Roseanna (18 page)

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Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö

BOOK: Roseanna
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Los dos teléfonos para pedir un taxi comunicaban y después de rechazar la idea del coche patrulla, se puso el abrigo y el sombrero, se levantó el cuello y se dirigió al metro desafiando el mal tiempo.

El maître del SHT parecía nervioso e irritado, pero le acompañó hasta una de las mesas de la señorita Göta, justo al lado de las puertas giratorias de la cocina. Martin Beck se sentó en un sofá y le dieron una carta. Cuando terminó de leerla, alzó la vista y observó el comedor.

Casi todas las mesas estaban ocupadas y entre los comensales apenas había mujeres. En varias mesas se sentaban hombres solos, la mayoría entrados en años. A juzgar por su cordial trato hacia las camareras, se trataba de clientes habituales.

Martin Beck miraba a las camareras que entraban y salían apresuradamente por las puertas giratorias. Se preguntó quién de ellas sería la señorita Göta y le llevó casi veinte minutos enterarse.

Tenía una cara amable y redonda, grandes dientes ralos, pelo corto y despeinado, y de un color que Martin Beck hubiera definido como color pelo.

Pidió un sándwich, un filete marinero y una Amstel y comió despacio mientras esperaba a que el ajetreo de la hora punta fuera disminuyendo. Terminó de comer y, después de cuatro cafés, el resto de los clientes de la señorita Göta ya se habían ido. Ella se acercó a su mesa.

Le informó del asunto y le enseñó la foto. Ella la miró un rato, la dejó sobre la mesa y se estiró la chaqueta, blanca y ajustada.

—Sí —dijo—, lo reconozco. No tengo ni idea de quién es, pero ha viajado en los barcos más de una vez. Tanto en el
Juno
como en el
Diana
, creo.

Martin Beck se enderezó, cogió la foto y la sostuvo delante de ella.

—¿Está usted segura? —preguntó—. La foto no es muy clara, puede que se equivoque.

—Sí, estoy segura. Por cierto, siempre vestía así. Reconozco esa americana y la gorra.

—¿Se acuerda si le vio el verano pasado? Estuvo usted en el
Juno
por entonces, ¿verdad?

—A ver, déjeme pensar. La verdad es que no lo sé. Es que una ve a tanta gente... Pero el verano anterior sí que lo vi varias veces. Por lo menos en dos ocasiones. Trabajaba en el
Diana
y mi compañera, la otra camarera, lo conocía. Recuerdo que solían hablar. Creo que no era un pasajero de camarote y que sólo hizo un tramo del trayecto. O sea, como pasajero de cubierta. De todas maneras comía en el segundo o tercer turno, aunque no todas las comidas. Si no me equivoco, bajaba normalmente en Gotemburgo.

—¿Dónde vive su amiga?

—Yo no la llamaría amiga exactamente, sólo éramos compañeras de trabajo. No sé dónde vive, pero tengo entendido que acostumbraba a ir a Växjö cuando acababa la temporada.

La señorita Göta se apoyó en el otro pie y cruzó los brazos por encima del estómago mientras entornaba los ojos hacia el techo.

—Sí, eso es. Växjö. Será de allí, supongo.

—¿Sabe qué relación mantenía con aquel hombre?

—No, la verdad es que no lo sé. Creo que le gustaba. Parece ser que se veían de vez en cuando fuera del trabajo, aunque en realidad nos está prohibido relacionarnos con los pasajeros. Él tenía pinta de simpático. Atractivo, de alguna manera...

—¿Podría describirme su aspecto? Quiero decir, color de pelo, ojos, altura, edad...

—Bueno, era bastante alto. Más alto que usted. Ni gordo ni delgado, de constitución fuerte, se podría decir, hombros bastante anchos. Ojos azules, creo. Pero de eso no estoy segura. Pelo claro, rubio ceniza, me parece que se llama así, un poco más claro que el mío. Bueno, a menudo llevaba gorra, así que no se le veía mucho el pelo. Tenía los dientes bonitos, de eso sí me acuerdo. Los ojos redondos, creo recordar que un poco saltones. Pero decididamente era bastante guapo. Yo le echaría entre treinta y cinco y cuarenta años.

Martin Beck le hizo unas cuantas preguntas más, pero ya no se enteró de gran cosa. Al volver a su despacho, repasó de nuevo la lista y pronto encontró el nombre que buscaba. No se indicaba ninguna dirección, sólo una nota que decía que había trabajado de camarera en el
Diana
entre 1960 y 1963.

Le llevó poco más de dos minutos encontrarla en la guía telefónica de Växjö, pero tuvo que esperar mucho tiempo antes de que contestara. Ella se mostró muy reacia a recibirle para una entrevista, pero no pudo negarse.

Martin Beck cogió un tren nocturno y llegó a Växjö a las seis y media de la mañana. Todavía estaba oscuro, el aire era suave y neblinoso. Dio una vuelta por las calles mientras se despertaba la ciudad. Sobre las ocho menos cuarto volvió a la estación de tren. Había olvidado los chanclos de goma y la humedad le penetraba ya por las finas suelas de los zapatos. Compró un periódico en el quiosco y lo leyó sentado en un banco de la sala de espera con los pies apoyados en el radiador. Al rato salió, buscó una cafetería abierta, se tomó un café y esperó.

