—No —repuso Mancha sin apartar la vista de su trabajo.
En aquel momento estaba cubriendo de polvo una caja de balas que había sobre la mesita situada junto al sofá. Si se sintió agradecida por el hecho de que Somerset hubiera tenido la cortesía de preguntárselo, lo cierto es que no lo demostró.
Somerset hizo una seña a los camilleros, y la mujer tendió la bolsa en el suelo, sobre las baldosas blancas, mientras el hispano bajito salía a buscar la camilla.
En aquel momento, un tipo joven con el cabello cortado al estilo militar, aunque demasiado largo, entró en la habitación. Aparentaba unos treinta años, y cuando Somerset estaba a punto de ordenarle que se marchara, pues por la cazadora de cuero supuso que se trataba de un periodista, advirtió la placa dorada que pendía de una cadena que el tipo llevaba alrededor del cuello.
—¿Teniente Somerset? —preguntó el hombre, dirigiéndose a Taylor.
—No soy yo. Es él —replicó Taylor, señalando a Somerset con el pulgar mientras salía.
—Teniente, soy David Mills —se presentó el joven mientras le tendía la mano a Somerset—. Hoy es mi primer día en Homicidios.
Mancha lanzó un pequeño resoplido.
El teniente Somerset le estrechó la mano y asintió sin decir palabra. Mills sonrió con el fin de resultar amable, pero el teniente parecía distraído y apenas le prestó atención. Mills observó al hombre recorrer la sala como un oso enjaulado. Somerset era un negro de mediana edad, enjuto, con grandes ojeras y un rostro perruno y cansado. Se movía con lentitud, pero algo en él le recordaba a un tigre viejo que había visto una vez en el zoo cuando era pequeño. La fiera no se movía mucho, pero de algún modo sabías que podía arrancarte el corazón en un abrir y cerrar los ojos si le venía en gana. Mills seguía preguntándose por qué aquella mañana, en la comisaría, todo el mundo había sonreído con satisfacción o había puesto los ojos en blanco cuando él dijo que el capitán lo iba a poner como compañero del teniente Somerset, para empezar.
Los camilleros de la oficina del forense estaban colocando a la víctima en una bolsa verde. Somerset estaba ocupado examinando la escopeta, y Mills no sabía hasta qué punto debía tomar la iniciativa, puesto que él era un detective novato y Somerset, un teniente.
—Nunca había visto una bolsa verde para cadáveres —comentó a los camilleros para evitar la sensación de que sólo formaba parte del mobiliario—. Donde trabajaba antes utilizaban bolsas negras.
—Nosotros usamos bolsas de todos los colores —repuso la mujer mientras su compañero subía la cremallera de la bolsa.
—¿Ah, sí? No sabía que hubiera bolsas de colores.
—Así es más fácil tenerlos controlados —explicó la mujer—. Tenemos un montón de cadáveres. Los sábados por la noche el depósito está lleno hasta la bandera. Los colores ayudan.
Mills asintió mientras los otros dos levantaban la pesada bolsa para colocarla sobre la camilla.
—Y el verde ¿qué significa? —preguntó.
La mujer se lo quedó mirando como si estuviera loco.
—Quiero decir… ¿Los colores significan algo?
—Significa que está muerto —intervino Somerset.
Mills lanzó una carcajada forzada, pero no le gustó nada el tono sarcástico que detectó en la voz de Somerset.
Sería nuevo en la ciudad pero no era un peso pluma y quería que Somerset lo supiera.
—Llegué a la ciudad anoche —explicó en un intento de ser amable—. Las cosas son aquí un poco diferentes en comparación con mi último empleo.
—¿Y eso dónde fue?
—En Springfield. En el norte.
—Ya sé dónde está —asintió Somerset—. ¿Qué hacía allá arriba?
—Estaba en Homicidios.
—¿Cuántos homicidios tenían al año?
—Oh…, unos sesenta o setenta, más o menos.
La enana que buscaba huellas digitales soltó una risita.
