Read Sangre en la piscina Online
Authors: Agatha Christie
—Sí..., y mujeres también.
Le dirigió una mirada dura.
—Estoy hablando de hombres, de Juan Christow. Bueno, pues así era. Protesté al principio, reí, me negué a tomarle en serio. Luego le dije que estaba loco. Era muy tarde cuando regresó a
The Hollow
. Habíamos discutido y discutido. Él seguía... tan decidido como siempre.
Volvió a tragar saliva.
—Por eso le mandé una nota al día siguiente. No podía dejar las cosas así. Era preciso que le hiciese comprender que lo que él deseaba era... imposible.
—Y... ¿
era
imposible?
—¡Claro que era imposible! Vino. No quiso escuchar lo que yo tenía que decir. Se mostró tan insistente como antes. Le dije que era inútil, que no le amaba, que le odiaba... —hizo una pausa, respirando con fatiga—. Tuve que hablar con brutalidad. Conque nos separamos enfadados... Y ahora... ha muerto.
Vio cómo se unían sus manos; vio los dedos retorcidos; vio cómo resaltaban los nudillos. Eran manos grandes, más bien crueles.
La fuerte impresión que ella estaba experimentando se le contagió a Poirot. No era pena, ni dolor, no, era furia. La furia, pensó, del egoísmo frustrado.
—¿Bien, monsieur Poirot? —tenía la voz serena, dominada otra vez—. ¿Qué he de hacer? ¿Contar la historia o callármela? Eso es lo que ocurrió... pero cuesta trabajo creerlo.
Poirot le dirigió una mirada, una mirada sostenida, analizadora.
No creía que Verónica estuviese diciendo la verdad. Y, sin embargo, se notaba en ella un fondo de sinceridad. Esas cosas sucedían, se dijo, pero no sucedieron así.
Y, de pronto comprendió. Era cierta la historia; pero invertida. Era Verónica quien no había podido olvidar a Juan Christow. Era ella quien se había sentido decepcionada y rechazada. Y ahora, incapaz de soportar el silencio, la tremenda ira de una pantera privada de lo que ella consideraba su legítima presa, había inventado una versión de la verdad que dejase satisfecho su amor propio herido y alimentara un poco su doloroso apetito por un hombre que se hallaba ya fuera del alcance de sus rapaces garras. ¡Imposible reconocer que ella, Verónica Cray, no pudiese obtener lo que deseaba! Conque lo había contado todo al revés.
—Si todo eso tuviera algo que ver con la muerte de Juan Christow, tendría usted que hablar con franqueza. Pero si nada tiene que ver con ella, y yo no comprendo por qué había de tenerlo, está justificado que guarde usted silencio sobre el particular.
Se preguntó si habría quedado desilusionada. Se le antojaba que, en el estado de ánimo en que se encontraba, le gustaría lanzar la historia a la publicidad, contarla para que la publicasen los periódicos. Había acudido a él..., ¿para qué? ¿Para poner a prueba su historia? ¿Para estudiar su reacción? ¿O... para usarle a él..., para inducirle a que hiciese circular el relato?
Si su templada reacción la desilusionó, no dio muestra alguna de ello. Se puso en pie y le tendió una de aquellas manos largas y bien cuidadas.
—Gracias, monsieur Poirot. Lo que usted dice parece eminentemente sensato. Celebro mucho haber venido a verle. Tenía... tenía necesidad de contárselo a alguien..., de que alguien lo supiera.
—Respetaré su confidencia, madame.
Cuando se hubo marchado, abrió las ventanas un poco. Los perfumes le mareaban. No le gustaba el de Verónica. Era caro, pero empalagoso, abrumador, como su personalidad.
Se preguntó, al sacudir las cortinas para hacer aire, si Verónica Cray habría matado a Juan Christow.
Le hubiera matado de buena gana, de eso estaba convencido. Hubiese disfrutado apretando el gatillo... viéndole tambalearse y caer.
Pero tras aquella furia vengativa se ocultaba algo frío y astuto, algo que pesaba las probabilidades, una inteligencia fría y calculadora. Por muchas ganas que hubiese tenido Verónica Cray de matar a Juan Christow, Poirot dudaba mucho que se hubiera decidido a correr el riesgo.
La vista de la causa había terminado, simple formalidad más que otra cosa, y aunque advertidos de antemano, casi todos experimentaron cierto resentimiento y chasco.
Aplazada por quince días a petición de la policía.
Gerda había bajado de Londres con la señora Patterson en un «Daimler» de alquiler. Llevaba vestido negro y un sombrero que le sentaba muy mal, y parecía nerviosa y aturdida.
A punto de subir al «Daimler» se detuvo al acercarse a ella lady Angkatell.
—¿Cómo estás, Gerda, querida? Espero que no dormirás demasiado mal. Yo creo que las cosas han ido todo lo bien que podíamos esperar, ¿verdad? No sabes cuánto siento no tenerte con nosotros en
The Hollow
, pero comprendo perfectamente cuánto te angustiaría eso.
