Sangre en la piscina (8 page)

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Authors: Agatha Christie

BOOK: Sangre en la piscina
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—¡Eso venía a ser! ¡Y tiene muy acentuada la nuez también!

—Supongo que no esperará de mí que ponga remedio a eso, ¿verdad? —inquirió Enriqueta, alarmada.

—Y tienes que ser bondadosa para con Gerda.

—¡Cuánto la odiaría yo a Lucía si me hallase en el lugar de Gerda!

—Y viene a comer con nosotros mañana alguien que se dedica a hallar la solución de crímenes.

—No iremos a jugar a asesinatos, supongo.

—No lo creo. Creo que sólo se trata de mostrarse hospitalarios con un vecino.

La voz de Midge cambió levemente.

—Ahí viene Eduardo a nuestro encuentro.

«¡Querido Eduardo!», pensó Enriqueta, sintiéndose invadida por una repentina oleada de afecto.

Eduardo Angkatell era muy alto y muy delgado. Sonreía ahora al dirigirse hacia las jóvenes.

—Hola, Enriqueta; hace más de un año que no te veo.

—Hola, Eduardo.

¡Qué agradable era Eduardo! Aquella dulce sonrisa suya, las arrugas en las comisuras de los párpados. Y toda su osamenta, llena de protuberancias. «Yo creo que son los huesos lo que más me gusta de él», pensó Enriqueta. El calor del afecto que Eduardo le inspiraba la sobresaltó. Había olvidado que quería tanto a Eduardo.

Después de comer, Eduardo dijo:

—Ven a dar un paseo, Enriqueta.

Subieron por detrás de la casa, tomando un camino que zigzagueaba por entre los árboles. Como los bosques de Ainswick, pensó Enriqueta. ¡Querido Ainswick! ¡Lo que se habían divertido allí! Empezó a hablarle a Eduardo de Ainswick. Reavivaron viejos recuerdos.

—¿Te acuerdas de nuestra ardilla? La que tenía la pata rota. Y la metimos en una jaula y se puso buena.

—Claro que sí. Le dimos un nombre absurdo. ¿Cómo era, que ahora no me acuerdo?

—¡«Cholmondeley—Madjoribanka»!

—Eso es.

Los dos se echaron a reír.

—Y el ama de llaves, la señora Bondy, no hacía más que decir que acabaría escapándose por la chimenea.

—¡Y cómo nos indignamos!

—Pero sí que se escapó de esa manera.

—Tuvo ella la culpa —afirmó Enriqueta convencida—. Le metió esa idea en la cabeza a la ardilla.

Prosiguió:

—¿Está todo igual, Eduardo? ¿O ha cambiado? Yo siempre me lo imagino igual.

—¿Por qué no vienes a verlo, Enriqueta? Hace mucho tiempo que no has estado allí.

—Ya lo sé.

¿Por qué, se preguntó, había dejado transcurrir tanto tiempo? Una se encontraba atareada, interesada, enredada con gente...

—Ya sabes que allí se te recibe siempre con los brazos abiertos...

—¡Qué bueno eres, Eduardo!

«Querido Eduardo», pensó.

Dijo al poco rato:

—Me alegro de que tengas cariño a Ainswick.

Ella contestó soñadora:

—Ainswick es el lugar más hermoso del mundo.

Una niña patilarga con desgreñada melena color castaño..., una niña feliz sin la menor idea de las cosas que iba a hacer con ella la vida..., una niña que amaba los árboles...

¡Haber sido tan feliz y no haberlo sabido! «
Si pudiera volver
», pensó.

Y en voz alta, de pronto:

—¿Está Ygdrasil
[8]
allí aún?.

—Lo partió un rayo.

Estaba angustiada. Ygdrasil, el nombre que ella le había dado al enorme roble. ¡Si los dioses podían destruir a Ygdrasil, no había nada seguro! Más valdría no volver.

—¿Recuerdas tu símbolo particular, el de Ygdrasil?

