Somerset lo soltó, pero de inmediato Mills se giró y abrió la puerta de una patada.
Somerset sintió deseos de matarlo.
—¡Será gilipollas!
Mills se encogió de hombros mientras se limpiaba la sangre de la nariz con el dorso de la mano.
—Ya no vale la pena discutir. A menos que sepa cómo arreglar la puerta.
La jamba de la puerta estaba resquebrajada y astillada, y la hoja temblaba sobre las bisagras.
De repente, la puerta tras la que John Doe se había escondido al principio se abrió de golpe. Ambos hombres sacaron las armas en el acto.
—¿Qué coño está pasando aquí, eh? ¿Por qué no os vais con la música a otra parte, maricones? Es que no hay quien viva en paz hoy en día.
Un vagabundo anciano y demacrado se tambaleaba en el umbral; tenía los ojos vidriosos y apestaba a sudor y licor de malta.
—Venga, no me toquéis las narices. Lo único que quiero es paz y tranquilidad. ¡Un poco de paz y tranquilidad!
Mills se volvió hacia Somerset.
—¿Cuánto dinero le queda?
Al cabo de media hora, un agente uniformado le tomaba declaración al anciano vagabundo en el pasillo, y anotaba todos los pormenores. Mills se hallaba de pie tras el policía, asintiendo con vehemencia y alentando al viejo con la mirada.
—Así que, así que… me di cuenta de que el tipo salía —farfulló el anciano—, salía mucho cuando lo de aquellos asesinatos. Ya sabe, esos de los que no paran de hablar. Así que, así que yo… yo…
El viejo aún estaba medio borracho, pero sabía que Mills guardaba un billete de veinte dólares para él en el bolsillo, de modo que quería hacer las cosas bien.
—Así que ha llamado al detective Somerset —intervino Mills—. ¿No es eso lo que me ha contado a mí? Alguien le dio su número en la calle.
—Eso, eso, he llamado al detective Somerville.
—¿Quién le dio el número del teniente Somerset, señor? —preguntó el policía.
El viejo se encogió de hombros y los ojos de aquel rostro largo y ajado casi parecieron salirse de las órbitas.
—Un tío. No sé cómo se llama. A veces duerme en el mismo callejón que yo.
—¿Y no sabe cómo se llama? ¿Algún apodo?
El viejo meneó la cabeza.
—Yo lo llamo Bud… Llamo Bud a todo el mundo.
—Ya, claro, como la cerveza —masculló con sarcasmo mientras se volvía hacia Mills.
Mills se encogió de hombros.
—¿Qué se le va hacer? —replicó, aunque lo cierto era que quería acabar con aquello lo antes posible.
El policía uniformado se volvió de nuevo hacia el viejo.
—¿Y por qué llamó a un detective, señor?
—Por lo de ese tipo. Parecía tan…, tan, tan… Daba tanto miedo. Y… y…
Mills asintió con un gesto para animarlo a continuar.
—Y uno de los asesinatos fue aquí cerca. A un par de manzanas. Ya sabe, el del tipo que aún estaba vivo. Los periódicos han dicho que murió en el hospital. Ya sabe, el de la mano cortada. Y empecé a pensar que el tipo que vive en este edificio es muy raro y todo eso, que podía ser el que…, bueno, ya sabe…
—¿Y qué es lo que vio? —inquirió Mills antes de que el hombre cambiara de tema.
—Yo, esto… vi…, lo vi a él con uno de esos cuchillos grandes, un machete. Lo llevaba debajo del abrigo, pero un día en el callejón se le cayó, y yo lo vi.
—Y el resto ya se lo he contado —atajó Mills al policía antes de que el viejo empezara a desvariar.
Los ojos del hombre estaban adquiriendo una expresión enloquecida, y antes de que llegara el policía uniformado ya había farfullado algo acerca de extraterrestres, de modo que Mills no estaba dispuesto a correr ese riesgo.
—La fecha en que vio al sospechoso del machete coincide con la fecha en la que, según calcula el forense, Victor Dworkin perdió la mano. ¿Necesita algo más? —le preguntó al policía uniformado.
—No. Con esto me basta. —Entregó la carpeta y un bolígrafo al anciano—. Firme aquí…, Bud.
Mills cogió la carpeta y se cercioró de que el viejo garabateaba algo en el lugar correcto. Tardó un rato, pero por fin logró estampar una firma bastante decente, dadas las circunstancias. El agente volvió a coger la carpeta.
—¿Dónde está el teniente? —preguntó a Mills.
—Dentro —repuso Mills indicando la puerta destrozada del 6A.
En cuanto el agente entró en el piso, Mills sacó el billete de veinte dólares y se lo mostró al viejo.
—Cómprese algo de comer con esto —le susurró al oído—. No se lo gaste en bebida. ¿Me entiende?
—Sí, sí, sí, sí —asintió el hombre mientras le arrebataba el billete y se lo guardaba en el bolsillo del abrigo—. Que le vaya bien, Bud —agregó antes de cruzar la puerta de la escalera arrastrando los pies.
