Authors: Maj Sjöwall,Per Wahlöö
Así son las cosas. Y eso que aquella mujer del sótano había sido lo que Roseanna McGraw definitivamente no era: una ruina humana, desarraigada, errante y cuya condición de excluida social resultaba tan evidente como agravante el contenido de su bolso.
Martin Beck meditó mucho sobre aquel caso mientras aguardaba a que algo ocurriera.
En Motala, Ahlberg se dedicaba a molestar a las autoridades estatales con su insistencia para que buceadores de la Marina y hombres rana inspeccionaran el canal palmo a palmo y el fondo del lago metro a metro. Raramente se ponía en contacto con Martin Beck, aunque siempre confiaba en que sonara el teléfono.
Al cabo de una semana, llegó un nuevo telegrama de Kafka. El texto resultaba críptico y sorprendente:
You will have a break any minute now.
Martin Beck llamó a Ahlberg.
—Dice que nos cambiará la suerte en cualquier momento.
—Querrá animarnos —imaginó Ahlberg.
Kollberg discrepó:
—Este hombre no ve más allá. Sufre de un mal llamado intuición.
Melander no dijo nada.
Pasados diez días les llegaron copias de unas cincuenta fotos más y casi el triple de negativos. Muchas no eran de muy buena calidad, por lo que sólo pudieron localizar a Roseanna McGraw en dos, ambas en el muelle de Riddarholmen, también se encontraba sola en la popa de la cubierta A, a un par de metros de su camarote. En una de ellas estaba inclinada hacia delante rascándose el tobillo derecho, eso era todo. Por lo demás, identificaron a veintitrés pasajeros más. Con ello el número total ascendía a veintiocho.
Melander se encargaba de analizar las fotos minuciosamente, luego se las pasaba a Kollberg, quien intentaba organizarlas por orden cronológico. Martin Beck estudiaba el montón de fotos horas y horas, pero no comentaba nada.
Los días siguientes recibieron un par de docenas de fotos más, pero Roseanna McGraw no aparecía en ninguna.
En cambio, les llegó por fin una carta de la policía de Ankara. Estaba encima de la mesa de Martin Beck la mañana del decimotercer día —según el nuevo calendario—, pero hasta dos días después la Embajada no les proporcionó la traducción en inglés. Contra todas las expectativas, esta carta significó el primer avance en mucho tiempo.
Uno de los pasajeros turcos, el estudiante de medicina Günes Fratt, de veintidós años, admitió conocer a la mujer de las fotos, en cambio no sabía nada ni de su nombre ni de su nacionalidad. Después de «intensos interrogatorios» conducidos por un coronel de policía cuyo largo nombre prácticamente sólo se componía de las letras ö, ü y z, reconoció también que la encontró atractiva y que intentó dos «acercamientos verbales» en inglés durante el primer día de viaje, pero fue rechazado. La mujer no le contestó ni una palabra. Algún tiempo después creyó verla junto a un hombre y sacó la conclusión de que estaba casada, y que sólo casualmente y por imprudencia (¿?) se había dejado ver sola. Lo único que pudo decir el testigo acerca del aspecto de aquel hombre fue que «parecía ser alto». Durante la recta final del viaje, el testigo no volvió a ver a la mujer.
El tío de Günes Fratt, que fue interrogado «de manera informal» por el coronel de policía con el nombre largo, aseguró que, durante el viaje entero, mantuvo a su sobrino bajo una estricta vigilancia y que nunca lo dejó solo más de diez minutos seguidos.
La embajada añadió el comentario de que estos dos viajeros pertenecían a una familia acomodada y muy respetada.
La carta no animó mucho a Martin Beck. Era como si supiera que tarde o temprano aparecería un mensaje con ese significado. Ya habían dado un paso adelante y, mientras luchaba contra las insufribles líneas telefónicas con Motala, pensaba más que nada en cómo sería someterse a un interrogatorio intenso por un coronel de policía turco.
