Sangre en la piscina (12 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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Él se encogió de hombros.

—Lo siento. Adiós.

Juan cruzó lentamente el bosque. Cuando llegó a la piscina se sentó en el banco que había allí. No se arrepentía de la forma en que había tratado a Verónica. Verónica, pensó sin pasión, era una mujer de cuidado. Siempre lo había sido y lo mejor que él había hecho en su vida era haberse deshecho de ella a tiempo. ¡Sólo Dios sabía lo que le pudiera haber ocurrido a él a estas alturas de no haberlo hecho!

Ahora, afortunadamente, experimentaba la extraordinaria sensación de que empezaba una nueva vida, sin trabas, sin impedimentos del pasado. Debía haber resultado extremadamente difícil vivir con él durante los últimos años. «¡Pobre Gerda!», pensó, «con su abnegación y la continua ansiedad por complacerle... Sería más bondadoso con ella en adelante».

Y tal vez ahora le sería posible dejar de intentar avasallar a Enriqueta. Y no era que pudiese uno avasallar a Enriqueta en realidad, no era ella de ésas. Ya podían descargar tormentas sobre ella; seguía tan tranquila, meditando, mirándole a uno con ojos que parecían contemplarle desde muy lejos.

Pensó:

«Iré a Enriqueta y se lo contaré.»

Alzó vivamente la cabeza, turbado por un ruido leve y melancólico caer de las hojas. Pero aquél era otro ruido: un leve y ominoso chasquido.

Y, de pronto, Juan sintió una aguda sensación de peligro. ¿Cuánto tiempo llevaba sentado allí? ¿Media hora? Alguien le estaba vigilando. Alguien...

Y aquel chasquido era... claro que era...

Se volvió bruscamente, hombre rápido en sus reacciones. Pero no fue lo bastante rápido. Abrió los ojos desmesuradamente, sorprendido; pero no tuvo tiempo de emitir el menor sonido.

Sonó el disparo y cayó, torpemente, desgarbado, al borde mismo de la piscina.

Una mancha oscura se formó, muy despacio, por su lado izquierdo, y fluyó, no menos despacio, hasta la orilla de cemento de la piscina, goteando desde allí, roja, sobre el azul del agua.

Capítulo XI

Hércules Poirot se sacudió la última mota de polvo de los zapatos. Se había vestido cuidadosamente para asistir a la comida y estaba satisfecho del resultado.

Sabía, de sobra, la clase de ropa que se usaba en el campo los domingos en Inglaterra; pero se negaba a seguir las costumbres inglesas. Prefería sus normas de elegancia urbana. Él no era un caballero rural inglés. ¡Él era Hércules Poirot!

En realidad, se confesó, el campo no le gustaba. La casita para fines de semana... eran tantos los amigos suyos que habían cantado sus alabanzas que se había dejado convencer y había comprado Resthaven, aunque lo único que le había gustado de ella era su forma: era perfectamente cuadrada, como una caja. El paisaje sabía que lo consideraban de una belleza singular. Resultaba, sin embargo, demasiado carente de simetría para gustarle. No le hacían mucha gracia los árboles en ningún momento: tenían la desagradable y desordenada costumbre de dejar caer las hojas. Soportaba los álamos y algún otro árbol parecido, pero aquella profusión de hayas y robles le dejaba completamente frío. Un paisaje así se saboreaba mejor desde un automóvil en marcha, en una tarde hermosa. Uno exclamaba: «
Quel beau paisage!
», y continuaba adelante para refugiarse en un buen hotel.

Lo mejor que tenía Resthaven, pensó, era el pequeño huerto, con las simétricas hileras de vegetales que había sembrado en él su jardinero belga, Víctor. Entretanto, Francoise, esposa de Víctor, se dedicaba, con ternura, al cuidado del estómago de su señor.

Hércules Poirot franqueó la verja, suspiró, echó una nueva mirada a sus brillantes zapatos negros, se colocó bien el sombrero de fieltro gris y miró camino arriba y camino abajo.

Se estremeció levemente al contemplar el aspecto de Dovecotes. Dovecotes y Resthaven habían sido construidas por contratistas rivales, cada uno de los cuales había adquirido una parcela del terreno. El Trust Nacional para la conservación de las bellezas del campo se había apresurado a cortar en seco todo arranque emprendedor por parte de ambos. Las dos casitas representaban dos escuelas de pensamiento distintas. Resthaven era un cajón con techo, severamente moderno y un poco gris. Dovecotes era una profusión de viguería y ambiente antiguo comprimido en el menor espacio posible.

Hércules Poirot se preguntó cómo debía aproximarse a
The Hollow
. Sabía que, un poco más arriba, en el camino, había una puerta pequeña y un sendero. Ésta, la entrada no oficial, le ahorraría un rodeo de media milla por carretera. No obstante, Poirot, muy dado a observar la etiqueta con toda rigurosidad, decidió seguir el camino más largo y acercarse a la casa, correctamente, por el lado de la puerta principal.

