Sauce ciego, mujer dormida (51 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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—¿Cree usted que el hecho de olvidar mi nombre puede derivar hacia una enfermedad más grave? ¿Hay algún precedente? —preguntó Mizuki.

—No creo que haya ninguna enfermedad que tenga una sintomatología precoz tan concreta —dijo la psicóloga—. Lo que me preocupa es que, a lo largo del último año, los síntomas hayan ido apareciendo con una frecuencia cada vez mayor. Existe la posibilidad de que puedan convertirse en el disparador de otros síntomas más graves o que la pérdida de memoria se extienda a otras áreas. Es posible. Así que, ante todo, vamos a hablar tú y yo con calma e intentar descubrir de dónde surge todo esto. Porque a ti, que trabajas fuera de casa, olvidarte de tu nombre debe de ocasionarte muchos problemas, ¿verdad?

Tetsuko Sakaki, la psicóloga, le hizo, en primer lugar, unas cuantas preguntas básicas sobre el tipo de vida que Mizuki llevaba en el presente. Cuántos años hacía que estaba casada. De qué trabajaba. Cómo se encontraba físicamente. Y, después, pasó a preguntarle cosas sobre su infancia. Sobre la composición de su familia, sobre la escuela. Sobre cosas divertidas y no tan divertidas. Sobre lo que se le daba bien y lo que no se le daba tan bien. Mizuki fue contestando a todas las preguntas con sinceridad, rapidez y exactitud.

Había crecido en una familia normal y corriente. Su padre trabajaba en una compañía aseguradora, de seguros de vida. Su familia no era acomodada, pero Mizuki no recordaba haber padecido nunca dificultades económicas. Su familia la formaban sus padres y una hermana mayor. Su padre era una persona muy formal. Su madre tenía un carácter quisquilloso y era un poco pesada. Su hermana era de las que sacan siempre las mejores notas de la clase, pero (a ojos de Mizuki) era un poco superficial y aprovechada. Sin embargo, Mizuki jamás tuvo ningún problema en particular con su familia y había logrado mantener con ellos una buena relación. Jamás habían tenido una disputa grave. Ella había sido una niña que llamaba poco la atención. Estaba llena de salud, jamás había estado enferma, pero no tenía grandes aptitudes para el deporte. No se sentía acomplejada por su físico, pero nunca la habían llamado guapa. Era inteligente, ella misma lo sabía, pero jamás había destacado en ninguna área concreta. Sus notas eran normales. Eso sí, su nombre estaba más cerca del principio que del final de la lista. En la escuela tenía varias buenas amigas, pero todas se habían dispersado al casarse y, ahora, apenas mantenía el contacto con ellas.

Tampoco respecto a su matrimonio tenía una sola queja concreta. Al principio tuvieron que aprender, ambos, de sus errores, pero habían logrado establecer una sólida vida matrimonial. Su marido no era perfecto, por supuesto (era discutidor, tenía mal gusto en el vestir), pero también poseía muchas virtudes (era un hombre cariñoso, responsable, limpio, comía de todo, no solía refunfuñar). Ella, en su lugar de trabajo, no tenía, en especial, ningún problema. Se llevaba bien tanto con sus compañeros como con sus superiores, tampoco sentía estrés. Evidentemente, a veces se producía algún incidente poco agradable, cosa difícil de evitar cuando varias personas trabajan juntas, día tras día, en un lugar pequeño.

Sin embargo, al responder a aquellas preguntas sobre su vida presente y pasada, Mizuki se encontró pensando, admirada: «¡Qué vida tan poco interesante tengo!». De hecho, su vida estaba desprovista, casi por entero, de cualquier elemento dramático. Si utilizáramos un símil cinematográfico, su vida sería uno de esos reportajes del día a día, hechos con poco presupuesto, cuyo propósito parece que sea el de invitar al sueño. Pálidas imágenes que se suceden ininterrumpidamente, sin más, en la pantalla. Sin cambios de espacio, sin primeros planos. Sin subidas ni bajadas, sin una sola secuencia que atraiga la atención del espectador. Nada presagia nada, nada sugiere nada. Sólo algún pequeño cambio de ángulo ocasional en la toma. Mizuki se encontró compadeciendo a la psicóloga. Por más que fuera su trabajo, ¿no se aburría de tener que estar escuchando con atención experiencias personales de semejante calibre? ¿No se le escapaban los bostezos? «Yo acabaría muriéndome de aburrimiento si me soltaran cada día estas historias. Seguro».

