Miriam es la única que sonríe, satisfecha por su ocurrencia. El resto, sin embargo, protesta gesticulando. Armando resopla. Alcanza su vasito y se lo bebe de un trago.
—¡Puag! Está fuerte —dice volviendo a llenar el chupito de tequila—. Y a ti ya te vale con la preguntita.
Su novia, que continua sentada sobre él, estira el cuello y lo besa en la boca en forma de disculpas.
—Me toca —se ofrece Paula—. Yo nunca he... ido al cine sola.
—¡Venga ya! —exclama Alan, en cuanto la oye. Coge su vasito, se lo bebe y lo vuelve a poner encima de la mesa—. ¡No estamos en el colegio con la plastilina y los rotuladores!
—¿No te gusta lo que he dicho?
—Pues no.
—Di tú algo, listo.
El francés mira a Paula a los ojos y sonríe.
—Yo nunca he salido a la calle sin ropa interior.
La chica abre mucho los ojos y luego ríe. Toma su vasito y, cerrando los ojos, se lo bebe sin pestañear. Luego agita la cabeza de un lado para otro. Le quema la garganta. Los demás la observan. Ninguno más ha bebido.
—¿Qué miráis? Cuando voy a la playa o a la piscina, voy en bikini, no en ropa interior. Así que he sido la única que ha dicho la verdad.
—Ya, ya... —murmura Alan, al que se le ha dibujado una sonrisa traviesa en la cara—. Yo nunca he salido a la calle sin ropa interior, sin contar el bikini o el bañador.
Los dos se miran otra vez a los ojos. El chico llena el vasito de Paula y se lo entrega. Esta suspira y, tras pensárselo unos segundos, bebe.
—Y cuando éramos pequeños y llevábamos pañales, ¿qué? —indica al terminar, riéndose y sintiendo el calor del alcohol en su estómago.
—¿Quieres que insista otra vez con lo mismo pero sin contar los pañales?
—¡No! Déjalo ya. Le toca a otro. ¡Va, Cris! Tu turno.
Todas las miradas se centran ahora en la Sugus de limón, que sonríe tímidamente.
—Yo nunca he... visto una película... de esas.
—¿De esas? ¿Pomo? —interviene Alan.
—Sí, de esas.
El francés suelta una carcajada y se bebe su chupito de tequila. El resto también lo hace, excepto Cristina, que se muerde los labios sonrojada.
—No sé si seguir jugando a esto —comenta Paula, que empieza a sentirse un poco mareada.
—¿Ya te vas a echar atrás? Si acabamos de empezar —le dice Alan.
—Es que no quiero que me pase..., bueno. Que llevo ya tres y no es plan.
—Porque eres la más pecadora de nosotros —apunta Miriam, a la que los dos chupitos que se ha tomado también le han afectado bastante.
—¡Hey, sin faltar! —exclama riendo—. Bueno, sigo. Pero cuando me vea un poco mal dejaré de jugar. ¿A quién le toca?
—A mi chico, que aún no ha dicho ninguna.
Armando recibe un beso en los labios de su novia y la mirada expectante de Cristina. Reflexiona un instante y, finalmente, habla:
—Yo nunca me he enamorado de la novia de mi mejor amigo.
Todos se miran entre sí al escucharle, pero ninguno parece que tenga intención de beber. Aunque hay una persona que duda si hacerlo. No sabe si realmente está enamorada o no. ¿Y por qué habrá hecho esa pregunta? ¿Será por ella? ¿Se le notará tanto? Quizá Armando sí que es consciente de los sentimientos que se le han despertado hacia él en los últimos días. ¿Qué hace? ¿Bebe? Sí, es lo justo. Y, tal vez, lo que él espera de ella.
Cristina se inclina hacia delante, coge su vasito de tequila y se lo toma.
—¡Guau, Cris! —grita Miriam—. ¿Y eso? ¿De cuál de nuestros novios te enamoraste? ¡Cuenta, cuenta!
