Sauce ciego, mujer dormida (6 page)

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Authors: Haruki Murakami

Tags: #Fantástico, Otros

BOOK: Sauce ciego, mujer dormida
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—Eso tampoco quedaría mal en una pegatina: «Una persona, llegue hasta donde llegue, jamás puede dejar de ser ella misma».

Ella se ríe alegremente a carcajadas. Y aquella sombra marchita de una sonrisa desaparece como por ensalmo.

Ella hinca un codo en la barra y me mira.

—Oye, si tú hubieras estado en mi situación, ¿qué habrías pedido?

—¿Te refieres a la noche de mi vigésimo cumpleaños?

—Sí —dice.

Reflexiono durante largo rato. Pero no se me ocurre ningún deseo.

—Pues no se me ocurre nada —le digo con franqueza—. Mi vigésimo cumpleaños queda ya demasiado lejos.

—¿Nada? ¿En serio?

Asiento.

—¿Ni uno?

—Ni uno —digo yo.

Ella vuelve a mirarme a los ojos. Una mirada muy franca y directa.

—Seguro que ya lo habrás pedido —me dice.

—Pero se trata sólo de uno, hermosa jovencita, así que tienes que pensártelo muy, muy bien. —En las tinieblas, un anciano que llevaba una corbata de la tonalidad de la hojarasca alzó un dedo en el aire—. Únicamente uno. Después, no podrás cambiar de idea y echarte atrás.

La tragedia de la mina de carbón
de Nueva York

Hay un hombre que, desde hace más de diez años, tiene la costumbre, bastante extraña, de encaminar sus pasos hacia el zoológico cada vez que hay un tifón o llueve torrencialmente. Es un amigo mío. Vive a unos quince minutos a pie del zoológico.

Cuando un tifón azota la ciudad, y mientras el común de los mortales va cerrando, uno tras otro, los postigos de las ventanas y corre a aprovisionarse de agua mineral y comprueba el estado de transistores y linternas, mi amigo se enfunda en una capellina impermeable suministrada por el ejército americano durante la guerra del Vietnam, se embute unas latas de cerveza en los bolsillos y se dirige al zoológico. Por ello, cuando hay un tifón, siempre se toma el día de fiesta.

Con un poco de mala suerte se encuentra con las puertas cerradas.

CERRADO POR MAL TIEMPO
.

Lo que, bien mirado, no es una excusa baladí. ¿A quién diablos le va a apetecer contemplar jirafas y cebras en una tarde semejante?

Él lo acepta de buena gana, se sienta en una de las ardillas de piedra que flanquean la entrada, se bebe la cerveza que lleva en los bolsillos, ya un poco tibia, y se vuelve a casa.

Con un poco de buena suerte, la puerta está abierta.

Entonces compra la entrada, accede al recinto y, uno tras otro, va mirando con atención los animales mientras se fuma trabajosamente un cigarrillo empapado por la lluvia. El zoológico está desierto. Los animales permanecen dentro de sus guaridas. Contemplan la lluvia por las ventanas con mirada distraída y cara de pasmo, o brincan excitados al viento, o están intimidados ante el brusco cambio de la presión atmosférica, o irritados.

La primera cerveza se la bebe siempre sentado ante la jaula del tigre de Bengala (que es el que más irritado se manifiesta a causa del vendaval) y, a continuación, se toma la segunda cerveza frente al recinto del gorila. El gorila muestra una gran indiferencia ante el tifón. Parece intrigarle mucho más la figura que tiene delante. El gorila siempre lanza miradas compasivas al hombre medio pez que se está tomando una cerveza sentado sobre el suelo de cemento. «La situación me recuerda a dos desconocidos atrapados en un ascensor averiado», me dijo él en cierta ocasión.

Sin embargo, dejando aparte lo de las tardes de tormenta, es un hombre de lo más normal. Trabaja en una empresa de origen extranjero, pequeña y poco conocida, pero de ambiente laboral agradable, que se dedica al comercio exterior; vive en un pequeño y pulcro apartamento y, cada medio año, cambia de novia. Desconozco las razones que le impulsan a cambiar de novia con tanta regularidad. Pero todas sus novias son tan similares que parecen hechas por división celular. Al menos yo no soy capaz de distinguir una de otra.

No sé por qué razón la mayoría de la gente piensa que es un hombre anodino y algo lerdo, pero eso a él le trae sin cuidado. Tiene un coche de segunda mano en bastante buen estado, las obras completas de Balzac, un traje negro idóneo para asistir a entierros, una corbata también negra y un par de zapatos negros de piel.

Cuando muere alguien y debo asistir a un funeral, lo llamo a él. Para pedirle el traje, la corbata y los zapatos. Tanto el traje como los zapatos me van, los dos, una talla y un número grandes, pero en una ocasión así el atildamiento está fuera de lugar.

—Lo siento mucho —le digo yo siempre—. Pero tengo otro entierro.

