—¿Hay algo de cariz religioso tras todo esto? ¿Está relacionado con la
New Age?
—preguntó.
—No, no tiene nada que ver ni con la religión ni con la
New Age
.
La mujer dirigió una mirada a los afilados tacones de sus zapatos. Quizá con la intención de utilizarlos como arma contra mí si las cosas se torcían.
—Mi marido me ha dicho siempre que no me fie de las cosas gratuitas —repuso la mujer—. Quizá le parezca una grosería, pero, según él, suelen esconder algo.
—Por lo general, es tal como dice su marido —admití yo—. En la sociedad poscapitalista no es fácil confiar en lo que es gratis. Cierto. Sin embargo, con todo, le pido que confíe en mí. Ésta es la premisa.
Ella tomó el bolso de mano Louis Vuitton que mantenía a su lado, descorrió la cremallera, que hizo un elegante siseo, y extrajo de su interior un abultado sobre. El sobre estaba cerrado. No sé cuánto dinero debía de haber dentro, pero parecía bastante pesado.
—De momento, he traído esto para posibles gastos.
Sacudí enérgicamente la cabeza.
—No puedo aceptar, bajo ningún concepto, ninguna remuneración, objeto o acto de agradecimiento. Ésta es la regla. Si aceptara cualquier pago o regalo, las acciones que me dispongo a hacer perderían todo su sentido. Si a usted le sobra el dinero y se siente incómoda no pagándome nada, dónelo a alguna institución benéfica. A la Asociación de Amigos de los Animales, al Fondo para la Educación de Huérfanos por Accidente de Tráfico o a donde le plazca. Quizá, de ese modo, se le aligere un poco la carga psicológica.
La mujer frunció el entrecejo, lanzó un hondo suspiro y, sin decir nada, volvió a guardar el sobre en el bolso. Y una vez su Louis Vuitton hubo recuperado su abultamiento y paz originales, lo depositó en el lugar donde se encontraba en un principio. Luego volvió a llevarse la mano al puente de la nariz y me miró como si yo fuera un perro al que le han lanzado un palo, pero que no se ha movido de su sitio.
—Las acciones que se dispone a emprender —concluyó la mujer con voz seca.
Asentí y dejé el lápiz, cuya punta había quedado roma, en la bandeja de los lápices.
La mujer de los zapatos de tacón afilado me condujo hasta el tramo de escalera que unía los pisos veinticuatro y veintiséis. Señaló la puerta de su apartamento (número 2609) y, luego, señaló la puerta del apartamento donde vivía su suegra (número 2417). Las dos plantas estaban unidas por una amplia escalera. Para recorrer aquella distancia no se tardaba, por más despacio que esto se hiciera, más de cinco minutos.
—En el momento de comprar la casa, mi marido tuvo en cuenta esta escalera, tan amplia y luminosa. En la mayoría de los rascacielos se descuida mucho la escalera. Una escalera grande quita mucho espacio y la mayoría de los inquilinos apenas la pisan porque usan siempre el ascensor. Por eso, la mayor parte de constructores prefieren centrarse en puntos que capten más la atención de la gente. En un lujoso suelo de mármol en el vestíbulo, o en una biblioteca, por ejemplo. Pero mi marido concede una importancia primordial a la escalera. Dice que la escalera es la columna vertebral del edificio.
Efectivamente, era una escalera con presencia. En el descansillo entre los pisos veinticinco y veintiséis había un sofá de tres plazas y, en la pared, un gran espejo de cuerpo entero. Un cenicero de pie, plantas de adorno. Por el ventanal se veía el cielo despejado, en el que flotaban unas cuantas nubes. Las ventanas tenían el cristal fijado en el marco de modo que no se pudieran abrir.
—¿En todos los pisos hay tanto espacio? —le pregunté.
—No. Cada cinco pisos hay un lugar de descanso como éste. Pero no en todas las plantas —dijo la mujer—. ¿Quiere ver el interior de nuestro apartamento y el de mi suegra?