En la planta de arriba, Kollberg recibió la noticia con compostura.
—¿Los turcos? Sí, los tengo fichados. Varias personas los han señalado en sus informes.
Rebuscó entre sus listas.
—Las fotos número 23, 38, 102, 109...
—Es suficiente.
Martin Beck hojeó el montón de fotografías y encontró una en la que se veía muy claramente a los dos hombres. Se quedó observando un momento el bigote blanco del tío y luego se centró en Günes Fratt, de baja estatura, pero elegantemente vestido, lucía un fino bigote negro y rasgos armoniosos. No tenía mal aspecto.
Desgraciadamente, Roseanna McGraw no compartió esta opinión.
Era el decimoquinto día después de la idea de las fotografías, ya habían podido identificar con certeza a cuarenta y un pasajeros, los cuales aparecían en una o más fotos. Además, las series se habían ampliado con dos fotos más de la mujer de Lincoln. Ambas sacadas en el canal de Södertälje. En una se la veía al fondo, borrosa, dando la espalda al fotógrafo; en la otra de perfil junto a la regala, con el puente del ferrocarril al fondo. Tres horas menos para su muerte y Roseanna McGraw se había quitado las gafas oscuras y entornaba los ojos al sol. El viento mecía su oscuro cabello y tenía la boca entreabierta, como si quisiera decir algo o acabara de bostezar. Martin Beck la estudió con la lupa durante mucho tiempo. Al final dijo:
—¿Quién ha hecho esa foto?
—Una danesa —dijo Melander—. Vibeke Amdal, de Copenhague. Viajaba sola en un camarote individual.
—Averigua lo que puedas acerca de ella.
Media hora más tarde cayó la bomba.
—Telegrama urgente de Estados Unidos —dijo la mujer de telégrafos—, ¿se lo leo? «STRUCK GOLDMINE YESTERDAY. TEN ROLLS EIGHT MILLIMETER COLOR FILM AND 150 STILLS. YOU WILL SEE A LOT OF ROSEANNA MCGRAW. SOME UNKNOWN CHARACTER SEEMS TO BE WITH HER. PANAMERICAN GUARANTEES DELIVERY STOCKHOLM THURSDAY. KAFKA.» ¿Quiere que intente hacerle una traducción?
—Sí, por favor.
—«Me topé con una mina de oro ayer. Diez rollos de película de ocho milímetros en color y ciento cincuenta fotografías. Verán mucho a Roseanna McGraw. Una figura desconocida parece estar junto a ella. Panamerican garantiza la entrega en Estocolmo el jueves.» Firmado Kafka.
Martin Beck se desplomó en la silla. Se masajeó el nacimiento del pelo y echó un vistazo a la agenda de su mesa.
Era el día de Katarina. Miércoles, 25 de noviembre de 1964.
Fuera caía una lluvia afilada y fría. La nieve no tardaría en llegar.
Vieron la película en un laboratorio enfrente de la Estación del Norte. Había muy poco espacio en la sala de proyección, incluso en ocasiones como ésta a Martin Beck le costaba superar su aversión a las aglomeraciones.
Estaban presentes el comisario jefe y el fiscal provincial de Linköping. Larsson, Ahlberg y el fiscal de la ciudad habían venido en coche desde Motala. Además, Kollberg, Stenström y Melander.
Incluso Hammar, que había visto más crímenes en su vida que todos los demás juntos, se mantenía callado, tenso y en actitud expectante.
Las luces se apagaron.
El proyector empezó a sonar.
—Ajá, sí, sí... bien, bien.
Kollberg no se podía callar, como siempre.
Se vio el desfile del cambio de guardia pasar por la plaza de Gustav Adolf y entrar en el puente Norte. La cámara fotografió una vista en contrapicado de la fachada del Teatro de la Ópera.
—No tienen estilo —dijo Kollberg—. Parecen policías militares.
