El suelo de cemento era arenoso y Somerset lo pisaba con cautela, procurando avanzar con todo el sigilo posible hacia la puerta. El corazón le latía con violencia mientras por su mente cruzaban imágenes horribles en un vano intento de prepararse para las atrocidades que, estaba convencido, encontraría al otro lado de aquella puerta.
Se situó ante la puerta, dispuesto a realizar su trabajo.
Aguzó el oído para comprobar si se advertían indicios de actividad en la habitación, pero lo único que oyó fue el golpeteo de su propia sangre en los oídos. Por fin aspiró una profunda bocanada de aire y gritó ¡Policía! al tiempo que abría la puerta de una patada y barría la habitación con el arma, preparado para disparar sobre lo primero que se moviera.
Pero lo que vio lo dejó atónito, anonadado. Aquel absurdo panorama escapaba a su comprensión.
Era la expresión indignada que vio en el rostro de Zalinski lo que hacía la situación tan extraña. El hombre estaba furioso porque Somerset había violado su intimidad.
El hecho de que estuviera sentado en una bañera llena de la sangre de un pastor alemán que colgaba del gancho de la ducha y de que tuviera el rostro y el pecho llenos de sangre, no importaba. Alguien había violado su intimidad, y estaba enojado. No sentía pánico, culpabilidad ni arrepentimiento, sino indignación.
Zalinski mostró aquella misma expresión durante todo el juicio, mientras que Eli Gould empleaba todos los trucos de listillo que sabía para convencer al jurado de que su cliente era víctima de una madre abusiva y, por tanto, no cabía responsabilizarlo de sus actos. ¡Y el jurado se lo tragó!
Enviaron a Zalinski al manicomio en lugar de a la cárcel.
Revisaban su caso cada año y medio; cualquier día de éstos certificarían que estaba curado, y entonces el juez no tendría más remedio que soltarlo. Un hombre que consideraba que estaba en su perfecto derecho de bañarse en sangre andaría algún día suelto por las calles gracias a las maniobras legales de Eli Gould.
Aquél era el caso que había hecho famoso a Eli Gould, y cada vez que Somerset oía su nombre recordaba de inmediato la expresión del rostro de Ed Zalinski sin poder dejar de pensar que, a causa de Gould y otros abogados como él, el mal en sus manifestaciones más grotescas se había tornado aceptable.
Mills iba a sudar tinta con ese caso, pensó Somerset. Sin lugar a dudas, Eli Gould tenía un montón de enemigos. Por supuesto, con la palabra coDIcIA escrita en el techo con sangre, Mills no podía pasar por alto al propio Ed Zalinski.
Tal vez el Vampiro de las Bañeras se había escapado para comentar con él alguna pequeña discrepancia respecto a la factura que le había pasado el abogado. Por lo que sabía Somerset, Gould no se vendía barato.
—Debería haberse quedado en Springfield —masculló Somerset mientras activaba el interruptor de la luz de la cocina del hombre gordo.
La lámpara del techo funcionaba. Alguien de la oficina del forense debía de haber arreglado el interruptor.
Escudriñó los mostradores salpicados de comida mientras se llevaba la mano al bolsillo y extraía el frasquito que contenía los fragmentos de linóleo. Dirigió la vista hacia el suelo y comparó el linóleo azul moteado con los trocitos azules del frasquito. Se agachó para observarlo mejor. Parecían coincidir.
Se incorporó y volvió a examinar el suelo en busca de marcas. En un primer momento creyó que el peso de la víctima habría hecho que las patas tubulares de cromo de la silla atravesaran los extremos de plástico y penetraran en el linóleo, pero el suelo no presentaba ninguna marca debajo de la silla. Tampoco se apreciaba rasguño alguno debajo de las otras sillas, ni tampoco de las patas de la mesa. Frunció el ceño y siguió su búsqueda, deseando que la estancia estuviera mejor iluminada. Por último se puso en cuclillas y deslizó sus dedos a lo largo de los cantos de las alacenas, deteniéndose en cada muesca, en cada arañazo y en cada depresión. Pero nada de lo que encontró resaltaba bastante profundo para encajar con los fragmentos del frasco.
A continuación deslizó los dedos bajo la parte delantera del frigorífico. Unos profundos rasguños formaban un arco corto que arrancaba de una de las esquinas. Somerset los estudió, abrió el frasco y pescó los dos fragmentos de mayor tamaño. Los dejó en el suelo e intentó hacerlos coincidir con las marcas, girándolos en todas direcciones como si compusiera un rompecabezas. Parecían encajar, si no a la perfección, sí bastante bien. Volvió a depositar los fragmentos en el frasco y se lo guardó en el bolsillo. Era evidente que el suelo ya estaba deteriorado cuando la persona en cuestión desplazó el frigorífico. Se levantó y examinó ambos flancos del aparato para comprobar hasta qué punto estaba empotrado, y a continuación alargó el brazo para asir el canto posterior. Tuvo que arrastrarlo adelante y atrás, tirar de un lado y luego de otro, sacarlo caminando, prácticamente. El sudor le corría por las mejillas. Aquello era lo que le faltaba, destrozarse la espalda una semana antes del traslado.
