Léonie alargó la mano y encontró a tientas el respaldo de una silla. Con cuidado, tomó asiento.
Puedo y debo reconocer que contaba con que tú descubrieras nuestro engaño. A lo largo de aquellos difíciles meses de primavera, y al comienzo del verano, aun cuando siguieron produciéndose los ataques contra mi persona en los periódicos, casi a cada paso esperaba que tú desvelaras el engaño y me desenmascararas, pero interpreté mi papel demasiado bien. Tú, que tan fiel y tan leal has sido siempre en tu corazón y en tus intenciones, ¿por qué ibas a dudar de que mis labios fruncidos, mis ojeras y mi rostro demacrado fueran consecuencia no de una vida disipada, sino de la pena?
Es mi deber decirte que Isolde nunca quiso engañarte a ti. Desde el momento en que llegamos al Domaine de la Cade y te conoció, tuvo plena fe en que el amor que me tienes> —y que contaba ella con que a su debido tiempo la alcanzara, en calidad de hermana tuya— bastaría para dejar a un lado todas las consideraciones morales y para que nos dieses tu apoyo en nuestra estratagema. Yo no estuve de acuerdo con ella.
Fui un idiota.
Mientras me siento a escribirte estas líneas, en el que podría ser el último de mis días sobre la tierra, reconozco que el mayor de mis defectos ha sido la cobardía moral. Pero no es sino un defecto entre muchos otros.
Sin embargo, han sido una gloria las semanas que he pasado aquí, contigo y con I soldé, por los apacibles jardines y sendas del Domaine de la Cade.
Aún hay algo más. Un último engaño, para cuyo perdón te ruego que encuentres misericordia en tu ánimo, y si no quisieras perdonarlo, al menos espero y deseo que lo entiendas. En Carcasona, mientras tú, en tu inocencia, explorabas las calles, Isolde y yo nos casamos. Ahora, Isolde es madame Vernier y es tu cuñada por el vínculo de la ley, así como lo es por el afecto.
Además, voy a ser padre.
Pero en aquel mismo día, en el día más feliz que vivimos, supimos que ese hombre nos había descubierto. Ésa es la explicación verdadera de que tuviéramos que marchar con tanta brusquedad. Es asimismo la razón de que la salud de Isolde haya decaído, y también de su fragilidad. Pero es evidente que su salud no podrá soportar nada que altere sus nervios. La cuestión no puede quedar sin resolverse.
Una vez descubierto el engaño del entierro, ese hombre no sabemos cómo nos ha perseguido, primero en Carcasona, y ahora en Rennes-les-Bains. Por eso he aceptado su desafío. Es la única forma de zanjar la cuestión de una vez por todas.
Mañana por la noche le haré frente. Recurro a tu ayuda, pequeña, tal como debiera haberlo hecho hace ya muchos meses. Tengo una gran necesidad de tu apoyo, y te pido que no llegue a saber nunca mi amada Isolde los particulares del duelo. Si no regresara, a ti encomiendo el cuidado de mi esposa y mi hijo. La casa está segura en manos nuestras.
Tu afectuoso y cariñoso hermano,
A.
La mano con la que Léonie sostenía la carta cayó sobre su regazo. Las lágrimas que se había esforzado por contener rodaron en silencio por sus mejillas. Lloró de pura lástima, lloró por el engaño y por los malentendidos que los habían mantenido separados. Lloró por Isolde, por el hecho de que Anatole y ella la hubiesen engañado, por el hecho de que ella los hubiera mentido, hasta que se agotó en ella toda emoción.
Sus pensamientos entonces fueron más nítidos. La razón de la extraña expedición en que salió Anatole de la casa esa mañana quedaba así explicada.
En cuestión de días, de horas incluso, podría estar muerto.
Corrió a la ventana y la abrió de par en par. Tras la luminosidad de primera hora de la mañana el día se había encapotado. Todo estaba en calma, en silencio, húmedo, bajo los rayos impotentes de un sol debilitado. Una bruma otoñal flotaba sobre el césped y los jardines, envolviendo el mundo en un sudario de engañosa calma.
Mañana a la caída de la tarde.
Miró su reflejo en el alto ventanal de la biblioteca, pensando en lo extraño que era que pareciera la misma cuando se encontraba tan completamente cambiada. Los ojos, el mentón, la boca, todo estaba igual que tres minutos antes.
Léonie se estremeció. Mañana se celebraba la festividad de Todos los Santos, hoy era la víspera, la Noche de Difuntos. Una noche de terrible belleza, la noche en que el velo que separa el bien del mal resulta más tenue. Era un momento en el que tales acontecimientos podían en efecto producirse. Un momento que ya era de demonios y maldades.
Era preciso impedir que tuviera lugar el duelo. Y de ella dependía que no llegase a producirse. De ninguna manera se podía permitir que semejante charada, tan fatídica, siguiera su curso. Pero a la vez que los pensamientos se sucedían veloces en su cabeza, Léonie comprendió que de nada serviría. No estaba en su mano desviar a Anatole del rumbo que había resuelto tomar.