Mills meneó la cabeza, consciente de que el viejo se pondría ciego con aquel dinero. Menos mal que sólo le había dado veinte dólares. Somerset había tenido intención de darle más.
Sacó un par de guantes de látex y entró en el apartamento de John Doe. El salón resultaba artificialmente oscuro porque las paredes estaban pintadas de negro, al igual que las ventanas. Somerset y el policía uniformado se hallaban junto a una lámpara de pie y repasaban la declaración del viejo. Mills y Somerset ya se habían puesto de acuerdo acerca de la historia que contarían. El viejo había oído gritos en el 6A. Mills y Somerset habían ido a investigar. Al no obtener respuesta, forzaron la puerta por temor a que alguien se hallara en peligro allí dentro. A Somerset no le hacía gracia todo aquello, pero aseguró a Mills que colaría.
A excepción de la lámpara de pie y una solitaria silla con respaldo de travesaños, el salón estaba completamente vacío.
Mills se dirigió al pasillo con los ojos entornados para acostumbrarlos a la oscuridad. Se detuvo ante la primera puerta que encontró, preguntándose si debía sacar el arma. Doe no podía estar allí… a menos que se hubiera transformado en murciélago y hubiera entrado volando por la ventana, y no obstante Mills seguía experimentando una sensación rara en la boca del estómago. Dejó el revólver en la pistolera, pero apoyó la mano en la culata mientras hacía girar el picaporte.
Aquella habitación también estaba a oscuras. Buscó a tientas un interruptor en la pared al mismo tiempo que pensaba en la mano amputada de Victor Dworkin, preparado para retirar la suya al primer indicio de problemas.
Encontró el interruptor y lo pulsó. Una deslumbrante bombilla de techo de 100 vatios iluminó otra estancia amueblada de forma austera y con las paredes y ventanas pintadas de negro. La cama individual que se apoyaba contra la pared no tenía colchón; no era más que una estructura metálica con un somier de muelles. Había una vieja sábana doblada pulcramente bajo la cabecera, pero no se veía almohadón alguno. La sábana mostraba grandes manchas de sudor salpicadas de marcas de óxido.
En el centro de la habitación había una mesa con una lámpara de pantalla que se cernía sobre ella. Mills tiró de la cadenita para encenderla. Sobre la mesa no había nada más.
Retiró la silla de respaldo recto y abrió el cajón central, que tan sólo contenía un ejemplar de la Biblia con tapas de cuero negro. Abrió el cajón superior derecho. Estaba repleto de frascos vacíos de aspirinas, alineados ordenadamente como un batallón. Mills los contó por encima. Había unos treinta frascos.
El siguiente cajón contenía tres cajas de balas de distintas clases, pero todas ellas de nueve milímetros: balas de punta hueca, rellenas de mercurio y recubiertas de teflón.
En la calle, las balas de teflón recibían el nombre de asesinas de policías porque estaban diseñadas para perforar los chalecos antibalas. Mills se tocó el rostro magullado, lamentando no haber echado el guante a aquel mal nacido cuando tuvo la oportunidad.
Reparó en una mesita estrecha que se hallaba en el rincón más alejado de la habitación. Sobre ella había un escenario diminuto que parecía el trabajo manual de un niño, confeccionado con cartón y cartulina de colores. En la pared del fondo se veía un semicírculo de hostias de comunión superpuestas y colocadas de un modo muy artístico. Las hostias formaban el halo de la pieza más importante del cuadro: un tarro de mayonesa que contenía una mano humana flotando en un líquido turbio.
Victor, pensó Mills al tiempo que se frotaba la muñeca de forma inconsciente. Joder…
—Teniente —llamó desde el umbral—. Quiero que vea una cosa.
—Un momento —replicó Somerset, que seguía hablando con el agente.
De pie en el umbral, Mills reparó de repente en algo extraño que procedía del otro extremo del pasillo de paredes negras. Un brillo rojo se filtraba por debajo de una puerta cerrada. Mills se acercó lentamente y sintió náuseas al imaginar lo que podría llegar a encontrar allí… Otras partes de cuerpos: cabezas, pies, dedos, ojos, orejas, órganos genitales. Hizo girar el picaporte y abrió la puerta con sumo cuidado. Era el cuarto de baño y estaba iluminado por una bombilla roja que había sobre el espejo del botiquín. Tiras de película fotográfica pendían de la barra de la cortina de la ducha. Doe había convertido el baño en un cuarto oscuro.
Fotografías ya reveladas cubrían cada centímetro de pared disponible. Mills quedó atónito ante el espectáculo.
Había fotografías de Peter Eubanks, el gordo, aún con vida; de Eli Gould hincándose el cuchillo en la carne; de Victor Dworkin pudriéndose vivo, el rostro vuelto hacia la cámara en una sorda súplica. Asimismo vio fotografías de una rubia despampanante sentada en una cama. No estaba muerta ni herida, pero parecía muy incómoda. También encontró fotografías de partes del cuerpo: primeros planos de bocas y dedos, aunque no amputados. Mientras pasaba de imagen en imagen, Mills se maravillaba por el trabajo y la preparación que Doe había dedicado a sus asesinatos.