Por fin logró retirar el frigorífico lo suficiente para echar un vistazo detrás. Alargó el cuello por encima del mostrador para ver qué había.
—Dios mío… —murmuró perplejo.
La pared parecía gris por el polvo y la mugre, pero quedaba un trozo ovalado completamente limpio. Escrita con grasa, se veía una sola palabra: GULA. Bajo la palabra, adherido a la pared con cinta adhesiva, encontró un sobre limpio de tamaño estándar.
A Somerset se le heló la sangre. Se sintió como en el momento en que contempló el rostro indignado y manchado de sangre de Ed Zalinski.
Alargó la mano para coger el sobre, pero quedaba justo unos milímetros fuera de su alcance.
La navaja de Somerset se clavó en la diana con un golpe sordo. Acertó en el número 3 del anillo negro de puntuación simple.
Atravesó el salón desierto y arrancó la navaja del corcho antes de regresar a su posición inicial, al otro lado del sofá, y lanzar el cuchillo una vez más. ¡Tac! La hoja se clavó en el 20 del anillo de puntuación doble, a escasos centímetros del blanco. Se acercó y volvió a arrancar el cuchillo.
A excepción de la diana, las paredes estaban vacías. Las estanterías empotradas estaban casi desiertas, y el suelo de parquet estaba repleto de cajas llenas de libros. Somerset no había terminado de clasificarlos. Tenía cientos de libros, algunos de los cuales sabía que jamás volvería a leer, pero aun así le costaba separarse de ellos.
¡Tac! La navaja se clavó en el anillo triple, en el 17.
El ruido de la ciudad, que penetraba por la ventana, resonaba en la estancia vacía. Los niños del callejón juraban como marineros y competían en estruendo con un radiocasete que emitía rap gangsta a todo volumen. Somerset conocía a los niños que siempre haraganeaban allá abajo.
Ninguno de ellos superaba los doce años.
Arrancó la navaja y volvió a la posición inicial. ¡Tac!
La hoja se clavó en el 4, al borde de la diana, muy lejos del blanco.
Estaba pensando en lo que había encontrado detrás del frigorífico. Tal vez debería haberse callado. Podría habérselo guardado hasta final de semana, hasta después de irse.
Entonces ya no habría sido problema suyo. Pero no iba con él hacer una cosa así, de modo que ahora se enfrentaba a la gula y a la codicia. Si hubiera silenciado el hecho de que los asesinatos de Eli Gould y Peter Eubanks guardaban relación, no habría tenido que implicarse. No habría sido asunto suyo, sino de Mills.
Somerset recuperó la navaja, la cerró y la dejó en el borde del sofá. Mientras permanecía sentado en el borde del sofá con las manos colgando entre las rodillas, pensó que Mills no estaba preparado para aquello. Creía estarlo, pero no era así. Aquel chico no tenía ni puta idea de nada. Si Mills tuviera dos dedos de frente se habría quedado en Springfield. Pero quería estar en el meollo. Quería emociones fuertes. Bueno, pues ya las tenía.
Mills babeó como un lobo cuando Somerset regresó a la comisaría y le mostró la nota que había encontrado detrás del frigorífico del hombre gordo. Con pulcra letra de imprenta escrita en bolígrafo sobre papel blanco lineado, se leía la frase: Largo y duro es el camino que del infierno conduce a la luz.
Mills estaba examinando las fotografías de dieciocho por veinticinco correspondientes al homicidio de Gould cuando Somerset entró en la oficina de ambos. Las fotos se hallaban desparramadas sobre la mesa que no sería suya hasta la semana siguiente. En cuanto Somerset le mostró la nota, Mills empezó a revolver las fotografías como un loco, buscando primeros planos de la palabra CODICIA y sosteniéndolos junto a la nota para comparar la letra. Quería salir disparado para solicitar un análisis caligráfico y asegurarse de que era la misma persona quien había escrito ambas cosas. Aquello demostraba lo verde que estaba.
Era bastante obvio que se trataba de la misma persona.
La prensa todavía no se había enterado de la noticia, de modo que no podía tratarse de alguien que hubiera plagiado el método, aún no. Y lo peor del caso es que Mills estaba demasiado alterado para darse cuenta de que tenía la prueba más importante delante de las narices: el contenido de la nota, no la caligrafía. Largo y duro es el camino que del infierno conduce a la luz.
—¿Cree que intenta decirnos algo? —preguntó Mills—.
A mí me parecen chorradas religiosas.
Somerset tuvo que echar mano de su autodominio para contener la lengua. Pero en lugar de decirle a Mills que era un imbécil, escogió una de las fotografías de la palabra CODICIA escrita con sangre y la sostuvo junto a la foto Polaroid que había tomado del término GULA escrito con grasa.