Sin embargo, Tetsuko Sakaki escuchaba llena de interés, tomaba sencillas notas con un bolígrafo. Excepto alguna pregunta ocasional, intentaba intervenir lo menos posible y parecía totalmente concentrada en lo que le estaba contando Mizuki. Además, cuando hablaba, su voz calmada traslucía un verdadero y profundo interés. No había ni rastro de aburrimiento en ella. Sólo con escuchar aquella voz de tono pausado, tan característica, Mizuki se sintió extrañamente relajada. «No creo que nadie me haya escuchado nunca con tanta atención», pensó Mizuki. Cuando finalizó la hora y poco más de consulta, pudo constatar que el peso que cargaba sobre sus espaldas se había aligerado un poco.

—¿Quedamos, entonces, el miércoles que viene a la misma hora? —preguntó sonriente Tetsuko Sakaki.

—Sí, a mí me va bien —dijo Mizuki—. Pero ¿de verdad puedo volver a venir?

—Por supuesto. Si tú quieres, claro. Es que con estas cosas, ¿sabes?, tienes que hablar muchas, muchas veces, para que avancen. Esto no es un programa de consulta de la radio donde te responden lo que toca, te sueltan un: «Eso es todo. ¡Ánimo!» y listos. Quizá nos lleve algún tiempo, pero nos lo vamos a tomar. Porque las dos somos vecinas de Shinagawa, ¿no?

—Entonces, ¿hay algún incidente que recuerdes relacionado con nombres? —le preguntó Tesuko Sakaki al principio de la segunda sesión—. Con tu nombre, con el de otra persona, con el de algún animal de compañía, con el de algún lugar adonde hayas ido, con algún apodo, con cualquier cosa que tenga algo que ver con nombres. Si tienes algún recuerdo relacionado con algún nombre, dímelo.

—¿Algo relacionado con algún nombre?

—Sí. Nombres, firmas, pasar lista… No tiene por qué ser nada del otro mundo. Mientras esté relacionada con nombres, cualquier cosa vale, por insignificante que sea. Intenta recordar.

Mizuki reflexionó durante largo rato.

—Pues no recuerdo nada en particular que tenga que ver con nombres —dijo ella—. Al menos, ahora, de repente, no se me ocurre nada. Sólo… Sí, creo que sí. Recuerdo una cosa sobre una chapa de identificación.

—¡Muy bien! Sobre una chapa de identificación. Sí, eso vale.

—Pero no llevaba mi nombre —dijo Mizuki—. Era la chapa de otra persona.

—No importa. Háblame de eso —la animó la psicóloga.

—Tal como le conté la semana pasada, estudié secundaria y bachillerato en un colegio privado femenino —dijo Mizuki—. La escuela se encontraba en Yokohama y mi casa está en Nagoya, así que yo dormía en la residencia del colegio. Y todos los fines de semana volvía a casa. El viernes por la noche cogía el
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y me iba a casa, y el domingo volvía a la residencia. De Yokohama a Nagoya no hay más de dos horas y nunca me sentí sola.

La psicóloga asintió.

—Pero en Nagoya hay muchas escuelas femeninas buenas, ¿no? ¿Por qué tuviste que dejar tu casa e ir a Yokohama?

—Porque mi madre había estudiado allí. A mi madre le encantaba aquella escuela, siempre había querido que alguna hija suya estudiara allí. Además, a mí también me gustaba la idea de vivir separada de mis padres. Era una escuela de monjas, pero era bastante liberal, y allí hice algunas buenas amigas. Todas ellas venían de otros lugares de Japón, como yo. Y había muchas que, tal como me ocurrió a mí, estudiaban en la escuela porque sus madres se habían graduado allí. Disfruté mucho durante los seis años que pasé en el colegio. Aunque tuve algunos problemas con la comida.