—Eso es lo que tenemos aquí en un mes —dijo.
—Sí, pero allí sólo éramos tres detectives de homicidios.
Mills no quería enzarzarse en una discusión a los diez minutos de haber empezado su nuevo trabajo, pero la mujer le había tocado la fibra sensible. Se había marchado de Springfield porque aquello le parecía el culo del mundo.
Los detectives eran más lentos y conservadores que banqueros. Mills quería desarrollar un trabajo policial de verdad, investigaciones serias. Quería tener la sensación de estar haciendo algo realmente importante.
—Setenta casos al año y tres detectives —comentó Somerset mientras se ponía en cuclillas en el lugar donde minutos antes había yacido el cadáver—. Unos veintitrés casos por hombre y cincuenta semanas al año; eso nos da más de dos semanas por caso.
—A mí me parecen unas vacaciones —terció la pelmaza de las huellas.
Los camilleros rieron con disimulo mientras sacaban el cadáver por la puerta, pero la expresión del teniente no cambió.
Por fin, Somerset se incorporó y miró a Mills a los ojos.
—Puesto que es usted nuevo aquí, detective Mills, ¿qué le parece si vamos a tomar un café para charlar un poco?
Luego podemos…
—La verdad es que, si no le importa, preferiría empezar a trabajar lo antes posible. No hace falta que pierda el tiempo con todas esas formalidades. Quiero decir que, al fin y al cabo, no vamos a poder dedicar dos semanas a este caso.
Se volvió hacia la enana de las huellas digitales, que ya lo estaba mirando con expresión furiosa. Mills hizo caso omiso de ella.
—Tengo que empezar a familiarizarme con la ciudad, ¿verdad, teniente? Conocer a los jugadores, comprobar de qué pie cojean y esas cosas.
Somerset se lo quedó mirando con fijeza.
—¿Puedo preguntarle una cosa, detective Mills?
—Lo que quiera, teniente.
—¿Por qué aquí?
—No… no le entiendo.
—¿Por qué ha venido a la ciudad? Tenía un buen empleo en un sitio agradable. ¿Por qué ha venido aquí?
Mills se sentía acorralado.
—Bueno, pues he venido aquí por la misma razón por la que usted está aquí, supongo. Para mantener la paz, para evitar que la escoria se adueñe de la ciudad. Quiero decir que, claro, hay más oportunidades para un policía aquí, más probabilidades de hacer carrera; y para serle totalmente sincero, quiero tener la sensación de que estoy haciendo algo útil en el mundo. ¿No es eso por lo que lo hace usted? ¿Acaso no es eso lo que siente? O, al menos, ¿no era lo que sentía antes de que decidiera dejarlo?
Somerset adoptó una expresión gélida, el tigre a punto de atacar.
De forma inconsciente, Mills se preparó para el ataque, pero Somerset se limitó a mirarlo.
—Me acaba de conocer, Mills —apuntó Somerset en tono cansado.
Mills apretó los labios y se ruborizó.
—A lo mejor, lo que me pasa es que estoy harto de que la gente me pregunte por qué he decidido venir aquí. Todo el mundo cree que estoy chalado.
—No he dicho que lo esté. Es que nunca había oído hablar de nadie que actuara así. La mayoría de los policías quiere largarse de la ciudad.
—¿Como usted?
Somerset volvió a adoptar aquella expresión gélida.
—Mire, creo que puedo hacer cosas más útiles aquí. No sé, a lo mejor sí que estoy chalado. —Mills decidió callarse porque no estaba sino estropeándolo más, metiendo la pata hasta el cuello—. Mire, teniente, sería genial que no empezáramos a tocarnos las pelotas. Usted es el jefe. No tiene más que decirme cómo quiere que funcione esta investigación.
Somerset se cruzó de brazos.
—Le diré cómo quiero que funcione. Quiero que observe y escuche.
—Con todos mis respetos, teniente, en Springfield no me dedicaba a la vigilancia del restaurante mexicano. He trabajado en Homicidios cinco años y medio.
