Sauce ciego, mujer dormida (14 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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Los días fueron deslizándose de forma lenta pero certera. Ninguno de ellos poseía una particularidad especial que permitiera diferenciarlo de otro. Cualquiera podría haberse intercambiado con el siguiente sin problemas. Tal vez ni lo hubiéramos notado. El sol ascendía por el este y se ponía por el oeste, los helicópteros verdes volaban a baja altura, yo bebía litros de cerveza y nadaba cuanto quería.

La tarde antes de abandonar el hotel fui a tomar mi último baño. Mi mujer estaba durmiendo la siesta, así que me dirigí solo a la playa. Como era sábado, estaba un poco más concurrida de lo normal. Unos soldados con el pelo cortado a cepillo jugaban a voleibol. Estaban muy bronceados y todos lucían tatuajes en los brazos. Los niños hacían castillos de arena junto al agua. De cuando en cuando, una ola grande rompía en la orilla y los niños chillaban excitados o se quejaban. Había muchas familias, pocos nadadores dentro del agua. Encima de las boyas no se veía a nadie. El sol había llegado a su cénit, la arena estaba caliente, no había ni una nube flotando en el cielo. Las agujas del reloj ya habían sobrepasado las dos, pero la madre y el hijo aún no habían aparecido.

Me metí en el mar, caminé hasta que el agua me llegó a la altura del pecho y, luego, empecé a nadar a crol hacia la boya que se encontraba a mi izquierda. Nadaba despacio, contando las brazadas, percibiendo en la palma de la mano la resistencia del agua. Sentía su agradable frescor en la piel tostada por el sol. Mientras nadaba en aquella agua transparente veía mi sombra recortada en el fondo arenoso del mar y me sentía como un pájaro surcando el cielo. Cuando hube contado cuarenta brazadas, alcé el rostro y vi la boya ante mis ojos. Justo diez brazadas más y alcancé a tocar el costado con la mano derecha. Como siempre. Permanecí unos instantes flotando, acompasando la respiración, y, después, me agarré a la escalera y subí a la boya.

La boya tenía una visitante inesperada. Una americana rubia, increíblemente gorda. Al mirar desde la playa me había parecido que no había nadie, pero quizá la mujer hubiera subido a la boya mientras yo estaba nadando. Llevaba un pequeño biquini y estaba tumbada boca abajo. Su ondulante biquini rojo me recordó las banderas que los campesinos ponen en los campos avisando de que acaban de esparcir pesticidas. Estaba tan rolliza que el biquini parecía diminuto. Su piel blanca aún no estaba bronceada. No debía de hacer mucho tiempo que había llegado.

Cuando subí a la boya chorreando agua, ella levantó los ojos, me dirigió una breve mirada y volvió a cerrarlos. Yo me senté en el lado opuesto al que estaba tendida la mujer, metí los pies en el agua y contemplé el paisaje.

Bajo las palmeras todavía no se distinguían las siluetas de la madre y del hijo. Ni debajo de las palmeras ni en ningún otro lugar. Porque, estuvieran en el rincón de la playa en el que estuviesen, el cegador destello de la silla de ruedas metálica brillando al sol los habría delatado. Era imposible no verlos. Su ausencia me producía desasosiego. De pronto sentí que me faltaba algo. Día tras día, a las dos de la tarde, habían venido a la playa. Tal vez hubieran dejado el hotel y hubiesen vuelto al lugar —donde quiera que éste se encontrara— de donde procedían. Sin embargo, poco antes, cuando los había visto en el comedor a la hora del almuerzo, no me habían causado esa impresión. Como era habitual, los dos habían comido el menú del día con gran parsimonia y, después, habían tomado café sin intercambiar una palabra.

Me tumbé boca abajo, como la mujer, y permanecí unos diez minutos tostándome al sol mientras oía cómo las pequeñas olas rompían contra la boya. Noté cómo el agua que se me había metido en los oídos iba calentándose, poco a poco, a la luz del sol.

