Sangre guerrera (39 page)

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Authors: Christian Cameron

BOOK: Sangre guerrera
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Eualcidas no se había marchado. Me estaba observando mientras miraba la lámpara.

Yo era joven. Sentía que su mirada encerraba cierta censura, y dejé la lámpara y me encogí de hombros.

—Mi padre era herrero y fundidor de cobre —dije.

El asintió y se tumbó boca arriba, estirando las piernas.

—Tú no eres ateniense. Estoy seguro.

Negué con la cabeza. Tengo que decir que yo era el único de los atenienses que no era ciudadano, y ellos nunca lo utilizaron contra mí porque, aunque yo había sido esclavo, la amistad entre Platea y Atenas se había fortalecido hasta llegar a algo parecido al amor, o quizá se forjara en aquellas tres batallas y de alguna manera se las arreglaron para no joderla. Pero algunos de los hombres mayores me tocaban, en realidad, buscando la suerte, porque Platea le había dado suerte a Atenas… eso decían.

Por eso, me encogí de hombros.

—Soy de Platea —dije—. Pero he sido esclavo durante unos años.

El se reía con facilidad y los músculos de su garganta eran fuertes y dorados como el bronce. Para mí, era como hablar con Aquiles; era muy famoso.

—¿Cómo un hombre como tú acabó siendo esclavo? —preguntó.

—No he acabado como esclavo —repliqué—. Ayer acabé en primera línea.

Él asintió, sonrió y no dijo nada, un talento que pocos hombres poseen.

—Tu gente me esclavizó —dije.

Él frunció el ceño.

—He sido jefe guerrero durante cinco años —dijo—. Nunca he marchado contra Platea. Vosotros vinisteis una vez contra nosotros, con los atenienses. ¡Nos zurrasteis como a un tambor! —añadió, y se echó a reír.

Eso me afectó. Lo había oído en otra parte, por supuesto, pero siempre de hombres que podían haber deformado la historia.

—Yo estuve allí —continuó—. Directamente frente a tus píateos. Llevo un escorpión en mi escudo. ¿Estabas tú en la falange? Debías de ser muy joven.

Asentí y, de repente, los ojos se me llenaron de lágrimas.

—Mi hermano murió luchando contra los espartanos —dije—, y yo ocupé su lugar con su armadura.

—¿Era valiente? —preguntó Eualcidas.

—Lo era. Y murió frente a un espartano, hombre contra hombre.

Yo estaba llorando y el eubeo se dio una vuelta y me pasó un brazo alrededor. No dijo nada. Pasado un rato, volvió a darse la vuelta adonde estaba antes.

Fue mejor. En realidad, no me había parado a pensar en ello: la muerte de mi hermano, la de mi padre, y ahora, en la oscuridad, ante una batalla inminente, me invadió un amargo y furioso dolor por ellos. Ellos estaban bajo la tierra y yo aún estaba aquí. Es una cosa rara, cariño, algo que he visto a menudo: que los soldados raramente hacen duelo por un camarada cuando cae. A veces, pasan años.

—Mi padre cayó luchando contra vuestra falange —dije, tranquilo—. Yo iba detrás de él, y sostuve su cuerpo un momento.

Me detuve, porque era un recuerdo amargo: había sido demasiado débil para mantener mi posición, y la lluvia de bronce y de hierro me había golpeado en las rodillas y derribado sin sentido.

Le dije algo así:

—Cuando me desperté, era un esclavo —concluí.

Eualcidas movió la cabeza y sus dientes brillaron en la oscuridad.

—Tienes que ir a Delfos —dijo—. Estás tocado por el dios y te traicionaron. Ningún hombre de Eubea te vendió como esclavo. Nosotros huimos. Yo hui —dijo, y sonrió con su sonrisa juvenil—. Si vives lo suficiente, también huirás. El día llega, y el momento, y la vida es dulce.

