Authors: Christian Cameron
—Estamos cerca, amo —dijo.
Me daba a entender que no quería arriesgar su libertad, que conseguiría pronto.
—Escondedlo —rugí, y, volviéndome a Heráclito, pregunté—: ¿Habéis combatido? Me resultaba difícil imaginármelo en la falange.
—¿Acaso parezco un esclavo? —preguntó—. ¡Claro que he combatido! —respondió. Extendió el brazo y tocó mi espada—. Esta es una noche amarga para mí, Doru. Y para ti, lo sé —dijo. Sus ojos estaban empañados, pero sabía que estaba mirando por encima de mi hombro—. Ayúdame a encontrarlo —dijo rápidamente.
—Naturalmente, maestro —dije.
Lo encontré en unos momentos. Reconocí sus sandalias tachonadas de bronce. Yo se las había puesto en los pies bastante a menudo.
Sollocé al ver que entre los hombres de aquella parte de la línea, solo él yacía con la cara hacia el enemigo y que tenía una gran herida en su costado; una lanza le había entrado bajo la axila, donde su compañero de fila debería haberlo protegido. Un medo yacía hacia su cabeza, y la punta de la lanza de Hiponacte estaba clavada en las costillas del hombre.
Supuse que Hiponacte estaba muerto, pero ese no era su destino ni el mío, Lo toqué para ponerlo boca arriba y asegurarme y él se estremeció y después gritó.
Ese grito fue el peor sonido que haya oído nunca.
Ocurre a veces que un hombre cae en el campo, por un golpe en la cabeza o un tajo repentino, y el impacto le hace perder el conocimiento. Pero más tarde despierta a la horrible verdad: que es casi un cadáver y yace en medio del dolor, esperando a morir.
Ese era el destino de Hiponacte. Recibió una segunda herida, un corte que había atravesado su coselete de cuero, por lo que sus intestinos relucían a la luz de la antorcha y yacían bajo su cuerpo; cuando se movió, el dolor debió de ser increíble. Pero, peor que el dolor —yo lo he visto—, es el hecho de caer en la cuenta de ello.
Cuando ves tus intestinos en un montón, sabes que estás muerto.
El gritaba y gritaba.
¿No he dicho que yo lo amaba? Si no, soy un imbécil. Era más padre mío que
pater
, con su humor y su ira poco marcada, su sentido de la justicia y su poesía. Era un gran hombre. Aun cuando yo era un esclavo y ordenó que me pegaran, aun cuando me amenazó con una espada, yo lo amaba. Detesté dejarlo, y sabía que, si no me hubiese apartado de su lado, no estaría gritando con los últimos latidos de su mortalidad en medio de los cuervos.
Lo dejé en el barro ensangrentado y puse su cabeza en mi regazo.
El gritaba.
¿Qué podía hacer yo? Traté de acariciarle la cara, pero sus ojos lo decían todo. La injusticia y el dolor. Recuerdo que él nunca quiso la guerra contra el Gran Rey. Y, sin embargo, había caído con su rostro mirando al enemigo y su lanza en el vientre de un persa, mientras hombres peores que él huían.
¿He mencionado las glorias de la guerra,
zugater
? Llénalo hasta el borde, y no lo estropees con agua. Lleno. Cuando doy una orden, espero que me obedezcan.
Así está mejor.
¿Por dónde iba?
¡Oh! Aún no he llegado a la parte mala.
Te he dicho cómo gritaba. Tú has oído a las mujeres en el parto: eso es dolor. Añade a eso la desesperación, que muchas mujeres, gracias a los dioses, no han de temer en el parto; eso era su alarido.
Había estado sin conocimiento; por eso su voz era clara y fuerte.
Después de diez alaridos, ya no podía pensar.
Tras veinte alaridos, dejé de tratar de hablar con él.
Quién sabe cuántas veces chilló.
Finalmente, puse mi cuchillo bajo su barbilla, lo abracé y lo besé entre chillidos y después, le clavé el cuchillo bajo la mandíbula hasta el cerebro.
