Su nombre era lo único que no podía recordar. Nunca olvidaba el de las personas que la rodeaban. Ni olvidaba su dirección, ni su número de teléfono, ni la fecha de su cumpleaños, ni su número de pasaporte. Se sabía de memoria el teléfono de sus amigos, y el de los clientes más importantes. Nunca había tenido problemas de memoria. Lo único que no lograba recordar era su nombre. Hacía aproximadamente un año que había comenzado a sucederle. Antes no le había pasado nunca.
Se llamaba Mizuki Andô. Mizuki Ôsawa de soltera. Ninguno de los dos nombres podía ser calificado de original ni de dramático. Sin embargo, eso no quería decir que, con las prisas de la vida cotidiana, nombres así tuvieran que borrarse de la memoria. Además, y eso era lo principal, aquél era su nombre, el único que tenía.
Se había convertido en Mizuki Andô la primavera de hacía tres años. Pasó a llamarse Mizuki Andô al casarse con un hombre llamado Takashi Andô. Al principio le costó familiarizarse con su nuevo nombre. Le parecía que la combinación no acababa de ser armónica, ni en lo referente a los caracteres ni en lo referente al sonido. Sin embargo, a fuerza de pronunciarlo y de firmar una y otra vez, empezó a convencerse de que Mizuki Andô no estaba tan mal. Decidió que, comparado con los diversos juegos de palabras que podían muy bien darse, tales como «Mizuki Mizuki» o «Mizuki Miki» (de hecho, aunque fue por poco tiempo, estuvo saliendo con un hombre cuyo apellido era Miki), Mizuki Andô era una de las mejores opciones. Y, gradualmente, fue aceptándolo como propio.
Sin embargo, desde hacía un año, el nombre había empezado a írsele de la memoria. Al principio, le sucedía una vez al mes, pero, con el paso del tiempo, le ocurría con mayor frecuencia. Y por aquel entonces le pasaba al menos una vez por semana. El nombre «Mizuki Andô» se le escapaba y la dejaba a ella atrás en el mundo como «una mujer sin nombre», como un ser inexistente. Si llevaba el billetero, estaba salvada. Le bastaba con sacarlo y mirar el carnet de conducir. Sin embargo, de perderlo, podía muy bien acabar no teniendo la menor idea de quién era. Claro que, por más que olvidara momentáneamente su nombre, Mizuki estaba allí presente y, además, recordaba su dirección y su número de teléfono, o sea, que su existencia no quedaba anulada por completo. No era un caso de amnesia total como los que salen en las películas. Sin embargo, ser incapaz de recordar su nombre le producía muchos inconvenientes, y también le generaba ansiedad. Una vida que ha perdido el nombre es como un sueño que ha perdido los indicios del despertar.
Fue a una joyería y adquirió un fino y sencillo brazalete de plata donde hizo grabar su nombre:
MIZUKI (ÔSAWA) ANDÔ
. Sin dirección ni número de teléfono. «Igual que un perro o un gato», se dijo a sí misma con sorna. Al salir de casa se lo ponía siempre. Y si no se acordaba del nombre, le bastaba con echarle una ojeada. De ese modo no tenía que sacar el billetero del bolso. Y nadie le ponía cara de extrañeza.
No le había contado a su marido que se le olvidaba el nombre. De haberlo hecho, seguro que éste le hubiese salido con que ella se debía de sentir insatisfecha, o incómoda, con su matrimonio. Era un hombre a quien le gustaba sacar a colación temas sobre los que poder discutir. Carecía de mala fe, pero enseguida teorizaba sobre cualquier cosa. Ese modo de ir etiquetando las cosas no era el fuerte de Mizuki. Además, como él tenía facilidad de palabra, la vencía fácilmente en cualquier discusión. Así que optó por callarse.