—¿Aquel árbol tan extraño, que no se parecía a árbol que haya existido jamás, que solía yo dibujar en trocitos de papel? ¡Sigo haciéndolo, Eduardo! En secantes, en los listines de teléfonos, en las hojas de marcar los tantos cuando juego al bridge. Sigo teniendo la costumbre de dibujarlo en todas partes. Dame un lápiz.

Él le entregó un lápiz y un librito de notas, y riendo Enriqueta dibujó el absurdo árbol.

—Sí —dijo él—; ése es Ygdrasil.

Habían llegado a la cima. Enriqueta se sentó en un tronco caído. Eduardo tomó asiento a su lado. Ella miró hacia abajo, a través de los árboles.

—Esto se parece algo a Ainswick..., es una especie de Ainswick de bolsillo. A veces me he preguntado... Eduardo, ¿crees tú que será ésa la razón de que Lucía y Enrique vinieran aquí?

—Es posible.

—Uno nunca sabe —dijo Enriqueta muy despacio— lo que está pasando por la cabeza de Lucía.

Luego preguntó:

—¿Qué has estado haciendo, Eduardo, desde que te encontré por última vez?

—Nada, Enriqueta.

—Eso suena la mar de apacible.

—Nunca he valido mucho para... hacer cosas.

Ella le dirigió una rápida mirada. Había notado algo en su tono. Pero él la estaba contemplando sereno y con expresión sonriente.

Y de nuevo experimentó ella una expresiva oleada de afecto.

—Tal vez —murmuró— hagas bien.

—¿En qué?

—En no hacer cosas.

Eduardo dijo lentamente:

—Eso suena la mar de extraño en tus labios. En ti, Enriqueta, que tanto has triunfado.

—¿Tú crees que he triunfado? Tiene gracia.

—Sí que has triunfado, querida. Eres artista. Debes estar orgullosa de ti misma. No puedes evitarlo.

—Ya... Son muchas las personas que dicen eso. No comprenden..., no tienen la menor idea del asunto. Ni tú tampoco, Eduardo. La escultura no es una cosa que emprende una y en la que llegue a triunfar. Es una cosa que se
apodera
de una.., que la maltrata..., que la persigue..., de suerte que, tarde o temprano, no tiene una más remedio que llegar a un acuerdo con ella.. Y entonces momentáneamente una obtiene un poco de paz y descanso..., hasta que se repite el proceso, hasta que el ciclo vuelve a empezar.

—¿Quieres disfrutar de la paz, Enriqueta?

—¡A veces creo que deseo la paz más que ninguna otra cosa del mundo, Eduardo!

—Podrás disfrutar de ella en Ainswick. Yo creo que podrías ser feliz allí. Aunque... tuvieses que aguantarme a

. ¿Qué dices a eso, Enriqueta? ¿No quieres venir a Ainswick y hacer de mi casa tu hogar? Siempre he estado ahí, bien lo sabes, aguardándote.

Enriqueta volvió la cabeza muy despacio. Dijo en voz baja:

—Ojalá no te tuviera tanto afecto, Eduardo. ¡Resulta tanto más duro así continuar diciendo que no...!

—Así, pues, tu contestación es «No».

—Lo siento.

—Has dicho que no otras veces..., pero esta vez..., bueno, yo creí que iba a ser distinto. Has sido feliz esta tarde, Enriqueta. Eso no puedes negarlo.

—He sido muy feliz.

—Hasta tu semblante... parece más joven que esta mañana.

—Lo sé.

—Hemos sido felices juntos hablando de Ainswick, pensando en Ainswick. ¿No comprendes lo que eso significa, Enriqueta?

—¡Eres tú quien no comprende lo que significa, Eduardo! Hemos estado viviendo toda esta tarde en el pasado.

—El pasado es a veces un sitio muy bueno en que vivir.

—Una no puede volver atrás. Ésa es una de las cosas que uno no puede hacer: volver atrás.

