Izumi y yo vivíamos en una casita que habíamos alquilado en una pequeña isla griega. Era temporada baja y, además, aquélla era una isla muy poco frecuentada por los turistas, así que el alquiler era bajo. Antes de llegar a la isla, ni Izumi ni yo habíamos oído su nombre. La isla estaba tan cerca de la frontera con Turquía que los días despejados se vislumbraban en el horizonte las azules montañas del territorio turco. Los griegos bromeaban diciendo que cuando el viento soplaba con fuerza llegaba el olor a
kebab
. Pero teníamos Asia Menor tan a la vista que aquello ni siquiera parecía una broma. De hecho, la costa turca se encontraba más cerca que cualquier otra isla griega.
En la plaza del puerto se levantaba la estatua de un héroe de las luchas por la Independencia. El héroe, sumándose a la insurrección que se extendía en aquellos momentos por Grecia, encabezó una valiente rebelión contra el ejército turco que ocupaba la isla, pero fue apresado y condenado a morir empalado. Los turcos plantaron una afilada estaca en la plaza del puerto, desnudaron al infortunado héroe y lo clavaron en su punta. Impelida por el peso del cuerpo, la estaca fue introduciéndose por el ano hasta llegar a la boca del héroe, lentamente, por lo que éste tardó mucho en morir. La estatua estaba emplazada justo en el lugar donde, al parecer, clavaron la estaca. En la época en que la fundieron, debió de ser una majestuosa e imponente estatua de bronce, pero por entonces, a causa de la inevitable erosión causada por el aire del mar, por el polvo y los excrementos de gaviota, más el paso del tiempo, apenas podían distinguirse sus facciones. Ninguno de los habitantes de la isla prestaba la menor atención a la sucia y arruinada estatua de bronce y a ella, por su parte, parecía importarle ya muy poco lo que sería de la isla, de la patria y del mundo. Nosotros tomábamos café o cerveza en la terraza de la cafetería que estaba delante de la estatua y solíamos matar el tiempo contemplando el puerto, los barcos, las gaviotas o la cordillera turca que se extendía a lo lejos. Aquél era, literalmente, el fin de Europa. Allí soplaba el viento del fin del mundo, se alzaban las olas del fin del mundo, flotaba el aroma del fin del mundo. Te gustara o no, así era el fin de un mundo. El lugar estaba teñido por los colores del inmovilismo y era imposible escapar de ellos. A mí me daba la sensación de estar siendo absorbido, en silencio, hacia el territorio de un cuerpo extraño. Una cosa ajena que se hallaba más allá del fin, vaga, extrañamente amable. Y la huella de aquel cuerpo extraño se apreciaba en los rostros de la gente del puerto, en sus miradas y en su piel. A veces no lograba hacerme a la idea de que yo también formaba parte de aquel lugar.
Por más que recorriera con los ojos el paisaje que me rodeaba, por más que respirara su aire, no podía ligarlo orgánicamente a mí. Y yo pensaba: «¿Qué diablos estoy haciendo en un sitio como éste?».
Dos meses atrás, yo vivía con mi esposa y con mi hijo de casi cuatro años en un apartamento de tres habitaciones de Unoki. El piso no era muy grande, pero era confortable. Constaba de nuestro dormitorio, un cuarto para el niño y una habitación que yo utilizaba como estudio. La vista era fabulosa, el lugar tranquilo. Los fines de semana íbamos los tres a pasear por las orillas del río Tone. En primavera, los cerezos florecían en sus riberas. Montaba al niño en la bicicleta y nos íbamos a ver los entrenamientos del equipo B de los Kyojin
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.