Heráclito me había dicho una vez que este era el golpe de gracia. Lo he hecho bastante a menudo y sé que es lo que acaba más rápidamente con los alaridos. Si cortas la garganta de un hombre, tiene que desangrarse.
No sé cuánto tiempo estuve allí sentado. Lo suficiente para llenar mi regazo con su sangre.
—Tú… lo has matado —dijo Arqui. Su voz era sorprendentemente tranquila. Yo no tenía ni idea de cuánto tiempo había estado allí.
Heráclito tenía su mano en mi hombro.
—Eres un valiente —me dijo.
—Tú lo has matado —dijo Arqui de nuevo. Ahora había cierta cadencia en sus palabras.
—Arquñogos —dijo Heráclito, interponiéndose entre nosotros—, debes recoger su cuerpo y marcharte.
Llegó Kylix, llorando todavía. Empezó a quitar la armadura del cuerpo de su amo muerto. Estaba allí otro de los esclavos, Dion, el chico del agua, Sin duda, había ido como
skeuoforos
de Hiponacte. Juntos recogieron el cadáver de mi regazo y lo desnudaron. Idomeneo ayudó sin que se lo pidiesen.
—Tú
lo mataste —dijo Arqui, después de envolver el cuerpo en un
himatión
y tenderlo sobre unas lanzas.
Heráclito le dio una bofetada, un golpe seco con la mano abierta.
—No seas imbécil, muchacho —dijo, y se volvió hacia mí—. Tus ojos son más jóvenes y más finos que los míos. ¿Puedes abrir el paso?
—¡TÚ LO MATASTE! —rugió Arqui, y vino hacia mí. Llevaba su espada en la mano y me descargó un golpe en la cabeza.
Yo desenvainé y me defendí en un solo movimiento, y nuestras espadas retumbaron con el inconfundible sonido del acero contra el acero.
Estaba oscuro y el equilibrio era malo. Lo único que lo mantenía vivo era que yo no estaba defendiéndome. Hizo unos barridos salvajes contra mí y yo los esquivé, y mi nueva espada absorbió todo el peso de sus amplios tajos y la hoja se mantuvo, haciendo muescas en la suya una y otra vez.
El me lanzaba tajos y yo los esquivaba; al fin, Heráclito lo hizo tropezar con una lanza y después lo golpeó en la cabeza con la contera de la lanza.
Pero era demasiado tarde para nosotros. Aunque Arqui se desplomó en el suelo, medio aturdido, el ruido de cascos de caballo que había oído mientras bloqueaba sus salvajes ataques se acercaron y, de repente, nos vimos rodeados de antorchas y de voces persas. Nos rodearon eficientemente, a pesar de los cuerpos que había en el suelo. La mayoría de ellos tenían lanzas y eran más de diez.
Conocí a Ciro inmediatamente, aun montado y en la oscuridad. Estaba dando órdenes.
—¡Ave, noble Ciro! —grité.
Hizo avanzar a su caballo, dejando atrás a sus compañeros, y alzó una antorcha.
—¿Doru? ¿Por qué estás aquí?… ¡Oh! Por supuesto. Estás buscando a tu amo —dijo Ciro, y desmontó—. Este es Hiponacte… un buen hombre.
—Ese es uno de los vuestros —dije, apuntando mi espada al medo muerto.
Ciro movió la antorcha hacia atrás para poder ver el suelo.
—Darío —dijo—. No formó después de la batalla.
Más ruido de cascos.
—Envaina esa espada o eres hombre muerto —dijo Ciro a mi lado.
Lo miré. Sentí… quizá sintiera un deje de lo que sintiera Hiponacte, despertando al dolor y al conocimiento de que no había nada por venir sino la muerte. Ellos me harían esclavo. Nadie en la tierra pagaría un rescate por mí, pero no volvería a ser esclavo otra vez.
Por eso sonreí, o mi rostro dibujó un remedo de una sonrisa.
