Katia no quiere hablar. Solo bebe. De un trago, termina su copa de vino blanco y ella misma se vuelve a servir.
—Tú también perdiste la cabeza, Irene. ¿O no lo recuerdas ya?
—Sí, sí que lo recuerdo. Pero era porque no quería que aquella chica te hiciera daño.
—¿Seguro que eran esos los motivos?
—Por supuesto —contesta rotundamente, aunque los dos saben que está mintiendo—. Y luego tú mismo comprobaste que tenía razón.
El tono de la charla empieza a ser demasiado áspero. Katia trata de desentenderse un poco. Todo aquello le recuerda demasiado a lo que le pasó a ella con Ángel y le provoca cierto malestar. Paula también era la causante de que el periodista nunca le diera una oportunidad. En cambio, no le guarda rencor a la chica. Ella no tuvo la culpa de compartir amor y de ser la elegida por Ángel. Seguro que ahora forman una preciosa pareja.
—Irene, vamos a dejar de hablar de esto. No tiene ningún sentido.
—Como quieras —dice, y da un sorbo de su copa—. Yo solo quiero que estés bien y que encuentres a la chica adecuada.
—Eso es cosa mía.
—Y mía. Soy tu hermanastra. Y ahora vivo contigo.
—Pues entonces también tomaré yo decisiones sobre los tíos con los que salgas.
La chica suelta una carcajada y pincha un tomate Cherry de una de las ensaladas. Juguetea con él, observándolo, curiosa antes de metérselo en la boca.
—Vale —concluye con una gran sonrisa.
—¿Vale?
—Sí. A partir de ahora, podemos hacer eso. Tú opinas y das el visto bueno a mis ligues y yo, a los tuyos.
—¿Qué? ¡No vamos a hacer nada de eso! No quiero que te inmiscuyas en con quien salgo o dejo de salir.
—¿Por qué? Podría ser divertido.
Katia contempla muy entretenida la conversación de los hermanastros. Son tan diferentes: Alex es un soñador, un idealista y busca el lado romántico de la vida; Irene es impulsiva, puede salir por un lado u otro y, lo que quiere, lucha con todas sus armas para conseguirlo.
—Estás loca. O bien el vino te está afectando demasiado.
—¡Ay, sigues siendo un aburrido! Y yo que pensaba que habías cambiado...
—La que no cambia eres tú, por lo que veo.
La chica vuelve a reír.
—Sí que he cambiado un poco. Aunque soy y seré siempre una inconformista. Eso nunca cambiará. He aprendido mucho en estos últimos meses, como que hay cosas que no debo hacer y que, en ocasiones, tienes que cuidar las formas. No vale todo. Pero no puedo evitar perseguir mis metas con pasión. Y aunque algunos sueños son solo eso, sueños, nadie sabe si alguna vez pueden convertirse en realidad. Nunca me conformaré con la realidad si no estoy de acuerdo con ella. Y vosotros dos sois buenos ejemplos.
—¿Nosotros? —pregunta Katia, que escucha interesada lo que la chica está contando.
—Sí. Tú eres cantante. Imagino que esa era tu meta en la vida desde que eras pequeña y ya, tan joven, has cumplido tu objetivo. Y tú —continúa diciendo, mirando ahora a Alex— querías ser escritor y estás a dos semanas de que tu libro salga a la venta. Sois dos grandes referentes para mí.
—¿Y cuál es tu sueño?
—No te lo puedo decir, Katia.
—¿Y eso?
—Porque, si lo digo, no se cumplirá.
—Eso es con los deseos que pides cuando soplas las velas —indica Alex.
—Y con las estrellas fugaces y con los deseos que se piden en Noche vieja —añade Katia.
Irene llena su copa de vino blanco y bebe.
—Lo siento, chicos, no os voy a decir nada.
Y la razón es muy sencilla, aunque sus dos compañeros de mesa no la puedan imaginar. Su sueño, el que lleva persiguiendo durante años, es Alex. Compartir más que la casa con él; más que una cena; más que un trabajo como en el que ahora están inmersos. Encargarse de todo lo referente a Tras la pared fue una maravillosa idea. Le permite estar cerca, controlar sus horarios, saber con quién se mueve. Y disfrutar de su compañía sin levantar sospechas.
Esta vez no se va a precipitar. Va a hacer las cosas bien. Eso también lo ha aprendido en los dos meses que estuvo al lado de Agustín Mendizábal. En el tema de Paula no actuó con inteligencia. Falló, cometió un error y lo pagó con aquel absurdo destierro. Pero le dio tiempo a pensar. A idear un nuevo plan: convertirse en una buena chica. En alguien de quien su hermanastro se pudiera enamorar. El físico ya lo tenía. Ahora debía de encontrar una personalidad que también le cautivara. Y en ello estaba. Fue una suerte que el viejo muriera. Le facilitó el regreso. Y aunque ahora se ha encontrado en el camino a una nueva adversaria, no tiene dudas de que, en esta ocasión, Alex será suyo. Katia no podrá con ella. Tampoco es la pareja que él necesita. Porque la única mujer que a su queridísimo hermanastro le conviene es ella.