Aquélla era la primera visita que les hacía a sir Enrique y lady Angkatell. Uno no debiera, opinó, tomar atajos sin que se le hubiese invitado a hacerlo, sobre todo cuando uno era invitado de gente de cierta posición social. Estaba, justo es confesarlo, encantado de la invitación.

«
Je suis un peu snob
», murmuró para sí.

Conservaba una impresión agradable de los Angkatell desde que les conociera en Bagdad, sobre todo de lady Angkatell.

«
Une origínale!
», pensó.

El tiempo que calculara para llegar andando a
The Hollow
por carretera resultó exacto. Era, exactamente, la una menos un minuto cuando llamó a la puerta. Se alegraba de haber llegado y se sentía algo cansado. No le gustaba mucho andar.

Le abrió la puerta el magnífico Gudgeon, que mereció la aprobación de Poirot. No fue recibido, sin embargo, de la forma en que había esperado.

—Milady está en el pabellón, junto a la piscina, señor. ¿Tiene la bondad de seguirme?

La pasión de los ingleses por sentarse al aire libre le irritaba a Poirot. Aun cuando uno tenía que tolerar semejante capricho en pleno verano, se dijo Poirot, uno debiera estar libre de ello a fines de septiembre. El día era bueno, en efecto, pero tenía, como suelen tener siempre los días de otoño, cierta humedad. ¡Cuánto más agradable hubiera resultado que le pasaran a una sala cómoda, con un fuego ardiendo en la chimenea! Pero no; hete aquí que le conducían por los ventanales a una pequeña ladera de césped que orillaba un jardín rocoso, franqueaban una verja pequeña y avanzaban por un sendero estrecho, orillado de castaños jóvenes, plantados uno muy cerca del otro.

Era costumbre de los Angkatell invitar a la gente para la una y, los días buenos, tomaban combinados y jerez en el pequeño pabellón junto a la piscina. La comida en sí se empezaba a la una y media, para cuya hora los invitados menos puntuales debieran haber llegado ya, lo cual permitía a la excelente cocinera de lady Angkatell ponerse a hacer
soufflés
y otras cosas delicadas que requieren un tiempo determinado, sin temor a que el tiempo le faltase.

A Hércules Poirot el plan no le hacía ni pizca de gracia.

—Dentro de un minuto —pensó— volveré a encontrarme casi en el punto de partida.

Con los pies más pesados por momentos, siguió a la alta figura de Gudgeon.

Fue en aquel momento cuando, inmediatamente delante de él, oyó un pequeño grito. Sin saber por qué, éste sirvió para aumentar su descontento. Resultaba incongruente, y hasta cierto punto fuera de lugar. No lo clasificó ni, en verdad, se detuvo a pensar en él. Cuando pensó en él más tarde, trabajo le costó recordar qué emociones, exactamente, había parecido expresar el gritito. ¿Chasco?, ¿sorpresa? ¿Horror? Sólo podía asegurar que sugería, sin el menor género de duda, lo inesperado.

Gudgeon salió de entre los castaños. Se estaba moviendo hacia un lado, respetuoso, para dejar pasar a Poirot y, al mismo tiempo, carraspeaba como preámbulo antes de murmurar: «Monsieur Poirot, milady», en el debido tono de respeto, cuando su flexibilidad se tornó de pronto rigidez. Se quedó boquiabierto. Hizo un ruido muy poco en consonancia con un mayordomo.

Hércules Poirot salió al espacio abierto que rodeaba a la piscina, e inmediatamente, él se tornó rígido también; pero con enfado.

¡Era demasiado...! ¡Era demasiado ya en verdad! No había esperado de los Angkatell semejante vulgaridad. La larga caminata por carretera, el desencanto sufrido al llegar a la casa. Y, ahora...,
¡esto!
¡El pervertido humorismo de los ingleses!

Se sintió molesto y aburrido. ¡Oh, lo aburrido que se sentía! La muerte no era, para él, divertida. Y he aquí que le habían preparado, como broma, un cuadro plástico.

Porque lo que estaba contemplando era el cuadro, altamente artificial, de un asesinato. Junto a la piscina se hallaba el cadáver, artísticamente colocado, con el brazo extendido y hasta su miaja de pintura encarnada goteando desde el borde de cemento al agua. Era un cadáver espectacular, el de un hombre rubio, bien parecido. De pie junto al cadáver, revólver en mano, había una mujer; una mujer baja, de cierta edad, fornida, de rostro adornado con extrañamente vacua expresión.

Y había otros tres actores. Al otro lado de la piscina había una joven alta, cuyo cabello hacía juego con las hojas otoñales. Tenía en la mano una cesta llena de dalias. Un poco más allá había un hombre alto, inconspicuo, con chaqueta de cazador, y una escopeta en la mano. E inmediatamente a su izquierda, con una cesta de huevos en la mano, se hallaba su huésped, lady Angkatell.

Poirot se dio cuenta de que varias sendas distintas convergían en la piscina y era evidente que cada una de aquellas personas había llegado por un camino distinto.

Resultaba todo muy matemático y muy artificial.