—No debe fallar el tiro —murmuró para sus adentros a la vez que corría a la puerta para abrirla.
Fuera encontró a su hermano envuelto en el humo del tabaco, y vio tallada en su rostro la angustia de los minutos de espera, el tiempo que ella había tardado en leer la carta.
—Oh, Anatole —dijo, y lo rodeó con ambos brazos. A él se le llenaron los ojos de lágrimas.
—Perdóname —susurró él, y se dejó abrazar—. Lo siento muchísimo. ¿Podrás perdonarme, pequeña?
L
éonie y Anatole pasaron juntos buena parte de lo que restaba del día. Isolde descansó por la tarde, con lo que tuvieron tiempo para conversar. Anatole se encontraba tan abatido por el peso del momento que le esperaba, y por el modo en que las circunstancias se habían coaligado para conspirar en contra de él, que Léonie tuvo la sensación de ser ella la hermana mayor.
Su ánimo pasó de la rabia que le causaba el haber sido engañada de ese modo, y durante tantos meses, al afecto que despertaba en ella el evidente amor que él sentía por Isolde y los extremos a que había llegado con tal de protegerlo de todo mal.
—¿Estaba mamá al corriente del engaño? —le preguntó varias veces, dolida más que nada por el recuerdo que tuvo al verse de pie ante un ataúd vacío en el cementerio de Montmartre—. ¿Era yo la única que no estaba al tanto de la estratagema?
—No. No se lo confesé tampoco a ella —repuso—. Y creo, sin embargo, que lo hubiera sabido comprender, y que incluso intuyó que allí había algo más de lo que era evidente.
—No hubo muerte alguna —dijo ella en voz baja—. ¿Y la clínica? ¿Dio a luz?
—No. Fue otra mentira para reforzar nuestro engaño.
Sólo en los momentos de tranquilidad, cuando Anatole se ausentó momentáneamente, Léonie se dejó llevar por el miedo que le inspiraba lo que pudiera depararle el día siguiente. Poco dijo él de su enemigo, salvo que había causado un daño tremendo a Isolde en el poco tiempo en que se trataron. Anatole reconoció que era un parisino, y que había sabido desenmarañar la pista falsa que había dejado y localizarlos en el Midi. Sin embargo, afirmó que no lograba entender cómo había conseguido dar el salto de Carcasona a Rennes-les-Bains. Tampoco mencionó su nombre.
Léonie escuchó la historia de la obsesión, el deseo de venganza que impulsaba a su enemigo —los ataques contra su hermano desde las columnas de los periódicos, la agresión a su persona en el callejón Panoramas, el empeño que ponía con tal de arruinar como fuera tanto a Isolde como a Anatole—, y se percató de la advertencia implícita tras las palabras de su hermano.
No hablaron de lo que podría suceder si Anatole no acertase en el blanco, o si sucediera algo aún peor. Acuciada por su hermano, Léonie le dio su palabra de que si cayera en el empeño, y no pudiera él protegerlas, hallaría una manera de abandonar inmediatamente el Domaine de la Cade, al amparo de la noche, con Isolde.
—Entonces, ¿no es un hombre de honor? —quiso saber ella—. ¿Temes que no cumpla las reglas del enfrenamiento?
—Mucho me temo que no lo hará —respondió con gravedad—. Si mañana se torcieran las cosas, no querría que Isolde estuviera aquí cuando él venga en su busca.
—Parece un demonio.
—Y yo un loco —dijo Anatole en voz baja— por haber pensado que esto podría terminar de otra manera, y no de ésta.
Más avanzada la tarde, después de que Isolde se hubiera retirado a dormir a su habitación, Anatole y Léonie se reunieron en el salón para ponerse de acuerdo sobre el plan a seguir el día siguiente.
A ella le desagradó profundamente tomar parte en ese engaño, sobre todo por haber sido ella víctima de semejante ocultación, pero no tardó en reconocer que, en el estado en que se encontraba Isolde, bajo ningún concepto debía estar al tanto de lo que iba a suceder. Anatole le encomendó la tarea de entretener a su esposa, de modo que, a la hora convenida, Pascal y él pudieran desaparecer sin llamar la atención. Había enviado una nota a Charles Denarnaud para invitarle a que fuera su padrino, petición que éste había aceptado de inmediato. El doctor Gabignaud, aunque no fuera de su agrado, iba a proporcionarle asistencia médica en caso de que fuera necesario.
Aunque asintió y aparentemente dio su aquiescencia, Léonie no tenía la menor intención de cumplir los deseos de Anatole. No podía siquiera plantearse el hecho de permanecer sentada sin hacer nada en el salón, mirando las manecillas del reloj en su lenta marcha, a sabiendas de que su hermano se encontraba enzarzado en semejante combate. Se dio cuenta de que tenía que encontrar alguna manera de escabullirse de la responsabilidad y dejar en manos de otro el cuidado de Isolde entre la hora del crepúsculo y la caída de la noche, aunque no atinó a concebir de qué forma podría conseguirlo.