Me di cuenta de que estaba sosteniéndole la mano. Tenía callos duros en la palma.

Me sentía mejor.

—No creo que sea nada vergonzoso huir cuando todo el mundo huye —dije. No estoy seguro de que eso fuera lo que pensaba en realidad, pero él era un gran hombre y, de repente, estaba tratando de confortarme.

El sonrió, pero no con su sonrisa juvenil. Era, en efecto, una sonrisa muy vieja.

—Espera hasta que huyas —dijo—. Eres un buen joven. Me gustas, pero tengo la sensación de que no vendrás y compartirás mi manta.

Negué con la cabeza.

—Lo siento, señor —dije.

Para ser sincero, estuve tentado. Él era
bueno
. Era un matador de hombres, pero algo en él era básicamente bueno. Y al sentarme con él, me enseñó… no sé qué, pero quizá que aquello en lo que me estaba convirtiendo podía ser más grande que la suma de los cadáveres que dejase.

En muchos sentidos, Arístides y Milcíades eran mejores hombres. Ellos construían para durar, y hacían cosas por su ciudad que permanecerían para siempre. Arístides era un noble en todos los sentidos, y su pensamiento era profundo. Y Milcíades era el mejor soldado que he conocido, excepto, quizá, su hijo.

Pero Eualcidas era un héroe, un hombre de la edad de oro. Casi como un dios.

Me besó.

—Seamos héroes mañana —dijo. Y se perdió entre las rocas, de vuelta con sus propios hombres.

Lo intentaron al amanecer, pero nosotros estábamos con cara de pocos amigos, resueltos y despiertos; la lluvia de lanzas cayó sobre nuestros escudos y los perseguimos paso abajo sin problema. Mi parte de la columna ni siquiera intervino.

Los esclavos nos trajeron algo de carne seca y algo de queso y yo comí lo que pude y bebí mi parte de agua. Mi cantimplora seguía llena y mi saco de cuero continuaba bajo mi escudo, mientras que la mayoría de los atenienses habían enviado su equipo con sus esclavos.

Más tarde, por la mañana, vi a hombres a caballo, un tanto chiflados, que avanzaban, y vi a Artafernes, con su brazo derecho en cabestrillo. Nosotros estábamos formados en nuestras filas y él cabalgaba muy cerca, pero tuvo el buen sentido de mantenerse a la distancia de una lanza de nosotros. Después, negó con la cabeza, hizo alguna gracia a uno de sus ayudantes y se marchó.

Quizá fuese una hora antes de su tentativa. Estábamos aburridos y nerviosos, y Arístides y Eualcidas estuvieron paseando por nuestro frente y hablando, lo que ponía nerviosos a los muchachos. Tú, el escriba con la tablilla de cera, si alguna vez conduces a hombres a la guerra, déjame decirte algo que no hay que hacer: no mantengas largas conversaciones con tus subordinados. ¿Lo pescas?

¡Qué viejo cabrón soy! Perdóneme, señor, usted es un invitado en mi casa. Tome algo más de vino. Y mándeme algo para mí: hablar de la batalla es un trabajo que da sed.

¿Sabes que la mayor parte de las cosas que cuentan los hombres de la guerra son un hatajo de mentiras? Todas las chicas lo saben; las mujeres desconfían de las baladronadas masculinas en la leche de su madre, ¿eh? ¡Ah!, ahora no te ruborizas, preciosa. No, lo que digo es cierto, Cuando caen las lanzas y los escudos suenan a la vez, ¿quién en el Tártaro recuerda lo que pasa? Todo se resume en una nube de pánico y desesperación, y siempre a un golpe de espada délo oscuro, hasta que estás allí respirando como el fuelle del taller de mi padre y alguien te dice que ya ha pasado todo.