La señora Patterson dijo con voz animada, echando una mirada de reproche a su hermana por no haberla presentado debidamente.
—Esto fue idea de la señorita Collins..., bajar en automóvil y regresar inmediatamente. Resulta un poco caro, claro está, pero nos pareció que valía la pena.
—¡Oh!, estoy completamente de acuerdo con usted.
La señora Patterson bajó la voz.
—Voy a llevarme a Gerda y a los niños a Bexhill. Lo que ella necesita es descanso y quietud. ¡Los periodistas! ¡No tiene usted idea; rondan por Harley Street como un enjambre de abejas!
Un joven tomó una fotografía. Elisa Patterson empujó a su hermana para que subiera al coche y se fueron.
Los demás vieron, durante un fugaz instante, el rostro de Gerda bajo el ala del sombrero. Era una cara vacua, perdida, en aquel instante parecía una criatura idiota.
La señorita Midge Hardcastle murmuró entre dientes:
—¡Pobre diablo!
Eduardo dijo irritado:
—¿Qué rayos veía la gente en Christow? Esa mujer parece quebrantada de dolor.
—Juan lo era todo para ella —dijo Midge—. Le adoraba como a un dios.
—Pero, ¿por qué? Era un hombre egoísta. Muy buena compañía hasta cierto punto, pero...
Se interrumpió. Luego quiso saber:
—¿Qué opinión tenías tú de él, Midge?
—¿Yo? —Midge reflexionó.
Dijo por fin, algo sorprendida por sus propias palabras:
—Creo que me infundía respeto.
—¿Respeto? ¿Por qué?
—Conocía al dedillo su profesión.
—¿Estás pensando en él como médico?
—Sí.
No hubo tiempo para más.
Enriqueta iba a llevar a Midge a Londres en su coche. Eduardo regresaba a
The Hollow
a comer y marcharía en el tren de la tarde con David. Le dijo vagamente a Midge:
—Tienes que salir y comer conmigo un día.
Midge dijo que le encantaría, pero que no podía tomarse más de una hora. Eduardo le dirigió una sonrisa encantadora y observó:
—Oh, se tratará de una ocasión especial. Estoy seguro de que serán comprensivos en tu establecimiento.
Luego se movió hacia Enriqueta.
—Ya te llamaré por teléfono, Enriqueta.
—Sí, hazlo, Eduardo. Pero es preferible que me pase mucho tiempo fuera de casa.
—¿Fuera?
Ella le miró con sonrisa burlona.
—Ahogando mis pesares. No esperarás que me esté sentada en casa entregada a mis pensamientos, ¿verdad?
Dijo él muy despacio:
—No te comprendo estos días, Enriqueta. Eres completamente distinta.
Se dulcificó el semblante de la joven. Dijo inesperadamente:
—Querido Eduardo...
Y le dio un apretoncito en el brazo.
Se encaró displicente con lady Angkatell a continuación.
—Puedo volver si quiero, ¿verdad, Lucía?
Lady Angkatell contestó:
—Claro que sí, querida. Y sea como fuere, tendrás que volver para asistir a la vista, que se ha fijado para dentro de dos semanas.
Enriqueta se dirigió al lugar en que había dejado su coche en la plaza del mercado. Su maleta y la de Midge se encontraban dentro ya.
Subieron y pusieron el automóvil en marcha.
El coche ascendió la larga cuesta y salió a la carretera por encima de la cresta. Abajo, las hojas pardas y doradas tiritaban un poco en el fresco de un día gris otoñal.
Midge dijo de pronto:
—Me alegro de alejarme..., hasta de Lucía. A pesar de lo encantadora que
es
, me pone a veces la carne de gallina.
Enriqueta estaba mirando el espejo retrovisor.
Dijo, no muy atenta a la conversación:
—Lucía tiene que darle colorido... hasta a un asesinato.
—¿Sabes que nunca había pensado en asesinatos hasta ahora?
—¿Por qué habías de pensar? No es eso cosa
en
que una piense. Asesinato es una palabra de nueve letras en crucigrama... o una distracción agradable entre las tapas de un libro. Pero el de verdad...
Hizo una pausa. Midge terminó la frase.
— ...¡
es
de verdad! Eso es lo que sobresalta y asusta.
—No hay razón para que a ti te sobresalte y asuste. Tú estás fuera del asunto. Quizá seas la única de nosotros que lo esté.
Dijo Midge:
—Todos quedamos fuera ahora. Nos hemos escapado.
Enriqueta murmuró:
—¿Tú lo crees así?
Estaba mirando en el espejo otra vez. De pronto, pisó el acelerador. El automóvil respondió. Echó una mirada al indicador de velocidad. Iban a más de cincuenta millas por hora. A los pocos momentos, la aguja del indicador marcó sesenta.
Midge miró de soslayo el perfil de Enriqueta. No era normal en ella conducir a semejante velocidad. Le gustaba correr, pero el serpenteante camino por el cual avanzaban no era como para justificar aquella marcha. Una hosca sonrisa aleteaba en los labios de Enriqueta.