Yo trabajaba en una empresa de tamaño medio especializada en el diseño y la maquetación de libros y revistas. Por más que hiciera de diseñador, mi trabajo, en sí mismo, era más bien técnico y estaba desprovisto de la brillantez y creatividad que se le supone, pero a mí me gustaba mucho. No quiero decir con ello que no tuviera ninguna queja y que me divirtiera siempre. Solía tener más trabajo del que podía hacer y varias noches al mes me las pasaba trabajando sin poder dormir. Algunas de las tareas que realizaba eran aburridas. Con todo, en mi lugar de trabajo yo gozaba de una relativa paz y libertad. Llevaba mucho tiempo en la empresa y, por lo tanto, dentro de ciertos límites, podía escoger los proyectos de los que encargarme y expresar mi opinión. No tenía ni jefes odiosos ni compañeros desagradables. El sueldo no estaba mal. Por lo tanto, de no haber ocurrido nada, probablemente hubiera seguido trabajando en aquel lugar de forma indefinida. Y, al igual que el río Moldau (o, hablando con propiedad, al igual que las aguas del río Moldau del que aquéllas toman su nombre), mi vida habría ido fluyendo inexorablemente hacia el mar.
Izumi era diez años menor que yo. Nos conocimos en una reunión de trabajo. Desde el primer instante quedamos prendados el uno del otro. En esta vida pasa a veces, aunque muy pocas. Nos vimos en tres o cuatro ocasiones, siempre por cuestiones laborales. Yo fui a su empresa, ella vino a la mía. Por más que diga que nos vimos, nunca fue por mucho tiempo, tampoco estuvimos nunca a solas. Ni tocamos ningún tema personal. Pero, cuando terminó el trabajo, me embargó una profunda tristeza. Me sentí como si me hubieran arrebatado de forma injusta algo que me era imprescindible. Era un sentimiento que hacía mucho tiempo que no experimentaba. Posiblemente a Izumi le ocurriera lo mismo. Una semana después, ella me llamó a la empresa por un asunto laboral sin importancia. Charlamos un rato. Yo bromeé y ella se rió. Y la invité a tomar una copa. Fuimos a un pequeño bar y charlamos mientras tomábamos algo. Casi no recuerdo de qué hablamos en aquella ocasión. Pero los temas de conversación fueron surgiendo, uno tras otro, con una facilidad asombrosa. Cualquier tema nos parecía interesante, hubiéramos podido seguir conversando hasta la eternidad. Yo entendía con una claridad meridiana lo que ella quería decirme y, aquello que yo nunca había logrado explicar bien a los demás, a ella se lo podía transmitir con una precisión pasmosa. Ambos estábamos casados, ninguno de los dos nos sentíamos especialmente insatisfechos con nuestra vida matrimonial. Ambos queríamos a nuestros cónyuges y los respetábamos. Sé por experiencia que, en la vida, sólo en contadísimas ocasiones encontramos a alguien a quien podamos transmitir nuestro estado de ánimo con exactitud, alguien con quien podamos comunicarnos a la perfección. Es casi un milagro, o una suerte inesperada, hallar a esa persona. Seguro que muchos mueren sin haberla encontrado jamás. Y, probablemente, no tenga relación alguna con lo que se suele entender por amor. Yo diría que se trata, más bien, de un estado de entendimiento mutuo cercano a la empatía.
Luego, Izumi y yo volvimos a vernos, tomamos una copa, hablamos. Su marido solía regresar tarde a casa por cuestiones de trabajo, así que ella podía disponer de su tiempo con una relativa libertad. Cuando hablábamos, las horas se nos pasaban en un santiamén. A menudo, al mirar el reloj, nos dábamos cuenta con sobresalto de que se acercaba la hora del último tren. Siempre me costaba dejarla. Hubiese querido hablar más, y a ella le sucedía lo mismo.