—Por ahora no es necesario.
—Desde la inexplicable desaparición de mi marido, el estado de los nervios de mi suegra es todavía peor que de costumbre —dijo la mujer. Y agitó un poco las manos—. Para ella ha representado un golpe muy duro. Claro que no hace falta que se lo diga.
—Por supuesto —asentí yo—. Dudo que tenga que molestar a su madre política a lo largo de la investigación.
—Le agradecería mucho que no lo hiciera. Además, le ruego que no hable de ello con los vecinos. No le he contado a nadie que mi marido ha desaparecido.
—Comprendo —dije—. Por cierto, ¿suele utilizar usted las escaleras?
—No —respondió ella. Y alzó levemente las cejas como si le hubiese hecho un reproche injustificado—. Yo acostumbro a coger el ascensor. Cuando salimos los dos juntos, mi marido empieza a bajar, él primero, las escaleras, y luego yo bajo en ascensor. Y nos encontramos en el vestíbulo. Al volver a casa, yo subo primero en ascensor. Luego viene mi marido detrás. Es peligroso subir y bajar unas escaleras tan largas con zapatos de tacón. Tampoco es bueno para el cuerpo.
—Sí, lo supongo.
Quería investigar un rato solo, así que le pedí que fuera a avisar al portero. Como iba a estar vagando por las escaleras entre los pisos veinticuatro y veintiséis, le pedí que le dijera al portero que era un agente de seguros o algo por el estilo. No quería que me tomaran por un ladrón y que avisaran a la policía, en cuyo caso me encontraría en una situación comprometida. Porque yo, en realidad, no tenía por qué estar allí. La mujer me dijo que iba a avisarlo. Y empezó a bajar las escaleras, hasta desaparecer de mi campo visual, con los tacones resonando con violencia. Incluso después de que ella se perdiera de vista su taconeo siguió resonando por los alrededores como una funesta proclama, hasta que finalmente se apagó y llegó el silencio. Me quedé solo.
Recorrí tres veces, de punta a punta, el tramo de escalera entre los pisos veinticuatro y veintiséis. La primera vez, a paso normal. Las otras dos, más despacio, inspeccionándolo todo con atención. Concentrado al máximo, para que no se me pasara por alto el más mínimo detalle. Casi sin parpadear. Todos los acontecimientos dejan atrás alguna huella. Y mi trabajo es descubrirla. Sin embargo, en aquella parte de escalera habían hecho la limpieza tan a conciencia que no quedaba ni una mota de polvo. No se veía ni una mancha, ni una abolladura. En el cenicero no había ni una sola colilla.
Cuando me cansé de subir y bajar por la escalera casi sin pestañear, me senté en el sofá del descansillo. El sofá estaba forrado de plástico y no podía calificarse precisamente de elegante. Sin embargo, para estar en un descansillo que casi nadie utilizaba (al menos, eso es lo que parecía), era digno de elogio. En la pared frente al sofá había un gran espejo de cuerpo entero. Ni una nube empañaba su superficie. Incluso la luz que penetraba por la ventana incidía en un ángulo apropiado. Durante un tiempo me quedé contemplando mi imagen reflejada en el espejo. Tal vez aquel domingo por la mañana, también el corredor de bolsa desaparecido se tomara un descanso en aquel sitio y mirara su imagen reflejada allí. Su cara sin afeitar.
Yo sí que me había afeitado, pero llevaba el pelo un poco largo. Se me levantaba por detrás de las orejas, y mi aspecto era el de un perro pastor de pelo largo que acabara de cruzar el río. Ya era hora de que visitara al barbero. Además, el color de los calcetines no pegaba con el de los pantalones. Es que no había podido encontrar, de ninguna de las maneras, unos calcetines del color adecuado. Lo cierto es que nadie me criticaría si me decidiera a juntar, por fin, toda la ropa sucia y a lavarla de una vez. Aparte de eso, era la misma persona de siempre. Un hombre de cuarenta y cinco años, soltero. Que no sentía interés ni por el budismo ni por el mercado de valores.