Esa noche de finales de junio, en un lugar alejado de la ciudad.
Cristina pone sobre un plato un filete que acaba de sacar del fuego y se lo entrega a Miriam. La chica se lo agradece y, antes de irse a su silla, le da una fuerte palmada en el trasero a Armando con la mano que tiene libre.
—¡Cuidado, que ese es mi culo! —protesta el chico, echándose hacia atrás.
—Lo sé, por eso te doy —indica, graciosa—. Ven conmigo un rato, anda, que me aburro sin ti.
—Lo siento, cariño. Me toca estar aquí con Cris. Perdí la apuesta. ¿Recuerdas, campeona? —responde mientras rodea con el brazo a su pareja de juego.
La chica sonríe tímidamente y se encoge de hombros. Lo siente por ella, pero Armando es suyo durante la cena. Al menos, hasta que quede carne.
—No me vas a poner celosa, señorito.
—No estoy intentando ponerte celosa, señorita.
Miriam le saca la lengua y se marcha de allí.
—¡No estoy celosa! ¡Pero la próxima vez juegas conmigo! —exclama la mayor de las Sugus, mientras se sienta en la mesa en la que también están Mario, Paula, Alan y Diana.
Los cuatro permanecen bastante serios. Pensativos. Casi no hablan.
Diana y Mario no se han dirigido la palabra desde que esta se desmayara hace un rato. Las cosas siguen de la misma manera. Para ella la relación se ha terminado. Y no hay más que hablar. Paula de vez en cuando mira a sus amigos y sonríe, buscando complicidad y que los ánimos se relajen. Sin embargo, ni uno ni otro parecen cómodos sentados allí. Los dos han hablado de irse a casa pero el resto les ha convencido para que pasen con ellos la noche. Diana ha aceptado a regañadientes. Aunque mejor eso que ir al médico. De eso sí que no han sido capaces de convencerla.
Alan es otro que tampoco muestra su entusiasmo habitual. Aunque intenta esconderlo, le ha afectado lo que Paula le ha dicho antes. Hacía mucho que no se sentía así.
El francés abre otro botellín de cerveza y da un gran trago. Quizá emborracharse no es la solución, pero sí un posible remedio alternativo.
—¿Me das un poco? —le pregunta Paula, que ha cambiado de sitio para sentarse junto a él.
Alan la observa desconcertado, pero le cede la cerveza. La chica se lleva el botellín a los labios y comienza a beber, sin detenerse hasta que lo termina.
—Así se empieza.
—Mientras no termine como en París...
Los dos sonríen levemente. Son dos sonrisas diferentes. La de ella, irónica; la de él arrastra cierta culpabilidad.
—Piensas que soy un arrogante y un creído, ¿verdad?
—Sí. Y también un prepotente.
—Gracias.
—Es la verdad, ¿no?
—Si tú lo dices...
—Lo pienso yo y el resto de la humanidad. No creo que haya nadie que te conozca y piense que no lo eres.
—Gracias de nuevo.
—Sin embargo, una cosa no quita la otra —indica gesticulando con las manos—. Quizá antes me pasé contigo. Y tal vez, lleve todo el día siendo más agria de lo que debería.
Alan arquea las cejas y sonríe. Luego alcanza otro botellín de cerveza y lo abre. Da un trago y continúa hablando.
—Vaya... Así que reconoces que has sido muy agria.
—Tenía motivos para ello.
—¿Qué motivos?
—Has estado pinchándome todo el tiempo, haciendo comentarios que no me han gustado. Como el de que a lo mejor estaba enamorada o lo del beso. Eso ha sido una estupidez.
—¿Consideras que besarme es una estupidez?
—Considero que pedírmelo lo es.
El francés se coloca la mano en el pelo y lo alborota un poco en la zona de la nuca. Sonríe travieso y vuelve a beber.
—¿Te tienes que emborrachar para que me beses?
—¿Ves? Otra estupidez.
La chica le arrebata el botellín y da un pequeño sorbo. Alan la contempla ensimismado. El alcohol está empezando a hacer efecto en él.
—Creo que a lo de prepotente, arrogante y creído, habrá que añadir lo de estúpido, ya que no dejo de decir estupideces.
Paula sonríe. Es gracioso ese chico cuando se lo propone. Y guapo. Pero sigue sin fiarse de él.
—Nadie es perfecto —responde, llevándose una vez más el botellín a la boca.
—A ti te falta poco para alcanzar la perfección.
Aquel insinuante piropo hace que Paula se atragante.
—No vas a dejar de tirarme los tejos, ¿verdad?
—No. ¿Funciona?
Paula lo mira fijamente a los ojos. Son increíbles. Verdes. Intensos, hipnotizantes. Y tentadores. Muy tentadores. Como su dueño. Caer en los brazos de ese rubio de pelo ensortijado es una oferta muy tentadora. Es un estúpido creído, pero tiene un poderoso magnetismo, una atracción a la que es difícil resistirse.
El duelo de miradas es interrumpido por el sonido de un móvil. Es el de Paula. Y lo que se oye es una melodía que hacía mucho que no escuchaba y que provoca que su corazón comience a latir a mil por hora: el
Ángel
de Los Corrs.
