Authors: Christian Cameron
De repente, aquello no me pareció tan malo. Seguía siendo estúpido e imposible, pero Herc iba a ir a recogerme.
—Eres un hombre cabal —dije—. No importa lo que diga de ti en cuanto te des la vuelta.
El se echó a reír… todos nos reímos como se supone que se ríen los héroes. Y después me volví hacia los esclavos.
—Vamos —dije.
Y salimos.
Lo primero que hice fue decirles a los esclavos que serían libres en cuanto subiésemos el cuerpo a los barcos. Eso cambió su forma de comportarse. Misión desesperada, improbabilidad total… pero la recompensa era la libertad, y ellos jugarían. ¡Eh! Yo fui esclavo,
zugater
. Conozco las reglas.
Desanduvimos el camino. Yo no tenía prisa, en la medida en que tenía un plan que consistía en no llamar la atención hasta que anocheciera e ir después a por el cadáver. Regresamos hasta la alberca; había allí esclavos lidios enterrando a los hombres que habíamos matado. Rodeamos unos matorrales, bastante al norte de los cadáveres, deteniéndonos después en un pequeño olivar para comer algo y beber un poco del vino y del agua que llevábamos entre los tres que, para ser sincero, era una cantidad razonable. En ese momento, estaba asustado; me asustaba dar la vuelta y abandonar y me asustaba descender al campo de batalla.
Los dos esclavos, Idomeneo y Lejtes, no estaban asustados. Idomeneo había sido el calientacamas de Eualcidas, un bello muchacho con kohl en las pestañas, pero con los músculos de sus brazos como sogas. Había llorado a su amo hasta que el kohl se le corrió por toda la cara; parecía una furia, o un doliente en un funeral.
Lejtes era un tipo diferente de muchacho, bajo y rechoncho, en camino de ser todo músculo, con cuello grueso y nariz respingona. Era lo bastante valiente como para contestarme de mala manera cuando le dije que puliera mi armadura, por lo que confiaba hasta cierto punto en él.
Yo era un guerrero famoso y un héroe. Ellos creían en mí, y yo podía verlo en ellos, lo que me hacía más valiente. Triste, pero cierto. Me empapaba de su admiración y, cuando ya había tomado bastante comida y bebido suficiente vino, descendimos a los campos que se iban oscureciendo, en los que los buitres ya desgarraban los cadáveres.
La pequeña acrópolis era fácil de encontrar y los carios no habían perturbado los cuerpos. Yacían donde habían caído.
Y entonces comenzó la tarea. Yo lo había previsto… ¡Hades, no sé que previ!, pero creo que quería luchar contra cincuenta persas y coger el cuerpo por la fuerza. En cambio, los tres fuimos moviéndonos de cuerpo arruinado a cuerpo arruinado, volviéndolo para mirar al hombre en cuestión.
No vayas nunca a un campo de batalla en la oscuridad.
La mayoría de los cadáveres ya habían sido despojados. Imagínate: estábamos a cuarenta estadios de Efeso, nadie había venido a enterrar el cuerpo, pero la codicia humana era suficiente para que cada campesino de la zona acudiese corriendo al campo de batalla para quitar los anillos de los dedos. Solo había desaparecido el oro; la mayoría de los hombres tenían todavía su armadura, aunque por aquí y por allá faltara algún buen casco.
Después de rastrear la loma una vez, me di cuenta de que estaba buscando a un hombre con la cabeza descubierta. Los buitres humanos ya lo habrían despojado de su casco alado.
Mis manos estaban asquerosas, llenas de sangre vieja e inmundicias —la mayoría de los hombres se ensucian al morir, y muchos lanzazos dejan al descubierto las entrañas—. Esta vez, traté de pensar como un filósofo. Encontré el lugar que había ocupado en el campo de batalla y después razoné, pensando dónde debería haber estado Eualcidas, en el punto situado más a la derecha de su línea. Entonces, descendí por la loma,
siendo
Eualcidas a media luz.