Sin embargo, no dio ninguna pista de la desobediencia que tenía en mente, ni de palabra, ni de obra, ni de omisión. Y Anatole se hallaba tan absorto en trazar sus febriles planes que ni siquiera se le pasó por la cabeza poner en duda que ella había de cumplir a rajatabla sus instrucciones.
Cuando también él se retiró a descansar, dejando el salón con una vela en la mano para irse a dormir, Léonie permaneció allí algún tiempo, pensando, sopesando, decidiendo de qué modo podría disponer cada detalle para que todo saliera bien.
Iba a ser fuerte. No iba a permitir que sus temores se adueñasen de ella. Todo iba a salir bien. Anatole sabría herir o matar a su enemigo. Ella se negó en redondo a considerar otra posibilidad.
Pero según fueron pasando las horas de la noche se dio cuenta de que no bastaba con desearlo para que todo saliera bien.
Sábado, 31 de octubre
E
l día de la víspera de Todos los Santos amaneció frío, con un cielo rosado.
Léonie apenas había pegado ojo, de modo que sentía el peso de los minutos al pasar, como si fuera aumentando la tensión. Después del desayuno, en el que tanto ella como Anatole apenas comieron nada, pasó la mañana con Isolde.
Cuando se sentó en la biblioteca, los oyó a los dos reír, susurrar, hacer planes. La alegría de Isolde cuando estaba en compañía de su hermano despertó en Léonie una aguda conciencia de lo fácil que era arrebatar a alguien esa felicidad, de manera tanto más dolorosa.
Cuando se sumó a ellos para tomar café en el salón matinal, Anatole levantó la cabeza como si por un instante hubiera bajado la guardia. La angustia, el temor, la desdicha que vio en sus ojos la obligaron a mirar a otra parte, temerosa de que su semblante delatara todo lo que sabía.
Después del almuerzo pasaron la tarde jugando a las cartas y leyendo cuentos en voz alta, aplazando de ese modo el momento en que Isolde se retirase a echar una siesta, tal como Léonie y Anatole habían planeado con anterioridad. Hasta las cuatro de la tarde no anunció Isolde su intención de retirarse a su habitación, donde estaría descansando hasta la hora de la cena. Anatole regresó en un cuarto de hora, con la pena grabada en su rostro.
—Ya está durmiendo —dijo.
Miraron los dos el cielo de color melocotón, los últimos vestigios de los rayos del sol brillantes y diseminados tras las nubes. A Léonie por fin le fallaron las fuerzas.
—Aún no es demasiado tarde —exclamó—. Aún hay tiempo de cancelarlo. —Lo tomó de la mano—. Te lo suplico, Anatole. No sigas adelante con esto.
El la rodeó con ambos brazos y la atrajo hacia sí, envolviéndola en el familiar aroma a madera de sándalo y al aceite que se aplicaba en el cabello.
—Sabes que ahora no puedo negarme a dar la cara, pequeña —dijo en voz baja—. Nunca terminaremos si no es así. Además, no querría yo que mi hijo creciera pensando que su padre es un cobarde. —La estrechó con más fuerza—. Y tampoco querría que eso pensara mi valerosa y leal hermanita.
—O tu hija —rectificó ella.
Anatole sonrió.
—O mi hija.
Un ruido de pasos en las baldosas de cerámica les hizo volverse a la vez.
Pascal se detuvo al pie de la escalera, con el abrigo de Anatole sobre el brazo. La expresión de su rostro delataba qué poco deseaba formar parte de aquello.
—Es la hora,
sénher
—anunció.
Léonie se le abrazó con fuerza.
—Por favor, Anatole. Por favor, no vayas. Pascal, no permitas que vaya.
Pascal miró con simpatía cómo Anatole, con amabilidad, la obligó a abrir los dedos y a soltar su brazos.
—Cuida de Isolde —le susurró—. De mi Isolde. He dejado una carta en mi vestidor por si acaso… —Calló—. Que no le falte de nada. Ni a ella ni al niño. Mantenles a salvo.
Léonie contempló con impotencia y desesperación cómo Pascal le ayudaba a ponerse el abrigo y cómo salían los dos por la puerta principal. En el umbral, Anatole se dio la vuelta. Se llevó las manos a los labios.
—Te quiero, pequeña.
Penetró en la casa una ráfaga de aire húmedo del atardecer y se cerró de golpe la puerta; se fueron. Léonie escuchó el apagado ruido que ambos hacían al aplastar la gravilla de la avenida, hasta que dejó de oírlos.
Entonces la realidad de la situación se le vino encima de lleno. Se sentó en el último peldaño, apoyó la
cabeza
en los antebrazos y sollozó. Salió Marieta con sigilo de las sombras, bajo la escalera. La muchacha vaciló, pero decidió mostrarse tal como era, y tomó asiento en el peldaño, junto a Léonie, rodeándola con el brazo por los hombros.