Guardó él silencio unos momentos. Luego dijo con voz serena, agradable y completamente exenta de emoción:

—Lo que en realidad quieres decir es que no te casarás conmigo por culpa de Juan Christow, ¿no es eso?

Enriqueta no repuso y Eduardo prosiguió:

—Eso es, ¿verdad? Si no hubiera en el mundo un Juan Christow te casarías conmigo.

Enriqueta dijo con aspereza:

—¡No puedo imaginarme un mundo sin Juan Christow! Eso es lo que tú tienes que comprender.

—Si es así, ¿por qué diablos no se divorcia él de su mujer y así os podríais casar?

—Juan no quiere divorciarse. Y no estoy muy segura de que querría yo casarme con él si se divorciara. No es... no es ni mucho menos lo que tú piensas.

Eduardo dijo con voz pensativa:

—Juan Christow. Hay demasiados Juan Christow en este mundo.

—Estás en un error. Hay muy poca gente como Juan.

Capítulo VII

Al subir al coche y cerrar Lewis la puerta de la casa de Harley Street, Gerda experimentó la misma sensación que si acabaran de condenarla al destierro. Parecía tan sin apelación aquel portazo... Quedaba cerrada fuera. Había caído sobre ella aquel terrible fin de semana. Y había cosas, muchísimas cosas, que debiera haber hecho antes de marcharse. ¿Había cerrado el grifo del cuarto de baño? Y la carta para la lavandera... la había puesto..., ¿dónde la había puesto? ¿Estarían bien los niños con mademoiselle? Mademoiselle era tan... tan... Terencio, por ejemplo, ¿haría alguna de las cosas que mademoiselle le dijera? Las institutrices francesas no parecían tener mucha autoridad.

Se sentó al volante, abrumada aún por su sensación de infelicidad, y dio nerviosa al arranque. Lo oprimió vez tras vez.

Dijo Juan:

—El coche arrancará mejor, Gerda, si das la llave del motor.

—¡Caramba! ¡Qué torpe soy!

Le dirigió una rápida mirada preñada de alarma. Si Juan iba a enfadarse desde el primer momento... Pero con gran alivio suyo vio que estaba sonriendo.

«Eso se debe —pensó Gerda, con un destello de perspicacia— a que está tan contento de que vamos a casa de los Angkatell.»

¡Pobre Juan! ¡Trabaja tanto! Llevaba una existencia tan abnegada, tan por completo dedicada a los demás... Nada de particular tenía que tuviese tantas ganas de que llegara aquel fin de semana. Y recordando la conversación en el comedor, dejó de embragar tan de repente que el coche arrancó de un salto:

—Sabes, Juan, que no debieras decir ni en broma que odias a los enfermos. Es maravilloso eso de que des tan poca importancia a todo lo que haces, y lo comprendo. Pero los niños, no. Terry, en particular, suele tomar las cosas al pie de la letra.

—Hay veces —dijo Juan Christow— en que Terry parece casi humano... ¡no como Zena! ¿Hasta qué edad suelen las niñas ser todo afectación?

Gerda rió dulcemente. Juan quería hacerla rabiar un poco, lo sabía. Se mantuvo en sus trece. Gerda tenía una mente tenaz.

—Yo creo, Juan, que es bueno que los niños se den cuenta de la abnegación y de la devoción de la vida de un médico.

—¡Dios Santo! —exclamó Christow.

La mente de Gerda se desvió momentáneamente. Las luces de tráfico a las que se acercaba llevaban mucho rato verdes. Era casi seguro, se dijo, que cambiarían antes de que pudiera llegar a ellas. Empezó a amainar la velocidad. Verde aún.

Juan Christow olvidó su resolución de no criticar la forma de conducir de su esposa.

—¿Por qué paras? —quiso saber.

—Pensé que las luces pudieran cambiar...

Pisó el acelerador. El automóvil avanzó un poco, pasó las luces, y el motor, no pudiendo agarrar a tiempo, falló.

Los vehículos que venían de los lados del cruce empezaron a tocar, iracundos, la bocina.