Pero, de todos modos, lo que habría dicho su marido no era cierto, pensaba Mizuki. Ella no se sentía insatisfecha con su vida de casada. No estaba descontenta de su marido —aunque a veces le aburría lo discutidor que era— y tampoco tenía una impresión especialmente negativa de su familia política. Su suegro era médico y pasaba consulta en la ciudad de Sakata, en la prefectura de Yamagata. No eran malas personas. Tenían una mentalidad algo conservadora, pero, como su marido era el segundo hijo, tampoco les ocasionaban demasiadas molestias. Ella era de Nagoya y le costaba soportar los fríos inviernos y el fuerte viento de Sakata, al norte del país, pero, tras algunas breves estancias, una o dos veces al año, decidió que el lugar no estaba nada mal. Llevaban un par de años casados y habían suscrito una hipoteca para comprar un piso nuevo en Shinagawa. Su marido tenía treinta años y trabajaba en los laboratorios de una empresa farmacéutica. Ella tenía veintiséis y trabajaba en un punto de venta de Honda en el distrito de Ôta. Allí contestaba al teléfono, recibía a los clientes, los acompañaba hasta el sofá y les ofrecía té o café, hacía fotocopias cuando era necesario, archivaba los documentos y llevaba al día la base de datos de clientes introducida en el ordenador.
Tras graduarse por una universidad femenina de la ciudad de Tokio, Mizuki entró a trabajar en aquel punto de venta de Honda por recomendación de un tío suyo, ejecutivo de la compañía. Su trabajo no podía calificarse de excitante, pero le habían otorgado cierta responsabilidad y, a su manera, no estaba mal. Vender directamente coches no entraba dentro de sus funciones, pero, cuando los vendedores estaban ausentes, ella podía responder con libertad a las preguntas de los clientes que visitaban el punto de venta. A fuerza de observar cómo operaban los vendedores, las técnicas de venta habían dejado de tener secretos para ella y había adquirido, además, los conocimientos automovilísticos necesarios. Podía hablar convincentemente sobre la manejabilidad en la conducción del Odyssey, impensable en una furgoneta. Se sabía de memoria el consumo de todos los modelos. Era muy elocuente y su encantadora sonrisa disipaba las reservas de los compradores. Sabía distinguir en qué tipología se encuadraba cada cliente y diseñar una estrategia flexible adecuada a cada uno de ellos. Había llegado en muchas ocasiones hasta el paso previo a la firma del contrato. Sin embargo, en el último estadio, por desgracia, debía transferir la negociación al personal especializado de la empresa. Porque ella no estaba autorizada a hacer descuentos, a tasar el valor del coche usado y descontárselo del nuevo, a ofrecer opciones. Aunque ella hubiese hecho más de la mitad del trabajo, al final siempre aparecía el vendedor de turno y era éste quien se llevaba la comisión. Lo único que ella recibía a cambio eran ocasionales invitaciones a cenar por parte del vendedor en cuestión.
«Si me encargara yo de las ventas, seguro que se venderían más coches y que los resultados generales del concesionario subirían», se decía a veces Mizuki. Si se pusiera a ello, podría vender el doble que esos jóvenes vendedores recién salidos de la universidad. Pero nadie le dijo: «Oye, Mizuki, tienes talento. Es una lástima que pierdas el tiempo clasificando documentos o contestando al teléfono. A partir de ahora te encargarás de las ventas». Así es como funcionan las empresas. Las ventas son las ventas, y el trabajo administrativo es el trabajo administrativo. Una vez asignadas las funciones, es muy difícil salirse del marco establecido. Además, ella tampoco ambicionaba ampliar su campo de acción y progresar en su carrera. Por su carácter prefería hacer, de nueve de la mañana a cinco de la tarde, el trabajo que le asignaban, tomarse el mes entero de vacaciones pagadas que le correspondía y disfrutar tranquilamente de su vida privada.