Lo encontré justo cuando Idomeneo silbó. Había dejado al muchacho cretense en la cima de la loma porque estaba llorando y porque había decidido que necesitaba a un vigía. Su silbido me dejó helado, con mi mano en el hombro de Eualcidas. Estaba muerto, con una cuchillada limpia que le atravesaba la garganta y casi lo había decapitado.
Lejtes era un bravo cabrón e hizo lo que le había dicho.
—Caballería —dijo.
Les eché un vistazo. Estaban detrás de nosotros, a una distancia de medio estadio.
—Desnúdalo y ponlo sobre una camilla —dije—. Utiliza su capa y unas lanzas.
El asintió.
Recogí un par de lanzas —estaban por todas partes— y subí la colina hasta llegar adonde estaba el muchacho cretense.
—Vete y ayuda a Lejtes —le dije.
—¿Lo
habéis encontrado? —preguntó.
Lo empujé colina abajo. Después, me agaché tras una roca, o quizá la piedra angular del antiguo templo, y estuve observando a los lidios. No les importaba nada.
Desde la altura de la colina, pude ver a otro centenar de grupos que recogían a heridos y mis esperanzas aumentaron de inmediato. Había heridos por todo el campo, evidentemente. ¿Por qué no había pensado en ello?
De hecho, el peor error que cometí fue ir con armadura y armado. Porque los vencedores, en cuanto acaba la batalla, se quitan el equipo de combate y van a buscar a sus amigos. Claro que lo hacen.
Pero yo no iba a abandonar mis armas. Así que bajé de la colina y fui rebuscando entre los muertos hasta que encontré uno con su
himatión
sujeto dentro de su escudo como amortiguador para el hombro —los hombres mayores lo hacen— y utilicé la capa para cubrirme. Entonces los esclavos ya habían puesto el cuerpo sobre un par de lanzas. Yo utilicé una de mis lanzas como bastón para caminar y me deshice de la otra, e hice que Lejtes llevara mi
aspis
a la espalda mientras que Idomeneo llevaba el escudo de su amo, un escorpión, a la suya.
Después, como una procesión fúnebre, bajamos desde la antigua acrópolis al valle, dirigiéndonos hacia el río. Yo me sentía ingenioso, valiente y más que un poco endiosado.
¡Eh! Los dioses pueden oler la
hibris
a un estadio de distancia.
¿Alguno de vosotros, jóvenes, ha estado alguna vez en un campo de cadáveres?
Interpreto que no.
No es silencioso. Decimos «tan silencioso como la tumba»; puede que, una vez que el alma ha salido por la boca e ido con las demás sombras, la tumba esté silenciosa, pero un campo de batalla es un lugar ruidoso. Los animales vienen a celebrar su fiesta, los cuervos se pelean por los bocados más apetitosos, y los hombres gritan por sus últimos dolores o desafiando a los dioses hasta que no pueden hacerlo, y entonces tosen, jadean y dan los últimos estertores.
Cuando cae la noche, es el peor lugar que podáis imaginar.
Que los dioses te eviten tener que visitar uno en la oscuridad o pasar tus últimas horas allí, aunque siempre lo esperara para mí. Solo pensarlo me acobarda. Mejor una muerte limpia en el fragor de la batalla, de manera que el alma vaya ardiendo con el fuego puro de la lucha con el logos, que la muerte estúpida entre los carroñeros.
Y las mujeres y los niños que tienen que andar buscando entre los cadáveres a un padre, un amante, un hermano, un esposo… ¡Por Hades que es una forma maldita de ver a un hombre por última vez, con los cuervos picándole los ojos!
Bajamos de la colina que habían dominado los atenienses y los eretrios y la oscuridad cayó mientras caminábamos entre los cadáveres. No lo sabía, pero no fue tan malo allí, porque lo peor de las muertes ocurre cuando una parte huye y nosotros no huimos, ni huyeron los carios, por lo que no había tantos muertos como podría haber habido.