Después nos acostamos. Sucedió con la mayor naturalidad del mundo, sin que ninguno de los dos lo propusiera. Tanto para ella como para mí era la primera relación sexual que manteníamos fuera del matrimonio. Pero no nos sentimos culpables por ello. Porque necesitábamos hacerlo. Desnudarla, acariciarla, abrazarla, penetrar en ella y eyacular era una parte más de nuestras conversaciones. Era tan natural que, si bien no tuvimos sentimiento de culpabilidad, tampoco nos produjo un placer carnal de aquellos que desgarran el corazón. Era un acto tranquilo, agradable y sencillo. Lo más maravilloso eran las conversaciones que manteníamos apaciblemente en la cama después de hacer el amor. Eran unos momentos inapreciables. Entre las sábanas, abrazaba su cuerpo desnudo, ella se acurrucaba entre mis brazos y, en una voz tan queda que sólo nosotros podíamos oír, hablábamos de cosas que únicamente nosotros entendíamos.
Nos veíamos siempre que teníamos ocasión. Quedábamos, tomábamos una copa, hablábamos y, si nos sobraba tiempo, nos acostábamos y, si no, nos despedíamos. Tanto nos daba una cosa como la otra. Sorprendentemente (o quizá no lo sea en absoluto), estábamos convencidos de que era posible mantener esa situación de forma indefinida. Es decir, que creíamos que nuestro matrimonio era nuestro matrimonio y que la relación entre ella y yo podía existir de una manera paralela, sin que se produjeran interferencias entre ambas circunstancias. Porque nosotros estábamos convencidos de que nuestra relación no iba a influir en nuestra vida matrimonial. Cierto que manteníamos relaciones sexuales, pero ¿qué daño hacíamos a los demás con ello? Cierto que cada noche que veía a Izumi llegaba tarde a casa y tenía que mentirle a mi mujer y eso me hacía sentir culpable. Pero, en realidad, nosotros no traicionábamos a nadie. La relación entre Izumi y yo, si se me permite la expresión, era una comunicación total en aspectos limitados de la vida.
De no haber ocurrido nada, no tengo la menor idea de qué rumbo hubiera tomado la relación entre Izumi y yo. Tal vez hubiéramos seguido llevándonos bien eternamente, hablando, tomándonos vodkas con tónica y acostándonos en algún hotel. O, tal vez, con el paso del tiempo nos hubiéramos hartado de mentirles a nuestros cónyuges, nos hubiéramos ido distanciando de manera natural y hubiéramos acabado volviendo a nuestra apacible vida familiar. Creo que, en ninguno de los dos casos, las cosas hubieran acabado mal. No tengo la certeza, pero me da esa impresión. Sin embargo, por una estúpida casualidad (posiblemente era algo que debía suceder más tarde o más temprano), el marido de Izumi descubrió nuestra relación. Después de interrogarla con dureza se presentó en mi casa. Estaba descompuesto, fuera de sí. Y la mala suerte quiso que en casa estuviera únicamente mi mujer. La situación tomó un cariz trágico. Mi mujer me pidió explicaciones. Izumi acababa de confesarlo todo, así que no hubo manera de enmascarar los hechos. Y le conté toda la verdad.
—No tiene nada que ver con el amor —le dije—. Esa relación tiene unos límites muy estrictos. Lo que hay entre Izumi y yo es algo completamente distinto a lo que hay entre tú y yo. La prueba es que, mientras la veía a ella, tú jamás has notado nada. Y eso, ¿a qué crees que se debe? Pues a que es un tipo de relación muy distinto.
Pero mi mujer hizo oídos sordos a mis explicaciones. Recibió un duro golpe, se quedó literalmente helada. No quiso volver a hablarme. Al día siguiente cargó sus cosas en el coche, cogió al niño y se fue a casa de sus padres, a Chigasaki. La llamé varias veces, pero mi mujer se negó a hablar conmigo. Quien sí se puso al teléfono fue mi suegro. Me dijo que no quería oír excusas peregrinas y que no permitiría que su hija volviera con un individuo de mi calaña. En principio, su padre se había opuesto rotundamente a nuestro matrimonio, así que aquello no hizo más que confirmar sus peores augurios y el hombre se dedicó a meter más cizaña aún.