En su lugar de trabajo continuaba usando su nombre de soltera. La razón principal era que le parecía muy pesado ir explicándoles uno a uno, a todos los clientes que la conocían de vista los pormenores de su nuevo estado civil. Así que el apellido «Ôsawa» continuaba figurando tanto en las tarjetas, como en la placa de identificación que llevaba prendida en el pecho, como en su tarjeta de fichar. Todos la llamaban «señora Ôsawa», «Ôsawa», «señorita Mizuki» o «Mizuki». Ella misma, cuando se ponía al teléfono, decía: «Aquí el concesionario *** de Honda. Le habla Mizuki Ôsawa». Esto, sin embargo, no implicaba rechazo alguno hacia el apellido «Andô». Ella continuaba utilizando su nombre de soltera porque le daba pereza darle explicaciones a todo el mundo.
Su marido sabía que en el trabajo ella seguía usando su nombre de soltera (alguna que otra vez la llamaba a la oficina), pero nunca había formulado ninguna objeción al respecto. Pareció creer que era sólo una cuestión práctica. Y el marido, si encontraba lógica una cosa, no se ponía pesado. En ese sentido era fácil de llevar.
Cuando empezó a borrársele el nombre de la cabeza, a Mizuki le inquietó la posibilidad de que se tratara del síntoma de alguna enfermedad grave. Del Alzheimer sin ir más lejos. El mundo está lleno de complicadas enfermedades mortales que pueden contraerse de modo inesperado. Como, por ejemplo, la miastenia, o la enfermedad de Huntington, males que ella no conocía hasta hacía cuatro días. Además, existían montones de enfermedades raras que ella ni siquiera había oído nombrar. Y, en la mayoría de ocasiones, los primeros síntomas eran insignificantes. Cosas curiosas pero nimias, como puede ser… olvidarse del nombre. Una vez que se le ocurrió esta idea empezó a sentir una preocupación atroz pensando que, en su interior, quizás existiera el foco de una enfermedad desconocida que iba extendiéndose de forma silenciosa pero inexorable.
Mizuki acudió a un gran hospital y explicó los síntomas que presentaba. Sin embargo, el joven médico que la visitó (aquel hombre tenía la cara de un color tan pálido e insano que más que un médico parecía un paciente) no se tomó demasiado en serio lo que ella le contaba. «Y, aparte de su nombre, ¿olvida usted algo más?», le preguntó. Ella le respondió que no. Que, de momento, lo único que, a veces, no lograba recordar era su nombre. «¡Humm! Esto más bien pertenece al ámbito de la psiquiatría», dijo el médico en un tono tan desprovisto de interés como de simpatía. «Si empieza a olvidar cotidianamente otras cosas, aparte del nombre, vuelva. Y le haremos los análisis pertinentes». El médico parecía querer decir que aquel hospital estaba lleno de gente con síntomas mucho más graves que los suyos y que ellos, los médicos, no daban abasto. Y que, en fin, tampoco era tan malo olvidarse del nombre de vez en cuando.
Un día, mientras leía un periódico del distrito de Shinagawa que le habían dejado en el buzón junto con el correo, sus ojos se posaron en un artículo que hablaba sobre un «gabinete psicológico» que abría el ayuntamiento. Era un artículo de esos tan breves que normalmente se te pasan por alto. Una vez a la semana, un psicólogo ofrecía una consulta individual por un precio módico. Podía acudir cualquier vecino del distrito de Shinagawa que tuviera más de dieciocho años. Se respetaba estrictamente la confidencialidad. Mizuki no estaba segura de hasta qué punto le sería de utilidad un gabinete psicológico organizado por el ayuntamiento, pero todo era cuestión de probar. «Total, no perderé nada con ir a ver de qué va», decidió Mizuki. En el punto de venta donde trabajaba, a diferencia de los sábados y domingos, entre semana podía tomarse, con relativa libertad, un día de fiesta y, además, podía ajustarse al horario que había fijado el ayuntamiento —un horario carente de todo realismo para la gente que trabajaba—. Había que concertar previamente la cita y ella llamó al número indicado. Una sesión de treinta minutos costaba dos mil yenes. Podía permitírselo sin problemas. Y le dieron hora para el miércoles a la una de la tarde.