A las nueve se levantó y pagó. Cuatro minutos más tarde se encontraba delante de la puerta de la mujer. En una chapa de metal ponía Larsson y encima había una tarjeta de visita con el nombre de Siv Svensson escrito con una letra muy barroca.

Abrió la puerta una mujer corpulenta envuelta en un albornoz azul claro.

—¿Señorita Larsson? —preguntó Martin Beck.

La mujer soltó una risita y desapareció. Desde dentro del piso se oyó su voz:

—Karin, hay un señor en la puerta que pregunta por ti.

No hubo respuesta, pero la mujer corpulenta volvió y le pidió que pasara.

Luego desapareció.

Se quedó de pie en el pequeño y oscuro recibidor con el sombrero en la mano. Pasaron varios minutos hasta que se descorrió una cortina y una voz le invitó a entrar.

—No le esperaba tan temprano —comentó la mujer desde dentro.

Tenía el pelo negro con mechas grises, recogido con descuido en la nuca.

Su cara era fina y parecía pequeña en relación con el cuerpo; de rasgos regulares y armoniosos, pero cutis apagado, pues no le había dado tiempo a maquillarse. Se le notaban restos de rimmel en sus ojos marrones ligeramente achinados. Llevaba un vestido verde muy ceñido al pecho y a sus anchas caderas.

—Trabajo hasta muy tarde por la noche, así que no suelo tener por costumbre madrugar —explicó con tono de reproche.

—Le ruego que me disculpe —dijo Martin Beck—. He venido a pedirle ayuda en un asunto relacionado con su empleo en el
Diana
, ¿ha trabajado allí este verano también?

—No, este verano estuve en un barco que va a Leningrado —contestó la mujer.

Seguía de pie, mirando a Martin Beck con actitud expectante. Él se sentó en uno de los sillones de flores. Luego le enseñó la foto. La cogió y la miró. Un cambio apenas perceptible le recorrió el rostro, sus pupilas se dilataron durante una fracción de segundo, pero cuando le devolvió la fotografía, su cara se mostró tensa y reacia de nuevo.

—¿Y?

—Conoce a este hombre, ¿verdad?

—No —replicó sin asomo de duda.

Cruzó la habitación y sacó un cigarrillo de una caja de cristal que estaba en una mesa de azulejos delante de la ventana. Encendió el cigarrillo y se sentó en el sofá frente a Martin Beck.

—¿Por qué? Nunca lo he visto. ¿Por qué pregunta?

Mantuvo la voz tranquila. Martin Beck la observó un momento.

 Luego contestó:

—Sé que lo conoce. Lo conoció en el
Diana
el verano pasado.

—No, no lo he visto en mi vida. Ahora debe irse. Tengo que dormir.

—¿Por qué miente?

—¿Ha venido aquí para decir impertinencias? Le repito que se marche.

—Señorita Larsson, ¿por qué no reconoce que sabe quién es? Sé que no dice la verdad. Si no lo admite ahora, le puede traer problemas más adelante.

—No lo conozco.

—Puedo probar que la han visto en compañía de este hombre en varias ocasiones, así que sería mejor que fuera sincera. Necesito saber quién es el hombre de la foto y usted puede decírmelo. Sea sensata.

—Es un error. Se equivoca. No sé quién es. Haga el favor de dejarme en paz.

Mientras se producía este intercambio de palabras, Martin Beck estudiaba a la mujer detenidamente sin desviar la mirada. Estaba sentada en un extremo del sofá dando golpecitos al cigarrillo sin parar, aunque no tenía ceniza. Su cara le pareció tensa y notó cómo los huesos de su mandíbula se movían bajo la piel.

Estaba asustada.

Permaneció sentado en el sillón de flores intentando hacerla hablar. Pero ella no abrió la boca, se quedó rígida en el sofá quitándose el esmalte de uñas de color naranja. Al final, se incorporó y se puso a deambular por el salón de un lado a otro. Después de un rato Martin Beck también se levantó, cogió su sombrero y se despidió. Ella no contestó, se mantuvo recta, remisa, dándole la espalda.

—Volveré a ponerme en contacto con usted —dijo.

Antes de irse, dejó su tarjeta sobre la mesa.

Al llegar a Estocolmo ya era de noche. Se dirigió directamente al metro y se fue para casa.

A la mañana siguiente, llamó a Göta Isaksson. Tenía turno de tarde, así que podía visitarla cuando quisiera. Una hora más tarde se presentó en su pequeño apartamento de Kungsholmen. Ella estaba haciendo café en su cocina americana, lo sirvió y se sentó, entonces él dijo:

—Ayer estuve en Växjö entrevistándome con su compañera. Negó que conociera al hombre. Y parecía que estaba asustada. ¿Sabe usted por qué no habrá querido admitir que lo conocía?

—Ni idea. Sé muy poco de ella. No era muy conversadora. Y eso que trabajamos juntas tres veranos, pero raramente contaba nada de sí misma.

