Dentro había un hombre alto y delgado que rondaba la cincuentena, y otro, corpulento, de unos veinticinco años. Ambos vestían una bata de trabajo de color café claro. El hombre de mediana edad llevaba prendida del pecho una tarjeta que ponía «Sakaki», y el joven otra donde figuraba el nombre «Sakurada». Este último llevaba en la mano una porra negra de policía.
—Usted debe de ser la señora Mizuki Andô, ¿no es así? —preguntó el hombre llamado Sakaki—. Soy el marido de Tetsuko. Me llamo Yoshirô Sakaki y soy el jefe del Departamento de Obras Públicas del Ayuntamiento de Shinagawa. Éste es el señor Sakurada. Trabaja en mi departamento.
—Encantada —dijo Mizuki.
—¿Qué? ¿Está tranquilo? —le preguntó Tetsuko a su marido.
—Sí. Por lo visto se ha conformado y se ha quedado quieto —dijo Yoshirô Sakaki—. El señor Sakurada lo lleva vigilando desde la mañana y parece que no le ha ocasionado ningún problema.
—Sí, es pacífico —admitió Sakurada con cierto timbre de decepción en la voz—. Si hubiera armado alboroto, ya le hubiera enseñado yo un par de cosas, pero no ha habido necesidad.
—Sakurada fue capitán del equipo de kárate de la Universidad de Meiji. Es uno de nuestros jóvenes más prometedores —explicó el jefe de departamento, el señor Sakaki.
—Entonces, ¿quién robó las tarjetas de mi casa? ¿Y por qué lo hizo? —preguntó Mizuki.
—Bueno, vamos a dejar que hable con el autor del robo —dijo Tetsuko Sakaki.
Al fondo de la habitación había otra puerta, Sakurada la abrió. Le dio al interruptor, encendió la luz. Recorrió la habitación con la mirada, se volvió hacia los demás e hizo un gesto de asentimiento.
—No hay problema. Adelante, por favor.
En primer lugar entró el jefe de departamento, el señor Sakaki, luego, Tetsuko Sakaki, y por último Mizuki. Era un cuarto pequeño parecido a un almacén. No había ningún mueble. Sólo una silla pequeña y un mono sentado en ella. Para tratarse de un mono, era bastante grande. Su tamaño era inferior al de un hombre adulto, pero superior al de un niño de primaria. Tenía el pelo un poco más largo que los monos japoneses y se veían, aquí y allá, algunos pelos grises. Resultaba difícil precisar su edad, pero ya no parecía muy joven. Tenía los brazos y las patas fuertemente atadas a la silla de madera con una delgada cuerda. Su largo rabo le colgaba, impotente, hasta el suelo. Cuando Mizuki entró en la habitación, el mono le echó una ojeada rápida y bajó la vista al suelo.
—¿Un mono? —dijo Mizuki.
—Exacto —dijo Tetsuko Sakaki—. Tus chapas de identificación te las robó, de tu casa, un mono.
«Para que no me la coja un mono mientras yo no estoy», había dicho Yôko Matsunaka. «¡No hablaba en broma!», pensó Mizuki. «Yôko Matsunaka lo sabía». Un escalofrío recorrió la espalda de Mizuki.
—¿Cómo es posible que…?
—¿Cómo es posible que lo haya descubierto? —preguntó Tetsuko Matsunaka—. Pues porque soy una profesional. Ya te lo dije el primer día, ¿no te acuerdas? Tengo mi titulación y muchos años de experiencia. Las apariencias engañan. Una psicóloga que trabaje en el ayuntamiento por un precio reducido, como si hiciera una obra de beneficencia, no tiene por qué ser peor que otra que disponga de un consultorio maravilloso.
—No, claro. Eso ya lo sé. Pero estoy tan sorprendida que…
—¡Vale, vale! Hablo en broma —dijo Tetsuko Sakaki, y sonrió—. En verdad, yo soy una psicóloga un poco rara. Y no me llevo demasiado bien ni con las instituciones ni con el mundo académico. Prefiero trabajar a mi aire en un lugar como éste. Porque mis métodos son, como puedes ver, un poco especiales.