—Me parece que soy hombre muerto de todos modos —dije.
—¿Por qué? —preguntó Artafernes desde la oscuridad. También reconocí su voz—. Levanta esa espada.
Heráclito me cogió el brazo y me quitó la espada de la mano como si yo fuera un niño. Había olvidado que estaba a mi lado.
—Maldito seas —escupí.
Artafernes iba en un caballo blanco. Pasó entre los dos cadáveres, Hiponacte y Eualcidas. El viento estaba levantándose, y las antorchas hacían un ruido como de perros rabiosos.
¡Oh! El me debía la vida. Pero solo un hombre nacido noble espera que el mundo funcione así, como un poema épico. Un esclavo espera la revocación instantánea de cada favor, de cada promesa.
Artafernes era de una clase diferente de hombre. Me hizo un gesto.
—Tú —dijo—. ¿Tú eres un rebelde?
Ciro habló y nunca fue para mí mejor amigo que en aquella hora.
—Señor, vino a recuperar el cuerpo de Hiponacte, tu amigo anfitrión en Efeso.
Era evidente, a la luz de las antorchas, que yo llevaba una coraza de escamas.
—¿Estabas hoy alzado en armas, muchacho? —preguntó el sátrapa.
—Sí, señor —dije.
El asintió.
—Ya he declarado una amnistía para todos quienes tomaron las armas —dijo—. Ningún hombre será vendido como esclavo ni ejecutado si renueva su lealtad, Solo castigaré a quienes han venido allende el mar a atacar mis tierras: los atenienses y sus aliados.
Yo me encogí de hombros.
—Yo he servido a los atenienses —dije—. Y no encontraréis a otra persona a la que castigar. Vencieron a vuestros carios y después escaparon a sus barcos.
—¿Estás completamente loco? —me susurró Ciro al oído.
—Pero tú naciste en el oeste. Recuerdo que me lo contaste —dijo el sátrapa, encogiéndose de hombros—. Vete a casa, muchacho. Di en el oeste que el Gran Rey es misericordioso.
Iba a dejarme marchar. Saqué el anillo, su anillo, de mi mano y se lo entregué.
—Me devolvéis el favor que os hice —dije.
El negó con la cabeza.
—Los caballeros nunca devuelven —dijo él—. Intercambian. Conserva el anillo. Ve con tus dioses. ¿Quién es el otro hombre?
Yo sabía que no se refería a los esclavos.
—Heráclito, el filósofo —dije yo.
Artafernes desmontó.
—Hace mucho tiempo que quería conocerlo —dijo.
Heráclito se encogió de hombros.
—Os aprovecháis de mí, señor.
—¿Estabas alzado en armas hoy? —preguntó el sátrapa, ignorando el insulto.
—Sí, señor —dijo Heráclito.
—¿Aceptas mi amnistía? —preguntó Artafernes.
Heráclito inclinó la cabeza.
—No, señor.
—Tu nombre tiene mucho peso —dijo el sátrapa—. ¿No hablarás a tus conciudadanos?
Heráclito negó con la cabeza.
—No —dijo—. Ninguna palabra mía podría influir en el viento que sopla ahora, señor. La guerra, y no la razón, es aquí la dueña y señora. Han muerto demasiados hombres.
—¿No podemos pararla antes de que mueran más? —dijo Artafernes—. No hay nada por lo que vosotros, los griegos, tengáis que luchar. Nosotros no os sometemos a esclavitud, vosotros mismos os lo hacéis. Esta libertad es una palabra… solo una palabra. Un tirano griego toma más de una ciudad que lo que nunca tomaría un sátrapa del Gran Rey.
Heráclito lanzó un gruñido. Levantó la cara y sus lágrimas se hicieron patentes a la luz del fuego.
—El logos no es sino palabras —dijo—. Pero las palabras pueden asumir el aliento de la vida.
Libertad
es una palabra que respira. Preguntádselo a cualquier hombre que haya sido esclavo. ¿No es así, Doru?