Pero la chica no dice nada. Se cruza de brazos y mira hacia otro lado. Alan se da cuenta de lo que pasa y acude en su ayuda.
—Yo nunca he mirado el culo a ninguno de los presentes.
—¡Mientes! —exclama Paula, que esta vez no bebe. Ha preferido mentir antes que comprar todas las papeletas para emborracharse.
—No miento.
De nuevo, cruce de miradas. Intensas. Atrevidas. Mientras, el resto del grupo coge su chupito y se lo bebe.
—Oye, ¿a quién le has mirado tú el culo? —le pregunta Miriam a Armando, dándole un manotazo en el brazo.
—A ti, por supuesto. ¡Ah, y a Diana!
—¿Qué? ¡Capullo!
—Esta mañana se lo hemos mirado todos. ¿No lo recuerdas?
—¡Se lo hemos mirado las chicas! ¡Tú deberías haber mirado para otro lado!
El chico se encoge de hombros y ríe. Intenta besar a su novia, pero esta se resiste, aunque no por mucho tiempo. Unos segundos después, Miriam le sujeta por la barbilla y le planta un tremendo beso en la boca. Apasionado y sensual.
—Hablando de Diana, ¿dónde están ella y Mario? —pregunta Paula, que no sabe nada de lo que ha pasado.
—Se han ido.
—¿Qué? ¿Adonde?
—A casa. O eso es lo que quería hacer Diana. Mario se ha ido con ella por si le pasaba algo. Pero no sé si habrán encontrado autobús para volver —dice Miriam.
—Voy a llamarlos.
Paula coge su móvil y marca el teléfono de su amigo. «El número marcado está apagado o fuera de cobertura. Inténtelo más tarde.»—¿No lo coge?
—Está sin cobertura o lo tiene apagado. Voy a llamar al de Diana.
Busca su número en la guía de contactos y lo marca, pero la respuesta es la misma.
—Tampoco. Estarán en alguna parte donde no tienen cobertura.
—Vaya.
—No te preocupes, Miriam. Están los dos juntos. No hay que alarmarse —indica Paula, que deja el teléfono a un lado sobre la mesa.
—No estoy preocupada. Además, esos dos tienen muchas cosas que arreglar. Seguro que lo están haciendo ahora —señala sonriente—. Bueno, ¿a quién le toca?
Esa noche de finales de junio, en un lugar apartado de la ciudad.
—Vaya, no tengo cobertura.
Mario agita su móvil. Lo alza por encima de la cabeza. Incluso dibuja con él una especie de círculo imaginario. Pero nada le funciona. Las rayitas que en su teléfono indican la cobertura disponible no aparecen. No puede llamar ni recibir llamadas. Y lo mismo ocurre con los SMS.
—Yo tampoco tengo desde hace un rato —dice Diana, que camina despacio.
Llevan más de una hora y cuarto andando y, desde hace treinta minutos, ni siquiera se les ha aparecido un coche.
—Pues qué faena. No podemos llamar a nadie.
—¿A quién quieres que llamemos?
—A alguien para que venga a recogernos. Estamos muy lejos de... todo.
—¡Bah! No exageres. Seguro que cerca de aquí hay alguna carretera o cuanto menos una gasolinera.
—Me parece que no. Nos hemos perdido.
—No nos hemos perdido.
—¿Ah, no? ¿Tú sabes dónde estamos?
Diana resopla. Se acerca hasta un árbol y se sienta debajo.
—No, no tengo ni idea de dónde estamos.
El chico sonríe, aunque está preocupado. Por lo que parece, van a tener que pasar la noche al aire libre. Acude junto a ella y se sienta a su lado.
—Esto de adentrarse en el campo, buscando un atajo, no ha sido del todo buena idea.
—No haberme seguido.
—¿Y qué querías que hiciera? ¿Dejarte sola? Es mejor que nos hayamos perdido los dos a que te perdieras tú sola.
—Yo sola estaría muy bien.
