Sangre en la piscina (4 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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Era raro, cuando uno se paraba a pensar que aquellas mismas cualidades que le irritaban en Gerda eran las que tantas ganas tenía de encontrar en Enriqueta. Lo que le irritaba de Enriqueta... (No; no era ésa la palabra; era ira, no irritación, lo que ella inspiraba.) Lo que le enfurecía era la absoluta rectitud de Enriqueta en cuanto a él se refería. Estaba tan en contraposición con la actitud que adoptaba hacia el mundo en general... Le había dicho una vez:

—Creo que eres la embustera mayor que he conocido.

—Tal vez.

—Siempre estás dispuesta a decirle a la gente cualquier cosa si ello ha de agradarle, de causarle satisfacción.

—Eso me parece a mí lo más importante.

—¿Más importante que decir la verdad?

—Mucho más.

—Entonces, ¿por qué, en nombre de Dios, no puedes mentirme un poco a mí?

—¿Quieres que lo haga?

—Sí.

—Lo siento, Juan, pero no puedo.

—Debes saber lo que quiero que me digas...

Vamos, no debía empezar a pensar en Enriqueta ahora. La vería aquella tarde. Lo que hacía falta ahora era acabar de cumplir su obligación. Tocar el timbre a ver a aquella maldita mujer, a la única paciente. ¡Otro ser enfermizo! Una décima parte indisposición verdadera, y nueve décimas hipocondría. Bueno, ¿y por qué no había de disfrutar de mala salud mientras estuviese dispuesta a pagar por semejante privilegio? Servía de contrapeso a las señoras Crabtree del mundo.

Pero siguió allí inmóvil aún.

Estaba cansado. Le parecía que llevaba cansado muchísimo tiempo. Había algo que deseaba con verdadero anhelo.

Y surgió en su cerebro el pensamiento:
«Quiero ir a casa.»

Le asombró. ¿De dónde había salido aquel pensamiento? Y, ¿qué significaba? ¿Casa? Nunca había tenido casa. Sus padres habían sido anglo—indios. Se había criado pasando de tío a tío, una vacunación cada uno. La primera casa permanente, el primer hogar que había conocido, era aquella casa de Harley Street, aquella casa en que tenía el consultorio.

¿Pensaba en aquella casa como hogar? Sacudió la cabeza. Sabía que no.

Pero se había despertado su curiosidad de médico. ¿Qué había querido decir con aquella frase que tan de repente había surgido en su cerebro?

«Quiero ir a casa.»

Algo tenía que haber, alguna imagen.

Entornó los párpados. Algún
fondo
debía de haber.

Y claramente, ante sus ojos mentales, vio el azul oscuro del mar Mediterráneo, las palmeras, los cactos, las chumberas. Olió el cálido polvo estival y recordó la frescura del agua tras yacer en la playa al sol.
¡San Miguel!

Se sobresaltó, se turbó levemente. No había pensado en San Miguel desde hacía años. Desde luego, no tenía el menor deseo de regresar allá. Todo aquello pertenecía a un capítulo pasado de su vida.

Aquello había sido doce, catorce, quince años antes. Y, ¡había obrado bien! ¡Su criterio había sido justo! Había estado locamente enamorado de Verónica; pero hubiese sido un error. Verónica se lo hubiera tragado en cuerpo y alma. Era una egoísta completa y no se había recatado en reconocerlo. Verónica se había apoderado de la mayoría de las cosas que había deseado; pero no había podido apoderarse de él. Él se había escapado. Probablemente le habría tratado mal desde un punto de vista convencional. ¡La habría plantado! Pero la verdad era que deseaba vivir su propia vida y eso no se lo hubiese consentido Verónica. Ella tenía la intención de vivir la vida de
ella
y arrastrar a Juan consigo de comparsa.

Se había quedado asombrada cuando él se negó a acompañarla a Hollywood.

Había dicho con desdén:

—Si tantas ganas tienes de ser médico, puedes doctorarte allí, supongo; pero es completamente innecesario. Tienes dinero para vivir y yo
ganaré
el dinero a espuertas.

Y él había contestado, con vehemencia:

—Es que me gusta mi profesión. Voy a trabajar con
Radley
.

Su voz, llena de juvenil entusiasmo, había pronunciado el nombre con respeto y veneración.

Verónica dio un respingo.

—¿Ese viejo tan estrambótico?

—Ese viejo tan estrambótico —había exclamado Juan, con ira— ha hecho algunos de los descubrimientos más valiosos en cuanto se relaciona con la enfermedad de Pratt.

Ella le había interrumpido: ¿A quién le importaba la enfermedad de Pratt? California, dijo, tenía un clima encantador. Y era divertido ver mundo. Agregó:

—Lo odiaré todo sin ti. Te quiero, Juan... Te
necesito
.

Y entonces, y con gran asombro de Verónica, él había propuesto que rechazara el ofrecimiento que le habían hecho desde Hollywood, se casara con él, y se resignara a vivir en Londres.