—Pero extremadamente eficaces —añadió con expresión seria Yoshirô Sakaki.
—¿Entonces, este mono me robó las chapas de identificación? —preguntó Mizuki.
—Sí. Se coló en tu casa y te quitó las chapas de dentro de la caja del armario. Hace un año aproximadamente. Justo cuando tú empezaste a no poder recordar tu nombre, ¿verdad?
—Sí, exacto. Fue justo en aquella época.
—Le ruego que me disculpe —dijo el mono hablando por primera vez. Tenía una voz vigorosa. Incluso se podía apreciar en ella cierta musicalidad.
—¡Habla! —exclamó Mizuki atónita.
—Sí, puedo hablar —dijo el mono sin cambiar apenas de expresión—. Tengo que pedirle a usted disculpas por otra cosa más. Cuando entré en su casa a robarle las chapas, también cogí dos plátanos. No tenía intención de quitarle nada más que las chapas, pero tenía mucha hambre y, pese a ser consciente de que era algo que no debía hacer, acabé llevándome dos plátanos que había encima de la mesa y me los comí. Es que tenían muy buen aspecto, ¿sabe usted?
—¡Desvergonzado! —exclamó Sakurada y le golpeó la palma de la mano con la porra negra—. ¡Vete a saber qué más habrá robado! ¿Le aprieto las ataduras un poco más?
—Espera un momento —dijo el jefe de departamento, el señor Sakaki—. Ha confesado libremente lo de los plátanos y no parece tan malvado. Hasta que no esclarezcamos los hechos, más vale que no hagamos uso de la violencia. Si se supiera que en el ayuntamiento maltratamos a los animales, podríamos tener problemas.
—¿Y por qué me robaste las chapas? —le preguntó Mizuki al mono.
—Es que yo soy un mono que roba nombres —respondió el mono—. Es una enfermedad. A la que veo un nombre, experimento la necesidad de robarlo. Por supuesto, no me vale cualquier nombre. Hay nombres que me atraen. Hay nombres de personas que me atraen. Y, cuando los encuentro, no puedo evitar hacerme con ellos. Entro furtivamente en sus casas y los robo. Soy muy consciente de que está mal, pero no puedo contenerme.
—Eras tú el que quería robarle la chapa a Yôko Matsunaka en la residencia, ¿verdad?
—Sí, en efecto. Yo estaba perdidamente enamorado de la señorita Matsunaka. Enamorado como no lo he estado en toda mi vida. Pero ella jamás hubiese podido ser mía. Yo soy un mono, ya lo ve, no tenía esperanza alguna. Por eso deseaba poseer su nombre. Poseer, al menos, su nombre. Sólo con eso, mi corazón ya se hubiera sentido satisfecho. ¿Qué más podía pedir un mono? Pero, antes de que pudiera conseguirlo, ella se quitó la vida.
—¿No tendrás algo que ver con su suicidio?
—¡No! —gritó el mono sacudiendo violentamente la cabeza—. ¡No! Que ella se suicidara nada tiene que ver conmigo. A ella la acuciaba un negro dilema dentro de su corazón. Nadie podía salvarla.
—¿Y cómo acabaste enterándote, después de tantos años, de que la chapa de Yôko Matsunaka estaba en mi casa?
—Tardé mucho tiempo en llegar a esa conclusión. Después de que la señorita Matsunaka muriera, intenté conseguir enseguida su chapa. Hacerme con ella antes de que alguien se la llevara. Pero me encontré con que la chapa ya había desaparecido. Y nadie sabía adónde había ido a parar. La busqué por todas partes. Casi perdí la vida en el intento. Pero no logré descubrir su paradero. En aquel momento, no se me ocurrió que la señorita Matsunaka pudiera habérsela entregado a usted. Porque ustedes dos no eran particularmente amigas.
—Cierto —dijo Mizuki.