Lo que recuerdan los soldados es el momento anterior y, a veces, el posterior. En el combate del paso, recuerdo a Cleón, el de mi segunda fila, que tuvo que mear cuatro veces, aunque no había bebido agua suficiente durante dos días. Y la mejor punta de lanza de Herc se perdió y él estuvo haciéndola vibrar, irritado; no es que pudiésemos oírlo, sino que la vibración lo crispaba, y así estuvo, como un hombre al que le moleste una llaga.

Heráclides, en la primera línea, a la derecha, tenía el penacho más elegante de entre los atenienses. Se lo quitó, lo peinó y volvió a ponérselo, lo que era una bonita forma de demostrar su desprecio a los medos, e hizo un montón para el resto de nosotros.

Después, Eualcidas tiró una de sus lanzas. No corrió ni saltó; simplemente dio un paso adelante y la lanzó con todas sus fuerzas y, Ares, fue un héroe. No tuve tiempo de decir nada mientras estaba en el aire; exclamé: «¿ves eso?» o algo igualmente tonto mientras hendía los cielos.

Primero dio la punta, y después él corrió a lo largo del frente.

—Salvo que penséis, cabrones, que podéis superar mi lanzamiento —dijo—, ¡qué nadie tire una lanza hasta que los medos estén más cerca que eso! ¡No las malgastéis!

Lo ovacionamos.

Y después llegaron los medos.

Conocían su oficio. Fueron apareciendo por la esquina del paso —la guardia personal y después, más persas, con sus altos cascos y sus evidentes armaduras de escamas—, a menos de medio estadio de distancia. Se detuvieron y formaron su frente en cuestión de instantes, mucho más deprisa de lo que hubiese previsto cualquiera de nosotros.

El primer lanzamiento de flechas cayó mientras todavía los mirábamos, admirados. La mayoría de nosotros éramos veteranos y todos nuestros escudos estaban apartados de nuestros empeines, los teníamos en nuestros brazos y los sosteníamos en alto. Dudo que muriera ningún hombre bajo esa primera oleada, pero algunos recibieron una flecha en el empeine. Cleón tenía un anillo en su casco y eso lo aturdió, y todos nuestros escudos se
movieron
bajo el peso de las flechas. Dos saetas atravesaron el fino bronce de la parte delantera de mi
aspis
y la más pasada atravesó el armazón.

Y eso solo fue una descarga.

Llegó la segunda andanada y la tercera estaba en el aire, y los hombres ya estaban perdiendo los nervios. Tras la segunda descarga, se oyeron gritos, y no recuerdo las cinco o seis siguientes, excepto que eran como si un hombre muy grande estuviese arrojando piedras sobre mi escudo. Me hicieron un rasguño en la parte exterior del muslo izquierdo y otra flecha me dio tan fuerte en la greba izquierda que casi me caigo, pero el bronce aguantó, a pesar de su mediocre factura.

Me di la vuelta y miré por qué el escudo de Cleón no me presionaba la espalda. No estaba muy lejos, a la distancia de un brazo, pero también él estaba mirando hacia atrás.

—¡Acercaos y levantad vuestros putos escudos! —chillé, y cayeron las dos descargas siguientes. Más gritos. Ahora había hombres caídos y otros empujaban hacia atrás.

Haciendo caso omiso de las flechas, Eualcidas atravesó el frente de la falange.

—¡Qué vengan conmigo diez hombres! —gritó.

No tenía ni idea de lo que había planeado, pero, si lo dirigía Eualcidas, yo iba.

—¡A primera línea! —le grité a Cleón. Salí en cuanto cayó la siguiente descarga de flechas.

Arístides no era ningún cobarde. Salió de su sitio como estratego.

—¡En cuanto estén preparados, salimos! —gritó.

Por extraño que parezca, a diez pasos delante de la falange, solo una flecha alcanzó mi escudo. Los persas estaban ahorrándolas.

Ahora entendí lo que estábamos haciendo. Y hasta qué punto era una maniobra suicida.

La mayoría de los hombres que salieron eran eubeos. Creo que había ocho de ellos y Eualcidas no esperaba a más.

