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Authors: John Verdon

Tags: #Intriga, Policíaco

Sé lo que estás pensando (51 page)

BOOK: Sé lo que estás pensando
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—Dickie, Dickie, Dickie Duck —dijo la mujer con un ritmo más rápido que el entrechocar de sus zapatos.

La boca de Dermott se empezó a abrir, pero no dijo nada.

—Lo hice porque se parecía a mi padre —dijo Gurney con una voz alta, enfadada—, se parecía a mi padre la noche que rompió una tetera en la cabeza de mi madre, una puta tetera estúpida con un puto payaso estúpido en ella.

—Su padre no era un gran padre —dijo Dermott con frialdad—, pero claro, detective, usted tampoco.

Aquella acusación le despejó cualquier duda sobre lo que aquel tipo sabía sobre su vida. En ese momento consideró seriamente la opción de encajar una bala con tal de poner sus manos en torno a la garganta de Dermott.

La mirada lasciva se intensificó. Quizá Dermott captó la incomodidad de Gurney.

—Un buen padre debería proteger a su hijo de cuatro años, no dejar que lo atropellen, no dejar que el tipo que lo atropelló huyera.

—Hijo de puta —masculló Gurney.

Dermott, sonrió, aparentemente enloquecido de placer.

—Vulgar, vulgar, vulgar, y yo que pensaba que era un compañero poeta. Esperaba que pudiéramos seguir intercambiando versos. Tenía una tonadilla preparada para nuestro siguiente intercambio. Dígame qué le parece.

«Un atropello sin una pista, / cayó sin red el equilibrista. / Si el detective vuelve solito, / ¿qué dirá la madre del niñito?»

Un siniestro sonido animal surgió del pecho de Gurney, una erupción de rabia estrangulada. Dermott estaba paralizado.

Nardo, aparentemente, había estado esperando el momento de máxima distracción. Su musculoso brazo derecho, con un poderoso movimiento circular, lanzó la botella de Four Roses sin abrir con una fuerza extraordinaria a la cabeza de Dermott. Cuando éste sintió el movimiento y empezó a mover la pistola en el ganso hacia Nardo, Gurney se abalanzó de cabeza sobre la cama y aterrizó con el pecho sobre el ganso, justo cuando la gruesa base de cristal de la botella llena de whisky alcanzaba de pleno la sien de Dermott. El revólver descargó una bala debajo de Gurney, y llenó el aire que lo rodeaba con una explosión de plumas atomizadas. La bala pasó por debajo de Gurney en dirección a la pared donde había estado apoyado, e hizo añicos la lámpara de la mesita que había proporcionado la única luz en la habitación. En la oscuridad oyó a Nardo respirando con dificultad entre dientes. La mujer empezó a emitir un llanto contenido, un sonido trémulo que sonó como una medio recordada canción de cuna. Entonces se oyó el sonido de un impacto terrorífico. La pesada puerta de metal de la habitación se abrió, giró sobre los goznes y golpeó la pared. De inmediato apareció la enorme figura de un hombre que entraba a toda velocidad y una figura más pequeña detrás.

—¡Quietos! —gritó el gigante.

52

Muerte antes del alba

La caballería había llegado por fin; un poco tarde, pero era una buena noticia. Considerando la buena puntería de Dermott y su ansiedad por apilar cuervos, era posible que no sólo la caballería, sino también Nardo y Gurney, hubieran terminado con balas en la garganta. Y luego, cuando los disparos hubieran atraído a la casa a todo el departamento, el psicópata habría abierto la válvula, para dispersar el cloro y amoniaco presurizados a través del sistema de rociadores…

En cambio, la única baja importante además de la lámpara y el marco de la puerta era el propio Dermott. La botella, propulsada por toda la rabia de Nardo, le había impactado con suficiente fuerza como para dejarlo, por lo menos, inconsciente. Por otro lado, una astilla de cristal se había incrustado en la cabeza de Gurney, en la línea de nacimiento del cabello.

—Oímos un disparo. ¿Qué coño está pasando aquí? —gruñó el hombre enorme, que miró alrededor de la sala casi oscurecida.

—Todo está bajo control, Tommy —dijo Nardo, cuya voz irregular sugería que todavía no lo acababa de comprender todo.

En la tenue luz procedente del otro lado del sótano, Gurney se dio cuenta de que la figura más pequeña que había entrado corriendo siguiendo los pasos de
Big
Tommy era Pat, la de pelo corto y los ojos de azul acetileno. Se acercó a la otra esquina de la habitación, con una pistola de nueve milímetros preparada. Examinó la desagradable escena de la cama y encendió la lámpara que se alzaba al lado del sillón de orejas donde había estado sentada la anciana.

—¿Le importa que me levante? —dijo Gurney, que todavía estaba tumbado sobre el regazo de Dermott.

Big
Tommy miró a Nardo.

—Claro —dijo Nardo, con los dientes todavía apretados—. Que se levante.

Cuando Gurney se incorporó con prudencia de la cama, la sangre empezó a resbalarle por la cara, y probablemente esa visión contuvo a Nardo de agredir de inmediato al hombre que minutos antes había alentado a un asesino en serie demente a dispararle.

