Al otro lado de la empalizada había cuatro canguros en total. Un macho, dos hembras y una cría recién nacida. Frente a la empalizada, sólo estábamos mi novia y yo. Para empezar, aquél no era un zoológico que gozara de gran popularidad y, encima, era lunes por la mañana. El número de animales superaba con creces al de los visitantes. No exagero. Era exactamente así, ni más ni menos.
El centro de nuestras miradas era, cómo no, la cría de canguro. ¿Había allí, por casualidad, alguna otra cosa digna de verse?
Hacía un mes que nos habíamos enterado del nacimiento del canguro por la edición local del periódico. Y durante todo el mes habíamos estado aguardando pacientemente la mañana propicia para ir a visitarlo. Sin embargo, la ocasión no acababa de presentarse. Una mañana llovía. Y la mañana siguiente, como era de esperar, también. Y la otra, el suelo estaba embarrado, y durante los dos días siguientes soplaba un viento de espanto. Una mañana a mi novia le dolía una muela; y otra era yo quien tenía que ir al ayuntamiento. Con ello no pretendo decir nada del otro mundo. Pero, si se me permite postularlo, la vida es así.
Y, de ese modo, transcurrió todo un mes. Porque un mes, en verdad, pasa en un abrir y cerrar de ojos. No logro recordar qué diablos estuve haciendo durante todo ese tiempo. Me da la impresión de que hice muchas cosas y, a la vez, de que no hice nada. Yo no me di cuenta de que había transcurrido hasta que el mes llegó a su fin y vino el cobrador del periódico.
Sí, en efecto. La vida es así.
Pese a todo, finalmente llegó el día de ir a ver al canguro. Nos despertamos a las seis de la mañana, descorrimos las cortinas y, al instante, descubrimos y comprobamos que aquélla era la mañana ideal para los canguros. Nos lavamos la cara a toda prisa, desayunamos, dimos de comer al gato, hicimos la colada, nos pusimos un sombrero para protegernos del sol y salimos de casa.
—Oye, la cría de canguro todavía debe de estar viva, ¿verdad? —me preguntó mi novia en el tren.
—Pues claro. No ha salido ningún artículo diciendo que haya muerto. Si hubiese muerto, lo habríamos leído en alguna parte.
—Sin ir tan lejos, puede que esté enferma y que se la hayan llevado a algún hospital.
—Eso también habría salido en el periódico, seguro.
—O puede que esté neurótica y que se haya escondido en algún rincón.
—¿La cría?
—¡No, hombre, no! ¡La madre! Que haya sufrido un gran trauma y que se haya recluido en el rincón más oscuro de la guarida llevándose consigo al bebé.
Las mujeres, en verdad, tienen una gran capacidad a la hora de hacer suposiciones, me admiré yo. ¡Un trauma! ¿Qué tipo de trauma podía sufrir un canguro?
—Es que, ¿sabes?, a mí me da la impresión de que si me pierdo esta oportunidad, ya no podré volver a ver jamás una cría de canguro.
—No, quizá no.
—Porque, ¿has visto tú alguna vez una cría de canguro?
—No, nunca.
—¿Y crees que volverás a ver otra en el futuro?
—Pues, ¡quién sabe! Ni idea.
—¿Ves? Por eso estoy preocupada.
—Sí, de acuerdo —argumenté yo—. Es posible que tengas razón. Pero tampoco he presenciado nunca el nacimiento de una jirafa, ni he visto nadar una ballena. ¿Por qué tanto revuelo por una cría de canguro, precisamente?
—¡Qué cosas preguntas! —dijo ella—. Pues porque se trata de un bebé canguro. No es lo mismo.
Me di por vencido y me puse a mirar el periódico. Jamás en toda mi vida he logrado derrotar a una mujer en una discusión.
La cría de canguro estaba viva, por supuesto. Ella (o él) era mucho más grande que en la fotograba del periódico y correteaba con brío por el interior de la empalizada. Más que un bebé era ya un canguro de pequeño tamaño. Este hecho decepcionó un poco a mi novia.
—Pero si ya no parece una cría.
—Sí lo parece —la consolé.
—Deberíamos haber venido antes.
Rodeé con el brazo su cintura, le di unas cariñosas palmaditas. Ella arqueó el cuello. Deseaba consolarla. Por el hecho de que el canguro hubiese crecido tanto. Claro que, por más que la consolara, lo cierto era que el canguro había crecido. Así que no dije nada.
Me dirigí al quiosco de los helados, compré dos de chocolate y, cuando regresé junto a ella, seguía apoyada en la empalizada con los ojos clavados en los canguros.
—Ya no es una cría —repetía ella.
—¿Ah, no? —repuse tendiéndole un helado.
—No. Porque si fuera una cría, estaría dentro de la bolsa de la barriga de su madre.
Asentí y le di un lametón al helado.
—Y no lo está.
Buscamos a la madre con la mirada. Al padre no nos costó descubrirlo. Era el más grande, el más tranquilo. Estaba absorto en la contemplación de las hojas verdes del cajón de la comida con un semblante que hacía pensar en un compositor de talento marchito. Las otras dos eran hembras, ambas de una complexión corporal semejante, de un color similar y de cara parecida. Cualquiera de las dos podía ser la madre del canguro pequeñín.