Era abajo, en el valle, donde los cadáveres estaban hinchados, y todos eran griegos, ¡Hades!, estaban hinchados, cariño. La oscuridad ocultaba lo peor, excepto por los sonidos, pero todavía tuve que parar porque me dieron arcadas cuando vi un perro hozando en el interior de la cavidad torácica de un hombre y sus ojos parecían moverse. Los esclavos lo vieron y dejaron caer el cuerpo. Cuando hube terminado de vomitar, puse mi lanza en la garganta del hombre para asegurarme.
Creo que los esclavos querían escapar.
No los culpo, pero limpié la lanza y me limpié yo mismo.
—Si no lo lleváis a los barcos, os derribaré y os añadiré al montón de cuerpos —dije.
Ninguno de ellos cruzó su mirada con la mía. Agarraron los extremos de las lanzas y partimos de nuevo, tropezando y maldiciendo.
Había puntos de luz en la oscuridad, la mayoría de ellos en un grupo al este. Tratamos de bordearlos y nos topamos con nuestra primera patrulla.
Yo había dado por supuesto que el campo de batalla estaría vacío excepto por la gente que rebusca entre los muertos y por los dolientes, pero los persas, por supuesto, que lo organizaban todo, tenían patrullas para alejar a los rebuscadores de los cadáveres de sus propios caídos hasta que el sol saliese de nuevo. Los oí a tiempo y los tres nos tiramos al suelo. Había algo de luz de luna, la suficiente para hacer que la escena estuviese neblinosa y fuese difícil de ver, como un mal sueño. Me quedé allí tumbado, con el círculo pálido de mi cara oculto por mi capa, y escuché.
Lo único que pude oír fue a un hombre moribundo que resoplaba a mi lado. Trató de agarrarme el codo.
—¡Por favor! —acertó a decir. El pobre desgraciado había estado allí durante seis horas o más. Sin agua. Podía oler sus intestinos.
Le di un codazo. En ese momento, pude oír pasos.
—¡Eh, eh! ¡Eh, eh! —dijo el moribundo, y pequeños gruñidos y lloriqueos, como los que hace un bebé.
—¡Folladores de camellos! —dijo una voz persa. Estaban cerca—. Vienen a saquear a nuestros muertos, los cobardes. ¡Afeminados folladores de niños! Odio a los griegos. ¡Huyen de la batalla y vuelven a robar a los muertos!
Despotricaban una y otra vez, como hacen los hombres después de las batallas. No conocía su voz.
—¡Chsss, hermano! —dijo otra voz—. ¡Chsss! Arimán camina en la oscuridad. Ningún hombre debe maldecir aquí.
—¡Eh, eh! —gritaba el moribundo. Le dio una sacudida convulsiva.
—¿Qué ha sido eso? —dijo el primer persa.
—Los hombres tardan mucho en morir. Vamos, hermano. Sigue andando. Si me paro, tendré que empezar a darles agua a estos pobres desgraciados —dijo el segundo. Su voz me sonaba. ¿Sería alguien conocido?
No importaba, porque incluso Ciro y Farnakes me matarían si me encontraban, o eso pensaba yo.
—¡Folladores de niños! —siguió diciendo el que estaba encolerizado; escupió y siguieron caminando.
Le oí tropezar con un cadáver y se cayó.
—¡Ah! —gritó—. Estoy asqueroso con los fluidos de su cuerpo —dijo. Su voz temblaba—. ¡Estoy impuro!
El segundo persa se pasó media noche tranquilizando a su compañero. Era un buen hombre. Mientras hablaba con su asustado compañero, vació su cantimplora con dos heridos y después empezó a rematarlos. Yo lo oí y, aunque pareciera repugnante, sabía que no se trataba de una furia asesina, sino de dar paz.
—¡Eh, eh, eh…! —dijo el moribundo hacia mi codo.