El fiscal provincial le mandó callar.
El barco naufragado
Vasa
envuelto en una cortina de agua. Guapa chica sueca con el pelo tan cardado como un montón de heno y nariz chata, sentada en la escalera del auditorio Konserthuset. Plaza Hötorget. Lapón con traje regional a la entrada de una cabaña lapona en el museo al aire libre de Skansen. Castillo de Gripsholm con bailarines folclóricos en primer plano. Mujer estadounidense de mediana edad con labios color violeta y montura de gafas de estrás. Hotel Reisen, puente Skeppsbron, popa del
Svea Jarl
, ferry de la isla de Djurgården. Barco de pasajeros grande anclado en Strömmen, visto desde un barco turístico en movimiento.
—¿Qué barco es ese? —preguntó el fiscal provincial.
—El
Brasil
, de la compañía Moore-McCormack —respondió Martin Beck—. Viene todos los veranos.
El museo de Waldemarsudde, la mujer de labios violetas. Danvikshem.
—¿Qué edificio es ese? —volvió a preguntar.
—Es una residencia de ancianos —contestó Kollberg—. Al pasar por delante Haile Selassie hizo disparar una salva desde su barco oficial cuando vino de visita antes de la guerra. Pensó que era el Palacio Real.
Gaviota meciendo sus alas artísticamente, centro del suburbio Farsta, cola de gente subiendo a un autobús azul con techo acristalado. Pescadores mirando a la cámara con ojos siniestros.
—¿Cómo se llama el fotógrafo? —preguntó el fiscal.
—Wilfred S. Bellamy junior, de Klamath Falls, en Oregon —respondió Martin Beck.
—No me suena —comentó el fiscal.
Calle Svartmangatan, fotograma subexpuesto de la bomba del pozo Brunkeberg.
—Por fin —suspiró el fiscal.
El
Diana
en el muelle de Riddarholmen. Desde la popa, en ángulo recto, Roseanna McGraw en una postura bien conocida y con la mirada dirigida hacia arriba.
—Ahí está —precisó el fiscal.
—Dios mío —exclamó Kollberg.
Entra por la izquierda la mujer de labios violetas y dientes brillantes. Lo tapa todo menos la banderita de la compañía naviera y la torre del Ayuntamiento. Vista sobre el muelle. Puntos blancos. Centelleo. Sombras de color marrón rojizo. Negro.
Se encendió la luz y un hombre con bata blanca entreabrió la puerta.
—Sólo un momento. Un pequeño problema con el proyector.
Ahlberg se dio la vuelta y miró a Martin Beck.
—La película se ha prendido y ha sido consumida por las llamas —explicó el subinspector de la policía criminal, Lennart Kollberg, quien sabía leer el pensamiento.
En ese mismo momento, las luces se volvieron a apagar.
—Ahora hay que aguzar la vista, chicos —pidió el fiscal.
Panorama de la pendiente entre el muelle y el Ayuntamiento, espaldas de turistas, puente Västerbron. La cámara enfoca hacia arriba en el arco del puente. Estela de espuma, bandera sueca, un velero se aleja navegando de popa con rumbo contrario. Larga secuencia de la señorita Bellamy tomando el sol con los ojos cerrados en una tumbona de cubierta.
—Atención al fondo —advirtió el fiscal.
Martin Beck reconoció a varias personas al fondo; ninguna era Roseanna McGraw.
La esclusa de Södertälje, el puente de la carretera, el puente del ferrocarril. El mástil visto desde abajo, con la bandera de la compañía naviera ondeando suavemente en el cielo azul. Motoveleros en dirección contraria con toneles en la cubierta, el ayudante del cocinero saludando con la mano. Los mismos motoveleros, vistos desde popa, perfil arrugado de la señorita Bellamy a la derecha de la imagen. Oxelösund desde el mar, la moderna torre de la iglesia perfilándose bajo el cielo, la fábrica siderúrgica con sus chimeneas echando humo, un buque de carga junto al muelle con mena de hierro. La imagen se movía arriba y abajo, al compás del largo y suave vaivén del barco, pero tenía un color verde grisáceo algo borroso.