—¡Uf! ¡Qué calor! —me dijo la mujer desde el extremo opuesto. Su voz era aguda, un poco dulzona.

—Pues sí —repuse yo.

—¿Tienes hora?

—No llevo reloj, pero serán las dos y treinta, tal vez y cuarenta.

—¡Ah! —dijo la mujer sin demasiado entusiasmo. Lanzó una especie de suspiro. Aquella hora no parecía gustarle demasiado. O tal vez le diera igual.

Su cuerpo estaba tan lleno de gotitas de sudor como moscas habría en una torta de miel. Una curva de grasa nacía debajo de sus orejas, seguía en suave declive hasta sus hombros y moría en sus rollizos brazos. Apenas se le marcaban los tobillos y las muñecas. Al mirarla, no podías evitar acordarte del muñeco del anuncio de Michelin. Pero su gordura no ofrecía una impresión mórbida. Y sus facciones no eran feas. Sólo que estaba demasiado gorda. Debía de tener unos treinta y cinco años.

—¿Hace siempre tanto calor?

—Pues sí, más o menos. Claro que a veces llueve —contesté.

—¿Llevas mucho tiempo aquí? Es que estás muy moreno.

—Nueve días.

—Pues te ha cogido el sol de lo lindo —comentó ella admirada—. ¡Qué barbaridad!

En vez de responder, solté un pequeño carraspeo. El agua de los oídos hizo una especie de ruido gutural.

—Me alojo en el hotel del ejército —dijo.

Lo conocía. Estaba en un paraje un poco apartado de la playa.

—Es que mi hermano es oficial de la Marina y me dijo que me viniera aquí. Eso de ser
marine
no está nada mal, ¿sabes? No se mueren de hambre, desde luego. Y disponen de muchas instalaciones. Vamos, que tiene sus ventajas. Cuando yo estudiaba, estábamos en plena guerra del Vietnam y todo era muy diferente. Entonces te daba vergüenza decir que tenías un pariente en el ejército. Pero ahora las cosas han cambiado mucho.

Hice un vago gesto de asentimiento.

—Pues, mira, hablando de
marines
, mi ex marido también lo era. Él estaba en aviación. Era piloto. Estuvo dos años en Vietnam y, luego, empezó a trabajar para la United Airlines. En aquella época, yo era azafata. Así nos conocimos los dos. Y nos casamos en… A ver… Pues, sería en el setenta y tantos. De eso hará unos seis años. La típica historia, vamos.

—¿La típica historia?

—Pues sí. El personal de las compañías aéreas tiene unos horarios rarísimos, así que siempre acaban relacionándose entre sí. Porque ni sus horarios ni su estilo de vida tienen nada que ver con los de la demás gente. Al casarme dejé el trabajo y, entonces, mi marido se buscó otra azafata y se casó con ella. Eso también pasa mucho.

Decidí cambiar de tema.

—¿Dónde vives?

—En Los Ángeles —contestó—. ¿Has estado alguna vez en Los Ángeles?

—No —respondí.

—Yo nací allí. Luego a mi padre lo trasladaron a Salt Lake City. ¿Has estado alguna vez en Salt Lake City?

—No —dije.

—Pues no te recomiendo que vayas.

Al decirlo sacudió la cabeza. Luego se secó el sudor del rostro con la palma de la mano.

Me sorprendió que hubiera sido azafata. Hasta entonces, nunca había visto una azafata tan rolliza. Las había visto tan musculosas como los que practican lucha libre. Y también con los brazos como troncos y una sombra de vello sobre el labio superior. Pero una azafata tan gorda, hasta allí podíamos llegar. Quizás United Airlines no concediera gran importancia al peso de sus azafatas. O quizás ella no estuviera tan gorda en aquella época.

—¿Y tú dónde te alojas? —me preguntó.

Le señalé mi hotel.

—¿Has venido solo?

Le expliqué que estaba de vacaciones con mi mujer.

—¿De viaje de novios?

