—Será mejor que se lleve la linterna, teniente —le aconsejó el agente Davis—. No hay luz en el piso.
Somerset siguió buscando en la caja del equipo de averías y sacó dos linternas pequeñas de alta potencia, de esas que pueden sostenerse entre los dientes mientras uno cambia la rueda pinchada. Cerró el maletero y escudriñó el callejón sembrado de basura en busca de Mills. Un poco lento para ser tan entusiasta, pensó. Mills lo había decepcionado un poco. Por la forma en que el tipo había hablado el día anterior, Somerset imaginaba que acudiría cagando leches. Pero se equivocó. Alzó la mirada hacia la pared de uno de los bloques de pisos, concentrándose en las ventanas de la última planta.
—¿Ha estado alguien dentro del piso?
—Sólo yo y Eric, el fotógrafo —repuso el agente Davis—. No hemos tocado nada. Todo está tal como lo encontramos.
En aquel instante, Mills apareció al final del callejón. En una mano llevaba un vaso gigante de café y en la otra, un donut. Mientras se acercaba, Somerset advirtió que ofrecía un aspecto bastante legañoso.
—Buenos días —masculló con la boca llena—. ¿Qué sucede?
Era un donut de mermelada, una guarrada, la verdad.
—Esto…, detective —empezó a decir el agente Davis al mismo tiempo que señalaba el donut de mermelada—. No creo que le apetezca entrar con eso.
—¿Y eso? —inquirió Mills desconcertado.
—Ya lo verá —replicó Davis—. Es por aquí.
El agente los condujo por el pasillo hasta una puerta pesada y oxidada que ni un levantador de pesas conseguiría abrir con facilidad. El chirrido que emitió cuando el policía logró empujarla con el hombro fue peor que el ruido que produce una uña al deslizarse sobre una pizarra.
El pasillo interior del piso era sombrío y parecía descuidado desde hacía mucho tiempo; el suelo de baldosas mugrientas estaba cubierto de fragmentos de pintura y polvo del yeso de las paredes ajadas por la humedad. Somerset estaba convencido de que aquellos fragmentos eran de pintura al plomo. Miró el asqueroso suelo con expresión huraña. Qué guarrada —se dijo, enojado—. ¿Dónde narices andan los inspectores de viviendas? ¿Es que están todos durmiendo o qué? —Meneó la cabeza cuando los fragmentos crujieron bajo sus pies—. ¿De qué coño sirve todo esto?
—¿Alguna idea sobre la hora de la muerte? —inquirió Somerset mientras seguía al agente Davis escalera arriba, con Mills en la retaguardia.
Davis meneó la cabeza.
—Como ya he dicho, no he tocado al hombre, pero puedo certificar que lleva al menos tres cuartos de hora con la cara metida en un plato de espaguetis.
—Un momento, un momento —dijo Mills desde la retaguardia—. ¿Quiere decir que no ha comprobado si mantenía las constantes vitales?
Davis le lanzó una mirada hastiada por encima del hombro.
—¿Es que hablo en chino, detective? Créame, el hombre está muerto. A menos que pueda respirar a través de salsa marinara.
—Por el amor de Dios, a mí me enseñaron que lo primero que se hace en un presunto homicidio es comprobar si hay constantes vitales. ¿O es que eso sólo lo hacíamos en el norte?
Somerset no hizo caso del tono sarcástico de Mills y siguió subiendo la escalera tras el agente uniformado, que giró en un rellano y recorrió un pasillo que conducía a la parte delantera del edificio. Se detuvieron ante una puerta abierta que lucía el precinto amarillo de la policía. Piso 2A.
—¿Alguna otra cosa que no haya hecho, agente? —masculló Mills.
Davis le lanzó una mirada furiosa, y apretó las mandíbulas con impaciencia.
—Escuche, detective, conozco el procedimiento tan bien como usted, pero este tipo estaba sentado en su propia mierda cuando he entrado en el piso. Si no está muerto, me parece que se habría levantado para hacer algo al respecto, ¿no cree?
Mills estuvo a punto de responder, pero tenía la boca llena de donut de mermelada. Somerset decidió intervenir antes de que las cosas se pusieran feas.
—Gracias, agente. Tendremos que volver a hablar con usted después de echar un vistazo.
—Sí, señor. Esperaré abajo.
Los ojos de Davis se encontraron con los de Mills antes de que éste se alejara por el pasillo. Mills lanzó una mirada enfurecida a su espalda por encima del borde del vaso.
Somerset le alargó una linterna.
—Me gustaría saber qué sentido tenía exactamente la conversación que ha estado a punto de entablar con Davis.
—Y a mí me gustaría saber cuántas veces ha encontrado cadáveres que no lo eran hasta que volvía al coche patrulla para dar parte —replicó Mills cogiendo la linterna.
—Basta, Mills.
—Sí, de momento es suficiente.
Somerset optó por no hacerle caso y se puso unos guantes de látex. Mills depositó el vaso de café en el suelo, junto a la puerta. Se agacharon para pasar por debajo del precinto policial, entraron en el oscuro piso y encendieron las linternas. El flash intermitente de una cámara que se hallaba en una habitación interior lanzaba ráfagas de luz al salón.