—Sin embargo, tuve una chispa de inspiración y empecé a pensar que era posible que la tuviese usted. Eso fue la primavera del año pasado. Pero hasta que descubrí que la señorita Mizuki Ôsawa se había casado, que se había convertido en la señora Mizuki Andô y que ahora vivía en una casa de Shinagawa tardé, una vez más, mucho tiempo. Porque, para un mono, es bastante complicado hacer investigaciones de este tipo. En fin, así fue como entré a robar en su casa.
—Pero ¿por qué te llevaste, de pasada, también mi chapa de identificación y no sólo la de Yôko Matsunaka? Eso me ha hecho sufrir mucho. Dejar de saber cómo me llamaba.
—Lo siento muchísimo —se disculpó el mono, avergonzado, bajando la cabeza—. Cuando veo un nombre que me atrae, no puedo evitar robarlo. Me avergüenza confesárselo, pero también el nombre «Mizuki Ôsawa» cautivó mi humilde corazón. Tal como le he dicho, es una enfermedad. Ni yo mismo logro controlar mis impulsos. Pese a ser consciente de que es algo que no debe hacerse, sin darme cuenta se me escapa la mano. Lamento, desde lo más profundo de mi corazón, haberle ocasionado tantas molestias.
—Este mono vivía oculto en las cloacas de Shinagawa —dijo Tetsuko Sakaki—. Así que le pedí a mi marido que lo capturaran y los jóvenes del departamento así lo hicieron. Nos ha sido de gran ayuda que él sea el jefe del Departamento de Obras Públicas y que las cloacas se incluyan dentro de sus responsabilidades.
—El señor Sakurada, aquí presente, se ha esforzado mucho en atraparlo —dijo el jefe de departamento, el señor Sakaki.
—Al Departamento de Obras Públicas no se le puede pasar por alto, bajo ningún concepto, el hecho de que haya un sujeto sospechoso como éste oculto en las cloacas —dijo Sakurada con suficiencia—. Este tipo tenía su guarida provisional bajo el suelo de Takanawa y, desde ese centro de operaciones, se desplazaba por las cloacas hacia cualquier punto de la ciudad.
—En las ciudades no hay ningún lugar donde podamos vivir. Hay pocos árboles, durante el día es difícil encontrar zonas de sombra. A la que pisas el suelo, un tropel de gente quiere atraparte. Los niños tiran a darte con el tirachinas o con las pistolas BB, enormes perros con pañuelos anudados al cuello nos persiguen desesperadamente. Cuando estás en lo alto de un árbol, descansando, viene una cámara de televisión y te enfoca. No podemos estar tranquilos en ningún lado. Por eso me oculté bajo el suelo. Perdónenme.
—Pero ¿cómo supo usted que este mono se ocultaba en las cloacas? —preguntó Mizuki a Tetsuko Sakaki.
—A lo largo de estos dos meses en los que te he estado escuchando atentamente, he ido comprendiendo varias cosas. Ha sido como si se fuera despejando la niebla —expuso Tetsuko Sakaki—. Supuse que debía de haber algo que robaba nombres y pensé que, tal vez, todavía estuviera oculto en el subsuelo de la zona. Y si se trataba del subsuelo de la ciudad, las posibilidades se reducían mucho. O bien el recinto del metro, o bien las cloacas. Entonces decidí pedírselo a mi marido. Que investigara si en las cloacas se ocultaba alguna criatura que no fuera humana, porque yo creía que existía tal posibilidad. Y, ¡bingo!, encontraron al mono.
Mizuki se quedó sin habla durante unos instantes.
—Pero…, sólo escuchando lo que yo le contaba, ¿cómo logró descubrirlo?
—No queda bien que lo diga yo, siendo su marido, pero mi mujer posee una capacidad especial que no tiene el común de la gente —dijo el jefe del departamento, el señor Sakaki, con expresión formal—. En los veintidós años que llevamos casados he visto muchas cosas que me han llenado de asombro. Por eso me esforcé tanto en conseguir que el ayuntamiento abriera el gabinete psicológico. Porque estaba convencido de que si ella disponía de un espacio donde desarrollar su talento podría ser de gran ayuda a los vecinos del barrio de Shinagawa. En fin, lo que ahora importa es que el caso del robo de nombres haya quedado aclarado. Me siento muy contento por ello. Y también aliviado.