Le respondí que no. Que hacía ya seis años que nos habíamos casado.

—¡Caramba! —dijo asombrada—. Pues no pareces tan mayor.

Dirigí la mirada hacia la playa. La madre y el hijo de la silla de ruedas seguían sin aparecer. Los soldados continuaban jugando a voleibol. Desde su torre, el socorrista escudriñaba algo con unos grandes gemelos. Poco después aparecieron por el lado de alta mar dos grandes helicópteros del ejército que, como si fueran mensajeros de una tragedia griega portadores de noticias funestas, pasaron solemnemente tronando por encima de nuestras cabezas y desaparecieron tierra adentro. Mientras tanto, nosotros permanecimos en silencio, con los ojos alzados hacia los fuselajes verde oliva.

—Desde allá arriba, a lo mejor piensan que nos lo estamos pasando muy bien y que somos la mar de felices, ¿no crees? —dijo—. Tumbados sobre la boya, tomando tranquilamente el sol, sin ningún problema, sin ninguna preocupación.

—Sí, tal vez —dije.

—Cuando te las miras desde muy arriba, casi todas las cosas te parecen bonitas —dijo ella. Luego volvió a tenderse boca abajo y cerró los ojos con pereza.

El tiempo transcurrió en silencio. Decidí que aquélla era la ocasión idónea para marcharme y me incorporé. Le dije que debía regresar a la playa. Me zambullí en el agua y nadé hacia la orilla. A medio camino dejé de nadar, me quedé flotando en el agua y me puse de cara a la boya. Ella estaba mirando hacia donde yo me encontraba y me saludó agitando la mano. Yo también sacudí la mano ligeramente. Desde lejos, la mujer recordaba un delfín. Parecía que le hubieran salido aletas y que estuviera a punto de sumergirse en el mar de donde había venido.

Volví a la habitación del hotel, hice una pequeña siesta y, al anochecer, me dirigí como siempre al comedor con mi mujer y cenamos. La madre y el hijo tampoco se hallaban allí. Después de cenar, cuando regresamos a nuestro cuarto, la puerta de su habitación, en contra de la costumbre, estaba cerrada a cal y canto. A través del cristal esmerilado de la pequeña ventana interior se apreciaba que la luz de la habitación estaba encendida, pero eso no quería decir que madre e hijo estuviesen dentro.

—Esos dos deben de haberse ido —le dije a mi mujer—. Hoy no estaban en la playa y tampoco han aparecido por el comedor.

—Todo el mundo se va de aquí antes o después —repuso ella—. Nadie puede seguir llevando esta vida indefinidamente.

—Sí, claro —asentí. Pero yo no estaba muy convencido. Porque era incapaz de situar la imagen de la madre y del hijo en otra parte.

Hicimos los preparativos de la vuelta. Metimos nuestras cosas en un par de maletas y, en cuanto las depositamos a los pies de la cama, la habitación adquirió de pronto un aire frío y ajeno. Nuestras vacaciones estaban a punto de terminar.

Cuando me desperté, las agujas del reloj de viaje que estaba a la cabecera de la cama marcaban la una y veinte. No sé por qué, pero el corazón me palpitaba con furia. Latía con una violencia que no había experimentado jamás. Salté de la cama, me senté con las piernas cruzadas sobre la alfombra y respiré hondo repetidas veces. Luego contuve la respiración, relajé los hombros, estiré la espalda, me concentré en un punto alrededor del ombligo. Después volví a respirar hondo unas cuantas veces más y, poco a poco, logré acompasar los latidos de mi corazón. Pensé que tal vez había nadado demasiado durante el día. O que quizás hubiera tomado demasiado el sol. Me puse en pie e inspeccioné la habitación con la mirada. A los pies de la cama había dos maletas sigilosamente agazapadas como un animal. «¡Ah, claro! Mañana nos vamos», me dije. A la blanca luz de la luna que penetraba por la ventana vi a mi mujer profundamente dormida. Apenas se advertía su respiración, parecía que estuviese muerta. Ella duerme así a veces. Poco después de casados, al verla dormir, en ocasiones me había sentido inquieto y me había preguntado si estaría muerta. Pero no. Sólo dormía profundamente. Me quité el pijama anegado en sudor y me puse una camisa y unos pantalones cortos limpios. Luego me metí en el bolsillo una pequeña botella de Wild Turkey que estaba encima de la mesa y, con sigilo para no despertar a mi mujer, salí de la habitación. El aire de la noche era fresco y olía a vegetación húmeda. La luz de la luna llena confería al mundo un tinte extraño, diferente al diurno. Igual que cuando miras a través de un filtro de colores, ciertas cosas adquirían una tonalidad más viva que la real, otras perdían su colorido como si formaran parte de un cadáver.