«Por cierto, Paul Gauguin también era corredor de bolsa. Pero decidió dedicarse en serio a la pintura, dejó mujer e hijos y se fue a Tahití. Y si…», pensé. «Pero dudo que Gauguin se hubiera marchado sin llevarse la cartera. Y seguro que, si en aquella época hubiera habido American Express, no se la hubiese olvidado al partir. Yéndose a Tahití, ni más ni menos. Además, seguro que no le habría dicho a su mujer antes de esfumarse: “Vengo enseguida. Empieza a hacer los crepes”. Por más que se trate de una desaparición, ésta debe de mantener un orden apropiado, cierto sistema».
Me levanté del sofá y volví a subir la escalera, aunque por entonces eran los crepes recién hechos los que se iban adueñando de mis pensamientos. Me concentré con todas mis fuerzas y dejé correr la imaginación: «Tengo cuarenta años y trabajo en una compañía de valores. Hoy es domingo, fuera está lloviendo a cántaros y yo me estoy dirigiendo a casa a comerme unos crepes». Mientras tanto, me fueron entrando unas ganas locas de comerme unos crepes. Pensándolo bien, desde la mañana no había comido más que una manzana pequeña.
Incluso se me pasó por la cabeza dirigirme a
Denny's
a comerme unos crepes. Recordaba haber visto de camino hacia allí un rótulo de
Denny's
. Estaba a la distancia justa para ir andando. Los crepes de
Denny's
no eran nada excepcional (ni la calidad de la mantequilla, ni el sabor del jarabe estaban a la altura de mis gustos), pero, así y todo, tuve que contenerme. Porque, a decir verdad, a mí también me gustaban los crepes. Sentí cómo se me hacía la boca agua. Sin embargo, hice un rotundo gesto negativo y ahuyenté de mi mente la imagen de los crepes. Abrí la ventana y barrí las nubes de la obsesión. «Los crepes, ya te los comerás más tarde», me dije a mí mismo. «Antes tienes otras cosas más importantes que hacer».
«Debería haberle preguntado a la mujer si su marido tenía algún hobby. Quizá le gustara pintar», pensé.
Luego me corregí a mí mismo: «Pero un hombre a quien le apasiona la pintura hasta el punto de irse de casa abandonando a su familia no se pasa todos los domingos, desde primera hora de la mañana, jugando al golf». ¿Puede alguien imaginarse a Gauguin, a Van Gogh o a Picasso con zapatos de golf, de rodillas sobre la hierba, ante el hoyo número diez, midiendo entusiasmado el ángulo y la distancia? Imposible. El marido desapareció porque sí. Entre los pisos veinticuatro y veintiséis, se topó con algo totalmente impensado (ya que en aquel momento no tenía otros planes más que comerse los crepes). Decidí partir de esa hipótesis.
Volví a sentarme en el sofá y miré el reloj. La una y treinta y dos minutos. Cerré los ojos y me concentré en un punto determinado del cerebro. Y, sin pensar en nada, me abandoné a las arenas movedizas del tiempo. Sin esbozar el menor movimiento dejé que su fluir me transportara. Después abrí los ojos y miré el reloj de pulsera. Las agujas marcaban la una y cincuenta y siete minutos. Se habían esfumado veinticinco. «No está mal», me dije. Una erosión del tiempo nada productiva. No estaba nada mal.
Volví a dirigir los ojos al espejo. Allí se reflejaba mi yo de siempre. Al levantar la mano derecha, la imagen alzó la izquierda. Al levantar la izquierda, alzó la derecha. Cuando hice amago de bajar la derecha y bajé de repente la izquierda, la imagen del espejo hizo amago de bajar la izquierda y bajó de repente la derecha. No había problema. Me levanté del sofá y descendí a pie desde la planta veinticinco hasta el vestíbulo.