—¿Recuerda si ella solía hablar de hombres durante el tiempo que estuvieron juntas?

—Sólo de uno. Recuerdo que me comentó que había conocido a un hombre simpático en el barco. Debió de ser el segundo verano.

Movió la cabeza haciendo cálculos para sí misma.

—Sí, eso es. Tuvo que ser el verano del sesenta y uno.

—¿Hablaba de él a menudo?

—Lo mencionaba en alguna ocasión. Tengo entendido que lo veía de vez en cuando. Él debió de estar en el barco en algunos viajes o quizá se reunía con ella en Estocolmo o Gotemburgo. Quizás era un pasajero. O a lo mejor viajaba en el barco por ella. Yo qué sé.

—¿Nunca lo vio?

—No. Ni he pensado jamás en esa historia hasta ahora que me pregunta. Puede que sea el de la foto, aunque creo que a ése lo conoció dos veranos después. Y nunca comentó nada de él.

—¿Qué le contó acerca de él el primer verano? ¿O sea el de 1961?

—Pues nada en especial. Que le parecía simpático. Creo que dijo elegante, de alguna manera. Supongo que se refería a su buena educación y a su cortesía, o algo así. Como si la gente normal no fuese suficientemente fina para ella. Pero luego dejó de hablar de él. Supongo que se acabó o que pasó algo, porque durante un tiempo pareció bastante abatida, fue hacia el final del verano.

—Al verano siguiente, ¿se volvieron a encontrar ustedes dos?

—No, ella repitió en el
Diana
, yo estuve en el
Juno
. Nos vimos un par de veces en Vadstena, creo, los barcos coinciden allí, pero no hablamos. ¿No quiere otro café?

Martin Beck notó que su estómago había empezado a protestar, pero no supo decir que no.

—¿Es que ha hecho algo? ¿Por eso pregunta tanto?

—No —aclaró Martin Beck—, ella no ha hecho nada, pero nos gustaría contactar con el hombre de la foto. ¿Recuerda si dijo o hizo algo el verano pasado que pudiera tener que ver con este hombre?

—No, que yo recuerde. Compartíamos cabina y a veces ella salía por la noche. Supongo que se veía con algún hombre, pero yo no me meto en asuntos ajenos. Lo que sí sé es que no parecía muy contenta. Si estaba enamorada de alguien, debería haberse mostrado feliz, pero no, se encontraba más bien triste y nerviosa. Casi rara. Puede que tuviera que ver con su enfermedad. Se dio de baja antes de terminar la temporada, un mes antes, creo. Una mañana simplemente no apareció y tuve que trabajar ese día entero hasta que llegó una suplente. Oí que había ingresado en el hospital, pero nadie supo por qué. De todas maneras, aquel verano no volvió. Desde entonces no la he visto.

Sirvió más café y le puso a Martin Beck unas pastas mientras hablaba, mucho y con ganas, sobre la rutina del trabajo, y sobre los compañeros y pasajeros que recordaba. Pasó una hora más antes de que pudiera salir de allí.

El tiempo había mejorado. Las calles estaban casi secas y el sol brillaba en un cielo despejado. Martin Beck se sentía mareado de tanto café y volvió a Kristineberg andando. Mientras caminaba a lo largo del paseo de Norr Mälarstrand, reflexionaba sobre lo que sabía de las dos camareras.

De Karin Larsson no había averiguado nada, pero aun así la visita a Växjö le había convencido de que conocía al hombre, aunque no se atreviera a admitirlo.

Por Göta Isaksson sabía:

Que Karin Larsson había conocido a alguien a bordo del
Diana
el verano de 1961. Posiblemente un pasajero de cubierta que quizá viajara en ese barco varias veces durante aquel verano.

Que dos veranos después, en 1963, conoció a un hombre, probablemente un pasajero de cubierta que cogía ese barco de vez en cuando. Según Göta Isaksson, podría ser el de la foto.

Que aquel verano se mostró deprimida y nerviosa, y que un mes antes de terminar la temporada, o sea a principios de agosto, dejó su trabajo y fue ingresada en el hospital.

Desconocía por qué. Tampoco sabía en qué hospital ni durante cuánto tiempo. La única opción parecía ser preguntárselo a ella misma.

Marcó el número de Växjö en cuanto llegó al despacho, pero no hubo respuesta. Sin duda dormía o tenía turno de mañana. Durante la tarde llamó varias veces, y volvió a hacerlo dos veces más por la noche. En su séptimo intento, a las dos del día siguiente, contestó una voz que imaginó era de la mujer corpulenta del albornoz.

—No, se ha ido de viaje.

—¿Cuándo?

—Anteayer por la noche. ¿De parte de quién?

—De un amigo. ¿Adónde se ha ido?

—No me lo dijo. Pero la escuché llamar para preguntar por los trenes a Gotemburgo.

—¿Oyó algo más?

—Me dio la impresión de que pensaba empezar a trabajar en un barco.

—¿Cuándo decidió irse?

—Debe de haber sido todo muy rápido. Se presentó un señor aquí anteayer por la mañana y luego parece que se le ocurrió lo del viaje. No era la misma.

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