—Cuando quieras —replicó Will—. Cassie, espero que no… No, olvídalo. Me voy a casa.
Sin darme tiempo a decir nada, desapareció entre la gente.
—Estás preciosa, Cassie Robichaud —dijo Pierre—. Digna de un príncipe —añadió, mientras me cogía de la mano para conducirme al centro de la pista de baile, seguido a cierta distancia por sus guardaespaldas.
Yo sabía que todos se estaban haciendo la misma pregunta: «¿Quién es esa chica que ha cautivado a Pierre Castille?» Y aunque otras parejas empezaban a ocupar la pista, era como si Pierre y yo estuviéramos solos. Me atrajo hacia sí y me apretó con tanta fuerza contra su pecho que sentí su respiración en el cuello. Cuando la orquesta empezó a tocar y él comenzó a llevarme por la pista, tuve la sensación de que me iba a desmayar.
—¿Por qué a mí? —pregunté—. Podrías haber elegido a la chica que quisieras.
—¿Por qué a ti? Lo comprenderás cuando hayas aceptado el paso —dijo él, ciñéndome aún más por la cintura.
«¿Pierre Castille es un participante de S.E.C.R.E.T.?», me pregunté.
—Eh…, pero… tú…
—¿Aceptas, Cassie?
Tardé unos segundos en asimilarlo. ¿Quién más en el salón formaba parte de S.E.C.R.E.T. o sabía de su existencia? ¿Kay? ¿El fiscal del distrito? ¿Un par de jóvenes herederas? Me sentía un poco mareada, y entonces la orquesta terminó la pieza. Pierre se separó de mí y me besó la mano.
—Gracias por el baile, Cassie Robichaud. Espero que volvamos a vernos pronto.
Habría querido gritarle: «¡Espera! ¡Acepto el paso!» Pero no lo hice. ¿Y qué habría pasado con Will? Pierre hizo una profunda reverencia y se marchó del salón rodeado de sus guardaespaldas, dejándome sola en la pista de baile. Miré a mi alrededor en busca de Matilda, Amani o de cualquiera que no fuera Tracina, pero, lógicamente, Tracina fue la primera en venir a hablar conmigo.
—¡Eres todo un misterio! —exclamó, con una mano apoyada en la cintura del mustio tutú.
—¿Dónde está Will? —le pregunté, alargando el cuello para ver si lo divisaba.
—Se ha ido.
Antes de que pudiera decir nada más, un guardia de seguridad me agarró por el codo.
—Señorita Robichaud, tiene una llamada urgente. Acompáñeme, por favor —dijo, para asombro mío y estupefacción de Tracina.
Sin perderme de vista ni un momento, el guardia me condujo fuera del salón de baile, a través del vestíbulo de mármol, hasta una limusina que me estaba esperando. La cabeza me daba vueltas. ¡Qué noche! Me sentía escogida, apreciada, deseada, y toda la ciudad había sido testigo de ello. ¡Todo era tan maravilloso y embriagador! Pero para disfrutarlo plenamente tenía que quitarme a Will de la cabeza.
En el apoyabrazos de la limusina encontré una copa de champán. Bebí un sorbo y me arrellané en el asiento de piel mientras bajábamos por una rampa privada, donde nos vimos rodeados por un grupo de guardias de seguridad. En lo que tardé en parpadear, Pierre apareció entre ellos, agachó la cabeza y se metió en la limusina conmigo. Todo ocurrió muy rápido, como si todos estuvieran acostumbrados a ese tipo de maniobras. Todos, excepto yo.
—Saldremos por la puerta trasera, pasando por el aparcamiento —ordenó Pierre.
El chófer asintió y cerró la ventana que separaba la parte delantera de la limusina de la trasera.
—Hola —dijo Pierre, mirándome con una sonrisa y con las mejillas un poco encendidas—. Creo que todo ha salido bien.
—Sí…, sí, eso parece —tartamudeé, mientras jugueteaba con los pliegues de mi vestido. Sin lugar a dudas, era una de las prendas más bonitas que me había puesto nunca, e incluso una de las más bonitas que había visto en mi vida.