Algo que había en el suelo llamó la atención de Somerset, quien iluminó el objeto para examinarlo. Junto a un cubo de reciclaje de plástico verde había cuatro pilas de revistas atadas pulcramente con bramante.
Somerset y Mills recorrieron la estancia con las linternas. Sobre la mesita de café había unas cuantas revistas porno. El sofá estaba lleno de cojines amarillentos que un día habían sido blancos. Sobre la cómoda que había frente al sofá se veían dos televisores pequeños.
Cuando se dirigían hacia la habitación de la que procedía el flash de la cámara, un hedor terrible sacudió los sentidos de Somerset. Sacó un pañuelo y se cubrió la nariz y la boca. Dirigió el haz de luz hacia la habitación y encontró la nevera. Era la cocina. En cuclillas junto al fregadero, Eric Goodall, el fotógrafo de la policía, recogía su equipo. Llevaba una mascarilla quirúrgica y una linterna pequeña sujeta a la frente con una cinta elástica.
Eric se incorporó y se echó la funda de la cámara sobre el hombro.
—Que lo paséis bien —murmuró al salir.
No era precisamente un fan de Somerset. Este tenía por costumbre hacer repetir las cosas cuando alguien hacía chapuzas, y Eric Goodall era un especialista en chapuzas.
Somerset recorrió la estancia con la luz de la linterna. Era una cocina pequeña. El fogón estaba lleno de restos de comida resecos y sobre cada uno de los quemadores se veía una cacerola o una sartén sucia; los mostradores estaban repletos de frascos abiertos, latas vacías, paquetes desechados de manteca de cacahuete, merengues, olivas negras, fríjoles negros, pizza congelada, gofres congelados, helado, Pepsi; la pica estaba abarrotada de platos y utensilios de cocina sucios. Las cucarachas celebraban un festín, indiferentes a la luz cegadora de las linternas. El hedor resultaba insoportable.
La luz de la linterna de Somerset siguió un rastro de salsa roja a través de los armarios que se alineaban bajo el mostrador y del suelo mugriento, hasta la pata cromada de la mesa de cocina. El sobre de la mesa aparecía repleto de platos sucios, bolsas de tortillas mexicanas, bandejas de plástico transparente para galletas de chocolate, bocadillos a medio comer, una enmohecida patata asada con crema agria y cebollinos, una lata abierta de sopa de almejas de Nueva Inglaterra, un pedazo reseco de queso suizo y una caja de donuts variados en la que apenas quedaba ninguno.
Desde la oscuridad surgió un silbido largo y tenue.
—Que alguien haga el favor de llamar a los del Guiness —exclamó Mills—. Creo que tenemos un récord. —Se dirigió al otro lado del hombre y se agachó para ver mejor antes de volverse hacia Somerset con los ojos entornados—.
¿Quién dice que ha sido un homicidio?
—Nadie todavía —repuso Somerset.
—¿Estamos perdiendo el tiempo o qué? El corazón de este tipo debe ser del tamaño de un jamón. Si no ha sido un infarto no sé qué habrá sido.
Somerset se acercó más e iluminó las enormes piernas del hombre. Estaba descalzo, y la carne amenazaba con rasgar los pantalones. Somerset se agachó y sacó un bolígrafo para levantar el dobladillo. El tobillo hinchado aparecía atado a la pata cromada de la silla con un alambre de espino que estaba completamente sepultado en la herida reseca, y la carne que rodeaba el tobillo aparecía lívida e inflamada. Mills dirigió el haz de luz hacia el otro extremo de la mesa. Allí había sentado un hombre obeso sin camisa, desplomado hacia adelante, con el rostro enterrado en un plato de espaguetis cuyas hebras mordisqueaban varias cucarachas. Hasta que Somerset unió la luz de su linterna a la de Mills no se puso de manifiesto la verdadera corpulencia del hombre. Estaba increíblemente gordo, y unos pliegues enormes de grasa le envolvían la parte superior de los brazos como si fueran bolsas de agua. Sus costados estaban tapizados de grasa y la barriga le caía desde la cremallera abierta por debajo de la altura de la mesa hasta las rodillas.
Una cucaracha solitaria se había instalado sobre la bola de grasa que se le formaba en la base del cuello, y retorcía sus antenas mientras decidía adónde iría a continuación para proseguir su cena.
—¿Quiere cambiar de opinión, Mills? —preguntó Somerset.
La luz de la linterna de Mills enfocó el regazo del hombre. Tenía las enormes muñecas atadas fuertemente con cuerda de tender la ropa.
—Bueno —dijo Mills—, podría haberse atado él mismo para fingir que fue un asesinato. Una vez vi a un tipo en Springfield que quería que su familia cobrara el seguro de vida. Lo encontramos con un cuchillo clavado en la espalda y creímos que se trataba de un asalto frustrado. Tardé un tiempo, pero al final averigüé la verdad. Se había colocado el cuchillo entre los omóplatos, luego se apoyó contra la pared y se abalanzó contra la hoja…
—Cállese un rato, ¿quiere?