Ella se echó a reír y se mostró firme. Iba a ir a Hollywood, y amaba a Juan, y Juan tenía que casarse con ella y acompañarla. Tenía una confianza ilimitada en su belleza y en su poder.

Él había comprendido que no quedaba más que una cosa que hacer y la había hecho. Le había escrito, rompiendo su compromiso.

Mucho había sufrido, pero jamás había dudado de que lo hecho fuese lo más prudente. Había vuelto a Londres y empezado a trabajar con Radley. Y un año más tarde se había casado con Gerda, que era tan distinta a Verónica en todo como era posible serlo.

La puerta se abrió y entró su secretaria, Beryl Collins.

—Aún le queda a usted por recibir a la señora Forrester.

Él contestó con brevedad:

—Lo sé.

—Creí que pudiera habérsele olvidado.

Cruzó la habitación y salió por la puerta más lejana. Christow la siguió con la mirada. Una muchacha que no tenía nada de bonita, pensó, pero que era la eficiencia personificada. Estaba con él desde hacía seis años. Jamás cometía un error, ni se azoraba, ni se preocupaba, ni se metía prisa. Tenía negro el cabello, un cutis barroso y una barbilla que expresaba determinación. A través de los gruesos cristales de sus gafas, unos ojos grises despejados, le contemplaban a él, y contemplaban al resto del Universo, con la misma desapasionada atención.

Había querido una secretaria fea, que no anduviera con tonterías, y había conseguido una secretaria, sin tonterías de ninguna clase. Pero, a veces, con una falta de lógica inexplicable, Juan Christow se sentía resentido. Según todas las reglas de teatro y de novela, Beryl debiera haberle sido tan leal y afectuosa como un perro. Pero siempre había sabido que para Beryl, él no pintaba nada. Ni le inspiraba él devoción, ni abnegación. Jamás se había sentido impresionada por su personalidad, ni influida por su simpatía. A veces llegó a preguntarse incluso si no le inspiraría antipatía.

La había oído hablar una vez con una amiga por teléfono.

—No —había dicho—; en realidad, no creo que sea mucho más egoísta de lo que era. Quizá sea más bien más falto de consideración y más inconsciente.

Había comprendido que hablaba de él, y durante veinticuatro horas completas se había sentido francamente molesto.

Aun cuando el ciego e irrazonador entusiasmo de Gerda le irritaba, la serena crítica de Beryl le irritaba también. Total; pensó, que casi todas las cosas me irritan...

Por algo pasaría eso. ¿Exceso de trabajo? Tal vez, no; ésa era la excusa. Aquella creciente impaciencia, aquel cansancio y aquella irritación, tenían un significado más profundo. Pensó:

«Eso no puede ser. No puedo continuar así. ¿Qué me pasa? Si pudiera
marcharme
...»

Ahí estaba otra vez la idea que surgía para salirle al encuentro a la expresada idea de huir.

Quiero irme a casa...

¡Qué tonterías estaba diciendo...! ¡El 404 de Harley Street era su casa!

Y la señora Forrester estaba sentada en la salita de espera. Una mujer cargante. Una mujer que tenía demasiado dinero y demasiado tiempo libre que dedicar a pensar en sus achaques.

Alguien le había dicho en cierta ocasión:

—Debe hastiarse usted de esos pacientes ricos que siempre andan imaginándose enfermos. ¡Debe resultar tan satisfactorio tratar a los pobres, que sólo acuden cuando les pasa algo de verdad!

Él había sonreído. Eran curiosas las ideas que tenía la gente acerca de los pobres. Deberían haber visto a la vieja señora Pearstock, paciente de cinco clínicas distintas, que se presentaba todas las semanas para llevarse gratis botellas de medicina, linimento para la espalda, jarabes para la tos, aperitivos, mezclas digestivas...

—Catorce años hace que tomo la medicina parda, doctor, y es la única que me sirve para algo. Aquel médico joven de la semana pasada me dio una medicina
blanca
. ¡Como si eso pudiera servirme para algo! Es de sentido común, ¿no le parece, doctor?; quiero decir que hace catorce años que tomo la medicina parda y, si no me tomo la parafina como siempre, y esas píldoras pardas...

Le parecía estar oyendo la lloricona voz. Una mujer robusta, con una salud a prueba de bomba. ¡Ni la cantidad de medicinas que tomaba lograba ponerla enferma!

Eran lo mismo, exactamente iguales, hermanas gemelas en espíritu, la señora Pearstock del humilde barrio de Tottenham y la señora Forrester, de la señorial Park Line. Uno la escuchaba y escribía en una hoja de papel de lujo, o en la tarjeta de un hospital, según el caso...

Dios, ¡qué cansado estaba de todo aquello...!

Mar azul, la leve y dulce fragancia de la mimosa, polvo cálido...

Hacía quince años. Todo aquello había terminado para siempre. Sí, terminado, a Dios gracias. Habría tenido el valor suficiente para romper con ella.

¿Valor? Murmuró un diablillo en sus adentros. ¿Es eso lo que tú llamas valor?