—¡El primer hombre que llegue a los medos vivirá para siempre! —dijo.

Y salimos corriendo.

Corrimos como si lo hiciésemos en el
hoplitódromo
, la carrera con armadura. Corrimos directamente hacia sus líneas: trescientos persas, una primera línea de lanceros con grandes escudos, festoneados como los beocios, y después, ocho filas más de hombres con arcos pesados y espadas cortas. Ciro estaría allí, y Farnakes, si no lo había dejado fuera de combate, y todos los demás a los que conocía.

Pensé todo eso en un paso, mientras mi sandalia aplastaba la grava.

Tenía por delante otras doscientas zancadas más… o la muerte.

Debimos de sorprenderlos, y los desconcertamos de nuevo por nuestra velocidad. Fuimos
muy rápidos
. Cuando pienso en aquella carrera, recuerdo que era para jóvenes: hacía falta ser muy estúpido para atreverse a cruzar en solitario un campo de flechas persas y muy fuerte para que pareciese un riesgo razonable.

Pusimos a los medos en un dilema: ¿disparar a los corredores o disparar a la falange? La falange nos seguía, y no precisamente con lentitud. Comenzaron a cantar el peán y no fue la mejor interpretación que he escuchado, pero sonaba fuerte en los estrechos confines del paso.

Después, hay que entender la forma persa de actuar. La primera línea, como digo, es de lanceros —a veces, también la segunda—. Por eso, todos los arqueros tienen que disparar
sobre
las dos primeras filas, lo que significa que pierden la capacidad de atacar a hombres individuales. Los maestros arqueros, los oficiales, deciden cómo tendrán que disparar. Para ellos, es difícil señalar a unos pocos hombres como objetivo mientras el resto dispara a otros.

No es que yo supiera nada de esto. Yo me limitaba a correr y el único sonido que podía oír era el de mis pies sobre la grava. Corría como si fuese a conquistar un premio.

Corrí cincuenta pasos, quizá más, antes de que empezaran a tirar contra mí. No era la tormenta de antes, sin embargo: eran impactos constantes de flechas aisladas contra mi escudo. Algo me dio en el pie, y después sentí un golpe como la coz de una muía contra mi espinilla, pero, de nuevo, la greba aguantó y seguí corriendo hacia delante.

Y después, el mundo se despejó para mí. Es difícil de describir, en realidad. Yo iba corriendo y entonces, como si se me hubiesen cerrado los ojos, lo hacía como un dios. Me sentía como si
fuese
un dios. Yo había estado corriendo con mi
aspis
al frente y levantado, que me cegaba a todo salvo al suelo bajo mis pies. Ahora, dejé el escudo un poco más bajo y corrí mirando a los medos.

Y ellos estaban cerca.

Tengo tanto que decir sobre esto que solo conseguiré aburrirte,
zugater
. Excepto que algo cambió, y era como si pudiera ver habiendo estado ciego. Pude ver que iba a vivir. Pude ver que iba a ser un héroe. Creo que me lo garantizaba Atenea, o mi antepasado Heracles.

A veinte pasos de su muro de escudos, decidí no frenar.

Merece la pena señalar que, cuando los hombres corren hacia un muro de escudos, frenan cuando se acercan a los últimos tres o cuatro pasos. Tienen que hacerlo o se arriesgan a que una mano serena les acierte en la rodilla o en el muslo. Y la mayoría de los hombres temen, con razón, el momento en que choquen contra los escudos enemigos. En ese momento, eres vulnerable. Puedes caer.

Yo ni siquiera frené. Alargué mi zancada como un velocista a punto de acabar una carrera, como si me esperara una guirnalda o una corona de laurel.

Una flecha dio con tal fuerza en la parte frontal de mi casco que casi pierdo el equilibrio. Después, me estrellé contra su muro y la vista, el sonido y el olfato de todo me golpearon a la vez.

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