—¿Nunca ha oído hablar de los siete pecados capitales, Mills?
—Sí, creo que sí —contestó Mills, encogiéndose de hombros.
—Codicia, gula, ira, envidia, pereza, orgullo y lujuria.
El rostro de Mills se iluminó cuando el joven empezó a comprender.
—¿Cree que este tipo va a cargarse a una persona por cada pecado?
—Eso parece, ¿no?
—Mierda… —murmuró Mills anonadado.
Eso mismo, mierda, pensó Somerset mientras se reclinaba en su silla y apoyaba la cabeza en el brazo del sofá.
Habría cinco asesinatos más si no encontraban a aquel tipo, y si Mills dirigía la investigación después de que él se retirara, Somerset temía que aquel tipo lograra completar la lista sin dificultad alguna. No es que el muchacho fuera incompetente. Sencillamente, carecía de experiencia con aquella clase de mierda. Aquello no era Springfield.
Somerset contempló la navaja que descansaba en el otro brazo. Cuanto más pensaba en aquel embrollo, más se cabreaba. Quería dejarlo todo atrás, pero no podía. Ahora no. No podía limitarse a matar el tiempo hasta que terminara la semana. Tenía que implicarse en aquella investigación.
Se irguió, cogió la navaja, la abrió y la lanzó al otro lado de la habitación. ¡Tac! Anillo de triple puntuación, el 7.
Al cabo de media hora, Somerset oyó truenos a lo lejos.
Contempló el cielo al oeste. Los relámpagos revelaban la presencia de nubes violáceas de aspecto amenazador en la noche. La tormenta no tardaría en llegar. Nada conseguiría detenerla una vez que se adentrara en el desierto.
Mientras caminaba por el centro con un cigarrillo entre los labios, escudriñaba de forma inconsciente los huecos entre los coches aparcados, en busca de chiflados. Una de las casas de crack más importantes de la ciudad se hallaba en aquel barrio. Los adictos al crack te rebanan el cuello por cuatro chavos sin pensárselo dos veces.
Pasó un camión de bomberos con la sirena a todo volumen, y las luces parpadeantes rebotaron en los coches aparcados y tiñeron los edificios de rojo.
Más allá, un hombre de negocios con el traje desordenado gritaba al auricular de una cabina telefónica; de repente colgó con estruendo.
—¡A tomar por culo, zorra! ¡A tomar por culo! ¡A tomar por culo! —repetía cada vez más furioso.
Somerset pasó de largo y se dirigió hacia la escalinata de granito del edificio principal de la biblioteca pública.
Mientras la subía, arrojó el cigarrillo por encima de las cabezas de los vagabundos que dormían allí. La colilla aterrizó entre los arbustos.
—¿Tienes un cigarrillo, tío? —pidió uno de los vagabundos—. ¿Tienes un cigarrillo?
Somerset bajó la mirada hacia el rostro mugriento del hombre. Era un joven blanco no mayor de treinta años.
Igual que Mills. Somerset se llevó la mano al bolsillo de la camisa y sacó el paquete, pero estaba vacío.
—Lo siento. Me acabo de fumar el último.
—Vale, tío, vale. No pasa nada.
Somerset siguió subiendo y pasó entre las enormes columnas de la biblioteca antes de llamar a las puertas de cristal con la palma de la mano. Al ver que nadie acudía a abrir, golpeó con más fuerza.
—Tranquilo, tranquilo, ya voy —dijo una voz amortiguada por el vidrio.
Un hombre negro de sesenta y pocos años atravesó el vestíbulo con toda la rapidez que le permitía su cojera. Era George, el vigilante nocturno.
George abrió la puerta y lo dejó entrar.
—¿Qué tal? —saludó con una sonrisa.
—Muy bien, George. ¿Y tú?
—De fábula.
Mientras Somerset caminaba sobre el mármol verde del vestíbulo, una familiar sensación de calma se apoderó de él y le relajó los músculos de los hombros. Miró a través de la puerta de doble hoja que había tras el mostrador de salida y contempló la inmensa sala de lectura principal con sus mesas largas y coronadas por lámparas articuladas de pantalla verde. Numerosas estanterías se alineaban a lo largo de las paredes desde el suelo hasta el techo. Las de más estanterías se hallaban al otro lado de la sala de lectura, a lo largo de innumerables pasillos de libros. Y en el piso superior había más estanterías, literalmente kilómetros de libros. Aquello era el paraíso para Somerset. Hubiese podido vivir allí.
George subió la escalera curva de mármol hacia el primer piso.
—Siéntate donde quieras, amigo mío.
—Gracias, George.
—Hola, Sonrisas.
Somerset alzó la mirada y descubrió una cabeza coronada por una espesa mata gris asomada a la barandilla de la galería. Era Silas, el guardia de seguridad. Jake y Kostas, los otros dos guardias, estaban justo detrás de él y saludaban a Somerset con la mano.
—¿Qué tal, caballeros? —saludó Somerset.