Suspiró. En fin, ¿qué esperaban que hiciese él? ¿Debía fingir creer en aquel «crimen»? ¿Debía dar muestras de alarma? ¿O debía hacer una pequeña reverencia y felicitar a lady Angkatell, diciendo?: «¡Ah, cuan encantador es esto que me han preparado!»

¡La verdad, todo aquello era muy estúpido, no tenía nada de
spirituel
! ¿No era la reina Victoria la que había dicho en cierta ocasión: «No nos divierte?» Se sentía gran inclinación a decir lo mismo. «Yo, Hércules Poirot, no me siento divertido.»

Lady Angkatell se había acercado al cadáver. Él la siguió, dándose cuenta de que Gudgeon, respirando aún con dificultad, iba detrás de él. «Éste no está en el secreto», pensó Poirot para sus adentros. Las otras dos personas del otro lado de la piscina se reunieron con ellos. Todos se hallaban muy cerca ya, contemplando aquella figura espectacular que yacía a la orilla de la piscina.

Y de pronto, con una sacudida terrible, con la misma sensación de borrosidad que se observaba en la pantalla de un cine antes de que quede enfocada la película, Hércules Poirot comprendió que aquel cuadro artificial tenía su punto de realidad.

Porque el que estaba moribundo si no era un muerto, era por lo menos un moribundo.

No era pintura roja lo que goteaba del borde de cemento; era sangre. A aquel hombre le habían pegado un tiro, y no hacía mucho rato.

Echó una rápida mirada a la mujer que se hallaba parada allí, revólver en mano. Tenía vacua la mirada, sin expresar sentimiento de ninguna clase. Parecía aturdida y bastante estúpida.

—Es curioso —pensó.

¿Habría agotado toda posibilidad de emoción, toda sensibilidad, al hacer el disparo? ¿Sería ahora, gastada toda su pasión, un simple cascarón vacío? Quizá fuera así, pensó.

Luego contempló al herido y tuvo un movimiento de sobresalto. Porque los ojos del moribundo estaban abiertos. Eran ojos intensamente azules y tenían una expresión que Poirot no pudo leer, pero que se describió a sí mismo como expresión de intensa sensación de alerta.

Y de pronto, o tal fue la impresión de Poirot, pareció como si en todo aquel grupo de gente no hubiera más que una persona que estuviese viva de verdad: el hombre que estaba a punto de morir.

Jamás había recibido Poirot una impresión tan fuerte de vivida e intensa vitalidad. Los demás eran figuras pálidas, espectrales, actores en un drama remoto; pero aquel hombre era real.

Juan Christow abrió la boca y habló. Tenía la voz fuerte, exenta de toda sorpresa. Y el tono era urgente.


Enriqueta
... —dijo.

Luego se entornaron sus párpados, y le cayó de lado la cabeza.

Hércules Poirot se dejó caer de rodillas, se aseguró y luego volvió a levantarse, sacudiéndose, maquinalmente, el polvo del pantalón.

—Sí—dijo—; está muerto.

El cuadro se deshizo, se disolvió, volvió a enfocarse. Hubo reacciones individuales ahora, sucesos triviales. A Poirot le pareció que se convertía en gigantesco ojo y oído que observaba y escuchaba todo lo que sucedía a su alrededor. Nada más que eso: observar y escuchar.

Se dio cuenta de que la mano de lady Angkatell que sujetaba la cesta se aflojaba, de que Gudgeon se adelantaba de un brinco y se la quitaba.

—Permítame, milady.

Maquinalmente, con la mayor naturalidad, lady Angkatell murmuró:

—Gracias, Gudgeon.

Y luego, vacilante:

—Gerda...

La mujer que sostenía el revólver habló por primera vez. Les miró a todos. Cuando habló, parecía estar completamente aturdida.

—Juan está muerto —dijo—. Juan está muerto.

La joven alta, de cabello color de hoja seca, se acercó apresuradamente a ella con aire de autoridad.

—Dame eso, Gerda —dijo.

Y con destreza, antes de que Poirot pudiera protestar o intervenir, le quitó el revólver de la mano a Gerda.

Poirot dio un rápido paso hacia delante.

—No debiera usted hacer eso, mademoiselle.

La joven se sobresaltó al oír su voz. El revólver se le escapó de la mano. Se hallaba de pie junto a la orilla de la piscina y el arma cayó al agua.

Abrió la boca y exhaló un «Oh» de consternación, volviendo la cabeza para mirar cariacontecida a Poirot.

—¡Qué imbécil soy! Lo soy.

Poirot no habló durante un instante. Estaba contemplando unos ojos claros, de color avellana. La mirada de éstos sostuvo la suya y se preguntó si no habría sido injusta su momentánea sospecha.

Dijo:

—Debieran tocarse las cosas lo menos posible. Hay que dejarlo todo tal como está para que lo vea la policía.

Hubo algo de movimiento entonces, muy leve, algo así como una oleada de inquietud.

Lady Angkatell murmuró, con disgusto:

—Claro..., supongo, sí, la policía...

Con voz clara y agradable, matizada de cierta repugnancia, el hombre de la chaqueta de caza murmuró:

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