Dijo:
—Mira por encima del hombro, Midge. Fíjate en ese coche de atrás.
—¿Qué?
—Es un «Ventnor 100».
—¿Sí?
A Midge no le interesaba gran cosa eso.
—Son unos cochecitos muy útiles... consumen muy poca gasolina, van bien por carretera, pero no son veloces.
—¿No?
Era curioso, pensó Midge, lo mucho que le fascinaban siempre a Enriqueta los automóviles y sus características.
—Como digo, no son veloces, pero ese coche, Midge, ha conseguido mantenerse a la misma distancia nuestra a pesar de que vamos a más de sesenta millas por hora.
Midge la miró con sobresalto.
—¿Quieres decir con eso que...?
Enriqueta afirmó con la cabeza.
—La policía, según tengo entendido, tiene motores especiales instalados en coches que parecen corrientes.
—¿Quieres decir con eso que nos están vigilando?
—Parece estar bien claro.
Midge se estremeció.
—Enriqueta, ¿puedes tú comprender el significado de eso del segundo revólver?
—No; elimina a Gerda. Pero, fuera de eso, no parece tener significado alguno.
—Pero si era uno de los revólveres de Enrique...
—No sabemos que lo sea. No olvides que aún no lo han encontrado.
—No, es cierto. Podría tratarse de un extraño. ¿Sabes tú quién me gustaría pensar que había matado a Juan, Enriqueta? Esa mujer.
—¿Verónica Cray?
—Sí.
Enriqueta nada dijo. Siguió conduciendo.
—¿No te parece que es posible? —insistió Midge.
—Posible, si—contestó Enriqueta despacio.
—Así, pues, tú no crees...
—Nada se adelanta pensando una cosa nada más que porque una
quiere
que sea. Es la solución perfecta. ¡Quedaríamos eliminados todos nosotros!
—¿Nosotros? Pero...
—Todos estamos metidos en el ajo..., todos. Hasta tú, Midge, querida..., aunque trabajo les iba a costar hallar en tu caso un móvil. Claro que me
gustaría
que fuese Verónica. Nada me encantaría tanto como verja dar una representación, como diría Lucía, en el banquillo de los acusados.
Midge le dirigió una rápida mirada.
—Dime, Enriqueta, ¿te hace todo eso sentirte vengativa?
—Quieres decir —Enriqueta hizo una pausa—, ¿porque estaba enamorada yo de Juan?
—Sí.
Al hablar, Midge se dio cuenta, con cierto sobresalto, que aquélla era la primera vez que el hecho escueto se expresaba en palabras. Todos lo habían aceptado, Lucía y Enrique, Midge, hasta Eduardo, todos admitían tácitamente que Enriqueta estaba enamorada de Juan Christow. Pero ninguno de ellos había llegado a insinuar siquiera el hecho verbalmente hasta entonces.
Hubo una pausa durante la cual Enriqueta pareció estar pensando. Luego dijo en voz meditativa:
—No puedo explicarte lo que siento. Quizá no lo sepa yo misma.
Cruzaba ahora el Puente de Alberto.
Dijo Enriqueta:
—Más vale que vengas conmigo al estudio, Midge. Tomaremos té y te acompañaré a tu pensión después.
Allí en Londres, empezaba ya a anochecer. Se detuvieron ante la puerta del estudio y Enriqueta metió la llave en la cerradura. Entró y encendió la luz.
—Hace frío —dijo—. Más vale que encendamos la estufa de gas. ¡Bah! Tenía la intención de comprar cerillas por el camino.
—¿No sirve el encendedor?
—El mío no sirve para nada. Y, de todas formas, es difícil encender el gas con un mechero. Haz como si estuvieras en tu propia casa. Hay un ciego en la esquina. Le compro a él las cerillas. Estaré de vuelta en seguida.
Sola en el estudio, Midge se puso a vagar por él contemplando las obras de Enriqueta. Le daba una sensación extraña estar contemplando el desierto estudio con aquellas creaciones de madera y bronce.
Había una cabeza de bronce con pómulos salientes y casco de acero, posiblemente un soldado ruso. Y vio una construcción airosa de aluminio retorcido que le intrigó mucho. Vio una enorme rana estática de granito color rosa. Y a un extremo del estudio se encontró con una figura de madera, casi de tamaño natural.
La estaba contemplando cuando giró la llave de Enriqueta en la cerradura y entró la joven jadeando un poco.
Midge se volvió.
—¿Qué es esto, Enriqueta? Asusta un poco.
—¿Eso? La Adoradora. Es para el Grupo Internacional.
Midge repitió contemplándola:
—Asusta.
Enriqueta se arrodilló para encender la estufa y dijo por encima del hombro:
—Es interesante oírte decir eso. ¿Por qué encuentras que te asusta?
—Creo que... porque no tiene cara.
—¡Cuánta razón tienes, Midge!
—Está muy bien hecho, Enriqueta.
Dijo ésta alegremente:
—Es un pedazo bastante bonito de madera de peral.