—¡Joder! —soltó
Big
Tommy al ver la sangre.

La sobrecarga de adrenalina había hecho que Gurney no se diera cuenta de la herida. Se tocó la cara y la encontró sorprendentemente húmeda; acto seguido, se examinó la mano y la encontró sorprendentemente roja.

Pat miró el rostro de Gurney sin emoción.

—¿Quiere que pida una ambulancia? —le dijo a Nardo.

—Sí. Claro. Llámala —dijo sin convicción.

—¿Para ellos también? —preguntó, haciendo un rápido gesto hacia la extraña pareja de la cama. Los zapatos de cristal rojo captaron su atención. Entrecerró los ojos como para desvanecer una ilusión óptica.

Después de una larga pausa, Nardo murmuró asqueado:

—Sí.

—¿Quiere que llamemos a los coches? —preguntó la agente, que torció el gesto ante los zapatos que parecían desconcertantemente reales después de todo.

—¿Qué? —dijo Nardo después de otra pausa. Estaba mirando los restos de la lámpara destrozada y el agujero de bala en la pared de atrás.

—Tenemos coches de patrulla y gente haciendo preguntas puerta por puerta. ¿Quiere que los llamemos?

Dio la impresión de que le resultaba difícil tomar una decisión simple.

—Sí, llámalos —contestó al fin.

—Bien —dijo ella, y salió del sótano a grandes zancadas.

Big
Tommy estaba observando con evidente desagrado la herida en la sien de Dermott. La botella de Four Roses había quedado descansando boca arriba en la almohada, entre Dermott y la anciana, cuya peluca rubia se había movido de manera que daba la impresión de que le hubieran desenroscado un cuarto de vuelta la parte superior de la cabeza.

Cuando Gurney miró la etiqueta floral de la botella, comprendió la respuesta que se le había escapado antes. Recordó lo que había dicho Bruce Wellstone. Dijo que Dermott (alias señor Scylla) había afirmado ver cuatro camachuelos de pecho rosa y que había hecho especial hincapié en el número cuatro. La traducción de cuatro camachuelos de pecho rosa golpeó a Gurney con la misma rapidez que las palabras. ¡Four Roses! Como firmar el registro «Señor y señora Scylla», el mensaje era sólo otro pequeño gesto para dejar bien a las claras su ingenio: Gregory Dermott pretendía mostrar la facilidad con la que podía jugar con los polis necios y viles. «Pilladme si podéis.»

Al cabo de un minuto, la eficiente aunque sombría Pat regresó.

—Ambulancia en camino. Coches avisados. Llamadas puerta a puerta canceladas.

La agente miró a la cama con frialdad. La mujer estaba haciendo sonidos esporádicos que se situaban en un punto intermedio entre el lamento y el tarareo. Dermott permanecía inmóvil y pálido.

—¿Está seguro de que está vivo? —preguntó ella sin preocupación evidente.

—No tengo ni idea —dijo Nardo—. Quizá deberías comprobarlo.

Pat apretó los labios al acercarse para buscarle el pulso.

—Ajá, está vivo. ¿Qué pasa con ella?

—Es la mujer de Jimmy Spinks. ¿Has oído hablar de Jimmy Spinks?

Pat negó con la cabeza.

—¿Quién es Jimmy Spinks?

Nardo se quedó un momento pensando.

—Olvídalo.

Pat se encogió de hombros, como si olvidar cosas como ésa fuera una parte normal del trabajo.

Nardo inspiró hondamente.

—Necesito que Tommy y tú subáis para garantizar la seguridad de este lugar. Ahora que sabemos que éste es el cabrón que los mató a todos, el equipo forense tendrá que volver y pasar la casa por un cedazo.

Pat y Tommy intercambiaron miradas de inquietud, pero salieron de la estancia sin protestar. Cuando Tommy pasó junto a Gurney, le dijo con la misma naturalidad que si comentara una mancha de caspa:

—Tiene un trozo de cristal clavado en la cabeza.

Nardo esperó a que las pisadas terminaran de subir la escalera y a que la puerta del sótano se cerrara.

—Retroceda. Su voz era un poco nerviosa.

Gurney sabía que en realidad le estaba diciendo que se alejara de las armas, el revólver de Dermott en lo poco que quedaba del relleno del ganso, la pistola de tobillo de Nardo en el bolsillo de Dermott y la formidable botella de whisky en la almohada, pero cumplió sin protestar.

—Muy bien —dijo Nardo, tratando de aparentar control de sí mismo—. Le voy a dar una oportunidad de explicarse.

—¿Le importa que me siente?

—Como si quiere hacer el pino. ¡Hable! ¡Ahora!

Gurney se sentó en la silla, junto a la lámpara rota.

—Estaba a punto de dispararle. Estaba a dos segundos de tener una bala en la garganta, o en la cabeza o en el corazón. Sólo había una forma de detenerlo.

—No le dijo que parara. Le dijo que me disparara. —Nardo tenía los puños tan apretados que Gurney vio puntos blancos en los nudillos.