A partir de entonces, todos los días, a las once de la mañana, visité las escaleras. El portero ya me conocía (incluso le llevé unos dulces de regalo) y me dejaba entrar y salir libremente del edificio. Recorrí, de ida y de vuelta, unas doscientas veces el tramo de escalera entre las plantas veinticuatro y veintiséis. Cuando me cansaba de andar, me sentaba en el sofá del descansillo, contemplaba el cielo que se veía por la ventana y observaba mi figura reflejada en el espejo. Fui al barbero a cortarme el pelo, lavé toda la ropa y me puse unos calcetines cuyo color combinara con el de los pantalones. Gracias a ello disminuyeron un poco las posibilidades de que alguien me señalara con reprobación por la espalda.
Por más atención que ponía en la búsqueda, no lograba encontrar una sola pista, pero yo no me desanimaba. Encontrar una pista decisiva es algo parecido a domar un animal rebelde. No se consigue así como así. La paciencia y la atención son cualidades importantes en este trabajo. Y también la intuición, por supuesto.
Mientras iba y venía por las escaleras todos los días, descubrí que había varias personas que las utilizaban. No muchas, ciertamente, pero sí unas cuantas que pasaban a diario por el rellano o, al menos, lo utilizaban. Se podía deducir por un envoltorio de caramelo arrojado a los pies del sofá, por una colilla de Marlboro apagada en el cenicero o por un diario ya leído que habían dejado por allí.
Un domingo por la tarde me crucé con un hombre que subía corriendo las escaleras. Era un tipo bajito, de poco más de treinta años y cara seria, que llevaba un chándal verde y unas Asics. Un gran reloj Casio rodeaba su muñeca.
—Buenas tardes —le dije—. ¿Podría hacerle unas preguntas?
—No faltaba más —respondió el hombre y apretó un botón de su reloj. Luego respiró hondo varias veces. Su camiseta Nike estaba empapada de sudor a la altura del pecho.
—¿Sube y baja usted siempre corriendo las escaleras? —le pregunté.
—Subo corriendo. Hasta la planta treinta y dos. Pero, para bajar, utilizo el ascensor. Es peligroso bajar corriendo las escaleras.
—¿Lo hace todos los días?
—No. Como trabajo, dispongo de poco tiempo. Concentro esta actividad en los fines de semana, que es cuando subo y bajo varias veces. Claro que, entre semana, si vuelvo pronto del trabajo también corro.
—¿Vive usted en este edificio?
—Por supuesto —dijo el corredor—. Vivo en la planta diecisiete.
—¿Conoce, por casualidad, al señor Kurumizawa? Vive en el piso veintiséis.
—¿El señor Kurumizawa?
—Un señor con gafas de montura metálica de Armani que trabaja como corredor de bolsa y que sube y baja siempre por las escaleras. Mide un metro setenta y tres de estatura. Tiene cuarenta años.
Tras reflexionar unos instantes, el corredor se acordó.
—¡Ah! ¿Aquel hombre? Sí, lo conozco. Hablamos una vez. Nos cruzamos cuando corro. A veces está sentado en el sofá. Es un hombre que detesta el ascensor y que siempre utiliza las escaleras, ¿no es así?
—Sí. Es él —dije—. Por cierto, aparte del señor Kurumizawa, ¿sabe si hay muchas personas que utilicen a diario las escaleras?
—Sí, las hay —contestó él—. No son muchas, pero en el edificio hay varios asiduos de las escaleras. Hay quien odia los ascensores, ¿sabe? Luego hay otras dos personas, aparte de mí, que corren por las escaleras. Por aquí cerca no hay un buen circuito de
jogging
, así que, a cambio, suben y bajan escaleras. Hay gente que no corre pero que para mantener la salud utiliza las escaleras. Yo diría que éstas se utilizan más que las de la mayoría de los rascacielos. Es que son tan amplias, tan claras y están tan limpias.