Ese día, al llegar al segundo piso del ayuntamiento de distrito donde se había abierto el «gabinete psicológico», se encontró con que ella era la única persona que había acudido a la consulta.
—Este programa ha empezado tan de repente que la mayoría de vecinos todavía no lo conoce —dijo la mujer de recepción—. Cuando lo descubran, seguro que se llena. Tiene usted suerte de que ahora esté tan vacío.
La psicóloga se llamaba Tetsuko Sakaki y era una mujer bajita y regordeta, muy agradable, que rondaba la cincuentena. Llevaba el pelo corto, teñido de color castaño claro y, en su ancha cara, lucía una afable sonrisa. Llevaba un traje chaqueta de verano de tonalidad pálida, una blusa de seda brillante, un collar de perlas artificiales y unos zapatos planos. Más que una psicóloga, parecía una vecina del barrio, de carácter franco y abierto, siempre dispuesta a echar una mano.
—Mi marido es jefe del Departamento de Obras Públicas del Ayuntamiento de Distrito —se presentó afablemente—. Gracias a ello, hemos conseguido una subvención para abrir este gabinete de consulta destinado a los vecinos del distrito. Tú eres la primera que nos visita. Estoy encantada de que sea así. Hoy todavía no hay nadie esperando, así que las dos podremos mantener una larga y reposada conversación.
Su manera de hablar era extremadamente pausada. En su tono no había apremio alguno.
—Mucho gusto —dijo Mizuki. En su corazón, sin embargo, albergaba la duda de que aquella mujer pudiera ayudarla en algo.
—Con todo, poseo la titulación que me acredita como psicóloga y tengo muchos años de experiencia a mis espaldas, así que puedes estar tranquila. Confía en mí y ponte en mis manos —añadió sonriente la mujer como si estuviera leyendo la mente de Mizuki.
Tetsuko Sakaki se sentó ante un escritorio de acero y Mizuki, en un sofá de dos plazas. Un viejo sofá que parecía recién sacado de un almacén. Los muelles estaban vencidos y olía tanto a polvo que a Mizuki empezó a picarle la nariz.
—Lo cierto es que si dispusiéramos de una
chaise longue
, conseguiríamos crear una atmósfera más apropiada para una consulta psicológica, pero de momento sólo contamos con esto. Después de todo, esto es un ayuntamiento, o sea, que para conseguir cualquier cosa, tienes que hacer unos trámites muy engorrosos. No es muy agradable, pero te prometo que la próxima vez que nos visites tendré algo mejor. Así que te ruego que te conformes con esto.
Mientras Mizuki, hundida en aquella antigualla de sofá, le iba contando de forma ordenada a Tetsuko Sakaki cómo olvidaba cada día su nombre, ésta la escuchaba en silencio. No hacía preguntas, tampoco mostraba sorpresa alguna. Apenas dejaba escapar algún sonido que indicara que la estaba escuchando con atención. Estaba completamente absorta en lo que le estaba contando Mizuki y, de no ser por alguna mueca ocasional que se dibujaba en su rostro cuando pensaba en algo, la psicóloga hubiera esbozado, desde el principio hasta el fin, una vaga sonrisa parecida a la luna de los crepúsculos de primavera.
—Fue muy buena idea hacerte grabar el nombre en un brazalete —dijo, en primer lugar, la psicóloga cuando Mizuki acabó de hablar—. Tu reacción fue muy acertada. Lo principal es intentar minimizar los inconvenientes que te ocasiona el problema en la vida diaria. Enfrentarte a él buscando medidas prácticas en vez de sentirte culpable, de darle demasiadas vueltas al asunto o de dejar que te superara. Eres una chica muy inteligente. Además, el brazalete es precioso y te sienta muy bien.