—En efecto, maestro —dije.
—Todo hombre es esclavo de otro —dijo Artafernes.
—No —dijo Heráclito—. Vuestros antepasados lo sabían mejor.
Artafernes se dejó dominar por la ira.
—Me han hablado de ti como hombre sabio —dijo—. Durante todo el tiempo que llevo aquí, los hombres me han hablado de la sabiduría de Heráclito, Sin embargo, aquí estoy, rodeado de los fétidos cadáveres de tus amigos, Te ofrezco preservar tu ciudad y tú me hablas de libertad. Si mis hombres arrasan Efeso, ¿quién será
libre
? ¿Has visto alguna vez una ciudad arrasada?
Heráclito se encogió de hombros.
—Mi sabiduría no es nada —dijo—. Pero soy lo bastante sabio para entender que la guerra es un espíritu que nunca puede volver a encerrarse en una jarra de vino una vez desencadenado, como los espíritus del conflicto en la caja de Pandora. La guerra es la reina y ama de todo conflicto. Esta guerra no acabará hasta que todo lo que toca haya sido cambiado: unos hombres serán hechos señores, y otros serán hechos esclavos. Y cuando el mundo esté roto y rehecho, podremos hacer la paz.
Artafernes hizo una profunda inspiración.
—¿Profetizas? —preguntó.
—Cuando el dios está conmigo. A veces, veo el futuro en el logos. Pero el futuro no siempre llega a pasar.
—Escucha mi profecía, entonces, hombre sabio. En dos días, vendré con fuego y espada, y predigo que la sumisión sería la postura más sabia —dijo Artafernes, y volvió a montar su caballo—. Deseo mostrar misericordia. Permíteme hacerlo, por favor.
Heráclito negó con la cabeza.
—Toda mujer cuyo marido yaga aquí exigirá venganza —dijo.
—¿Y su venganza será abrirse de piernas para mis soldados? —dijo, suspirando, Artafernes—. No hay ejército griego en el mundo que pueda oponerse al Gran Rey. Vamos, usa la cabeza, filósofo.
Heráclito fue lo bastante prudente para hacer una reverencia, en vez de decir lo que llegaba a sus labios.
Ciro se me acercó.
—Eres tonto —dijo—. Diez veces tonto. ¿Por qué me caes bien? —añadió. Me abrazó—. ¿Necesitas dinero? —me preguntó, con la típica generosidad persa.
Negué con la cabeza.
—No —dije—. Tengo mi botín de Sardes —añadí, con la tontería de la juventud.
—No me dejes que te tenga en la punta de mi espada —dijo—. Camina a la luz —me dijo mientras montaba, y después siguió a su señor, adentrándose en la oscuridad.
Y así, el enemigo nos dejó con nuestros muertos.
El enemigo. Dejadme que os diga, amigos: yo nunca odié a Artafernes, no cuando era diez veces más mortífero para mí que lo fue aquella noche. Era un
hombre
. ¡Ah! Ahora está de moda odiar a los medos. Bueno, muchos son mejores que cualquier griego que os podáis encontrar y la mayoría de los hombres que os digan lo que hicieron en Platea o Mícala mienten más que hablan. Los persas son hombres que nunca mienten, que son leales a sus amigos y aman a sus esposas e hijos.
Ahora bien, a Aristágoras lo odiaba.
Caminamos juntos hacia el río, No teníamos elección, porque Heráclito y yo teníamos que llevar a Arqui, que estaba inconsciente, tan profundamente inconsciente que llegué a temer que el maestro le hubiese pegado demasiado fuerte.
Solo lo llevamos durante un estadio, pero me dio una idea de lo que los esclavos habían aguantado toda la noche.
Cuando llegamos a la orilla del agua, me di cuenta de que no tenía ningún plan pasado aquel punto. Mientras estaba allí, con las manos a la espalda como un anciano, jadeando por el esfuerzo, me preguntaba dónde podría estar Herc y qué haría si no llegaba.