Hombre, había sido sensato, ¿verdad? Trabajo le había costado arrancarse. ¡Qué diablos, le había hecho daño de verdad! ¡Le había dolido horrores! Pero había seguido adelante, había cortado los lazos, había vuelto a su patria, se había casado con Gerda.

Tenía una secretaria que no podía presumir de guapa, y una mujer que tampoco podía hacer alarde de belleza. Eso era lo que deseaba, ¿verdad? Ya estaba hasta la coronilla de belleza. Había visto lo que una persona como Verónica podía hacer con su belleza. Había visto el efecto que le hacía a todo hombre que se hallaba a tiro. Tras Verónica, había deseado la seguridad. Seguridad, paz y devoción, y tranquilidad, cosas duraderas de la vida. En resumen, había querido a Gerda. Había deseado a alguien que no tuviera más idea de la vida que las suyas, que aceptara sus decisiones, que, ni durante un instante siquiera, tuviese ideas propias...

¿Quién era el que había dicho que la verdadera tragedia de la vida era que uno consiguiese lo que deseaba?

Oprimió con ira el timbre que tenía sobre la mesa.

Despacharía a la señora Forrester. También aquél era un caso en que se ganaba el dinero con facilidad. De nuevo escuchó, hizo preguntas, tranquilizó, se mostró comprensivo, infundió algo de su sensación de energía. De nuevo extendió receta para un específico muy raro.

La mujer enfermiza y neurótica que había entrado en el consultorio arrastrando los pies, salió con paso firme, coloreadas las mejillas, con la sensación de que, después de todo, quizá valiera la pena vivir.

Juan Christow se retrepó en su asiento. Estaba libre ya. Libre para subir la escalera y reunirse con Gerda y los niños. Libre de las preocupaciones de enfermedad y sufrimientos durante el fin de semana.

Pero seguía experimentando la extraña falta de inclinación a moverse, aquella nueva y singular lasitud de voluntad.

Estaba cansado..., cansado..., cansado...

Capítulo IV

En el comedor del piso de encima del consultorio, Gerda Christow estaba contemplando un cuarto de cordero.

¿Debía mandarlo a la cocina para que se conservara caliente o no?

Si Juan tardaba mucho más, estaría frío, congelado, y eso sería terrible.

Mas, por otra parte, la última paciente había marchado; Juan subiría dentro de un momento. Si lo mandaba a la cocina, Juan tendría que esperar, y... ¡era tan impaciente! «Pero, ¿no sabías que venía...?» Tendría su voz aquel dejo de contenida exasperación que ella conocía ya y temía. Además, se asaría demasiado, se secaría... Y Juan detestaba la carne demasiado hecha.

En cambio, le hacía muy poca gracia la comida fría.

Fuera como fuese, la fuente estaba caliente.

Vacilaba, sin saber qué partido tomar, y su ansiedad y congoja crecían de punto.

Todo su mundo se había contraído, de pronto, convirtiéndose en su cuarto de cordero que se enfriaba en la fuente.

Desde el otro lado de la mesa, su hijo Terence, de doce años de edad, dijo:

—Las sales bóricas arden con llama verde; las del sodio con amarilla.

Gerda miró, aturdida, el cuadrado rostro cubierto de pecas. No tenía idea de lo que estaba hablando su hijo.

—¿Sabías tú eso, mamá?

—¿Si sabía qué?

—Lo de las sales.

La mirada de Gerda vagó distraída, hacia el salero. Sí; la sal y la pimienta estaban en la mesa. Menos mal. La semana anterior Lewis se había olvidado poner esas cosas y Juan al darse cuenta, se había molestado. Siempre había algo...

—Es uno de los experimentos de química —dijo Terence, en voz soñadora—. Y la mar de interesante, por cierto, en mi opinión.

Zena, de nueve años y semblante lindo aunque vacuo, lloriqueó:

—Quiero comer. ¿No podemos empezar, mamá?

—Dentro de un momento, querida. Hemos de esperar a papá.


Nosotros
podríamos empezar ya —dijo Terence—. A papá no le importaría. Ya sabes lo aprisa que come.

Gerda sacudió la cabeza.

¿Trinchar ella el cordero? Pero, ¡si nunca lograba acordarse de por qué lado debía meter el cuchillo! Claro que, a lo mejor Lewis lo habría colocado bien en la fuente, pero a veces no lo hacía, y a Juan le molestaba mucho si no se trinchaba bien. Y pensó Gerda, desesperada,
siempre
estaba mal trinchado cuando lo hacía ella. ¡Santo Dios! ¡Qué fría se estaba poniendo la salsa...! Se estaba formando una película por encima. Tendría que mandarla a la cocina otra vez... Pero, si Juan estaba a punto de llegar... y debía estar a punto de llegar en aquellos instantes.

Le daba vueltas la cabeza. Experimentaba la misma sensación que un animal acorralado.

Retrepado en el sillón del consultorio, tabaleando con los dedos sobre la mesa, Juan Christow no lograba, sin embargo, arrancarse de su asiento.

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