—Pero aquí no.
—Ya lo sé, pero…
—Durante los próximos siete días, quiero que recuerde una cosa. Ya no está en Springfield —sentenció Somerset y se dirigió a la puerta sin añadir ni una palabra más.
Mills estaba tan furioso que se quedó paralizado, con el rostro enrojecido y la mandíbula apretada. La enana de las huellas se estaba riendo de él. Aquello le parecía gracioso.
Aunque ella le estaba dando la espalda, Mills vio que los hombros le temblaban.
—Mills —lo llamó Somerset desde el pasillo.
—¿Qué?
—¿Quiere tomar un café o qué?
Esta vez, la enana no pudo contenerse.
Cuando amaneció el día siguiente, Mills ya estaba completamente despierto y permanecía en la cama con las manos entrelazadas detrás de la nuca intentando descubrir qué tipo de persona era Somerset. Tracy, su mujer, dormía a su lado, con el cabello rubio desparramado sobre la almohada y el ceño ligeramente fruncido. Desde el otro lado de la ventana le llegaba el sonido de un camión de recogida de basura que trituraba desperdicios en el callejón y acallaba por unos instantes el zumbido constante del tráfico de la avenida.
Tracy se revolvió al percibir aquel sonido nuevo, se dio la vuelta y adoptó la posición fetal de espaldas a la ventana.
Mills estudió el rostro de su mujer. Había algo en la expresión habitual de Tracy que le recordaba a una huérfana de ojos grandes y boca pequeña, un matiz levemente patético que la hacía doblemente hermosa cuando su rostro se iluminaba de forma espontánea con una sonrisa. Sin embargo, su expresión había cambiado después del traslado, y ya no había tantas sonrisas espontáneas, al menos que él supiera. Parecía tensa. Incluso dormida mostraba un aspecto preocupado.
Tal vez había cometido un gran error, se dijo. Tal vez Somerset tenía razón. Tal vez debería haberse quedado en Springfield.
A través de la ventana contempló la pared de ladrillos que se alzaba al otro lado del callejón. No, pensó, no tenía por qué haberse quedado en Springfield. Eso lo sabía a ciencia cierta. En cuanto a Somerset, gracias a Dios que se retiraba a finales de semana, porque Mills no se veía capaz de soportarlo durante más tiempo. Era como un cura, pero con unos humos de cuidado. No decía gran cosa, pero manifestaba a las claras su desaprobación cuando Mills hacía o decía algo que no le parecía bien. Y su malhumor bastaba para volver loco a cualquiera. Mills comprendía por qué todos los de la comisaría esperaban con ansia que se fuera.
Mills miró hacia el suelo junto a la cama. Mojo, su perdiguero dorado, lo estaba observando y jadeaba con una gran sonrisa perruna pintada en su cara, suplicando que le hicieran caso. Lucky, la vieja collie mestiza, dormía profundamente entre las cajas aún sin desembalar. Mojo no estaba acostumbrado a dormir dentro de casa, donde no podía investigar de dónde procedía cada ruido que oía, por insignificante que fuera. Lucky, por su parte, era más afortunada; vieja y casi sorda, la ciudad no la perturbaba tanto.
Mills lo sentía por Mojo. Bastante tenía con haber arruinado la vida de su mujer para encima hacer desgraciado a su perro. Intentó no mirar a Mojo a los ojos y se concentró en las subidas y bajadas del lomo peludo de Lucky.
De la caja que había encima de Lucky sobresalía un trofeo de fútbol, un defensa dorado y paralizado en plena carrera sobre un pedestal de mármol de imitación. Mills esbozó una sonrisa agridulce. Su equipo del instituto había ganado el torneo estatal el primer año de bachillerato.
Springfield Regional había derrotado a un duro equipo urbano con reputación de jugar sucio. Mills marcó uno de los tres goles de Springfield al correr desde la línea de las dos yardas en la cuarta jugada y salvar una muralla de monstruos cuya única misión era cargárselo.