—Pero una de ellas es la madre y la otra no lo es —dije yo.
—Sí.
—Entonces, si la otra no es la madre, ¿qué diablos es?
Ella me respondió que no lo sabía.
Ajena a todo, la cría correteaba por el suelo, abriendo agujeros con las patas delanteras, aquí y allá, sin motivo aparente. Ella/él parecía desconocer el aburrimiento. Daba vueltas alrededor de su padre, mordisqueaba la hierba verde, excavaba en el suelo, importunaba a las dos hembras, se tendía en el suelo, volvía a incorporarse, empezaba a correr.
—¿Por qué deben de dar los canguros saltos tan rápidos? —me preguntó mi novia.
—Para huir de sus enemigos.
—¿Enemigos? ¿Qué enemigos?
—Los seres humanos —dije—. Los seres humanos matan a los canguros con
boomerangs
y, luego, se los comen.
—¿Y por qué los bebés se meten en la barriga de su madre?
—Para poder escapar juntos. Porque las crías no pueden saltar tan rápido.
—Qué protegidos están, ¿verdad?
—Sí —dije—. Las crías siempre lo están.
—¿Y durante cuánto tiempo las protegen?
Debería haberme leído todo lo que la enciclopedia ilustrada de animales decía sobre los canguros. Porque ese aluvión de preguntas era previsible.
—Un mes o dos, diría yo.
—Pero, entonces, esta cría sólo tiene un mes —dijo ella señalando el pequeño canguro—. Así que debería estar metida en la bolsa de su madre.
—Pues, sí —reconocí—. Tal vez.
—Oye, eso de ir metido dentro de la bolsa debe de ser fantástico, ¿no crees?
—Sí, claro.
El sol estaba ya muy alto. Desde una piscina cercana llegaba el alegre griterío de los niños. En el cielo flotaban unas nubes veraniegas de contornos recortados.
—¿Te apetece comer algo? —le pregunté.
—Un perrito caliente —dijo ella—. Y una Coca-Cola.
El puesto de perritos calientes lo llevaba un joven estudiante que trabajaba a tiempo parcial y que tenía dentro de aquel tenderete con forma de furgoneta un enorme radiocasete. Stevie Wonder y Billy Joel me amenizaron la espera mientras el perrito caliente se asaba a la plancha.
—¡Mira! —me dijo ella cuando volví a la empalizada, entonces señaló a una de las hembras—: ¡Mira! Se ha metido dentro de la bolsa.
Efectivamente, la cría se había escondido dentro de la bolsa de la que (cabe suponer) era su madre. La bolsa de la barriga aparecía grande e hinchada y sólo asomaban unas orejitas erguidas y la punta de la cola. Era una imagen maravillosa. Valía la pena haber venido a verla.
—Debe de pesar mucho, ¿no? Ahí dentro metido.
—No te preocupes. Los canguros son muy fuertes.
—¿De verdad?
—Pues, claro. Por eso han sobrevivido hasta hoy.
Bajo los ardientes rayos del sol, la madre no parecía sudar en absoluto. Como si estuviera fumándose un pitillo en una cafetería después de haber hecho la compra en un supermercado de Aoyama a primeras horas de la tarde.
—Está bien protegido, ¿verdad?
—Sí.
—¿Crees que el bebé estará dormido?
—Pues, tal vez.
Nos comimos el perrito caliente, nos bebimos la Coca-Cola y dejamos atrás la empalizada de los canguros.
Cuando nos fuimos, el padre canguro seguía buscando la nota musical perdida dentro del cajón de comida. La madre canguro con la cría, convertidas en una, se habían abandonado al discurrir del tiempo, y la canguro misteriosa brincaba dentro de la empalizada como si quisiera poner su cola a prueba.
Parecía que iba a hacer calor, por primera vez después de varios días.
—Oye, ¿nos tomamos una cerveza por ahí? —sugirió ella.
—¡Vale! —dije yo.
Al pie de la angosta escalera nacía un largo corredor que se extendía en línea recta hasta el infinito. Era muy largo. Debido a la exagerada altura del techo, parecía, más que un corredor, un canal de desagüe desecado. No tenía ningún adorno. Era un simple lugar de paso. Únicamente eso. Aquí y allá había instalados unos polvorientos y ennegrecidos fluorescentes cuya luz languidecía, incierta, como si para llegar hasta allá hubiera tenido que pasar por experiencias amargas. Además, uno de cada tres fluorescentes estaba fundido. Yo ni siquiera alcanzaba a verme la palma de la mano. Reinaba un profundo silencio. Sólo se oían las pisadas extrañamente monótonas de la suela de goma de mis zapatillas de deporte sobre el suelo de hormigón.
Tal vez recorriera doscientos metros, o tal vez trescientos. No, qué va, al menos recorrí un kilómetro. Me limitaba a dar un paso tras otro, sin pensar en nada. Allí no existían ni la distancia ni el tiempo. Acabé perdiendo la noción de que avanzaba. Aunque, sin duda, seguía hacia delante. Y de pronto me encontré plantado ante el fondo del pasillo, de donde salían dos ramales, uno hacia la izquierda y otro hacia la derecha.