—¡Bah! No te preocupes. Supongo que te correrá prisa. Puedes venir a recogerlo cuando quieras —contesta él siempre. Y cuando llego me encuentro, dispuestos sobre la mesa, el traje bien planchado, la corbata, los zapatos relucientes, y la nevera la tiene llena de cerveza de importación puesta a refrescar. Todo preparado, listo para que se use de inmediato. Él es así. Sin duda, únicamente una persona así se tomaría la molestia de cambiar de novia cada medio año.

—Por cierto, hace poco vi un gato en el zoológico —me dijo el otro día abriendo una cerveza.

—¿Un gato?

—Sí. Ocurrió hace unas dos semanas, cuando fui a Hokkaido de viaje de negocios. Me metí en un zoológico que había cerca del hotel y me topé con una pequeña jaula de la que colgaba un cartel donde ponía
GATO
, y un gato durmiendo dentro.

—¿Qué tipo de gato?

—Un gato normal y corriente. De esos que te encuentras en todas partes. A rayas marrones, con el rabo corto, gordo a reventar. Imagínate, todo el día tumbado, durmiendo.

—¡Ah! Entonces, seguro que en Hokkaido apenas se deben de ver gatos —deduje.

—¿Bromeas? —dijo él boquiabierto—. ¡Cómo no va a haber gatos en Hokkaido! Gatos los hay en todas partes.

—Vale, pero si lo formulas al revés, ¿por qué no puede haber gatos en los zoológicos? También ellos son animales, ¿no?

—Es la costumbre. Los gatos y los perros son animales de lo más corriente. Nadie se molestaría en ir expresamente al zoológico a ver un gato o un perro. Para eso basta con echar un vistazo a tu alrededor —dijo él—. Pasa como con las personas.

Después de bebernos media docena de cervezas entre los dos, metió cuidadosamente en una gran bolsa de papel, de unos grandes almacenes, el traje envuelto en una funda de plástico, la corbata y la caja de zapatos.

—Siento andar pidiéndotelo siempre —le dije—. Tendría que comprarme uno, pero nunca encuentro el momento. Al comprarte un traje de luto, no sé, parece que se te vaya a morir alguien.

—No te preocupes. Total, yo no lo necesito. Incluso es posible que el traje prefiera que lo lleve alguien a estar colgado de la percha como un inútil —dijo.

Él mismo, desde que lo había adquirido, tres años atrás, no se lo había puesto nunca.

—Mírame a mí. Desde que lo tengo, no se me ha muerto nadie —comentó.

—Sí, estas cosas pasan —dije yo.

—¡Y tanto que sí! —exclamó.

Para mí, en cambio, aquél había sido un año de funerales. A mi alrededor, mis amigos y los que habían sido mis amigos se habían ido muriendo uno tras otro. Un cuadro parecido a un campo de maíz azotado por la sequía del verano. Yo tenía veintiocho años.

Mis amigos también contaban, más o menos, con la misma edad. Veintisiete, veintiocho, veintinueve años… Una edad poco adecuada para morir. Los poetas mueren a los veintiún años, los revolucionarios y las estrellas del rock, a los veinticuatro. Una vez superada esa edad parece que, de momento, estés a salvo. Como mínimo, eso es lo que presupone la mayoría de la gente. Ya has dejado atrás la legendaria curva fatídica, ya has cruzado el túnel lúgubre y oscuro. Tienes por delante una recta autopista de seis carriles por la que (aunque no te apetezca demasiado) puedes volar hacia tu destino. Te cortas el pelo, te afeitas todas las mañanas. Ya no eres poeta, ni revolucionario, ni estrella del rock. Ya no duermes la borrachera dentro de una cabina telefónica, ni bebes hasta perder el sentido, ni escuchas ningún LP de los Doors a todo volumen a las cuatro de la madrugada. Has suscrito un seguro de vida por conveniencia, has empezado a beber en los bares de los hoteles, desgravas de los impuestos la factura del dentista. Porque tú ya tienes veintiocho años.

Fue justo entonces cuando empezó aquella inesperada masacre. Que se podría calificar, incluso, de ataque sorpresa.

Un apacible día de primavera nos hallábamos bajo los tibios rayos del sol, justo en el momento de cambiarnos de ropa. Se produjo un pequeño revuelo: las tallas no coincidían, las mangas estaban vueltas del revés, alguno embutía la pierna derecha en la pernera de un pantalón real mientras intentaba introducir la izquierda en la de un pantalón irreal.

La carnicería se inició con una extraña detonación.

Como si alguien hubiera emplazado una ametralladora metafísica en lo alto de una colina metafísica y ahora nos estuviera inundando de balas metafísicas.

Pero, en definitiva, la muerte no es más que la muerte. En otras palabras, salga de un sombrero o de un campo de trigo, un conejo no es más que un conejo. Un horno caliente no es más que un horno caliente y la negra humareda que se alza por una chimenea no es más que la negra humareda que se alza por una chimenea.

El primero en franquear el negro abismo que se abre entre lo real y lo irreal (o entre lo irreal y lo real) fue un amigo de mi época universitaria que trabajaba como profesor de inglés. Se había casado hacía tres años y su mujer había ido a casa de sus padres, a Shikoku, a dar a luz.