Juan dijo, aunque agradablemente:

—¡Eres la peor conductora de automóvil del mundo, Gerda!

—Siempre me preocupan las luces de tráfico. Una no sabe nunca cuándo van a cambiar.

Juan miró de soslayo a Gerda, observó la preocupación y ansiedad que reflejaba su semblante.

«A Gerda le preocupa todo», pensó.

E intentó imaginarse qué sensación experimentaría una persona que se hallara siempre en este estado. Pero, como no tenía mucha imaginación, le fue imposible conseguirlo.

—¿Sabes? —Gerda seguía con lo mismo—. Siempre he procurado inculcarles a los niños lo que es la vida de un médico..., la abnegación, el dedicarse a aliviar dolores y sufrimientos..., el deseo de servir a los demás. Es una vida tan noble, y estoy tan orgullosa de que des todo tu tiempo y toda tu energía y de que no perdones esfuerzo...

Juan Christow la interrumpió:

—¿No se te ha ocurrido pensar alguna vez que
me gusta
la medicina..., de que es un placer y no un sacrificio? ¿No te das cuenta de que esa maldita carrera es
interesante
?

Pero no, pensó; Gerda jamás comprenderá una cosa así. Si le hablaba de la señora Crabtree y de la Sala Margaret Russell, sólo vería en él a un angélico protector de los Pobres, así, con mayúscula.

—Me está ahogando en dulce miel —murmuró entre dientes.

—¿Cómo? —Gerda se inclinó hacia él.

Él movió la cabeza negativamente.

Si le dijese a Gerda que estaba intentando «hallar una cura para el cáncer» reaccionaría. Era capaz de comprender una simple afirmación sentimental, Pero nunca jamás comprendería la peculiar fascinación de las complicaciones de la enfermedad de Ridgeway. Dudaba poderla hacer comprender jamás lo que era la enfermedad de Ridgeway incluso. («Sobre todo —pensó, sonriendo—, en vista de que ni nosotros mismos estamos muy seguros de lo que es. ¡No sabemos, en realidad, por qué se produce la degeneración cortical!»)

Pero se le ocurrió de pronto, que Terencio, a pesar de su niñez, sí que pudiera sentir interés por la enfermedad de Ridgeway. Le había gustado la forma en que le mirara el niño antes de contestar: «No creo que bromee papá.»

Terencio había estado en desgracia durante los últimos días por haber roto el molinillo de café. Había dicho algo de querer hacer amoníaco. ¿Amoníaco? ¡Qué chico más raro! ¿Por qué diablos había de querer hacer amoníaco? Resultaba interesante hasta cierto punto...

Gerda sintió alivio ante el silencio de Juan. Conducía mejor si no la distraían hablándole. Además si Juan estaba sumido en sus pensamientos, era menos probable que se diera cuenta del chirrido que hacía al cambiar forzadamente las marchas. (Nunca cambiaba de mayor a menor si podía evitarlo.)

Había veces, y ella lo sabía, en que cambiaba las marchas bastante bien (aunque nunca con confianza), pero nunca sucedía eso cuando Juan iba en el coche. La determinación de hacerlo bien en su presencia siempre resultaba desastrosa. Su mano se hacía torpe, aceleraba demasiado, o no lo suficiente, y luego empujaba rápida y torpemente el cambio, produciendo en el mecanismo el consabido chirrido.

—Cambia con la misma suavidad que si acariciaras la palanca, Gerda —le había suplicado Enriqueta una vez, años antes. Enriqueta había hecho una demostración—. ¿No
sientes
el camino que quiere seguir? Quiere entrar resbalando... Conserva la mano plana, hasta que lo sientas. No empujes en cualquier dirección...,
siéntelo
.

Pero Gerda nunca había podido sentir nada en una palanca de cambios. Si la empujaba, más o menos aproximadamente, en la dirección correcta, debiera entrar por sí sola. Debieran fabricar los automóviles de forma que les fuese absolutamente imposible chirriar de aquella forma tan desagradable.

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