—Entonces, ¿aceptas el paso?
Yo aún estaba haciéndome a la idea de que el millonario del Bayou fuera un participante de S.E.C.R.E.T. Me vino a la memoria una imagen de la noche en el club de jazz, cuando lo había visto en el vestíbulo de Halo, charlando con Kay Ladoucer. Me sonrojé ligeramente, recordando también al distinguido caballero británico que había sido mi acompañante aquella noche y las cosas que sabía hacer con las manos. ¿También Pierre habría estado participando en una fantasía en aquella ocasión?
—Cassie, según las normas, sólo puedo preguntártelo una vez más: ¿aceptas el paso?
Esperé un instante y asentí.
Su beso me alcanzó con tal rapidez que tardé unos segundos en reaccionar. Pero cuando lo hice, no tuve problemas en igualar su ardor. Me sentó sobre él, besándome la clavícula, los hombros y el cuello mientras me estrechaba entre sus brazos. Entonces, a través del cristal de la ventana, vi fugazmente a Tracina, cogida de la mano del fiscal del distrito. ¿Qué? ¡No era posible!
—¿No es ése Carruthers Johnstone? —le pregunté a Pierre, con la respiración entrecortada.
Pierre se volvió justo cuando el hombretón levantaba a Tracina y la sentaba sobre el capó de un coche mientras la besaba apasionadamente.
—Sí. Tiene fama de mujeriego, y no la desmiente.
—Oh, pobre Will —murmuré.
—Cassie. —Pierre me cogió la barbilla con una mano y me hizo mirarlo directamente a los ojos más verdes y maliciosos que había visto en mi vida—. Ahora yo estoy aquí. Y tenemos que quitarte este vestido. En seguida.
No podía ni debía pensar en Will en ese momento, ahí, en el asiento trasero de una limusina, en compañía de uno de los hombres más atractivos de la ciudad.
—¿Y el conductor?
—Los cristales son unidireccionales. Nosotros lo vemos a él, pero él no nos ve a nosotros. Nadie nos ve.
Tras decir eso, alargó una mano hacia mi espalda y sentí que la delicada cremallera de mi vestido se deslizaba como una serpiente. La parte superior del traje se abrió como la piel de una fruta, dejándome rodeada de satén, como si yo fuera un postre de fresa que se derritiera sobre su regazo. Pero él introdujo las manos entre los pliegues, cogió con fuerza la tela y levantó todo el traje por encima de mi cabeza. Con el movimiento, la diadema se enganchó a la crinolina y se me soltó el rodete, de manera que cuando Pierre consiguió quitarme todo el vestido y arrojarlo a la otra punta de la limusina, yo era un arrebolado desorden y no llevaba encima más que un sujetador de encaje sin tirantes, un tanga de seda, mis brillantes zapatos de tacón y el pelo suelto, que me caía sobre los hombros.
—Increíble —dijo él, colocándome sobre el asiento frente a él—. Quiero verte entera. Quítate lo demás, Cassie.
La subasta, el baile, el champán, la intimidad de la limusina que rodaba a toda velocidad y el evidente atractivo de Pierre me habían vuelto mucho más audaz, de modo que hice lo que me pedía. Lentamente me solté el sujetador y lo dejé caer al suelo. Después enganché con un dedo una de las tiras del tanga y me lo bajé hasta los tobillos, para apartarlo con un rápido movimiento del pie. Entonces me recosté en el respaldo del mullido asiento y abrí las piernas para él, sin quitarme los tacones. ¿Dónde estaba la tímida Cassie que no podía salir de su dormitorio sin ponerse una bata? Yo era una masa de gelatina en aquel asiento, con las piernas débiles y temblorosas. Nuestras miradas se encontraron con tanta intensidad que me pareció imposible separarlas.
—Impresionante —dijo él, que me observó durante un segundo, antes de sepultar la cara entre mis pechos.