Desconcertado, me tomé unos días de descanso; los pasé solo en casa, tumbado sin hacer nada. Pero Izumi me llamó. También ella estaba sola. Su marido (aunque él, después de golpearla, había cogido unas tijeras y se había puesto a cortar toda la ropa de Izumi, desde los abrigos hasta la ropa interior) también se había ido de casa.
—Ni siquiera sé adónde ha ido. Pero, en mi caso, no hay nada que hacer —me dijo—. No hay manera de arreglarlo. Él ya no volverá.
Se echó a llorar. Ella y su marido habían sido novios desde que iban al instituto. Quise consolarla, pero no había consuelo posible.
—¿Y si fuéramos a tomar una copa? —me propuso Izumi.
Nos dirigimos al barrio de Shibuya y estuvimos bebiendo sin parar en un bar que no cerraba en toda la noche. Yo, vodka gimlets y ella daiquiris. Nos tomamos tantos que era imposible contarlos. Sin embargo, aquella noche apenas hablamos. Al amanecer caminamos hasta el distrito de Harajuku para quitarnos la resaca, tomamos café y desayunamos en un Royal Host. Fue entonces cuando Izumi me propuso ir a Grecia.
—¿A Grecia? —pregunté yo.
—Ya me dirás qué hacemos en Japón —respondió ella mirándome a los ojos.
Intenté reflexionar al respecto. Pero tenía el cerebro embotado por el alcohol y me costaba hilvanar las ideas.
—Yo siempre he querido ir a Grecia. Es mi sueño. Me hubiera gustado mucho ir allí de viaje de novios, pero no nos alcanzó el dinero. ¡Venga! ¡Vayámonos a Grecia! Allí podríamos vivir un tiempo, descansando sin pensar en nada. Total, en la situación en la que estamos, en Japón no haremos más que deprimirnos.
A mí no me atraía Grecia especialmente, pero estaba de acuerdo con Izumi en que no había nada que yo pudiera hacer en Japón en aquellos momentos. Contamos el dinero del que disponíamos. Ella tenía ahorrados unos dos millones y medio de yenes. Yo podía disponer libremente de un millón y medio. Cuatro millones en total.
—Con cuatro millones de yenes, en un pueblo de Grecia, podríamos vivir unos años —me dijo Izumi—. Los dos billetes de avión, si los compramos de esos de bajo coste, nos saldrán por unos cuatrocientos mil yenes. O sea, que nos quedarán tres millones seiscientos mil yenes. Si gastáramos unos cien mil al mes, pues podríamos quedarnos unos tres años. Pon dos años y medio, contando los extras. Fabuloso, ¿no? ¡Venga! ¡Vamos! Y después ya veremos lo que pasa.
Eché una mirada a mi alrededor. A primera hora de la mañana el Royal Host estaba lleno de parejas jóvenes. Posiblemente fuésemos los únicos en sobrepasar los treinta años. Pero seguro que no había otra pareja a la que hubieran pillado en flagrante adulterio y que, tras perder a su familia, estuviera planeando huir a Grecia llevándose todo el dinero consigo. «¡Uf!», pensé. Me quedé un buen rato contemplando la palma de mi mano. ¿Tenía aquel extraño asunto algo que ver conmigo?
—De acuerdo —dije—. Vámonos.
Al día siguiente presenté mi carta de dimisión. Mi jefe, por lo visto, ya intuía lo que me estaba pasando y se ofreció a concederme unas largas vacaciones. En la empresa todo el mundo se mostró muy sorprendido ante mi marcha, pero nadie se empeñó en hacerme cambiar de idea. Me asombró lo fácil que resultaban las cosas una vez intentabas llevarlas a la práctica. De hecho, si estás dispuesto, en este mundo hay muy pocas cosas que no puedas dejar. No, tal vez no haya ninguna. Y, puestos a dejar las cosas atrás, acabas queriéndolo dejar absolutamente todo. Como sucede en el juego, cuando, tras perder casi todo el dinero, acabas por apostar todo el que te queda. Porque te da pereza retirarte a medias llevándote lo poco que todavía tienes.