—Ahí empeoró el tiempo —intervino el fiscal.
Toda la pantalla se veía de color gris claro, nuevo enfoque de cámara, una parte de la cubierta del puente de mando; la cubierta de proa, vacía a excepción de una espalda brillante con impermeable de marinero. La bandera de Gotemburgo cuelga mojada y caída en el asta, en el extremo de la proa. Aparece en la imagen el segundo de a bordo balanceando una bandeja, desciende por la escalera del castillo de proa.
—¿Y esto qué es? —preguntó el fiscal.
—Están en Hävringe —respondió Martin Beck—, alrededor de las cinco o las seis de la tarde. Se han detenido a causa de la niebla.
La cámara enfoca a la popa de la cubierta
shelter
, tumbonas vacías, gris claro, humedad. No hay nadie.
La cámara enfoca ahora a la derecha, luego vuelve al punto de partida tras un ligero tirón. Roseanna McGraw sube la escalera desde la cubierta A, todavía con las piernas desnudas y sandalias, pero con un fino impermeable de plástico sobre el vestido, lleva puesta la capucha. Pasa de largo el bote salvavidas en dirección a la cámara, echa un vistazo rápido e indiferente al fotógrafo, rostro tranquilo y relajado, sale de la imagen por la derecha. Cambio rápido. Roseanna McGraw de espaldas, apoyada en la barandilla, el peso de su cuerpo descansa sobre el pie derecho; de puntillas, se frota el tobillo izquierdo en el talón derecho.
Apenas veinticuatro horas antes de su muerte. Martin Beck contuvo la respiración. Nadie en la sala dijo nada. La mujer de Lincoln desapareció pálida, mientras la pantalla era invadida por unos puntos blancos. El rollo se había acabado.
Ya no había niebla. Sonrisa violeta forzada. Una pareja mayor en las tumbonas de cubierta cubriéndose las piernas con mantas. No hacía sol, pero tampoco llovía.
—¿Quiénes son ésos? —preguntó el fiscal.
—Son dos estadounidenses —aclaró Kollberg—. Los Anderson.
El barco en una esclusa. Imagen tomada desde el muelle a la cubierta de proa, muchas espaldas. Una defensa del barco para evitar golpes vista desde arriba, la nave se mece al chocar el tablón contra el refuerzo de piedra de la pared de la esclusa, astillas largas y mojadas desprendidas de la madera de pino caen revoloteando al agua negra. Un miembro de la tripulación en tierra, inclinado hacia delante, haciendo rodar los tornos de las compuertas de la esclusa. La cámara enfoca al camarote de proa, las compuertas de la esclusa se abren. Papada arrugada de la señorita Bellamy vista desde abajo, con el puente de mando y el nombre del barco al fondo.
Nueva foto desde la cubierta del puente de mando. Otra esclusa. La cubierta de proa llena de pasajeros. Imagen de un hombre con sombrero de paja hablando.
—Cornfield, un estadounidense, viajaba solo —comentó Kollberg.
Martin Beck se preguntó si era el único que había visto a Roseanna McGraw en la imagen anterior. Se encontraba junto a la barandilla de estribor apoyada, como siempre, vestida con pantalones y jersey oscuro.
Las imágenes de la esclusa se sucedían, pero ella no se dejaba ver.
—¿Dónde puede ser esto? —se preguntó el fiscal.
—Es Karlsborg —contestó Ahlberg—. No se trata de la ciudad junto al lago Vättern, también hay un pueblo con ese nombre un poco al oeste de Söderköping. El barco zarpó de Söderköping sobre las diez menos cuarto. Esto debió de ser alrededor de las once.