Su amigo del barrio, Rick Parson, cursaba el último año. Rick había jugado de delantero. Era un chico alto y fornido, un verdadero armario coronado por una calabaza.
Un cabrón en el campo, pero divertidísimo fuera de él. Habría hecho cualquier cosa por arrancarle una carcajada a alguien. Nunca permitió que Mills olvidara que era su espalda la que había empleado como escalera para marcar aquel gol. Mills no podía asegurar si aquello era cierto o no, ya que en aquel momento había tantos cuerpos amontonados que no sabía quién era quién. Sin embargo, la historia era la mar de graciosa, sobre todo cuando Rick la contaba después del trabajo en el restaurante de Henley y animándose se levantaba la camisa para enseñar las abrazaderas invisibles a cualquier chica que mirara. De hecho, así fue como conoció a su mujer.
Mills meneó la cabeza y exhaló un suspiro. Rick siempre había demostrado mucho temperamento en el instituto, y lo cierto era que con los años empeoró. Nadie podía imaginar que fuera policía, lo que lo hacía perfecto para misiones secretas. Se convirtió en el mejor agente que Springfield había tenido jamás, sin lugar a dudas. Si Mills hubiera estado ahí para ayudarlo, al igual que Rick lo había apoyado en el campeonato estatal, Rick seguiría en la policía. A Mills se le hizo un nudo en la garganta al recordar aquella noche lluviosa: Rick en la escalera de incendios, Mills saliendo del piso. Si Mills no hubiera…
En aquel momento sonó el teléfono y Mojo empezó a ladrar.
Mills descolgó antes del segundo timbrazo, pero Mojo se había sobresaltado y siguió ladrando.
—¡Calla, Mojo! —Puso la mano en la espalda de Tracy y la acarició—. No pasa nada. Sólo es el teléfono.
El cuerpo de Tracy se puso rígido mientras abría los ojos de par en par y contemplaba aquella habitación que le resultaba tan poco familiar.
—Cariño…, ¿dónde estamos? —susurró presa del pánico.
—En casa, Tracy, estamos en casa.
Mills se llevó el auricular al oído.
—¿Diga?
—Buenos días —saludó Somerset—. Venga a la calle Baylor, 377, lo antes posible. ¿Sabe dónde está?
—La encontraré. —El tono carente de inflexiones de Somerset lo molestó de inmediato—. ¿Qué sucede?
—Posible homicidio.
—¿Qué significa posible?
Pero Somerset ya había colgado.
Bueno, a tomar por el culo, pensó Mills enojado.
El teléfono emitía un ruido en su mano, exigiendo ser colgado, y Mojo empezó a ladrar de nuevo.
—¡Calla, Mojo! —siseó Mills—. Vas a despertar a todo el mundo.
—No importa, ya estoy despierta —dijo Tracy al tiempo que se incorporaba.
Recorrió la habitación con una mirada infantil. No parecía feliz.
Somerset se encontraba en un callejón estrecho, entre dos bloques de pisos y revolvía el maletero de su coche en busca de la caja de guantes desechables de látex. Sabía que le quedaban algunos; siempre guardaba una caja en el coche. Pero había tanta mierda allí que resultaba imposible encontrarlos. El agente Davis, el primer policía uniformado que había llegado al escenario del crimen, estaba de pie junto a él, y aguardaba en silencio. Davis tenía la constitución de un levantador de pesas; pecho ancho, cintura estrecha y brazos que le pendían con torpeza de los anchos hombros. Somerset empezó a enfadarse mientras seguía buscando los guantes. Habría jurado que guardaba una caja entera en el maldito maletero. Tiró del chubasquero azul marino y miró bajo la caja amarilla de plástico que contenía el equipo de averías. Nada. Por pura desesperación abrió la caja amarilla y, para su sorpresa, ahí estaba, junto a las bengalas de emergencia, encajada entre la maraña de pinzas de batería. ¿Por qué narices había puesto los guantes ahí? Otra prueba más de que había llegado la hora de retirarse, pensó.