—¿Sabes cazar osos?
—Qué gracioso.
El ulular de un búho alarma a Diana, que se arrima a Mario.
—Es solo un pajarillo nocturno, no tengas miedo.
—¿Miedo? ¿Yo? ¿Por estar perdidos en medio de ninguna parte, sin cobertura y sin una cama cómoda para dormir?
—Y aún peor: sin comida y sin agua.
—Bueno, sin agua, no —le corrige Diana.
Abre su mochila y saca una botella de plástico de agua mineral.
—No te voy a preguntar qué hacías con una botella de litro y medio de agua en la mochila. Pero es una suerte que la lleves.
La chica desenrosca el tapón y da un trago.
—Está caliente. La tengo aquí dentro desde esta mañana. La cogí para el viaje de ida.
—¿Me das un poco?
Diana se la pasa y Mario la acepta de buen grado. Tiene la garganta y los labios secos. Y, aunque no está fría, le sabe a gloria.
—¡Agg! Seguimos sin cobertura —protesta la chica.
—Creo que nos debemos olvidar de los móviles hasta mañana.
—¿Y qué vamos a hacer?
—Esperar a que amanezca. Este no es mal sitio para pasar la noche.
—¿Qué?
—¿Tienes una idea mejor? Estamos perdidos, está muy oscuro y, no sé tú, pero yo estoy cansadísimo.
—Sí, yo también.
—Lo mejor es quedarnos aquí y ya mañana buscaremos la forma de volver.
—¿Y los demás? ¿No se asustarán si no tienen noticias nuestras? ¿Y nuestros padres?
—Habrá que confiar en que ellos no se enteren de esto. Sobre todos mis padres y los tuyos. De todas formas vamos a hacer una cosa.
—¿El qué?
Mario coge su teléfono y entra en el apartado de los mensajes.
—Voy a mandarle un SMS a Miriam, por si acaso. El mensaje a mi hermana le llegará en el momento en que el móvil vuelva a tener cobertura.
—¿Y qué vas a contarle? Tampoco sabemos dónde estamos.
—Solo le voy a escribir para decirle que no se preocupe, que estamos juntos y que está todo bien. Que mañana nos vemos.
El chico escribe el SMS tal y como se lo ha explicado a Diana y pulsa la tecla de enviar. Como suponía, el mensaje no se manda, pero queda guardado en el buzón de salida.
—No creo que sirva para nada —señala la chica.
—Ni yo. Pero, por intentarlo, tampoco perdemos nada. Además, si mañana recuperamos la cobertura momentáneamente y no nos damos cuenta, mi hermana estará avisada y nos llamará.
«Muy ingenioso», piensa. En realidad, se alegra de que él esté a su lado. Si se hubiera perdido sola, seguro que estaría muerta de miedo. Ahora, al menos, se siente protegida. Mario no es muy fuerte ni muy valiente, pero sí sabe utilizar la cabeza. Y eso, en esos instantes, es de gran ayuda.
El búho de antes vuelve a ulular y, al mismo tiempo, se oye otro ruido, pero este mucho más humano. Diana mira a Mario y se sonroja.
—Sí, es mi tripa —apunta avergonzada— debe ser el hambre, no lo sé.
—No te preocupes. Yo también tengo hambre. Apenas he comido en la barbacoa.
—Pero a ti no te ruge el estómago.
El sonido se repite. Y la chica se pone las dos manos en la tripa.
—¿Desde cuándo no comes? Tampoco a ti te he visto comer mucho hoy.
—No me acuerdo.
—Además, has vomitado antes. No tienes que tener mucha comida en el cuerpo.
—Ya.
—Es normal que tu estómago se queje.
—Sí.
—¿Has merendado algo?
—¡Joder! ¿¡Podemos dejar ya el tema de la comida!? —exclama de improviso ante la sorpresa del chico que no esperaba aquella reacción.
Diana se levanta y se sienta en otro árbol enfrente del que estaba. La oscuridad de la noche casi no le permite ver a Mario.