Me aisló un pezón con una mano y en seguida se puso a chuparlo y a lamerlo, primero con lentitud y después con urgencia. ¡Todo era tan excitante… y él era tan sexy! Poco a poco, me metió un dedo dentro. Yo le desarreglaba la suave cabellera con una mano, mientras él me besaba los pechos, hasta que su boca empezó a deslizarse por mi vientre, que palpitaba de pasión. ¡Dios! ¡Era demasiado! Cada beso me hacía vibrar.
—Voy a hacerte gritar, Cassie —dijo, antes de sumergirse en mi sexo y regalarme con su lengua el más exquisito de los placeres.
—¡Dios!
Era lo único que podía decir mientras caía hacia atrás sobre los codos y me dejaba llevar por las sensaciones. Me besó entre los muslos, haciéndome cosquillas, y después su boca caliente se cerró alrededor de mi sexo, transportándome rápidamente a ese mágico lugar del placer. No podía detener las palpitantes oleadas de pasión, ni tampoco quería que pararan. Me abandoné por completo. Separé las piernas y noté cómo todo mi cuerpo se derretía en el asiento de la limusina.
Y entonces llegué al punto de inflexión, al punto candente al que tan fácilmente me había llevado su boca. Oyendo su voz y el sonido de su respiración, dejé que ese dulce tornado se formara en mi interior y me arrastrara, aunque sabía que no habíamos hecho más que empezar.
Mientras yo yacía allí, jadeando, él se arrancó la ropa como si le quemara en la piel. Se puso un condón con la mano libre mientras yo me aferraba a sus brazos musculosos, preparándome para que me penetrara.
—Me encanta estar dentro de ti —dijo con voz ronca.
Su expresión decidida era tremendamente excitante. Sentí que tenía que tocarle la cara y, cuando lo hice, su boca capturó mis dedos, y empezó a chuparlos mientras se balanceaba en mi interior, lo que provocó en mí un grado de deseo desconocido hasta entonces. Rodeé con las piernas sus caderas esbeltas y comencé a moverme con él, agarrada a sus nalgas, con cuidado para no clavarle demasiado las uñas, pero disfrutando del tacto de su carne firme entre mis manos. Él no perdía la cadencia que lo sincronizaba con mi cuerpo, ni siquiera cuando el coche tomaba una curva. Repitió mi nombre una y otra vez, hasta que por fin sentí que se estremecía y llegaba al clímax, con un brazo en la base de mi espalda, haciendo que me arqueara y entrara en ese dulce espacio que empezaba a conocer tan bien. Me transportó a un nivel de placer completamente nuevo. Llegué otra vez al orgasmo, empujando con mi cuerpo contra el suyo mientras lo rodeaba con fuerza entre los muslos. Cuando terminamos, lentamente, se dejó caer sobre mí, sujetando una de mis manos, con nuestros dedos entrelazados y nuestras bocas a centímetros de distancia, aunque ya no podíamos besarnos más, porque estábamos sin aliento. Se apartó de mí suavemente y se desplomó en el asiento de enfrente, mientras yo yacía agotada, jadeando.
—Disculpa si te ha parecido muy precipitado hacerlo en la limusina, pero desde el momento en que te vi en el escenario sentí el impulso de arrancarte el vestido, de modo que puede decirse que me he contenido bastante, ¿no te parece?
—Me alegro de que te hayas contenido.
Como me sentía audaz, me atreví a hacerle algunas preguntas.
—¿Ya has hecho esto antes? ¿Con S.E.C.R.E.T.? Porque… No sé… Tú eres un hombre con mucho éxito. ¿De verdad necesitas algo así para hacer realidad tus fantasías sexuales?
—Te sorprenderías, Cassie. En cualquier caso, se supone que no debo hablar demasiado. Matilda ya me advirtió de que eres bastante curiosa. Además, podría preguntarte lo mismo a ti. ¿Por qué una mujer tan atractiva como tú necesita la ayuda de S.E.C.R.E.T.?
