lado, presuntamente abrumado por mi incontinencia verbal. Cuando al final contesta noto cierto deje de desgana:
—Bien, estoy bien. Y Virginia, también. Esta mañana le darán el alta casi con toda seguridad, así que probablemente yo vuelva hoy a casa, o mañana por la mañana. ¿Y tú qué?
«¿Cómo que y yo qué? ¿Y mis disculpas?»… Me fastidia lo indecible que no pronuncie ni un «perdón» chiquitito por no haberme cogido el móvil ni una sola vez ayer, por haberlo tenido apagado y por no haberme contestado a las llamadas perdidas, pero no quiero tener una escena por teléfono, en pleno emotivo acto de reconciliación, y paso página.
—Yo también bien. Aquí, con mis cosas, ya sabes… Estoy desayunando.
—¿Con quién?
Peligro, peligro, peligro… Creo que incluso veo el neón rojo encendiéndose frente a mis ojos. Así es que los cierro y hago lo único que puedo hacer, dadas las circunstancias: mentir.