A Somerset le estaba entrando dolor de cabeza.
—Perdón. Joder…
Somerset no deseaba escuchar las batallitas de Mills.
Estaba intentando concentrarse, averiguar qué narices había pasado. Estudió los cardenales violáceos que rodeaban los tobillos del hombre en un intento de hallar sentido a lo que veía. ¿Cómo coño había sucedido aquello? ¿Por qué?
—¿Ha visto esto? —apuntó Mills desde la oscuridad.
—¿Qué?
—Aquí.
Mills dirigió su linterna hacia un cubo de metal que había bajo la mesa y se agachó para verlo mejor. Se inclinó hacia adelante, pero de inmediato apartó el rostro.
—¡Dios mío!
—¿Qué es?
—Vómitos. —Mills se levantó y se alejó del cubo todo lo que pudo—. Es un cubo lleno de papas.
—¿Hay sangre?
—No lo sé. Mírelo usted mismo. No se corte.
Somerset iluminó el rostro de Mills con la linterna para comprobar cómo se encontraba. Temió que Mills vomitara el donut. A los de la oficina del forense les daría un ataque si echaba las tripas en el escenario del crimen.
—Si se encuentra mal salga, Mills.
—Estoy bien.
—¿Seguro?
—Sí, seguro. He visto cosas peores.
—¿En Springfield?
Mills no respondió.
El sonido impaciente que produjo un interruptor de la luz al encenderse y apagarse llenó el silencio. Un hombre alto de cincuenta y tantos años, con bigote muy poblado y gafas gruesas estaba de pie en el umbral. En la mano sostenía un pesado maletín de cuero negro.
—Fantástico —masculló enojado al comprobar que el interruptor estaba estropeado.
Por la ventana que había encima de la pica penetraba la grisácea luz matutina, suficiente para distinguir que se trataba del doctor O'Neill, el forense.
El médico entró en la cocina sin hacer caso a ninguno de los dos detectives y dejó caer el pesado maletín negro a los pies del obeso. Se agachó y abrió el maletín, más parecido a una caja de herramientas que a un maletín de médico. Empezó a rebuscar en él sin dejar de mascullar para sus adentros. El doctor O'Neill no destacaba precisamente por su personalidad encantadora.
Somerset sabía que Mills esperaba una presentación formal, pero éste no sabía que lo más probable era que el doctor O'Neill hiciera caso omiso de ellos hasta que se sintiera dispuesto a hablar, cosa que quizá ni llegara a ocurrir.
Así era él. En cierta ocasión, mucho tiempo atrás, había confiado a Somerset que prefería los muertos a los vivos porque al menos éstos sabían mantener la boca cerrada mientras él trabajaba.
Mills abrió la puerta de la nevera y la bombilla interior iluminó un lado del muerto, como si el sol alumbrara un planeta. El frigorífico estaba casi vacío.
—¿Cree que ha sido veneno? —preguntó al médico.
El doctor O'Neill no respondió.
Somerset abrió el horno y lo enfocó con la linterna.
—Las conjeturas no sirven para nada, Mills.
Una gran bandeja de asado contenía cinco centímetros de grasa solidificada y rancia. Junto al frigorífico, un cubo de basura de color crema estaba lleno a rebosar de latas y paquetes. Mills lo estaba revolviendo con un bolígrafo.
El doctor O'Neill se puso unos guantes de látex.
—Tenéis a los de la oficina del forense esperando fuera, chicas. Están muy impacientes. ¿Creéis que cabemos todos aquí dentro?
—Hay sitio —asintió Mills—. El problema es la luz.
Somerset recorrió la estancia con la mirada. Se imaginaba que alguien volcaría el cubo de vómitos si todos se amontonaban allí dentro. No hacían falta dos detectives.
—Mills, ayude a los agentes a interrogar a los vecinos —ordenó.
Mills se puso rígido.
—Me gustaría quedarme en el lugar de los hechos, teniente.
Somerset mantuvo el haz de luz de la linterna sobre el cadáver mientras el médico empezaba a mascullar sus primeras impresiones en una grabadora.
—Haga entrar a uno de los tipos de la oficina del forense cuando salga, Mills.
—Pero, teniente…
—Váyase.
Mills enfocó el rostro de Somerset con la linterna. El teniente entornó los ojos, pero sin dejar de mirar la luz, a la espera de que Mills obedeciera sus órdenes. Este chico tiene que aprender a no tomárselo todo en plan personal, pensó. También debía aprender a que no le afectasen tanto las cosas. En eso residía el secreto de la supervivencia en aquel trabajo. Era una lástima que Somerset jamás lo hubiera aprendido. Al cabo de unos instantes, Mills apagó la linterna y abandonó la cocina con paso airado.
El doctor O'Neill se inclinó hacia adelante y agarró al gordo por la papada para levantarle la cara del plato de espaguetis. Tenía el rostro tan hinchado que seguramente le habría resultado difícil abrir los ojos lo suficiente como para ver algo.