No tenía sueño. Mi conciencia estaba tan despejada que parecía no haber conocido jamás el sueño. A mí alrededor reinaba un silencio sepulcral. No soplaba el viento. No se oía el zumbido de los insectos, no se oía tampoco el grito de ninguna ave nocturna. El único sonido que llegaba a mis oídos era el rumor de las olas, e incluso éste era tan tenue que tenías que aguzar el oído para sentirlo.

Rodeé el edificio despacio, tomándome mi tiempo, y luego crucé el césped. Bajo la luz de la luna, el jardín circular parecía un estanque helado. Yo avanzaba en silencio extremando las precauciones para no quebrar el hielo. Más allá del jardín de césped había una estrecha escalera de piedra y, arriba, un bar de estilo tropical. Cada día, antes de cenar, yo solía tomarme allí un vodka con tónica. Pero a aquellas horas el bar estaba cerrado, como es lógico. La barra, una glorieta, tenía bajadas las persianas de madera y, a su alrededor, había desperdigadas una docena de mesas redondas. Los tiesos parasoles cerrados sobre las mesas recordaban las alas de un dragón.

El joven de la silla de ruedas estaba acodado en una de las mesas contemplando, él solo, el mar. El metal de la silla de ruedas brillaba a la luz de la luna con un destello pálido y helado. De lejos parecía una máquina de una precisión especial, dispuesta para las más altas y oscuras horas de la noche.

Era la primera vez que lo veía solo. Me había acostumbrado a concebir como una unidad la figura del joven y, detrás, la madre empujando la silla de ruedas. Así que me causó una extraña sensación encontrármelo solo. Tanto que casi me pareció una grosería improcedente observarlo de aquella forma. Llevaba una camisa hawaiana de tonalidades naranja, que ya le había visto antes, y unos pantalones blancos de algodón. Y, sin moverse un ápice, siempre en idéntica posición, mantenía la vista clavada en el mar.

Me quedé inmóvil, sin saber si debía dirigirle la palabra. Mientras dudaba, él pareció advertir mi presencia, se volvió y miró hacia donde yo me encontraba. Al descubrirme, me dirigió un pequeño gesto de saludo.

—Buenas noches —le dije.

—Buenas noches. —Me devolvió el saludo en voz baja. Era la primera vez que oía su voz. Exceptuando un leve eco somnoliento, era una voz normal y corriente. Ni aguda ni grave.

—¿Dando un paseo nocturno? —me preguntó.

—Es que no puedo dormir —contesté.

Me recorrió con la mirada de los pies a la cabeza. Luego esbozó una pálida sonrisa.

—Yo tampoco —dijo—. ¿Le apetece sentarse?

Dudé unos instantes, pero al final asentí y tomé asiento a su mesa. Extendí una tumbona y me senté frente a él. Volví los ojos en la misma dirección hacia la que él había estado mirando unos instantes antes. En el extremo de la playa se extendían, como un pan ácimo partido por la mitad, las dentadas rocas del acantilado adonde iban a morir, a intervalos regulares, unas pequeñas olas. Unas olas tan graciosas y ordenadas como medidas con regla. No había mucho más adonde mirar.

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