—Pero no lo hizo, ¿verdad?

—Pero usted le dijo que lo hiciera.

—Porque era la única forma de detenerlo.

—La única forma de detenerlo… ¿Se ha vuelto loco? —Nardo tenía la mirada de un perro asesino al que estaban a punto de soltar.

—El hecho es que está vivo.

—¿Está diciendo que estoy vivo porque le dijo que me matara? ¿Qué clase de locura es ésta?

—Los asesinos en serie son obsesos del control. Control total. Para Gregory eso significaba controlar no sólo el presente y el futuro, sino también el pasado. La escena que quería que representara era la tragedia que ocurrió en esta casa hace veinticuatro años, con una diferencia fundamental. Entonces el pequeño Gregory no pudo impedir que su padre cortara la garganta de su madre. Ella nunca llegó a recuperarse, y él tampoco. El Gregory adulto quería rebobinar la cinta y empezar otra vez para poder cambiarlo. Quería que usted hiciera todo lo que hizo su padre hasta el momento de levantar la botella. Entonces iba a matarle, para desembarazarse del horrible borracho, para salvar a su madre. Eso es lo que fueron los otros asesinatos, intentos de controlar y matar a Jimmy Spinks, controlando y matando a otros borrachos.

—Gary Sissek no era un borracho.

—Quizá no. Pero Gary Sissek estaba en el cuerpo al mismo tiempo que Jimmy Spinks, y apuesto a que Gregory lo reconoció como amigo de su padre. Quizás incluso como compañero de copas ocasional. Y el hecho de que usted también estuviera en el cuerpo entonces probablemente lo convertía en la mente de Gregory en un perfecto sustituto; la forma perfecta para que él pudiera volver al pasado y cambiar la historia.

—Pero ¡le dijo que me disparara! —El tono de Nardo seguía siendo de discusión; sin embargo, para alivio de Gurney, la convicción estaba debilitándose.

—Le dije que le disparara porque la única forma de detener a un asesino obsesionado por el control, cuando tu única arma son las palabras, es decir algo que le haga dudar de que de verdad tiene el control. Parte de la fantasía de este tipo de psicópata es que está tomando todas las decisiones, que es todopoderoso y que nadie tiene el poder de superarlo. Has de hacerle pensar en la posibilidad de que esté obrando exactamente como tú quieres que actúe. Si te opones directamente a él, te matará. Si ruegas por tu vida, te matará. En cambio, decirle que haga exactamente lo que está a punto de hacer le funde el circuito.

Nardo parecía estar intentando descubrir un fallo en la historia.

—Sonaba muy… auténtico. Había odio en su voz, como si de verdad me quisiera muerto.

—Si no hubiera sido convincente, no estaríamos teniendo esta conversación.

Nardo cambió de plano.

—¿Y lo del tiroteo en la autoridad portuaria?

—¿Qué?

—¿Disparó a un tipo porque le recordaba a su padre borracho?

Gurney sonrió.

—¿Qué es lo que tiene gracia?

—Dos cosas. Primero: nunca he trabajado cerca de la autoridad portuaria. Segundo: en veinticinco años en el departamento, nunca disparé el arma. Ni una sola vez.

—¿Era todo mentira?

—Mi padre bebía demasiado. Eso era… complicado. Aun cuando estaba allí, no estaba allí. Pero disparar a un extraño no habría ayudado mucho.

—Entonces, ¿cuál era el motivo de contar toda esa mierda?

—¿El motivo? Hacer que ocurriera lo que ha sucedido.

—¿Qué coño quiere decir?

—Por el amor de Dios, teniente, estaba tratando de atraer la atención de Dermott el tiempo suficiente para darle una oportunidad de hacer algo con esa botella de casi un kilo que tenía en la mano.

Nardo lo miró sin comprender, como si la información no encajara del todo con los espacios en blanco en su cerebro.

—Esa historia del niño al que atropelló el coche… ¿Eso también era mentira?

—No, eso era verdad. Se llamaba Danny. —La voz de Gurney se hizo áspera.

—¿Nunca pillaron al conductor?

Gurney negó con la cabeza.

—¿No había pistas?

—Un testigo dijo que el coche que atropelló a mi hijo, un BMW rojo, había estado aparcado toda la tarde delante de un bar de esa misma calle y que el tipo que salió del bar y se metió en el coche estaba obviamente borracho.

Nardo pareció reflexionar sobre aquello.

—¿Nadie en el bar pudo identificarlo?

—Aseguraron que nunca lo habían visto antes.

—¿Cuánto tiempo hace que pasó?

—Catorce años y ocho meses.

Se quedaron un rato en silencio; entonces Gurney volvió a hablar en voz baja y vacilante.

—Estaba llevándolo a los juegos del parque. Una paloma caminaba por la acera y Danny la estaba siguiendo. Yo sólo estaba allí a medias. Tenía la cabeza en un caso de homicidio. La paloma bajó de la acera a la calzada y Danny la siguió. Cuando me di cuenta de lo que estaba ocurriendo ya era demasiado tarde. Había terminado.

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