—¿Y qué van a hacer con el mono que han atrapado? —preguntó Mizuki.
—No podemos dejarlo vivir —dijo, como si nada, Sakurada—. Una vez se ha adquirido un vicio es imposible desprenderse de él. Diga lo que diga ahora, reincidirá en alguna otra parte. Acabemos con él. Es lo mejor. Si le inyectamos en la vena una alta concentración de desinfectante, solucionamos el problema en un abrir y cerrar de ojos.
—Espera un momento —dijo el jefe del departamento, el señor Sakaki—. Sean cuales sean nuestras razones, si se llegara a saber que hemos matado un animal, seguro que llegarían quejas y nos encontraríamos con un gran problema. Acuérdate de lo que pasó hace un tiempo cuando matamos aquellos cuervos. Recuerda el revuelo que se armó. Quiero evitar problemas.
—Por favor, no me maten —suplicó el mono, atado como estaba, haciendo una profunda inclinación de cabeza—. He cometido una mala acción. Lo que hice es reprobable, sin lugar a dudas. Eso lo sé perfectamente bien. He ocasionado un montón de problemas a los señores humanos. Pero, y no es que con ello pretenda quitarme culpa, también hay algo positivo en mi acción.
—¿Qué elemento positivo puede haber en robarle el nombre a la gente? Dime uno —le espetó, con tono duro, el jefe del departamento, el señor Sakaki.
—Sí, señor. Yo robo nombres, en efecto. Pero, al mismo tiempo, me llevo también parte de los elementos negativos que cada nombre conlleva. Quizá les parezca que me lo estoy inventando. Pero existe una pequeña posibilidad de que, si yo no hubiera fracasado en el intento de robarle el nombre a Yôko Matsunaka, ella no se hubiese quitado la vida.
—¿Y eso por qué? —preguntó Mizuki.
—Porque si hubiera logrado arrebatarle el nombre, le hubiese sustraído, al mismo tiempo, parte de las tinieblas que ocultaba en su corazón. Y, junto con el nombre, me las hubiese llevado al mundo subterráneo —dijo el mono.
—¡Vaya un argumento para salir del paso! —exclamó Sakurada—. Como se está jugando la vida, este mono se exprime los sesos que es un contento y se saca de la manga el primer pretexto que se le ocurre.
—No lo creo. Quizá tenga parte de razón —dijo Tetsuko Sakaki, que estaba reflexionando con los brazos cruzados. Se dirigió al mono y le preguntó—: ¿Cuando robas un nombre te llevas junto con lo bueno también lo malo que éste conlleva?
—Así es. En efecto —respondió el mono—. Nosotros no podemos elegir, no podemos tomar sólo lo que nos place. Los monos nos llevamos también lo malo que hay en el nombre que robamos. Lo tomamos todo en conjunto. ¡Por favor! ¡No me maten! Soy un estúpido mono que tiene un mal vicio, pero eso no quiere decir que no les pueda ser útil en absoluto.
—Entonces, ¿qué había de malo en mi nombre? —le preguntó Mizuki al mono.
—Eso no quiero decirlo delante de la persona a la que pertenece el nombre —dijo el mono.
—Dímelo —rogó Mizuki—. Si lo haces, te perdonaré. Y les pediré a los aquí presentes que te perdonen también.
—¿De verdad?
—¿Lo perdonarían ustedes si me lo explica todo con sinceridad? —le preguntó Mizuki al jefe del departamento, el señor Sakaki—. El mono, en sí mismo, no es malo, y en estos mismos instantes ya está purgando su culpa. Si, tras aleccionarlo bien, lo lleváramos a las montañas de Takao y lo soltáramos allí, no creo que volviera a cometer ninguna mala acción. ¿Qué le parece?
—Si a usted le parece bien, no tengo nada que objetar —dijo el jefe de departamento, señor Sakaki. Luego se dirigió al mono—: ¡Eh, tú! ¿Prometes no volver a pisar nunca más el distrito veintitrés?