De repente reparó en algo que colgaba del soporte para cepillos de dientes que había sobre el lavabo. Era un carné de la Unión Internacional de Prensa, plastificado y colgado de una cadena.
—Maldito hijo de puta…
Escudriñó las paredes de forma apresurada, esperando no descubrir lo que sospechaba. Pero lo descubrió en la pared que se alzaba sobre el inodoro. Fotografías tomadas en el pasillo que conducía al apartamento de Victor Dworkin, instantáneas que mostraban el escenario del crimen desde fuera, fotos de Somerset y Mills saliendo de un coche, fotos de Somerset y Mills entrando en el edificio de Victor, fotos de Somerset y Mills en la escalera mientras vigilaban el escenario del crimen.
Mills asestó un puñetazo al lavabo.
—¡Mierda!
Ese periodista de aspecto ridículo, el tipo que se parecía al granjero de Bugs Bunny. Era él. Lo tenía —pensó Mills con el estómago revuelto—. Lo tenía delante de mis narices, joder, y se me escapó. ¡Maldito hijo de puta! ¡Maldita sea!
De repente sonó un teléfono. Procedía de algún lugar del otro extremo del pasillo. Mills abandonó el baño a toda prisa. Somerset y el agente uniformado acudieron desde el otro lado.
—No sé de dónde viene —dijo Somerset.
—Vaya a la cocina —indicó Mills—, y usted —agregó dirigiéndose al agente— no toque nada a menos que lleve esto.
Se sacó otro par de guantes de látex del bolsillo y se los arrojó al agente.
El teléfono sonó por tercera vez. Mills entró corriendo en el dormitorio. Era un sonido extraño, amortiguado, pero parecía proceder de aquella habitación. Abrió el armario. Estaba lleno de ropa, pero los timbrazos no venían de allí. Se arrodilló para mirar debajo de la cama. Encontró una especie de cúpula metálica con un pomo en su parte superior. Tardó un instante en darse cuenta de que era la tapadera de una sartén china. De ella salía un cable muy delgado. Mills lo estiró y levantó la tapadera, dejando al descubierto un teléfono negro de dial. Estaba colocado sobre una toalla doblada. Había bolitas de algodón encoladas a la parte interior de la tapadera para amortiguar el sonido aún más. El teléfono volvió a sonar. Mills se llevó la mano al bolsillo de la americana en busca de la grabadora y comprobó si le quedaba cinta. Había suficiente. Pulsó el botón rojo de grabación, observó unos instantes la rotación de las ruedecillas y a continuación descolgó, sosteniendo la grabadora junto al auricular.
—¿Diga? —empezó.
Silencio. Había alguien en el otro extremo de la línea, pero no dijo nada.
—Diga.
—Los admiro —dijo por fin una voz nasal—. No sé cómo me han encontrado, pero imaginen la sorpresa que me he llevado. Cada día respeto más a los agentes de la ley y el orden, de verdad.
—Muy bien,John-lo atajó Mills—, dígame…
—¡No, no, no! Escúcheme. Tendré que modificar mi programa en vista del pequeño revés de hoy. Sólo llamaba para expresar mi admiración. Siento haber herido a uno de ustedes, pero me temo que no me quedaba otra opción.
Aceptan mis disculpas, ¿verdad?
Mills hervía de indignación, pero guardó silencio.
—Me gustaría contarle más cosas —prosiguió Doe—, pero no quiero estropear la sorpresa.
—¿De qué está hablando, John?
—Hasta la próxima.
—¡John! ¡No cuelgue! Yo…
El sonido de la línea abierta llenó el silencio.
—¡Mierda!
Colgó el auricular y dejó el teléfono en el suelo.
Somerset lo esperaba en el umbral con una expresión grave en el rostro. Señaló las otras habitaciones que había en el pasillo.
—Espere a ver lo que he encontrado.
Aquella noche, el apartamento de John Doe se convirtió en un hormiguero de técnicos forenses, y había suficientes cosas raras como para que todos ellos trabajaran a tope.
Dos técnicos cubrían el lugar de polvo en busca de huellas, mientras que un tercero examinaba el pequeño templo que Doe había erigido en honor de la mano de Victor. Otro efectuaba un meticuloso inventario de la mesa de Doe. Un dibujante estaba en la cocina con Mills y trabajaba en un boceto de Doe (o granjero de Bugs Bunny, como Mills seguía llamándolo) a partir de los datos que le proporcionaba el detective sobre su encuentro en la escalera del edificio de Victor Dworkin. Pero durante todo aquel rato, Somerset había permanecido encerrado en el segundo dormitorio de apartamento, la biblioteca de John Doe.
Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías. La selección de Doe decía mucho acerca de él, pero nada que sorprendiera a Somerset: Historia de la teologia, Manual de armas defuego, Historia mundial, Municiones de combate, El recetario del anarquista, Summa Theologica, Revisión de la Ley Criminal de los Estados Unidos… Sin embargo, los cuadernos de notas eran harina de otro costal.