¿El fondo del pasillo?
Me saqué del bolsillo de la americana una arrugada postal y la releí despacio.
—Tú sigue recto por el pasillo. Al fondo encontrarás una puerta.
Eso ponía en la postal. Estudié detenidamente la pared del fondo, pero allí no había ninguna puerta. Ni señales de que hubiera existido alguna puerta con anterioridad, ni perspectivas de que fuera a abrirse una en el futuro. Sólo había una pared de hormigón desnuda, sin nada que mostrar aparte de las características específicas que tienen de por sí las paredes de hormigón. Ni puertas metafísicas, ni puertas simbólicas, ni puertas metafóricas. Nada. Pasé la palma de la mano por encima. Sólo hallé una pared lisa y desnuda.
Debía de haber algún error.
Apoyado en la pared de hormigón me fumé un cigarrillo. ¿Qué tenía que hacer yo? ¿Seguir hacia delante o retroceder?
Aunque, a decir verdad, mis dudas no eran propiamente dudas. Porque lo cierto era que no tenía otra salida que seguir adelante. Estaba más que harto de mi vida miserable. Harto de los plazos, de la asignación a mi ex mujer, de mi pequeño apartamento, de las cucarachas en la bañera, del metro a las horas punta. Harto de todo. Por fin había encontrado un buen trabajo. Cómodo y con un sueldo que hacía saltar los ojos fuera de las órbitas. Dos pagas extras anuales, unas largas vacaciones de verano. No iba a darme por vencido a la primera sólo porque no podía hallar una puerta. Si no la encontraba en ese momento, iría a donde fuera necesario hasta que apareciera.
Me saqué una moneda de diez yenes del bolsillo, la arrojé al aire y la recogí con el dorso de la mano. «Cara». Tomé el ramal de la derecha.
El corredor giraba dos veces a la derecha, una a la izquierda, bajaba diez peldaños y volvía a girar a la derecha. El aire era tan frío que parecía gelatina de café y poseía una densidad extraña. Pensé en mi paga, pensé en una agradable oficina con aire acondicionado. Era bueno tener un trabajo. Apreté el paso y avancé, más y más, por el pasillo.
Pronto vislumbré una puerta a lo lejos. Vista desde aquella distancia parecía un sello desgastado por el uso, pero, conforme iba acercándome, fue adquiriendo la apariencia de una puerta, hasta que finalmente me encontré ante ella.
Tras carraspear una vez, llamé con suavidad a la puerta, di un paso hacia atrás y esperé una respuesta. Pasaron quince segundos, pero no sucedió nada. Volví a llamar, esta vez un poco más fuerte, y retrocedí otro paso. Tampoco sucedió nada.
A mi alrededor, el aire empezó a condensarse lentamente.
Presa de la inquietud, me disponía a dar un paso hacia delante y llamar por tercera vez cuando la puerta se abrió sin hacer ruido. Se abrió con una naturalidad absoluta, como empujada por una ráfaga de viento, aunque, por supuesto, no se había abierto sola. Se oyó el chasquido del interruptor de la luz y un hombre apareció ante mis ojos.
El hombre debía de tener unos veinticinco años y era unos cinco centímetros más bajo que yo. El agua aún le goteaba del pelo recién lavado y su cuerpo desnudo estaba envuelto en un albornoz de color marrón. Tenía las piernas sorprendentemente blancas y debía de calzar un treinta y cinco de pie. Las facciones de su rostro eran tan poco pronunciadas como las de un álbum de prácticas de dibujo, pero las comisuras de los labios se le curvaban ligeramente en una sonrisa de disculpa. No parecía mala persona.
—Perdone, pero es que estaba en el baño, ¿sabe? —dijo el hombre.
—¿En el baño? —pregunté y, en un acto reflejo, miré mi reloj de pulsera
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—Son las normas. Aquí tenemos que bañarnos siempre después del almuerzo.
—¡Ah! Comprendo —dije.
—¿En qué puedo servirle?
Me saqué la postal del bolsillo y se la entregué. El hombre la sujetó con las puntas de los dedos para no mojarla y la leyó varias veces.
—Me he retrasado cinco minutos. Lo siento —me disculpé yo.
—¡Humm! ¡Humm! —El hombre leyó la postal asintiendo y luego me la devolvió—. Así que va a trabajar usted aquí.
—Sí, en efecto.
—No sabía que hubieran contratado a un nuevo empleado. En fin, voy a anunciarle a mi superior. Mi trabajo consiste únicamente en abrir la puerta y anunciar a la gente.
—Muchas gracias.
—Por cierto, ¿podría darme la contraseña?
—¿La contraseña? —repuse yo.
—¿No la conoce?
Desconcertado, sacudí la cabeza.
—No recuerdo que me hayan hablado de ella.
—¡Vaya por Dios! Tengo órdenes estrictas de mi superior de no dejar pasar a nadie que desconozca la contraseña.