Lo miré, y era más joven que yo… y kalós, aun a punto de morir, con unos ojos grandes, hermosos, que querían saber cómo su mundo se había convertido en una mierda. Su piel, donde no estaba manchada de sudor y vómito, era suave y bella. Era hijo de alguien.
Saqué mi daga corta, mi cuchillo para comer, en realidad, de debajo de la coraza de escamas, donde lo guardaba, y le puse mis labios en su oreja.
—Di buenas noches —le dije. Procuré que sonara como cuando
pater
me llevaba a la cama—. Di buenas noches, chaval.
—Bb
noches —consiguió decir. Como un niño, el pobre desgraciado. «Ve al Elíseo con el pensamiento del hogar», recé, y metí en su cerebro la punta de mi cuchillo para comer.
Dame un poco de ese puto vino.
¡Oh, la guerra es gloriosa,
zugater
!
Soñé con él. No llegué a ver su cara en la oscuridad. Podía haber sido cualquiera. Uno de entre cientos de hombres que yo mismo he podido poner fuera de combate. Campos de batalla, asedios, duelos, batallas navales… todos ellos dejan ese desperdicio de muertos y casi muertos, y cada uno de ellos era un
hombre
, con toda la vida del hombre, antes de que el hierro o el bronce le arrancaran su espíritu.
Es divertido. He matado a muchos hombres, pero ese viene a mí en la oscuridad y después bebo más y trato de olvidar.
Aquí, llénalo.
Los persas se entretuvieron un buen rato, pero, al final, el mayor de ellos se llevó a su hermano a pasear en la oscuridad y yo me levanté, busqué a los dos esclavos y nos encaminamos al oeste, para evitar más patrullas persas.
El oeste nos trajo el sonido del duelo. Aquí, los persas y los lidios habían segado a los jonios como malas hierbas al borde de un campo, cortándolos desde atrás mientras huían. Ahora, las mujeres de la zona habían salido a buscar a sus hombres, y padres e hijos, con antorchas. Los persas no las molestaban y ellas creyeron que éramos otros más que hacíamos lo propio, que lo éramos, o casi.
Cuando se elevó la luna, pudimos ver la línea curvada de los cadáveres como algas en la playa, y a hombres y a mujeres volviéndolos desesperadamente, acercando antorchas para mirar la cara. Lúgubre tarea.
Conocí a Heráclito por su voz. Estaba hablando con un muchacho y el chico lloraba a su lado. No pude contenerme. Me acerqué a él en la oscuridad y levanté su antorcha.
—¡Doru! —dijo—. ¡Estás vivo!
Lo estreché entre mis brazos. Lloré. Yo no era muy distinto del joven persa… Estaba acobardado por mi reacción al combate y después al campo de batalla.
Me dejó que llorase hasta que mi corazón latió cien veces, no más.
—¿Estás buscándolo también? —preguntó.
—Yo… yo he venido a buscar a Eualcidas. De Eubea —dije. Mi voz temblaba—. ¿Buscando a quién?
Heráclito asintió. El tenía una antorcha que hizo que su cara pareciera la de una estatua. Sus ojos eran pozos de oscuridad.
—Hiponacte cayó aquí, tratando de evitar la ruptura de la línea —dijo.
—¡Ah! —dije. Me ahogaba. Recuerdo que, de repente, no podía respirar. El chico que lloraba era Kylix, el esclavo—. ¿Está Briseida aquí? —pregunté.
—No seas tonto —dijo Heráclito—. La noticia aún no ha llegado a la ciudad —añadió. En voz más queda, me preguntó—: ¿Me ayudarás a encontrarlo?
—Dejad el cuerpo en el suelo y descansad —les dije a los esclavos—. Estos son amigos.
Lejtes se acercó y me tocó el brazo para llamar mi atención. Señaló el río, que se veía bien, a un estadio más o menos, a la luz de la luna.