Un domingo por la tarde, muy cálido para ser enero, compró en la ferretería de unos grandes almacenes una navaja de afeitar alemana capaz de sajarle la oreja a un elefante, y dos botes de espuma de afeitar, volvió a casa y puso el agua del baño a calentar. Luego sacó hielo de la nevera y, tras vaciar una botella de whisky, se cortó sin más las venas de la muñeca dentro de la bañera y murió. Su madre encontró el cadáver dos días después. Y la policía sacó muchas fotografías del lugar de los hechos. Con la sangre, la bañera había tomado el color del zumo de tomate. El parte oficial de la policía fue: «Suicidio». La casa estaba cerrada con llave y, ante todo, había sido el propio muerto quien había comprado la navaja aquel mismo día. Sin embargo, nadie alcanzó a comprender qué le habría impulsado a comprar espuma de afeitar (y encima dos botes), que evidentemente no iba a poder gastar.

Quizá no se acabara de hacer a la idea de que, unas cuantas horas después, estaría muerto. O quizá temiese que el dependiente adivinara su intención de suicidarse.

No dejó ninguna carta, no garabateó ninguna nota. Nada. Sobre la mesa de la cocina sólo quedaban un vaso, una botella de whisky vacía, un recipiente para el hielo y, además, los dos botes de espuma de afeitar. Probablemente, mientras se tomaba un Haig con hielo tras otro esperando a que se calentara el agua del baño no despegó los ojos de la espuma de afeitar de encima de la mesa. Y tal vez pensara lo siguiente: «Ya no tendré que afeitarme nunca más».

La muerte a una edad tan temprana como los veintiocho años es tan triste como la lluvia de invierno.

Durante los doce meses siguientes murieron cuatro amigos más.

Uno murió en marzo, en un accidente en los yacimientos petrolíferos de Arabia Saudí, o Kuwait, y en junio murieron dos más. Uno de un fallo cardiaco, otro en un accidente de tráfico. Tras una época de calma que se extendió de julio a noviembre, a mediados de diciembre murió la última amiga, también en un accidente de tráfico.

Exceptuando al amigo que se suicidó, todos tuvieron una muerte repentina, ninguno fue consciente de que se acercaba su hora. Como si hubieran estado subiendo una escalera que conocían de memoria y, de repente, les hubiera fallado un peldaño y se hubiesen precipitado al vacío.

—¿Me extiendes el futón, por favor? —le pidió a su mujer el amigo que murió en junio de un fallo cardiaco.

Sucedió a las once de la mañana. Era diseñador de muebles. Se había levantado a las nueve y, tras trabajar un poco en su estudio, había dicho que tenía mucho sueño y se había ido a la cocina a prepararse un café. Pero el café no había logrado disipar el sopor que sentía.

—Voy a echar una cabezada —dijo—. No sé, es que siento una especie de cric-crac en la parte posterior de la cabeza.

Fueron sus últimas palabras. «No sé, es que siento una especie de cric-crac en la parte posterior de la cabeza». Se escurrió dentro del futón, se durmió y ya no volvió a despertar jamás.

La persona que murió en diciembre fue la más joven de los fallecidos durante aquel año y, a la vez, la única mujer. Tenía veinticuatro años. Veinticuatro años: la edad en la que mueren los revolucionarios y las estrellas del rock. Una de las frías tardes de lluvia que precedió a la Navidad, mi amiga halló la muerte por aplastamiento en el trágico (y a la vez extremadamente cotidiano) espacio que se abría entre un camión de transporte de una fábrica de cerveza y un poste de la luz de hormigón.

Varios días después del último funeral, con el traje recién retirado de la tintorería y una botella de whisky de agradecimiento en los brazos, fui a visitar al dueño del traje.

—Muchas gracias. Me has sacado de un apuro. Como siempre, vamos —dije.

Tal como era de prever, la nevera estaba repleta de cerveza puesta a refrescar y el confortable sofá olía levemente a rayos de sol. Sobre la mesa, un cenicero recién lavado y una maceta con una ponsetia.

Tomó el traje envuelto en plástico y lo guardó cuidadosamente dentro de la cómoda con ademán de estar devolviendo un osezno que acaba de hibernar a su osera.

—Espero que el traje no huela a entierro —dije.

—Qué más da. Está para eso. Lo que importa no es el traje, sino lo que hay dentro.

—Sí, claro —repuse.

—Vamos, que tú este año has ido de funeral en funeral —dijo alargando las piernas hacia el sofá que tenía enfrente y sirviéndose cerveza en un vaso—. ¿Cuántos han muerto en total?

—Cinco —contesté y le mostré la mano derecha con los dedos extendidos—. Pero, en todo caso, supongo que ya habrá terminado la racha.

—¿Tú crees?

—Sí. Ya ha muerto demasiada gente.

—¡Vaya! Parece la Maldición de la Pirámide —dijo—. Leí la historia. La maldición continúa mientras no haya muerto un número determinado de gente. O hasta que una estrella roja cruce el firmamento y las sombras de la luna eclipsen el sol.

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