La chica duda qué hacer. Está nerviosa, intrigada, sorprendida... Se levanta y entra en la casa con el teléfono en la mano. Alan la observa desde su silla. Agarra con fuerza el botellín y se lo termina de beber. Conoce aquella canción e imagina quién es el que la llama. No puede ser otro. ¿Qué querrá Ángel?
El móvil continúa sonando. ¿Lo coge o no lo coge? Millones de ideas pasan por su cabeza en esos pocos segundos. Debe tomar una decisión rápida porque el contestador está a punto de saltar. ¿Qué hace?
«¡Forever, Ángel!»Y finalmente, silencio. La melodía termina. No ha sido capaz de responderle.
Es muy extraño que Ángel quiera hablar con ella. El encuentro de ayer fue tan inesperado como frío. ¿Volverá a llamarla?
Paula se sienta en uno de los sillones del salón y espera. No deja de observar su teléfono. Como en aquellos días en los que deseaba con toda su alma escuchar su voz. Días de risas, de magia, de amor. Pero también de sufrimiento. De no saber qué hacer. Qué elegir. De no comprender lo que decía su corazón.
Aquellos inolvidables días de marzo.
El teléfono se ilumina y emite el sonido de los SMS.
La chica, ansiosa, abre el mensaje que acaba de recibir. Ángel ha grabado algo en el contestador automático. Marca el número para acceder a él y escucha atenta. Primero el día, luego la hora y finalmente se oye su voz: «Hola, Paula... Vaya, es el contestador. Hacía tiempo que no hablaba con él... Seguro que te estás preguntando para qué te llamo... Me gustaría hablar contigo. Prefiero contártelo a ti que al contestador. Ya me dirás algo. Un beso».
Los ojos de Paula se abren como platos. Eso sí que ha sido inesperado. ¡Ángel quiere hablar con ella! ¿Para decirle qué?
Es un manojo de nervios. Se pone de pie y camina de un lugar para otro del salón. No sabe si llamarle, si mandarle un SMS. ¡Es todo tan sorprendente!
De una cosa sí que está segura: no va a decirle nada a sus amigas porque ya sabe lo que ellas piensan. La decisión será solo suya.
¡Era su voz!
Se sienta de nuevo en el sillón en el que estaba antes y vuelve a oír el mensaje que Ángel ha grabado en su contestador.
Como aquella noche de abril en Disneyland-París.
Una noche de abril, en un hotel de Disneyland-París.
Llueve otra vez en aquella zona de Francia. En el cielo no hay ni luna, ni estrellas. Incluso se ha levantado un poco de viento frío muy desagradable. A un lugar como aquel no le pega un tiempo como ese. Salvo que estés en una película de terror.
Paula enciende la luz de su habitación. Está cansada. Afortunadamente, nadie la ha visto entrar de nuevo en el hotel con Alan. Al chico le han tenido que dar tres puntos de sutura en la ceja. Ángel ha demostrado tener una buena derecha.
Ahora el francés descansa en la cama con un ojo morado y algo aturdido. Si alguien le pregunta le dirá que se ha dado con la puerta de un armario.
¡La que se ha liado antes!
Nunca hubiera imaginado que Ángel hiciera algo así. Tenía motivos para estar enfadado. Algunos. Comprensibles. Era natural que se sintiera molesto por lo de Alan. Pero nada justifica que le pegase. Esa agresividad es una parte de él que no conocía y que no le gusta en absoluto.
¿Y ahora, qué?
No lo sabe. En ese momento no está para pensar. Mañana regresa a España, a su ciudad. Y siente que nada es como era hace un mes.
Apenas ha disfrutado de su primera vez. ¡Ha perdido la virginidad hace menos de dos horas! Pero no ha sido como esperaba. Sin amor, y llevada por la pasión y la tensión de los días y de las circunstancias. No es que no quiera a Ángel, sobre el que en ese momento tiene muchas dudas. Sencillamente, la situación no era la adecuada para una primera vez.
¿Por qué se ha dejado llevar?
¡Todo es un lío!
Se da una palmada en la frente y se deja caer en la cama boca arriba. Mira por la ventana. Llueve. Es una noche triste, melancólica, como su ánimo.
Gira sobre sí misma y se acurruca contra la almohada. Sí, realmente está muy triste.
Ha pasado una dolorosa estancia en Francia, sin sus amigas, a las que ha echado mucho de menos. Su novio, o ex novio, le acaba de romper la ceja a un francés que lleva toda la semana ligando con ella y ha huido a quién sabe dónde. Ha tenido su primera vez, queriendo y sin querer. Sabiendo y sin saber muy bien lo que hacía. Obedeciendo al sexo y no al amor. Y ha dejado atrás a un chico encantador como Alex, al que cree que no ha tratado como él se merecía.
Demasiados motivos para sentirse triste.
Menos mal que sus padres no han sido testigos de todo aquello. Ellos le dieron permiso para que hablara con Ángel y aclararan las cosas. Del resto, espera que no se enteren. ¿Y si la han llamado?