La psicóloga sonrió.

—Me dijiste que tenías una hermana mayor, ¿verdad?

—Sí, dos años mayor. Somos dos hermanas.

—¿Y tu hermana no fue a esa escuela de Yokohama?

—Mi hermana fue a una escuela en Nagoya. Mientras tanto, por supuesto, vivió con mis padres. A mi hermana no le gusta demasiado salir afuera. Además, nunca ha sido muy fuerte… Así que mi madre prefirió que fuera yo, la hermana pequeña, quien estudiara en aquella escuela. Yo era una niña muy sana, mucho más independiente que mi hermana mayor. Así que cuando al terminar primaria me preguntaron si me gustaría ir a la escuela en Yokohama, les respondí que sí. También me parecía muy divertido lo de volver a casa cada fin de semana en
Shinkansen
.

—Perdona que te haya interrumpido —se disculpó la psicóloga sonriendo—. Continúa, por favor.

—Los dormitorios de la residencia, en principio, eran dobles, pero al llegar a tercero de bachillerato, como privilegio del último año de estudios, te asignaban una habitación individual. El incidente ocurrió cuando yo ocupaba una de esas habitaciones. Como alumna del curso superior era, en aquellos momentos, delegada de los dormitorios. En el recibidor había un tablón con las chapas de identificación colgadas, cada alumna tenía la suya. En la placa figuraba nuestro nombre, escrito en caracteres de color negro en el anverso y de color rojo en el reverso. Cuando salíamos, teníamos, sin falta, que dar la vuelta a la placa. Al volver, la dejábamos como estaba antes. Es decir, que la cara escrita en negro indicaba que la alumna estaba en el dormitorio y la roja que había salido. Y cuando te alojabas fuera o te ausentabas por una larga temporada por suspensión de estudios, descolgabas la tarjeta. Los alumnos estábamos en recepción por turno, pero cuando llamaban por teléfono, por ejemplo, nos bastaba con echar una ojeada a las chapas para saber si la persona en cuestión se encontraba en el dormitorio o no. Era un sistema muy práctico.

La psicóloga asintió, alentándola a continuar.

—Era octubre. Antes de la cena, yo estaba en mi cuarto preparando las clases del día siguiente cuando me visitó una alumna de segundo curso llamada Yôko Matsunaka. Todas la llamábamos Yukko. Era, sin duda, la chica más guapa de la residencia. Blanca de tez, con el pelo largo y las facciones como las de una muñeca. Sus padres tenían un hotel de estilo japonés, muy renombrado, en Kanazawa. Eran ricos. Yukko estudiaba en un curso inferior al mío y, no lo puedo asegurar, pero había oído decir que sacaba muy buenas notas. O sea, que era una chica que destacaba extraordinariamente. Muchas alumnas de cursos inferiores la admiraban. Pero, sin embargo, Yukko no era antipática ni engreída. Más bien era una chica tranquila que no solía exteriorizar sus sentimientos. Era simpática, pero yo, a menudo, no sabía lo que estaba pensando. Y podían admirarla tanto como quisieran, pero dudo que tuviera una sola amiga íntima.

Mizuki se encontraba ante su escritorio, escuchando música por la radio, cuando oyó que llamaban flojito a la puerta. Al abrir, se encontró con Yôko Matsunaka. Llevaba un jersey fino de cuello alto ajustado y unos tejanos. Le dijo que quería hablar con ella y le preguntó si la molestaba en aquel momento. Mizuki se sorprendió, pero le respondió que no. Que no hacía nada importante, que adelante. Hasta aquel día, Mizuki nunca había hablado a solas con Yôko Matsunaka y jamás hubiera imaginado que ésta la visitara en su habitación para tratar de algún asunto privado. Le ofreció una silla y le preparó un té con el agua caliente del termo.