—Tú también te sorprenderías —respondí, mientras me sentaba y recogía mi vestido. Me sentí vulnerable y un poco enfadada con Matilda por haberle contado algo de mí a Pierre.
—¿Ha sido todo tal como esperabas? —me preguntó.
—S.E.C.R.E.T. me ha enseñado mucho —respondí, mientras me ajustaba la parte superior del vestido e intentaba cerrarme la cremallera.
—¿Como qué?
—Como que quizá sea imposible que un solo hombre colme todos los deseos de una mujer.
¿Cómo conseguía parecer tan despreocupada?
—Puede que en eso te equivoques —dijo Pierre, mientras se ponía los bóxers y a continuación los pantalones del esmoquin.
—Ah, ¿sí?
Tendió un brazo hacia mi asiento, me cogió de la muñeca y tiró de mí hasta hacer que me arrodillase delante de él. Me sostuvo la mirada durante un momento, antes de sepultar la cara en mi cuello y besarme en el nacimiento del hombro. Justo entonces la limusina se detuvo delante del hotel de las solteronas. Pierre se metió una mano en el bolsillo del esmoquin y sacó un amuleto de oro. Mi amuleto.
—Déjame que lo vea —dijo—. El seis en números romanos y la palabra
seguridad
al dorso. Tan encantador como tú.
Tendí la mano para que me lo diera, pero él lo alejó de mí.
—No tan rápido —dijo, mientras sus ojos verdes se iluminaban con una luz interior—. Quiero que sepas una cosa, Cassie. Cuando hayas terminado con… esto que estás haciendo, voy a venir a buscarte. Y, cuando venga, te demostraré que un solo hombre puede colmar todos tus deseos.
No supe si sentirme dichosa o abrumada, pero acepté su beso de buenas noches antes de subir la escalera con los zapatos en la mano. Al pasar delante de la puerta del segundo piso vi que Anna aún tenía la luz encendida.
Durante varios días después del baile, mi estado de ánimo alternó entre el éxtasis y el malhumor. A veces me venían a la memoria escenas de Pierre en la limusina y tenía que apretar las piernas para contener el deseo. Otras veces me derrumbaba, porque el inconveniente de toda fantasía es que, por muy real que parezca y por muy magistral que sea su ejecución, no deja de ser eso, una fantasía.
Aun así, ¿quién habría podido resistirse a contemplar una y otra vez las páginas de sociedad de
The
Times-Picayune
, una de las instituciones de una ciudad que adoraba los bailes y las galas benéficas? Allí estaba yo, a un lado de la fotografía, por supuesto, porque Pierre Castille era el centro de atención de toda la velada. El pie de ilustración me describía como «la seductora Cenicienta» que había cautivado al «soltero del Bayou». Todo el mundo hablaba del reportaje, incluso Dell, que de pronto se volvió más impaciente conmigo que con Tracina.
—¡Eh, seductora Cenicienta! —me decía en broma—. ¿Podrás atender la mesa diez por mí? Yo no puedo, porque dentro de un momento vendrá a buscarme el príncipe azul montado en una calabaza gigante. Piensa aparcar aquí mismo, en Frenchmen Street. ¿No tendrás por casualidad unos zapatitos para prestarme?
Tracina, por otro lado, se había vuelto más sumisa. Parecía más seria y callada, aunque a menudo yo tenía la sensación de que estaba reservando el veneno para cuando se le presentara la oportunidad de inoculármelo.
Tengo que reconocer que yo pensaba bastante en Pierre. Cuando me encontré con Matilda para nuestra conversación habitual después de cada fantasía, le pregunté en seguida por él: ¿Volvería a verlo? ¿Había preguntado por mí? Pero antes de que ella abriera la boca, ya sabía que iba a aconsejarme que no volviera a quedar con él, por temor a que se avivara un fuego que nunca debió encenderse. Para entonces, las dos sabíamos que mi cuerpo solía sentirse atraído por hombres que mi mente no siempre consideraba adecuados para mí.