Los dos permanecen en silencio unos minutos.
Al ulular del búho se ha sumado el desagradable graznido de otro pájaro y el incesante canto de un grillo.
—¿Por qué me has gritado de esa manera? —pregunta Mario por fin.
Pero solo encuentra silencio.
—No creo que te haya hecho nada malo para que me grites —insiste—. Solo me preocupaba por ti. Como siempre. De hecho, estoy aquí, en medio de no sé dónde, por preocuparme por ti y no dejarte sola.
—¡Te lo vuelvo a decir! ¡No necesito tu ayuda! No tenías que perseguirme. No tenías que ayudarme. ¡Y no tenías que preocuparte por si como o dejo de comer!
Las últimas palabras de Diana van cargadas de angustia y de dolor. Mario se da cuenta y empieza a llegar a una conclusión que había obviado por completo hasta entonces. Los mareos, los desmayos, los cambios de humor, verla vomitar de esa forma en el cuarto de baño... ¡Qué ciego había estado! ¿Cómo pudo pensar que se había quedado embarazada cuando en realidad lo que estaba era más delgada?
El chico también se pone de pie y camina hasta el árbol en el que está Diana. Se sienta junto a ella y la busca con la mirada.
Trata de ver sus ojos, pero está demasiado oscuro para comprobar lo que imagina.
—¿Tienes problemas con la comida, verdad?
—Déjame, Mario —susurra.
Cariñosamente, coloca una mano en su abdomen y lo acaricia. Diana la siente y se estremece. Está a punto de gritarle que la quite, pero realmente no quiere. Nunca ha querido que se vaya, que se aparte de su lado, pero las circunstancias y su estado lo han impedido.
—Estoy contigo. ¿Vale? Quiero que lo sepas.
En la noche, con la única luz de la luna y las estrellas, la mano de Mario recorre el cuerpo de Diana, que cierra los ojos e imagina que todo vuelve a ser como antes. Como hace unas semanas, cuando aún podía controlar lo que hacía.
Hace siete semanas, un día de mayo, en un lugar de la ciudad.
—¡Hola, mamá! —grita Diana, que acaba de llegar a casa.
Pero enseguida recuerda que no hay nadie. Su madre está de viaje con ese novio suyo. Uno nuevo, que no termina de gustarle. Pero, por lo menos, tiene a alguien que la quiera. Ella está sola. Y el chico que le gusta no le hace demasiado caso. Bueno, no es exactamente así. En las últimas semanas se han acercado bastante. Son muy amigos. Su primer amigo de verdad, porque hasta entonces los tíos solo habían servido para una cosa. Mario es distinto. Muy diferente al resto. Y sus sentimientos hacia él también.
Sin embargo, sospecha que él continúa enamorado de otra: Paula.
Paula, Paula, Paula. Siempre ella.
Es una de sus mejores amigas, pero ¿por qué no deja algo para las demás? Y, ahora que está sin novio, todavía es peor. Todos van detrás de ella, buscando una oportunidad. «Una dulce oportunidad», como dice la canción de Robin. Aunque eso ahora a Diana le da lo mismo. Solo le importa una persona.
¿Lo llama por teléfono?
No está segura. ¡Pero si lo ha visto hace nada! Ha ido a su casa a estudiar Matemáticas. Desde que le echa una mano, no ha suspendido ni un solo examen. Y todos con nota alta. Que te guste el empollón de la clase tiene sus ventajas.
Sube a su dormitorio, suelta la mochila en la cama y coge el móvil. Se pasea por su habitación mirándolo. ¿Lo llama? ¿Y qué le dice?
No, mejor no. Lo agobiaría.
Tal vez esté en el ordenador.
Enciende su PC y lo busca en el MSN. Nada. Se desespera. ¿Dónde se habrá metido? ¿Cenando? Es posible, son las nueve de la noche. Ella también tiene hambre. Así que, mientras espera que Mario se conecte, se preparará algo para comer.