—Mizuki, ¿has tenido celos, o envidia, alguna vez? —le preguntó sin más preámbulos.

Mizuki se sorprendió de que le hicieran esta pregunta de sopetón, pero reflexionó sobre ello.

—Creo que no —dijo Mizuki.

—¿Ni siquiera una vez?

Mizuki sacudió la cabeza.

—Al menos, ahora que me lo preguntas así, tan de repente, no logro recordar ninguna ocasión. Sentir celos, envidia… ¿Cuándo, por ejemplo?

—Cuando, por ejemplo, tú quieres a alguien y ese alguien quiere a otra persona. O cuando, por ejemplo, alguien consigue sin más lo que tú deseas con todas tus fuerzas. O cuando, por ejemplo, tú piensas: «¡Ojalá pudiera hacer esto!» y otra persona lo logra sin el menor esfuerzo, como si nada… A esto me refiero.

—Pues yo diría que nunca los he tenido —dijo Mizuki—. ¿Y tú?

—Muchas veces.

Al oírlo, Mizuki se quedó sin habla. ¿Qué más podía desear aquella chica? Era guapísima, su familia era rica, sacaba buenas notas, era popular. Sus padres la adoraban. Mizuki había oído decir que algunos fines de semana salía con su novio, un estudiante universitario muy guapo. A Mizuki no se le ocurría qué más podía desear una persona.

—¿Cuándo, por ejemplo? —le preguntó Mizuki.

—No querría dar muchos detalles, ¿sabes? Si no te importa —dijo Yôko escogiendo con cautela las palabras—. Además, me da la impresión de que tampoco tiene mucho sentido ir enumerando ahora ejemplos concretos. Sólo que, desde hace tiempo, te quería hacer esta pregunta. Si habías sentido celos alguna vez o no.

—¿Querías preguntarme eso desde hace tiempo?

—Sí.

Mizuki no entendía a qué venía todo aquello, pero decidió responder con sinceridad.

—No lo creo —dijo ella—. Desconozco la razón. Y no deja de ser extraño. Porque no es que tenga mucha confianza en mí misma, la verdad. Y tampoco poseo, ni mucho menos, todo lo que me gustaría. Más bien al contrario. Hay un montón de aspectos con los que me siento bastante insatisfecha. Pero, a pesar de ello, nunca he envidiado a nadie. ¿Por qué será?

Una pequeña sonrisa afloró en los labios de Yôko Matsunaka.

—Me da la impresión de que la envidia no tiene nada que ver con las circunstancias reales u objetivas. Quiero decir que no es que las personas favorecidas por la fortuna no deban sentir envidia de los demás y que las menos favorecidas sí puedan experimentarla. La envidia no es así. Es como un tumor en nuestro interior, que nace a su antojo, en algún lugar desconocido por nosotros, y, sin atender a razones lógicas, se va desarrollando deprisa. Y, por más conscientes que seamos de ello, no podemos detenerlo. Y no es que la gente afortunada no tenga tumores y que a la gente desgraciada le salgan con facilidad, ¿verdad? Pues es lo mismo.

Mizuki escuchaba en silencio. En muy contadas ocasiones Yôko Matsunaka pronunciaba un discurso tan largo.

—Es muy difícil de explicar a una persona que nunca la haya sentido. Déjame decirte solamente que convivir, día tras día, con la envidia no es nada fácil. En realidad, es como ir acarreando contigo un pequeño infierno. Y tú, Mizuki, puedes sentirte muy afortunada de no haberla experimentado jamás.

Tras decir esto, Yôko Matsunaka se calló y miró de frente a Mizuki, que la escuchaba con una expresión casi sonriente. «¡Qué chica tan guapa!», pensó Mizuki una vez más. «Bonita figura, un busto precioso. ¿Cómo debe de sentirse una chica tan guapa como ella, tan guapa que llama la atención vaya a donde vaya? No puedo ni imaginármelo. ¿Debe de sentirse orgullosa por ello y encontrarlo, simplemente, divertido? ¿O debe de causarle, de alguna manera, alguna preocupación?».

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